jueves, 30 de noviembre de 2023

De amores

Inés Arredondo

 

Para Jorge de la Luz

 

Los grandes amantes no tienen hijos. Ni Isolda la de las blancas manos, ni Isolda la de los rubios cabellos tuvo hijos de Tristán; Nefertiti no dio hijos a Akenatón. La pasión que lo llena todo no obedece a las leyes de la Naturaleza sino a las del Espíritu.

Raquel sin darse cuenta obedecía esta regla y a pesar de que Jacob la amaba todas las noches era estéril. En cambio Lía, la bizca usurpadora, concebía al más desganado contacto al que el deber religioso obligaba a su esposo. Pero Raquel veía crecer los rebaños de su marido, y a los rapazuelos de Lía aprender a mandar a los pastores y perderse buscando en las tierras alejadas el pasto para los ganados y venir, regocijados, a susurrar al oído del padre sus hallazgos. El padre sonreía y los acariciaba levemente.

Raquel fue infiel a su amor al sentir envidia, al renunciar a ser la Única Verdadera para poseer también el amor de Jacob como padre. Sembrar y cosechar como cualquiera, cuando su destino no era trabajar sino gozar. Y vendió por toda una noche el placer que sólo estaba reservado para ella, lo vendió a Lía por una cocción de mandrágora que la hiciera fructificar, y con un dolor insoportable dio a luz a ese que llegó a ser uno de los muchachos más bellos que la humanidad ha conocido nunca, y logró lo que quería: la obra perfecta, de la cual el padre se enamoró. Pero eso no llegó a verlo, porque al parir a Benjamín, al que consolidaría su triunfo, murió. El padre odió al inocente asesino y Raquel no alcanzó a ver el amor desmesurado de Jacob por José. Su victoria fue falsa: José se hizo egipcio y nadie tomó en cuenta a la tribu de Benjamín. En cambio, los hijos de Lía, a pesar de sus pecados, son reyes y sacerdotes de la innumerable descendencia que Yavé prometió a Jacob. Pero éste murió desolado. El Espíritu había tomado venganza.

Historias viejas y sabias consejas literarias: Teodoro, joven poeta, las sabía y sonreía satisfecho porque él y Miriam eran amantes perfectos desde adolescentes y la gente se sorprendía de que aquella pasión durara años y años sin disminuir.

Miriam era hermosa como el sol, no usaba adorno alguno y a pesar de eso, su cuerpo esbelto, su larga cabellera, sus ojos y su altivez suspendían el trajín de las calles y las palabras. Sin embargo, ella trabajaba, en labores delicadas, para los hogares ricos. La casa de un poeta es el lujo y la pobreza.

Lujo aquel de reunirse todas las noches, en casa de Teodoro, sus amigos, sin que faltaran dátiles, aceitunas y oloroso vino fuerte. Leía uno, leía otro, cambiaban de mano los poemas, se reía, se discutía, se callaba. Entonces Miriam tomaba el salterio y su música entraba en las almas de todos. Cantaba los poemas de Teodoro con tal delicadeza y comprensión de sentimientos que letra y música eran una sola cosa. No opinaba cuando discutían los hombres, pero daba su juicio con su cítara y su voz a los mejores poemas de los amigos.

Luego, en la cama enredaba sus rizos en las facciones de Teodoro y quedo, muy quedo, recordaba con su voz musical los poemas que él había compuesto hacía tanto, casi los había olvidado; revivían y corrían por la sangre del joven como hermosamente ajenos. Teodoro la hacía callar con su boca y la apretaba contra sí sabiendo que en ella estaba todo él y más aún: lo que resplandecía de los cantares antiguos, de otras edades y otros países, los paisajes ajenos y –sobre todo– ella, que era un enigma que a veces lo desconcertaba. Buscaba desesperadamente en su cuerpo el secreto, pero nunca encontró, ni haciéndola gozar hasta el grito, la clave de su perfección.

Cuando Miriam lo veía observarla hacer con un ritmo sin quebradura los quehaceres de la casa, lo miraba oblicuamente y sonreía con malicia sin despegar los labios.

Pero cometió el pecado de Raquel: le pidió un hijo. Él se ensombreció. No podía explicarle que era solamente el Espíritu el que lo impedía. Ella suplicó prometiendo que el niño sería tan feliz que no lloraría, que dormiría con los poemas, las palabras y la música, que todo seguiría igual. No comprendió que la Naturaleza entraría rompiendo el Absoluto. Él se encerró en sí mismo y sufrió tanto que sus carnes se enjutaron y la poesía lo abandonó como un hilacho, y no tuvo sed, ni deseo, ni sueño, ni amigos: ella no había comprendido. Entonces, sin decir una palabra, se marchó.

Caminó el desierto con los pies desnudos sobre la arena ardiente, hecha jirones su vestidura y sin encontrar el horizonte en el desierto. Se perdió a sí mismo y no encontró reposo.

Hasta que un día, casi muerto, sin poder abrir los ojos, supo que su cabeza estaba en el regazo de una mujer. Se quedó inconsciente y cuando, pasado algún tiempo, pudo moverse en un lecho, un dolor enorme llenó su ser, pero no pudo recordar nada.

Agradecido, vivió con aquella mujer sin rostro. Ella parió hijos que Teodoro apenas miraba. Lía, nombre lastimoso.

Abandonó a la que le salvó la vida sin darse cuenta. Quizá hubo alguna otra semejante. Lo que es seguro es que fueron numerosas las que por amor sirvieron sus alimentos y compartieron su lecho y él no supo cómo se llamaban, no podía recordarlo ni para nombrarlas.

Pero nada de eso le importaba, ni su trabajo concienzudo que ejecutaba como un autómata en los campos ajenos.

Hasta que un día, al cortar un racimo de uvas el sol se reflejó, como una centella, en una, una sola de las que formaban el racimo. El Espíritu volvió y él supo reconocerlo.

Pasados los años fue el gran poeta de su tiempo. Los jóvenes venían a él para aprender todas las formas, los ritmos, los secretos de la técnica. Pero cuando bebían oloroso vino y comían aceitunas negras sólo recitaban sus versos de juventud y él cerraba los ojos y oía la cítara y la voz cantando. Aunque se negara a admitirlo, aquellos poemas eran sus obras maestras y los insuflaba un dios como Athón, un hijo como José, una muerte por amor.

Ya viejo, se sienta en una roca con los versos que fue escribiendo desde su resurrección, cobijado por el Espíritu, hasta conseguirlos perfectos, estruja las hojas escritas por su mano y las arroja al mar. Ninguno de ellos era el poema de la Naturaleza y el Espíritu. En el fondo nunca pudo domar en su alma a la Naturaleza, aunque la negara, y ahora estaba absolutamente solo, porque los que comprendieron, por el relato de Miriam, la causa de su desdicha, y lloraron hasta agotar sus lágrimas y desgarrarse el pecho, ya no podrían llorar ahora su doble final porque están todos muertos.

 

Una historia de amor

Nedda G. de Anhalt

 

El gusto por las historias insólitas me recuerda un caso que ocurrió en Nueva York, uno de los sitios más fascinantes de este planeta, como dice mi amigo Woody Allen. Por supuesto. No seré yo exégeta de esa ciudad. A menos que se viva en el lugar y se hayan tenido largas sesiones de psicoanálisis, ¿qué derecho tienes a emitir opiniones?

He estado sólo de paseo y, sin embargo, para conocer bien Manhattan –digo yo– basta con observar el comportamiento de sus habitantes en el cine: la metrópolis de las almas solitarias.

Soy mexicano y cinéfilo implacable. Con mi novia frecuento esos sagrados recintos cuantas veces puedo, no para pastelear, sino para ver las películas. Después de haber ido a varias salas cinematográficas, me considero ya un experto en corazones solitarios.

Una tarde que salí con Lupe –y su hermana, con quien está en esa ciudad–, después de haber visto un largometraje de Jarmush nos abordó en la calle una muchacha guapísima que de sopetón preguntó si me había gustado el film. Me quedé con la palabra en la boca porque mi futura cuñada me jaló por un brazo haciéndome entrar en un taxi que en ese momento acertaba a pasar de milagro. Una vez dentro del vehículo me advirtió, angustiada: “Esteban, ten mucho cuidado aquí con la gente. No hables. Es peligroso, muy peligroso hasta establecer contacto visual. Créeme, por favor”.

Lupe y yo pensamos que exageraba. Por eso, cuando después de haber visto –sin ella– otra película de Jarmush, a la salida un tipo nos preguntó qué opinábamos de la cinta, nos enfrascamos en una plática muy a gusto. Tanto, que a sugerencia de él –resultó ser puertorriqueño– nos fuimos a cenar juntos a Sabor, un restaurante cubano con unas croquetas de malanga, un tasajo criollo y una ropa vieja bastante aceptables.

A la hora de los postres –que eran cascos de guayaba y coco rallado–, tuve que hacer una llamada telefónica. No quiero entrar en detalles dolorosos. Ojalá le hubiera hecho caso a mi imposible cuñada. Cuando regresé la mesa estaba desierta.

 

Al inventarse el cine

Ramón Gómez de la Serna

 

Al inventarse el cine, las nubes paradas en las fotografías comenzaron a andar.

 

La nariz

Ryunosuke Akutagawa

 

No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara.

Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote “que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste” le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.

La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo mal herido.

En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y, suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.

En el templo de Ike-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.

Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sariputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nagarjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz.

Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.

Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien, por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.

El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el discípulo:

–Creo que ya ha hervido.

Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro, aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:

–¿No te duele? ¿Sabes?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero, ¿no te duele?

En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.

Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: “El médico dijo que había que sacar los granos con una pinza”.

Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.

Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:

–Tendrás que hervirla de nuevo.

La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo.

“En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz”. El rostro reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu.

Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.

Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurái que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era “diferente” al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso…

“Pero si antes no se reían tan abiertamente…” Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabliadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando como “aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado”. Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a este problema.

En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.

Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando: “La nariz, te pegaré en la nariz”.

Naigu le arrebató el palo y le pegó al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.

Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.

Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano la notó algo hinchada e incluso afiebrada.

–Debo haber enfermado por el tratamiento.

En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente.

En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.

–Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.

Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño.

 

La pluma mágica

Silvina Ocampo

 

Sabes que no es un sueño ni una invención, sabes que todo lo que yo escribía, todo lo que se me ocurría, ya estaba escrito por alguien en alguna parte del mundo, y que por ese motivo llegó un momento en que no pude publicar nada, pues los lectores menos sagaces me hubieran acusado de plagio. Tú sólo sabes que jamás fui capaz de plagiar a nadie, y que esta fatalidad que aqueja, yo lo sospecho, al mundo entero, sin que el mundo la advierta, se hace en mí sólo evidente, tan evidente que me impide seguir con mi oficio. Desde que existe la literatura se escriben las mismas obras; sin embargo los otros escritores siguen escribiendo. Sufrí durante años este espantoso horror que consiste en repetir involuntariamente el cuento, la novela, el poema que otros habían escrito; en el momento en que llevaba estos engendros a un diario, a una revista, a una editorial cualquiera, descubría por azar que ya habían sido publicados por otro autor desconocido o conocido. De ese modo escribí algunos de los libros más célebres, que quedaron guardados en mi cajón, sin esperanza de ser reconocidos ni apreciados por nadie. Sufrí este tormento hasta que me regalaron la famosa pluma. Creí que se trataba de una pluma común, pero pronto advertí que bajo su apariencia modesta ocultaba un poder mágico que me llenó de esperanza.

Las primeras páginas que escribí con ella fueron realmente notables, tan notables que en ningún diario, en ninguna revista, ni en ningún libro encontré sus frases. Con éxito publiqué aquellas obras que me valieron una indiscutible fama. La llevaba en mis paseos solitarios. Para no perder su fluido dormía con ella metida en los bolsillos de mi pijama. De ese modo compuse infinidad de libros, uno titulado La verdad es muda, otro La esperanza se infiltra, otro La fuente del Asilo, otro Tinta. En un brusco rapto de confianza, cuando te conocí, te revelé el secreto. Te elegí por confidente sin sospechar que todo confidente se vuelve enemigo del que confía sus confidencias. Con candidez y lujo de detalles te conté las vicisitudes de mi vida de escritor. Parecías comprender tan bien lo que me sucedía, que a menudo pensaba que la carrera de escritor convendría a tu sensibilidad. No rechazabas la idea y me escuchabas, como siempre lo hacías, con admiración y asombro. Pensaba en ti en los momentos de ilusión, como en un posible discípulo que el tiempo se encargaría de recompensar con los frutos de mi trabajo y de mi experiencia. Llegué a hablarte casi como a mi conciencia. En mi trabajo no había dificultad que no te comunicara, no había esperanza frustrada que no te confesara. Te arrastré a la Biblioteca Nacional en busca de libros, que sólo podían interesarme a mí, y los leías como si el interés mío fuera el tuyo. Abandonaste la música y la pintura. Estabas en un periodo de evolución. No pensé que al revelarte el secreto perderías la admiración y el respeto que tenías por mí. No pensé que me traicionarías. Fue en un momento de descuido: sobre la mesa del cuarto dejé la pluma; estabas a mi lado. Fui a la esquina a buscar cigarrillos. Cuando volví, la pluma había desaparecido. Te pregunté si no la habías visto; me dijiste que no y te mostraste asombrado de mis presunciones. Desde aquel momento cambiaste conmigo. No me comunicaste en qué empleabas tu tiempo ni a qué se debía tu súbito cambio de carácter. Simultáneamente aparecieron en diarios y revistas cuentos en que reconocía el estilo inconfundible de mi pluma. Bajo las obras, la firma siempre era un seudónimo. Pero la duda me acechaba. Por fin en el escaparate de una librería encontré, con el término de mis dudas, un libro titulado: La Pluma Mágica.

 

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Canción de cuna

Inés Arredondo

 

La miraba ir al baño, volver y derrumbarse en la butaca con los rasgos de la cara agudizados por el cansancio y sin embargo rejuvenecidos. La veía acezar como un animal, con los ojos cerrados, la piel adelgazada y colgante, emanar una luz de victoria. De día y de noche, más allá de sus fuerzas, en el insomnio sin misericordia, sostenerse, ir del baño a la butaca, de la alimentación al vómito, triunfante. Yo sabía que marchaba hacia la muerte, pero ella estaba segura de que se dedicaba a la gestación de una nueva vida.

Se ensayó todo, la persuasión, los calmantes leves que consentía en tomar, la energía, pero ella no cedía a nada, ni siquiera se tendía en la cama, hacía frente a la somnolencia de los narcóticos sentada, sin permitirse perder del todo la conciencia, por un temor que no confesaba pero que se sentía en aquel modo de velar sin reposo sobre su embarazo imaginario.

Quizá ese temor nació en el momento en que el ginecólogo le dijo que se trataba de un pólipo uterino. La idea de que querían extirparle “aquello” la volvió desconfiada.

O empezó a temer la tarde misma en que nos citó a todos en casa de Márgara, para darnos la noticia.

Llevaba un vestido de seda opaca, gris, casi blanco, de pliegues suaves, y un largo collar de perlas. Estaba radiante, hermosa, animada por una excitación juvenil, como si en secreto esperara la hora de la cita. Bromeaba yendo de uno a otro, y un momento después se abandonaba en un sillón y, olvidada de nosotros, se sonreía a sí misma. Puse atención en la manera como se paraba, se sentaba, o se daba vuelta, fingiendo creer que la llamaban, únicamente para que los pliegues de su vestido se hincharan, le rozaran las piernas, y, entonces, hundir los dedos en ellos y alisarlos morosamente. También la sorprendí mirando una copa al trasluz con el júbilo callado con que los niños descubren las maravillas de la tierra. Pero estas cosas las notaba yo porque ella es mi madre, y no estaba acostumbrada a verle esos pequeños signos de felicidad.

–Bueno, vamos a hablar seriamente –dijo al cabo, pero se veía que hacía esfuerzos para no reír. Estaba de pie, apoyada apenas con las manos en el respaldo de un sillón, y nos observaba uno a uno a medida que hablaba–. A ver, Pepe: ¿cómo están tus hijos? Isabelita, Meche, Yoli, Pablito… ¿Bien? Me alegro. ¿Y los tuyos, Susi?: Carmen, Paco, Moni… Los dos de Márgara acabamos de verlos, lindos como brazos de mar, y hoy en la mañana me visitaron los tres de Nacho. Doce nietos… no está mal. Doce, y quizá muy pronto trece, porque la pequeña querrá también contribuir. Doce nietos y todos los hijos casados. Cualquiera pensaría que así está bien, que he cumplido… y terminado. Pero no es así. Para decirles eso les pedí que vinieran esta tarde: no es así. Todo vuelve a comenzar siempre. Yo nací cuando mi madre tenía poco menos de cuarenta años. A nadie le pareció raro. Tampoco a los cincuenta y dos es demasiado tarde. He hablado con mujeres muy viejas a las que les resultaría natural tener hijos y no comprenden por qué únicamente dan a luz las jóvenes. Las viejas saben que hay que rumiar con paciencia, las muchachas creen que se trata del amor y de los hombres. A veces sí, pero no siempre. También se desea tomar aliento junto al hombre y apoyarse en él, pero todas sabemos que nadie se puede acercar verdaderamente a nosotras durante esos meses, nadie. Y que el niño también está solo. Es una soledad diferente que se soporta y se disfruta más cuando nada distrae y una quiere y puede abandonarse totalmente a ella… –explicaba estas cosas con naturalidad, pero a nadie, al vacío, tranquila como si su discurso solamente repitiera frases gastadas que todos sabíamos, y no fuera otra cosa que un preámbulo común de cortesía. Se detuvo y sonrió, ahora sí dirigiéndose a nosotros, con una encantadora gracia mundana, y continuó–. Supongo que ya habrán comprendido, y espero que les guste la idea de que yo vaya a tener un niño.

Nos quedamos atónitos, y ante nuestro silencio sus ojos se empequeñecieron, brillaron duros, y vi que estaba dispuesta no solamente a desafiarnos, sino a repudiarnos.

–¿Así que no se alegran? –dijo. Estaba parada en el centro de la habitación, tensa, lista para saltar sobre cualquier palabra nuestra.

–Pero, mamá –tartajeó Pepe trabajosamente–, perdóname… no sé qué pensar… qué decirte… a tu edad parece raro… eso es, raro… –aunque sea el mayor, no había razón para que Pepe se viera tan viejo, grotescamente viejo, delante de esa mujer joven y desafiante. Esa mujer había dejado de ser nuestra madre, de tener la edad, la historia, todo lo que hasta entonces había sido ella.

–Raro. No pudiste encontrar palabra más fea. ¿Rara la maternidad? Pepe, no seas absurdo.

Tan fiera y tan segura, pensé, y quise creer en lo que decía: –¿Consultaste al médico?

Se rio. –Tú eres recién casado y apenas sabes de estas cosas, pero yo que tuve cinco hijos no puedo engañarme, conozco perfectamente los síntomas.

Nos quedamos de nuevo callados, sin atrevernos a mirarnos siquiera, porque ella nos vigilaba ávidamente con sus ojos empequeñecidos.

–Todos están pensando lo mismo. En el padre, ¿no es cierto? Los conozco, inmediatamente imaginan una historia sucia, van derecho a lo que puede oler mal.

Apretó más los párpados y con una mueca astuta fue acercándose a cada uno de nosotros, burlona y diciendo: –¿Huelen ustedes mal?, ¿eh? ¿Apestan? ¿Apestas tú, Susi? ¿Tú, Márgara? Pues igual olerá mi niño, ni mejor ni peor, aunque no tenga padre, que es lo que menos importa –se irguió, y como si se quitara una máscara dejó de reír, abrió bien los ojos y distendió la cara–. Y en cuanto a la historia, no hay hombre. No lo hay.

Nadie replicó. Después de un momento Pepe se acercó a ella y con mucha ternura le dijo: –Está bien, mamá, todos estamos encantados, cálmate. Mañana iremos a ver al doctor Ordiales. –Le rodeó los hombros con su brazo y a mí me pareció que protegida así, por ese hombre alto, ella volvía a envejecer. Pero un instante después, ingenua y contenta, ella preguntó con un tono completamente pueril, lleno de esperanza: –¿De veras les da gusto?

Sobre la llanura inmensa la paja amarillenta se eriza bajo la lluvia. El día gris extiende su tiempo sin esperanza. Ayer y mañana fueron y serán iguales, sin otra cosa que lluvia y frío; barridos interminablemente por el viento que se lleva todo color, toda voz, cualquier insinuación de alegría.

La soledad entra por la alta ventana. A pesar de los vidrios la habitación es helada, húmeda, y el viento, el viento, sitiando, aislando, hace sentir que se está dentro de una torre, la única en una orilla deshabitada del mundo, donde resulta inútil ensayar palabras, tener recuerdos. El viento y la lluvia seguirán azotando hasta borrar los rastros humanos.

En las manos ateridas de la muchacha hay una guitarra. Tiene los ojos fijos en la lejanía que no ven, sin color de tan claros, desteñidos ya. Ya a los quince años. Despacio, a tientas, afina un poco una cuerda, desliza la punta de los dedos sobre un flanco del instrumento o pega la palma en la madera lisa. Espera. Vuelve a hacer sonar la cuerda, apenas, y no la escucha, sino que aguarda la vibración en las yemas o en la palma. No, no espera. Se olvida de lo que tiene en las manos y se queda hueca, dejándose llenar del paisaje aniquilado. Pero los dedos infantiles buscan, vuelven a la cuerda que da una nota a pesar del desorden que impone el viento. Una nota queda, breve, que nadie escucha, pero que centra algo y da un reposo momentáneo. Otra vez el viento sin destino, el vacío, y de nuevo la cuerda que busca, casi sola, encontrar su voz. El tiempo y el espacio ilimitados, muertos, y la muchacha a la deriva en ellos, sin otro sostén que el dedo sobre la cuerda y el sonido aislado. Así, eternamente.

Pero un día, una tarde igual a otras, las manos de la muchacha se crispan y la guitarra cae al suelo. Un grito y el terror rompen la repetición helada. El sinsentido se corporiza y violenta el orden de la muerte: en el vientre de la niña un ser extraño se ha desperezado. Rasca y mueve las entrañas ciegamente. Ella siente la satisfacción bestial del informe ser que la habita sin conciencia; la lejanía insalvable en que busca acomodo, placer; estos pequeños saltos de reptil con que la hace ajena a sí misma. Y grita y sigue gritando. Empuja con las dos manos el vientre apenas curvo, lo oprime, trata de suprimir, de aquietar siquiera al habitante del pantano que es de pronto su vientre. Está segura de que va a devorarla sin darse cuenta, con la misma sensual indiferencia con que ejercita sus miembros deformes. Vuelve a gritar, cada vez más fuerte, más fuerte.

Su madre entra. La muchacha se abalanza contra ella y convulsamente le dice que “aquello” está dentro y se mueve.

La madre habla durante mucho tiempo, con voz pausada y sin emociones, mientras le acaricia un poco los cabellos. Le va diciendo paso a paso todo lo que vendrá, hasta el desgarramiento final en que “aquello” saldrá de ella con una exigencia mucho más violenta. Saldrá y a la luz del sol será un niño. Y desde ese momento ella quedará libre, no tendrá que servirlo ni pensar en él: no será suyo. Unos meses más de paciencia, de tolerancia para el intruso; después ella le asegura que todo esto de ahora se borrará.

–Mamá, ¿tú estás segura de que está aquí por aquello que hice?

–Sí.

Pero la muchacha no lo cree. Sabe que sucede así, pero no lo cree.

–Voy a traerte una taza de leche caliente, Érika, pero no vuelvas a gritar. Nadie debe saber que estás aquí.

La madre se vuelve a sonreírle desde la puerta, antes de salir, y ella siente cómo la consuela y la penetra esa sonrisa dolorosa.

Se toca despacio la cara con las manos: los pómulos, las cuencas, la frente: los huesos que están bajo la carne y que quedarán, cuando la carne no esté, inútiles y los mismos. El niño se revuelve otra vez en busca de su ser que irá a la luz. La muchacha se queda inmóvil, sintiéndolo. Luego camina otra vez a su puesto frente a la ventana. Mira sin ver la llanura, la ensordece el viento que no escucha. Está inerme ante la soledad que no terminará nunca.

Recoge la guitarra y comienza de nuevo la afinación interminable.

Vuelve a sentir contra las paredes del cuerpo el roce y el gorgoteo del que tantea, con ojos sin luz, los límites.

La sangre colorea la cara de la muchacha, cosquillea en la punta de sus dedos: ha sido un latido que no ha venido de ella, un oleaje que ha producido y lanzado el informe, el que emerge, húmedo, de lo remoto olvidado. Y el vaivén secreto comienza: la muchacha se inclina y espía la próxima ola que la hará presentir de nuevo el oscuro universo del principio, y, en tanto, pensando en el que lucha por ser, por salir, sus dedos modulan una antigua melodía luminosa, y ella murmura las palabras con infinita piedad, aunque las palabras no sirvan: “Was ich in Gedanken küsse”.

Sigue vigilando el latido subterráneo, se queda suspensa al borde del mundo del terror y del milagro, con todos los sentidos centrados en la cavidad que está en su cuerpo pero no es suya: la caverna sin luz en que están encerrados todos los signos pero donde nada tiene todavía sentido. El informe nada y se asemeja a otros informes que pasan a su lado, su boca redonda chupa al azar lo que puede, en el vertiginoso paso, tan parecido a lo inmóvil, del tiempo virgen, el que nadie contó. El latido vuelve, la sangre remota susurra espesas sensaciones. Viene también la angustia de las discontinuidades, cuando la respiración de la muchacha se corta y solamente ella sabe que esa mínima agonía suya es la única manifestación de un gran cataclismo sucedido no se sabe dónde, no se sabe cuándo: hay que estar atenta. Nada puede hacer, todo sucederá como sucedió, pero el sentido sería otro si ella no hubiera estado acechando desde antes de que hubiera un primer día. Es la que se acuerda, aunque no tenga memoria, la testigo de lo que no sabe. Hay que estar atenta, hacia adentro, hacia el fondo; tiene que cerrar los ojos y hundirse en lo oscuro hasta donde le sea permitido: a su tiempo arrancará de allí, brutalmente, también ella, la nueva presa para la luz.

Como si quisiera ocultar o conducir la lucha que le parece espera, sigue susurrando en su lengua, la lengua en que le habló su madre, la canción que brota de la guitarra y en la que ella no piensa.

 

als der stummen Einsamkeit
als der stummen Einsamkeit

 

Siguiendo el consejo de un psiquiatra amigo, la convencimos de que la hipnosis era el mejor medio para que durmiera y descansara un poco. Yo misma me di maña y le fui insinuando la idea de que una persona hipnotizada no puede ser operada, que únicamente descansa. Consintió al fin, bajo la condición de que quien la hipnotizara fuera el viejo profesor Wassermann, que había conocido a sus padres.

Nos turnábamos noche a noche para presenciar el nuevo rito, simple como cepillarse el cabello, que se celebraba en la alcoba de mi madre para que pudiera dormir. Ella se sometía dócilmente, recibía el sueño con satisfacción, casi con avidez, y decía con frecuencia que el niño nacería mejor si ella estaba en buenas condiciones de salud; el poder dormir la mejoraba, sin duda, pero los vómitos continuaban y estaba tan débil que la sofocaba cualquier esfuerzo; al hablar, y sobre todo al reír, pasaba sin transición de la palabra o la carcajada al ahogo: abría la boca, y de pronto el aire no entraba más por ella. Tenía también las venas destrozadas por el suero casi constante. Sufría mucho, pero nunca se quejó. Estaba alegre, obstinadamente esperanzada.

Fue el propio profesor Wassermann quien nos propuso ensayar la hipnosis vigil a fin de hacerla comer un poco e ir restableciendo así el hábito de comer y digerir que había perdido del todo. Nos pareció una buena idea y la intentamos con cierto éxito: mi madre podía comer unas cucharadas de sopa o algunos pedazos de fruta, nada más, pero a nosotros nos parecía eso muy alentador. Notamos además que durante el tiempo que estaba hipnotizada parecía más tranquila, su embarazo era menos obsesionante. La tarde en que sucedieron las develaciones, estaba especialmente contenta, particularmente libre.

Sostenía el racimo de uvas muy cerca de su rostro, apoyando el codo en el sillón, y hablaba con el profesor sin apartar los ojos del racimo, acariciando negligentemente los granos para quitarles el polvillo que los cubre. Había algo en el movimiento de sus manos, en el modo de ladear de tiempo en tiempo la cabeza, de curvar los labios, que me hizo pensar en la coquetería gratuita que imagino en las mujeres de fin de siglo, de épocas pasadas que se han repetido en la historia, en que las mujeres han podido mantener centrada una esencia que no tiene nombre pero que en ese momento yo veía surgir en mi madre. Cuidaba la expresión, el gesto, por el regusto de sentirse, de saborearse, perfeccionaba una frase o una media sonrisa sin pensar en enamorar al profesor Wassermann pero evidentemente porque sentía que él podía apreciar ese mudo lenguaje hoy abandonado.

–De muy joven yo tocaba la guitarra… me gustaba. No he vuelto a probar. Me enseñó mi hermana Érika.

–Mamá, no lo sabía, nunca nos lo dijiste. Y hay una guitarra en casa –dije con gozo–. Seguramente la tuya. Iré a traerla.

Bajé corriendo en busca de la guitarra, contenta con la idea de proporcionar a mi madre un consuelo en su enfermedad. Pensaba vagamente que si ella podía volver a interesarse en la música su obsesión disminuiría. No imaginaba hasta dónde.

Volví y el profesor afinó el instrumento. Mi madre observaba atentamente al viejo concentrado en su tarea. Por fin Wassermann le tendió la guitarra. Ella la recibió gentilmente y comenzó a tocar con toda facilidad, creo que sin recordar que hacía tantos años que no lo hacía. Luego, poco a poco, tarareó y cantó una canción de hacía treinta años, que yo le había escuchado muchas veces; una canción de moda en su juventud. Pero una vez unidos el canto y la guitarra aquello sonaba horriblemente mal. El profesor se levantó lentamente del asiento y se acercó a ella. Escuchó con mucha atención la guitarra, y, de pronto, sobre la voz de ella comenzó a decir clara y firmemente:

 

Hänschen klein geht allein
in die weite Welt hinein

 

Pronto la cara de mi madre se iluminó y siguió cantando la canción alemana con placer hasta el final, ahora sí en acuerdo la guitarra y el canto.

Aben Mutter weinet sehr, Hal ja nun kein Hänschen mehr… –dijo luego con nostalgia–. Hacía tantos años… Mamá la cantaba cuando yo era chica.

–Pero si no noté mal, usted tocaba aún otra melodía con el quinto dedo. Vuelva usted a tocar –ordenó Wassermann.

Mi madre tomó de nuevo la guitarra y sin timidez recomenzó a puntear la melodía. En efecto, poniendo mucha atención se escuchaban notas discordantes que sin embargo yo no alcanzaba a aislar y unir entre sí.

–Toque sólo con el quinto dedo –dijo el profesor enérgicamente. Mi madre obedeció–. Cante.

Entonces mi madre cantó, con un sentimiento de desesperanza que la destrozaba, una canción que terminaba diciendo

 

Als der stummen Eisamkeit

 

–¿Por qué ha dicho siempre que no sabía hablar en alemán? –preguntó con violencia el viejo profesor.

Los ojos grandes, rasgados, de pestañas negras, ocultan las pupilas fijas bajo los párpados entrecerrados. No tienen expresión, se abren un momento para captar un rostro, atrapar una palabra, y vuelven a entornarse, rumian despacio la presa y se abren para cazar otro pequeño signo.

Alrededor de la mesa de té los rubios comensales calmos y estirados, no los ven. Únicamente la muchacha pálida sabe que están allí. Y es por ellos que sacude la cabeza firmemente, se diría con desesperación, y dice Nein una y otra vez.

La escena se repite, apenas sin variantes, periódicamente, a través de los años.

La niña comprende que la muchacha se niega, aunque no entiende a qué, porque todos hablan en esa lengua tajante que ella no conoce. Ella está aparte, con sus ojos negros y su ignorancia de la lengua paterna. La aíslan por algo, y Érika dice que no por ella. El padre se encoleriza, la madre ruega, pero Érika sigue negando con la cabeza; tiene los labios apretados.

Le gustaría consolarla, acercarse a ella, pero no puede, porque está aparte.

Retrocede sin hacer ruido, ahora con los negros ojos inmóviles sobre el rostro abatido de la que dicen es su hermana. Algo que no sabe lo que es quisiera decirle a la muchacha que ha empezado a llorar, sin dejar de mover como un péndulo la cabeza.

Se va al cuarto de la hermana, se sienta y hojea un álbum. Mira uno a uno los retratos de personas lejanas, desteñidas, que su madre dice son su familia. Hay un militar que le gusta porque está tan empacado que la hace reír. Pero de cualquier modo está segura de que nunca los conocerá, que hablan esa lengua diferente, que son ajenos. Ella no tiene parientes. Su madre la mima, su hermana Érika niega algo por ella. Pero están aparte.

Cuando la muchacha viene, se turba al encontrarse con ella, abre y cierra la boca buscando una palabra que no encuentra. Después se acerca, la toma en los brazos y solloza sobre la cabecita escondida. Se sienta con ella en el regazo, sin pronunciar una palabra. La niña cierra los ojos contra el pecho de Érika, escucha cómo los pulmones se llenan y se vacían en espasmos convulsos, siente el estremecimiento del cuerpo que la sostiene, fija la atención en el palpitar desordenado del corazón próximo. Está acurrucada, protegida, y ya no le importa que la muchacha llore, le gusta estar así, agazapada en ella, espiando los secretos golpes de su cuerpo. Se queda tranquila, adormecida, y la muchacha se va calmando también. Le acaricia el pelo.

–¿Quieres que te cante una canción?

La niña sabe que será una canción alemana y se rebela al pensar que el bienestar se romperá de nuevo.

–Tienes que decirme en español lo que cantas.

La muchacha la besa con fuerza.

–Te lo diré, pero nunca jamás hablarás de esto con nadie. Nunca jamás.

La miraba cantar y llorar, llorar dulcemente enseñándole sin querer las palabras de su historia, tendiéndole sílaba por sílaba, no las palabras de otro idioma, más bien la necesidad de romper la separación, la soledad de las dos.

 

Nadie debe enterarse
a nadie se lo revelaré
sino a la muda soledad
sino a la muda soledad…

 

Se lo dijo el día que murió. Le dijo que no era su hermana, sino su madre, y fue eso un reconocimiento fugitivo, de adiós, tan precario que no bastó. Aunque ella lo supiera desde mucho tiempo atrás, desde antes de entender lo que los mayores decían en su idioma, el que su madre no se le entregara más que en unas relaciones secretas, casi pecaminosas, la mantuvo informe, fetal, sin luz. Lo único cierto era la figura segura y bondadosa de la abuela-madre que se daba sin tenerlo que hacer, y sin haber pecado. Lo único seguro, pero fuera de la verdad. Sin vínculos con nadie, también. El amor no negado pero clandestino de su madre la envenenó. Tomó partido por la falsa, la segura, la que no necesitó de un hombre para tenerla por hija. Cantó su canción, pero abajo siguió sonando la otra, la escondida, y su embarazo para ser abuela-madre era doloroso y solitario, quería tal vez reproducir su propia gestación, para darse a luz a sí misma a los ojos de todos, aun de los hijos que podía desconocer sin dejar de amar porque ella había sido desconocida y amada. El hijo verdadero sería el sin padre, pero rumiado, pescado en las aguas amargas y sacado a la luz por ella, con sus manos: nacido, reconocido.

La curación fue rápida. Ella misma pidió que le extirparan “aquello” que no era más que un pólipo. Salió del sanatorio serena, mansamente alegre: abuela solamente. Yo recordé con dolor a la mujer joven, heroica, que extraía encanto y refinamiento no se sabe de dónde, cuando estaba luchando por la vida a las puertas de la muerte, en un desafío con ella y no con la razón como creían todos. En su engaño poseía una sabiduría que sana había olvidado.

Lo sé porque estoy embarazada, y me toca ahora a mí.

La canción de mi abuela y de mi madre me envuelve. Mi historia es diferente, mi hijo tiene padre, tendrá madre, pero ahora no somos ambos más que una masa informe que lucha. En el principio otra vez. Me inclino sobre mi vientre y escucho. Estamos solos. Y todo vuelve a comenzar.