jueves, 31 de octubre de 2024

Adivinanza

Carmen Martínez Téllez

 

En mi juventud estabas oculto, nunca asomabas; el tiempo pasó y fuiste el que creció cuando dos veces nido cobijaste a mis tesoros. Años más tarde, fuiste abierto para extirpar el mal, de ahí la cicatriz que te atraviesa.

En mi vejez, te exhibes y me siento avergonzada con tu desfachatada prominencia. Te pido, te suplico que vuelvas a tus antiguas costumbres y recuperes la cordura.

 

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas “Clarín”

 

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante… ¡todo eso estaba tan lejos!”

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

–Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

 

***

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá la había llevado al xatu”. No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale”. Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso… Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

 

***

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!” –pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela”.

Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz… Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

–Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

–¡Adiós, Cordera! –gritaba Rosa deshecha en llanto–. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

–¡Adiós, Cordera! –repetía Pinín, no más sereno.

–Adiós –contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.

 

***

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

–¡Adiós, Cordera! –gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

–¡Adiós, Cordera! –vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

–La llevan al matadero… Carne de vaca, para comer los señores, los curas… los indianos.

–¡Adiós, Cordera!

–¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones…

–¡Adiós, Cordera!…

–¡Adiós, Cordera!…

 

***

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

–¡Adiós, Rosa!… ¡Adiós, Cordera!

–¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!…

“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas”.

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

–¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

–¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

 

miércoles, 30 de octubre de 2024

Blancanieves se despide de los siete enanitos

Leopoldo María Panero

 

Prometo escribiros, pañuelos que se pierden en el horizonte, risas que palidecen, rostros que caen sin peso sobre la hierba húmeda, donde las arañas tejen ahora sus azules telas. En la casa del bosque crujen, de noche, las viejas maderas, el viento agita raídos cortinajes, entra sólo la luna a través de las grietas. Los espejos silenciosos, ahora, qué grotescos, envenenados peines, manzanas, maleficios, qué olor a cerrado, ahora, qué grotescos. Os echaré de menos, nunca os olvidaré. Pañuelos que se pierden en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos.

 

martes, 29 de octubre de 2024

Manchas

Carlos de Bella

 

Cuando de pequeño me veía recluido en cama por aquellos resfríos-catarros-gripes que tradicionalmente me llegaban junto con los inviernos porteños; los largos días, tardes, noches, se deslizaban en compañía de la sopa de verduras, el té con limón y miel, el olor a alcanfor, las masturbaciones adormecedoras y… las manchas. Estaban allí todo el día, pero las horas del atardecer eran las más propicias; allí en esa lucha de luces y sombras, donde éstas prevalecían, las manchas de humedad del techo adquirían formas insospechadas u otras conocidas. Danzaban, retorcían y estiraban sus músculos; maquillaban o mostraban lavadas sus facciones siempre cambiantes; sonreían u ocultaban dientes terribles; lívidas o rozagantes. Por momentos, como si las azotaran furiosos vendavales, formaban velas en movimiento frenético y casi partían; luego cambiaban a fuegos de artificio. Los ojos se mareaban de tanto ensueño y lentamente las sombras ganaban la habitación. La magia quedaba trunca con la entrada de mamá encendiendo el velador con pantalla de flores rosas y azules. Las manchas fueron compañeras de mi infancia; las fantasías más locas tomaban el cielorraso como escenario, algunas de ellas eran recurrentes; cuando las creía perdidas volvían a aparecer, llenando de alegría mi corazón y estableciendo esa complicidad de las sociedades íntimas. Había épocas de incertidumbre. Luego de alguna poderosa lluvia que generalmente se desataba de noche, la mañana siguiente mostraba alguna transformación sutil de las manchas existentes; al pasar de los días se podían producir modificaciones tal vez sustanciales de lo conocido. Este proceso lo vivía sobre ascuas, pues temía la pérdida de alguna de mis fantasías; esto generalmente no ocurría, incluso podían lograrse cambios favorables con la aparición de alguna nueva, que ingresaba al olimpo de las favoritas. Había épocas de peligro latente y angustia contenida después. En la cena familiar mamá desgranaba por enésima vez su queja sobre la humedad de los techos, ante ello papá esgrimía la teoría de que en estos meses no podía hacerse nada, pasada la primavera se ocuparía de ello. Yo suspiraba aliviado. No tomaba conciencia que el caos estaba cercano cuando trepaba con él a los techos, considerando una aventura la colocación de la brea en los lugares donde podían filtrarse las lluvias. A los pocos días un momento terrible, le veía llegar con brocha gorda nueva y paquete enorme de cal. El fin de semana se parecería al apocalipsis. El día elegido mis demonios me despertaban temprano. Se corrían los muebles que podían moverse y los otros se cubrían con sabanas viejas. Me colocaba en una esquina de la habitación, serio, sin palabras, cabeza vuelta arriba, nadie reparaba en mí. Veía azorado cómo papá avanzaba inexorable hacia la zona; el primer pincelazo sólo cubría levemente, el segundo un poco más, luego otro poco. Lo terrible ocurría a medida que pasaba el tiempo y se iba secando la cal; las manchas, como si fueran cadáveres, eran sepultadas bajo el manto blanco.

Pasaba la mano por mi mejilla y se mezclaban las lágrimas con un salpicón blanco. Esa noche al acostarme cerraba los párpados con fuerza para resistir la tentación de mirar. Así con los ojos cerrados, en la retina oscura mi memoria proyectaba las formas de mis fantasías.

Han pasado muchos años. Estoy volando de fiebre, adormecido entre ésta y los antibióticos; en un respiro de los cólicos que me impulsan como resortes hacia el baño; no tengo sed aunque debiera beber agua; no siento ni frío ni calor, igual me tapo hasta la barbilla; trato de relajarme. Mi vista recorre la habitación de este hotel, antes antigua posta de camellos en épocas de las caravanas que cruzaban la ruta de la seda; las últimas horas de la tarde tiñen de lilas angustiados las sombras, entonces ¡allí las descubro!, en aquél ángulo, enfrente a la izquierda de mi cama, allí están ¡las recupero! El placer que siento es difícil de describir, como si hubieran reaparecido debajo de la cal, vencedoras. Siempre vencían, se recuperaban y asomaban triunfantes, espléndidas, hasta que comenzaba a formarse la nueva protesta de mamá.

Hoy me acompañan, me ayudan, me sostienen; junto a ellas aparecen retazos de mi infancia; por ellas me olvido como ayer del resfrío y hoy de los cólicos. Me hacen una mueca divertida, esbozo una sonrisa; ante un ogro amenazante entrecierro los ojos jugando a que se esfume. Un nuevo cólico, más agudo, casi me retuerce; ellas no lo dejan. Extienden sus velas para surcar los mares en el viaje que vendrá. No tengo miedo. Me voy adormeciendo mientras las sombras se hacen más intensas. Soy muy feliz.

 

Recesión tecnológica

G. C. Edmondson

 

En otro tiempo hubo dos extraterrestres, a los que, en lo sucesivo, llamaremos ET. Estaban sentados sobre un planeta de aspecto agradable y se situaron en el espectro visible para un nativo.

El nativo era un buen ciudadano, aunque no constituía precisamente una lumbrera. Tenía televisión y había leído todos esos libros que los niños traen a casa. No obstante, le extrañó ver que algo grande y redondo se hacía visible en la transparencia del aire, y que de allí salían un par de seres jorobados con cara de pez. Parecían peces amistosos y, por este motivo, Oliver Jenkins no se asustó.

Oliver Jenkins no era ET. Era un ejemplar más bien bajito y fofo de la raza dominante en el planeta Sol III, y había llegado a una edad en la que el equilibrio de su potencia había provocado un imperceptible traslado desde sus gónadas al encéfalo. Debía fidelidad a los Kiwanis, a la Cámara de Comercio, al Partido Republicano y a Estados Unidos, aunque estimaba sumamente reprobable la manera con que aquellos idiotas de Washington seguían inmiscuyéndose en el derecho de un honrado hombre de negocios a obtener justos beneficios.

El señor Jenkins poseía un sentido muy desarrollado de la responsabilidad social. Contribuía a todo y era miembro de un grupo político-religioso-social cuyo talismán mostraba orgullosamente colgado de una cadena de oro que le cruzaba el pecho. Tenía la costumbre de tocar con los dedos ese talismán, consistente en el blanco molar de un herbívoro local.

En aquel momento, el señor Jenkins se hallaba excesivamente alarmado para tocar el talismán. Además, lo había dejado en casa. Carecía de objeto llevarlo a un lugar donde no iba a encontrar hermanos herbívoros. Estaba usando una mosca como anzuelo y, como buen herbívoro, no iba a permitir que nada se interpusiera en la segunda cosa más importante de la vida. No, hasta que aquella cosa grande y redonda se presentó como un fantasma. Se sintió enojado al comprender que ya no pescaría esa mañana, sobre todo porque aquellos dos extranjeros le habían hecho, contra su voluntad, llenar de clara y espumosa agua de montaña, fría como el hielo, una de sus botas.

El más alto de los dos ET hizo una señal amistosa con la mano y Jenkins, para no ser menos, devolvió el saludo en igual forma. Se movió la boca del ET y una voz asombrosamente recia dijo (en español):

–Buenos días. ¿Puedo interesarlo en algún trato comercial?

Jenkins efectuó un gesto local de “no entiendo” y comenzó a salir del riachuelo. El ET apretó un botón y probó otra vez.

–Lo siento en el alma –continuó–. Debo tener desplazado un punto decimal en alguna parte.

Al acercarse, Jenkins pudo escuchar zumbidos pasajeros en la boca del ET conforme las frases en su idioma eran emitidas desde la hebilla del cinturón de éste.

–Nunca logro aprender el manejo de una de estas cosas –prosiguió el ET para dar conversación.

Jenkins efectuó una seña afirmativa con la cabeza para mostrar su comprensión. A veces también le pasaba lo mismo con sus aparatos.

–Como decía… –añadió el ET–. A propósito, me llamo Chorl. Este es Tuchi, mi socio.

–Oliver Jenkins. Mucho gusto en conocerlo.

Jenkins tendió su mano, que fue estrechada débilmente por un racimo de dedos con un pulgar opuesto en cada extremo. Tras un momento de indecisión. Tuchi se sumó al ritual nativo:

–Eaut sirtam matcal da mutnemercxe –comentó.

Chorl meneó ligeramente un despreciativo tentáculo-labio y ajustó la hebilla del cinturón de Tuchi.

Oliver Jenkins se sentó sobre un tronco de árbol y se quitó la bota. Mientras la vaciaba de agua, Chorl sacó un manual de una bolsa. Escrutó páginas durante varios segundos antes de mirar con asombro al señor Jenkins.

–No quisiera ofenderle, pero el manual nada dice acerca de anfibios inteligentes en este planeta.

–No soy anfibio, soy estadunidense –respondió Jenkins.

–Pero los humedecedores de la pierna… ¿Por dónde respira usted?

–Por la nariz, como todo hombre normal.

–¡Oh! –exclamó Chorl pensativamente, haciendo girar un tentáculo-labio–. No somos científicos, señor Jenkins. No comprendo cómo puede respirar… Pero dejémoslo. ¿Le interesa el comercio?

Las ventanas de la nariz del señor Jenkins temblaron. Podría soportar una interrupción de la segunda cosa más importante de la vida si ello significara conseguir un poco de la primera.

–No me opongo a obtener alguna pequeña ganancia de cuando en cuando, pero… de acuerdo con las historias que leen los niños, lo único que les interesa sería combustible para los reactores, así que más vale dejarlo. Esos burócratas nos tienen atados…

Chorl emitió zumbidos amistosamente.

–Con franqueza, señor Jenkins; no podríamos usar su combustible para reactores aun en el caso que lo obtuviera –al ver que comenzaban a palpitar las bolsas de la garganta de Jenkins, añadió–. ¡Oh, no! No se trata de eso. No estamos equipados para trabajar con combustible. Debe comprender que la nuestra es una empresa pequeña.

–Ya veo –repuso el señor Jenkins con poca sinceridad.

–De ser posible, quisiéramos cambiar los artefactos y objetos curiosos que fabricamos por artículos comestibles, si resultan asimilables para nosotros.

–¡Hum…! ¿Quieren un puro?

El señor Jenkins sacó tres y enseñó a los ET el modo de arrancarles la punta con los dientes. Esto provocó alguna dificultad, porque su dentadura carecía de incisivos. Cada uno de los ET dio una chupada y se zambulló en el riachuelo, dando gritos glóticos que las hebillas de sus cinturones no interpretaron. Jenkins borró mentalmente el riachuelo de su lista de sitios para pescar truchas, en tanto ellos nadaban velozmente arriba y abajo como focas en una piscina.

Por fin salieron a la superficie y echaron una fina espuma por sus agallas.

–Los cigarros no nos sientan bien –dijo Chorl.

–Ya me doy cuenta –asintió Jenkins con tristeza–. No traigo muestras. ¿Por qué no me acompañan…?

–Creo que no es prudente –se apresuró a decir Chorl–. Pudiéramos causar agitación.

–¿Van a estar mucho tiempo aquí?

–Pocos días.

–Volveré esta tarde con las muestras.

–¿Solo?

–¿Se lo cuenta Johnson a Kosyguin?

 

Oliver Jenkins pasó cuatro horas febriles en la ciudad y volvió al lugar donde lo esperaban los ET, tras dar a su esposa y empleados unas frívolas disculpas. En su apresuramiento, patinó desde el polvoriento camino al cauce del riachuelo y salió del percance con una abolladura en la salpicadera.

Después de emitir zumbidos intraducidos y alguna expectoración mientras examinaban las muestras de comestibles, propusieron como medios de transacción caviar, arenques, ostras ahumadas y pasta de anchoa.

–¿Qué tienen a cambio? –preguntó Jenkins.

Tuchi se introdujo en la esfera y salió con un objeto semejante a un cono puesto sobre un pedestal. Apretó un conmutador, y comenzaron a brillar por su superficie ondas fluorescentes. Los dos ET miraban vidriosamente y hacían vibrar los tentáculos-labios al unísono con los pequeños relámpagos.

–Me temo que no –dijo Jenkins.

Tuchi encogió sus inexistentes hombros y devolvió el cono a su lugar. Salió con un globo de plástico e hizo movimientos ilustrativos. Jenkins husmeó con cautela, pero nada percibió. Dio un mordisco al tubo y se ahogó cuando un chorro a alta presión de algo que parecía aceite de hígado de bacalao rancio amenazó con arrancarle las amígdalas. Los ET cruzaron miradas de impotencia en tanto Jenkins vomitaba en la hierba.

Le ofrecieron otros manjares, pero Jenkins rehusó.

–Tiene que haber algo más –protestó débilmente.

Los ET emitieron zumbidos. Chorl pareció entender sus razones.

–Esta parte de su vehículo –dijo señalando la salpicadera–, no debiera estar así.

Jenkins asintió con la cabeza. Chorl mostró un tubo parecido a una pluma y apuntó con él hacia la salpicadera. En un instante guardó el tubo y puso una mano con dos pulgares detrás de la salpicadera. Con la otra alisó la abolladura, como si el metal fuese una blanda pasta. Apuntó nuevamente con el tubo a la salpicadera. Jenkins la golpeó con precaución. Estaba tan fuerte como antes de abollarse.

–¿Cuántos me pueden proporcionar? –preguntó.

Durante un momento, cada una de las partes juró que se arruinaba con el trato. Cuando llegaron a un acuerdo, Jenkins poseía setecientos cuarenta tubos y la exclusiva de venta para Sol III. Los ET eran dueños de golosinas por valor de treinta y ocho dólares con ocho centavos.

Prometieron volver en el próximo viaje y regalaron un talismán a Jenkins para que lo colgara junto a su molar mágico. El talismán cambiaría de color cuando pudieran reunirse con él otra vez en el mismo lugar. Los ET cerraron su esfera y se hicieron invisibles. El nativo permaneció visible y regresó a la ciudad.

 

Oliver Jenkins había vendido dos tubos con el máximo beneficio y la mínima publicidad cuando llamaron a la puerta.

–Simpson, FBI –dijo el visitante.

–Presento mi declaración de utilidades cada trimestre –manifestó Jenkins.

–Hablemos del impuesto sobre artículos de consumo. Necesito información acerca de los instrumentos que vende usted ahora.

–Garantizados por sesenta y ocho años. Ciclo de servicio, cincuenta por ciento. Capacidad máxima, dos metros y medio. Cono de rendimiento, treinta grados. Actúa solamente sobre los metales. Se usa el botón izquierdo para ablandar, el derecho para endurecer. El disco de la parte posterior sirve para operaciones de temple. Mil dólares.

–No es precisamente esto lo que deseo saber.

–No puedo dar más información. Es un secreto de la casa.

–Póngase la chaqueta.

–Esto es anticonstitucional.

–También lo es escupir en la acera.

 

El general George S. Carnhouser no se distinguía por el dominio de sí mismo. Había elegido el ejército como campo más apropiado para el pleno desenvolvimiento de su amable personalidad paternalista. Por el momento se limitaba a razonar con el señor Oliver Jenkins.

–¿Y si los rusos consiguen apoderarse de esto? –decía.

–No soy inventor ni fabricante –respondió Jenkins–. Me dedico a importaciones si me dejan lo bastante tranquilo para atender mi negocio.

–Reflexione, hombre, reflexione sobre las posibilidades.

La actitud de bondadosa moderación del general Carnhouser se veía malograda por las palpitantes venas de sus sienes.

–Estoy harto de reflexionar. Dije al FBI lo que quieren saber. No he quebrantado ninguna ley. Exijo que me suelten inmediatamente.

–¿Qué me dice de los derechos de importación?

El señor Jenkins se enderezó con ampulosa dignidad. Acarició talismanes gemelos y cobró fortalezas.

–Hice un profundo estudio –dijo majestuosamente– del Anexo A, Clasificación Estadística de Mercancías Importadas en los Estados Unidos con Arancel de Aduana para Países (Anexo C), Distritos y Puertos Aduaneros en los Estados Unidos (Anexo D) y Matrícula de Pabellones de Buques (Anexo J), edición 1-1-1954, así como de aproximadamente ochocientas páginas de inserciones sueltas relativas a modificaciones posteriores. En ninguna parte he visto que se prohíba la importación de plastificantes de bolsillo. En ninguna parte he visto que deban pagarse derechos de importación sobre dicha mercancía. En ninguna parte existe prohibición expresa del comercio interestelar.

La refutación del general Carnhouser no fue publicable. Cedió la voz al contraalmirante Schifführer, el Lord Nelson de la inteligencia naval.

–Paso –dijo el contraalmirante.

–Exijo que me suelten inmediatamente –repitió el señor Jenkins.

–¿Por qué no hace usted algo? –preguntaron el contraalmirante y el general al agente de la CIA.

El hombre de la Central de Inteligencia miró especulativamente el molar que colgaba de la cadena de oro del señor Jenkins.

–Lo haré –respondió.

Comenzaron de nuevo a la mañana siguiente.

–Señor Jenkins –dijo el agente de la CIA–, hemos examinado sus antecedentes y no hemos hallado irregularidades políticas, asociaciones ideológicas, o declaraciones del impuesto de utilidades. Deseamos su cooperación –hizo una pausa para producir efecto dramático–. ¿Sabe su esposa lo que sucede en sus convenciones anuales? Me refiero, sobre todo, a la celebrada en Chicago en septiembre de 1951.

–Cooperaré –concedió el señor Jenkins.

Cuatro horas después, el gobierno tenía setecientos treinta y ocho tubos. El señor Jenkins tenía promesas vagas y dolor de cabeza.

Simpson volvió a llamar a la puerta cuatro días más tarde.

–¿Qué quiere ahora? –preguntó el señor Jenkins.

–Póngase la chaqueta.

–¿Otra vez?

–Señor Jenkins –terció el agente de la CIA–, nos parece que ha sido poco franco con nosotros. Hace unas ocho horas que un oficial soviético de alta graduación ha desertado a Occidente. Se proponía vivir tranquilamente del producto de un nuevo procedimiento descubierto en un laboratorio soviético. Ha traído un modelo –el agente de la CIA arrojó sobre la mesa un tubo de plastificante–. ¿Qué tiene que decir ahora?

–¡Ja! –exclamó el señor Jenkins.

–Usted no coopera –añadió el agente de la CIA.

–Cooperé, ¿y que gané con ello? Mi negocio va a la ruina. Mi esposa quiere saber lo que oculto cuando salgo de casa a todas horas para estar con extraños. Decomisaron todas mis existencias… ¡Adelante, fusílenme!

–¿Debo entender que no desea seguir cooperando?

–Entiéndalo como quiera. Espero que me traigan algo para ablandar los huesos en el próximo viaje que hagan.

–¡Ajá! ¿Van a volver?

–¿Por qué no? El negocio es el negocio.

–¿Cuándo?

–No es de su incumbencia.

–Lo mejor será que diga a su esposa que tenga dispuesto el cuarto de los invitados. Simpson pasará unos días con ustedes.

 

El severo rostro de Simpson había honrado durante una semana la casa de los Jenkins. Sus feas mandíbulas habían masticado una increíble cantidad de comida antes que se produjera el incidente sucesivo.

–No me cabe duda que sus técnicos no han podido reproducir el plastificante –comentó el señor Jenkins con aspereza por encima del borde de su taza de café.

–No lo sé –repuso Simpson.

Era evidente que Simpson no podía decir gran cosa acerca de nada. Se le atragantó la tostada y, de pronto, le quitó al señor Jenkins de las manos el periódico de la mañana. Un anuncio de cuarto de plana ofrecía el plastificante por cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos (impuesto federal incluido).

–Vámonos –dijo Simpson, tomando su sombrero.

–En mi coche, supongo –replicó resignadamente Jenkins.

Cuando llegaron a su destino, estaban ya conferenciando a puerta cerrada el agente de la CIA, un representante del Tesoro y el director de los Almacenes Peerless. Hubo un breve pero iluminador coloquio sobre la interpretación que Almacenes Peerless daba al artículo ganancias del capital (1952), hasta que el director, en vista de las dificultades de fabricación y la mala presentación del producto, tomó la decisión de retirar el plastificante del mercado.

El asunto quedó zanjado en una hora a gusto de todos, a excepción de Almacenes Peerless y del señor Jenkins. En la calle, Jenkins se volvió hacia su guardián con una maligna sonrisa.

–Veo lo que usted no ve.

Simpson miró a su alrededor. Una tienda de artículos para automóvil exponía en el escaparate una herramienta para reparar salpicaderas. Jenkins vio con triste satisfacción que el precio había bajado a veinticuatro dólares con noventa y cinco centavos.

–Supongo que tiene la exclusiva –dijo el señor Jenkins al dueño de la tienda.

–No –respondió éste–. ¿Por qué quiere saberlo?

–Pregunte a Simpson. Se encarga de esto.

–Tendré que telefonear a Washington –dijo Simpson.

Un partidario de la iniciativa privada los vio salir desde la tienda y los llamó. Se detuvieron.

–¿Ven? –señaló el plastificante expuesto en el escaparate–. Supriman los intermediarios. Se lo doy con catorce dólares con noventa y cinco.

Se desabrochó la chaqueta y el señor Jenkins observó que el modelo de catorce con noventa y cinco tenía un sujetador para que no se cayera del bolsillo de la camisa. Los ojos de Simpson se pusieron vidriosos.

 

Llegaron muy tarde a casa aquella noche, pero los hijos del señor Jenkins los esperaban para mostrarles sus nuevos juguetes.

–¿Cuánto les costaron? –preguntó Jenkins.

–Un dólar –respondió Oliver hijo.

Simpson se sentó pesadamente.

–A mí me costó sólo cuarenta y cinco centavos –intervino Olivia–. ¡Mira, papá!

Le enseñó dos tazas de café muy toscas.

–¿Cómo las hiciste? –preguntó el señor Jenkins.

–Es muy fácil, mira.

Sintiéndose por cumplir ocho años la semana próxima, Olivia tomó un puñado de soldados de plomo, una vía de tren de juguete, una lata de jitomate en conserva y piezas de mecano. Con su herramienta convirtió todo aquello en masa, hasta formar una bola. Después de un minuto de trabajo, con ayuda de sus dedos y un rodillo, ofreció a Simpson un cenicero.

 

Horace Crannach se sentía triste. Se llenó de café otra taza y miró sus herramientas, que estaban oxidándose. Clavó la vista en un plastificante.

–Pagué noventa y seis dólares por él –gimió–. Y dos semanas después bajaron a diez centavos. Cualquier ama de casa puede reparar las abolladuras. ¡Ojalá me hubiera hecho carpintero!

Su socio le respondió:

–Te quejas porque sí. Hace un mes que no toco un motor. Iba a comenzar el último trabajo cuando el sabihondo vino y me dijo: “Déjalo, lo haré yo mismo”.

–¿Y lo hizo?

–Lo hizo. Colocó bien los pistones. Rectificó el cilindro. Con las manos colocó las válvulas en su sitio. Arregló con dos dedos las bielas. Le vendí un cubo de agua. No era de metal.

 

–Señores –dijo William J. Volante con energía–, las prensas se han hecho anticuadas. Las forjas pueden continuar. Ya no necesitamos preocuparnos de los fabricantes. Formaremos un equipo de mujeres que harán a mano las piezas. No veo razón para que no podamos producir un nuevo modelo cada seis meses. El señor Archer de Contabilidad me informa que las nuevas herramientas sólo costarán, aproximadamente, el dos por ciento de nuestros anteriores presupuestos. En vista de ello, parece indicado anunciar una rebaja del dos por ciento en los precios de todos los modelos…

El señor Mardsell carraspeó.

–Me temo que no, señor Volante. ¿Ha visto usted nuestros últimos precios de venta? Me figuro que no. Los cuatro grandes están ofreciendo modelos de lujo con radio, calefacción, ventanillas automáticas, aire acondicionado, camas plegables, etc., por mil cien dólares.

Volante pareció de pronto representar más de sesenta y ocho años. Abrió y cerró la boca como un lenguado recién sacado del agua y se sentó como si se hubiesen agotado sus fuerzas. El señor Archer le tendió un vaso de agua.

–No se preocupe –dijo Mardsell–. No venden más que nosotros. Parece ser que eso de “hágalo usted mismo” ha afectado también a la industria del automóvil.

 

ÚLTIMAS NOTICIAS. “BROMISTAS” EN ACCIÓN.

“San Francisco, 16 de octubre. – Anoche unos “bromistas” soltaron los cables del tramo principal del puente Golden Gate. Los vehículos debieron retroceder trece kilómetros, en tanto que las embarcaciones esperaban la bajamar. Trescientos cincuenta metros del tramo central se hallan ahora a flor de agua en la marea alta.

“Las autoridades de la ciudad están efectuando llamadas urgentes a las ciudades costeras más próximas para que envíen vapores de río para reemplazar al inseguro puente”.

 

El conductor del camión se secó el sudor de la frente con un antebrazo peludo.

–No importa lo que diga el viejo –dijo, dirigiéndose a su ayudante y a dos ardillas que lo miraban con curiosidad desde la copa de un pino–. Iré caminando el resto del camino.

Su ayudante asintió enérgicamente con la cabeza.

–Es intolerable bajar por la colina y que el motor se haga masilla –añadió el conductor–. Cualquier día de estos un chiquillo va a pulverizar el eje delantero o una rueda, y no pienso conducir cuando esto suceda.

–¿Leíste en el periódico de esta mañana lo que pasó con el ferrocarril de Twentieth Century Limited?

–¡Oh, no! –gruñó el conductor.

–¡Oh, sí! Un niño necesitaba unos cuantos metros de vía.

 

–¿Le gustan las manzanas? –preguntó el agente de la CIA.

–¡Déjeme en paz! –replicó el señor Jenkins–. Cooperé. Todavía tienen mis setecientos treinta y ocho.

Salieron del edificio. El coche del gobierno se había convertido en un montoncito de lodo blando durante su ausencia.

–A propósito, ¿qué le pasó a aquel ruso que pretendía haber inventado esas cosas?

–Tengo entendido que también ellos tienen sus conflictos –con sarcasmo el agente de la CIA sonrió–. Alguien descubrió que las ametralladoras ligeras no disparan bien, y ahora todos los camaradas están transformando sus rejas de arado en espadas.

 

Tuchi emitió zumbidos durante varios minutos. Como no había seres humanos escuchando, su voz no salía de la hebilla de su cinturón. De lo contrario, la conversación hubiera sido más o menos como sigue:

–Tú hiciste todo. Ahora deshazlo.

–¿Cómo quieres que lo deshaga? –repuso el indicado Chorl–. Lo dices como si fuera culpa mía.

–¿No lo es?

–¡Qué sé yo!

Calló al ver que otro grupo de nativos se acercaba por la orilla opuesta del riachuelo. El jefe del grupo les arrojó un hacha de piedra y los ET tuvieron el tiempo justo para zambullirse.

–Puede ser que tengan un coeficiente de distinto desarrollo. Nos costó quizás ciento diez revoluciones el viaje de ida y vuelta. Admito que es bastante rápido, pero las civilizaciones se derrumban, sobre todo las primitivas.

–¿Y qué hacemos ahora con cien millones de plastificantes?

–Dime mejor qué hacemos con la cláusula que penaliza el retraso en la entrega del caviar y te diré lo que se puede hacer con los plastificantes.

–No lo comprendo –dijo Chorl.

Al otro lado del riachuelo un grupo de nativos recogía piedras para cargar una catapulta.

Su jefe llevaba en el cuello una cadena de oro de la que colgaba el molar de un herbívoro local y otro talismán de brillante color rojo.