miércoles, 18 de junio de 2025

La acusación

José Revueltas

 

A Efrén Hernández

 

Un mismo ruido como el de hoy, con rabia, resignado y seco, que no quería dejarse advertir, silencioso y con la misma fragancia hiriente de yerba, de veneno vegetal y animal, de atmósfera limitada entre la vida absoluta y difícil, y la ausencia y la muerte increíbles.

Tan así que a veinte pasos, o desde la loma o la casa última, no era nada, ni movimiento, ni espectáculo, ni suceder, sino quietud, silencio mudo, inaudible existencia. Mas tomado desde el solitario corazón terrenal, desde el corazón final de uno, era todo eso lleno de espanto y maravilla, todo eso ruidosamente sordo, clarividente y negro.

Quiso rezar, como ocurre, pero la presencia de la muerte impidió la llegada de sus pensamientos y que éstos desenvolviéranse en busca de Dios. Entonces se abandonó a sí mismo, sin fuerzas ya para el combate.

–¡Cristo –le habían dicho–, vente a tomar una copa!

–¡Cómo no! –repuso Cristóbal a los dos hombres que el pueblo había comisionado para que le dieran muerte.

El mismo ruido siniestro, doloroso, de la primera vez, que era un ruido acre.

Revolotearon las abejas, aquella primera vez, en su torno. Cristóbal las aplastaba sobre su rostro, en su cuerpo, pero el ejército se sucedía sin cesar, como una pesadilla.

Desde la loma aquello no era nada, pues mejor que ese ruido, se desprendían otros por el aire, el sutil ruido del campo o el casi líquido de las campanas, en aquella hora todavía llena de luz.

Miró, en efecto, al revolcarse desesperado, la pequeña torre, recién pintada de color de rosa, lejana como un suceso ocurrido en sueños y se dio cuenta de que nadie podría auxiliarlo, ahí, perseguido por aquellos animalitos terribles, que veían, que tenían fe, que tenían un rostro del otro mundo.

Formaban el pueblecito unas cuantas calles sombrías, de tierra, a punto de ser feas y que no lo eran por una especie de ternura impiadosa, por la soledad y porque los perros de las puertas, viejísimos, llevaban dentro de sí un algo de dios prehistórico, sentados, como ídolos de una liturgia llena de misterio.

A causa de encontrarse a una gran altura, sobre las faldas mismas de un muerto volcán, los hombres cruzaban esas calles, a partir de las cuatro, sujeta por el barboquejo de ixtle la inexplicable corola del sombrero, embozados hasta los ojos en pardas y tristes cobijas para defenderse del frío. Aunque pudiera tratarse, también, de otra cosa que no tan sólo el frío. Era un frío delgado, sutil, pero dentro de las cobijas, además, los hombres sentíanse como dueños de un poder reptante, silencioso, en acecho. No era aquello, entonces, para cubrir el cuerpo, sin duda: luego los ojos miraban de través, fijándose en una línea intangible entre el borde del sarape y el borde del ala del sombrero, y así los pensamientos mantenían su reptante secreto, su calladísimo poder.

–¡Tómate el otro chumiatito, Cristo! –dijeron los hombres en la tienda.

La bebida era un alcohol pintado con sabores de naranja, de zarzamora, de piña.

–Con mucho gusto –dijo Cristóbal, que estaba feliz por considerar que ya nadie lo odiaba en el pueblo.

Sus enemigos no lo veían a causa del embozo, ni aun en los momentos de tomarse la copa de cinco centavos, y él tampoco veía a sus enemigos, pero estaban ahí juntos, ante el chumiate, conversando muy quedamente, como si temieran no demostrar su afecto, su silencioso amor.

No podían ser para el frío las cobijas. Dentro de ellas sentíase un poder oscuro, una capacidad inaudita y era eso como estar metido dentro del templo de uno mismo, dentro de su propia corteza invulnerable, dueño del pasado, dueño del secreto, fuerte como una víbora, resguardada, como piedra, el alma insomne y sin descanso.

Hoy solamente recordaba Cristóbal que, como el de otros tiempos, éste era un pequeño torrente cuyas voces, cuya furia, cuyo odio, tan sólo a él le estaba permitido oír.

Tenía el rostro completamente hinchado, de la misma manera que los pies y las manos. Lo último que pudo ver fue la torre de la iglesia y en seguida, después de sentir en el corazón aquel color de geranio, se dio cuenta de cómo se fugaba, cómo su cuerpo quedó temblando, casi muerto sobre la tierra, lleno de abejas enloquecidas.

Aquello no era la muerte, pero tenía todos los atributos, toda la desesperanza, todo el asombro y la claridad de la muerte. Primero el dolor, más y más intenso, y luego la neutralidad del dolor, hasta advertir que un límite inhumano había sido traspuesto, y el alma tristemente corpórea hallábase en duda, frente a su primer misterio.

“¡Diosito, madrecita!”, sollozó al abrir los ojos. Estaba ciego y con sus dedos inmensos se puso a palpar la tierra. El crujiente cuerpo de las abejas muertas rompíase entre sus manos. “Diosito, madrecita, ¿qué voy a hacer?”

Recordó entonces que por ahí vivía la vieja Blasa y empezó a gritar, pero no con vigor, sino con tristeza, de rodillas como un ídolo vencido.

Hoy ocurría todo como en aquella tarde, con las mismas sombras, y si Dios tenía piedad hacia él, no le ocurriría nada malo y saldría con vida, como salió en aquella ocasión. Aunque ahora sólo lanzaba débiles gemidos y la vieja Blasa, que antes lo salvara, había muerto ya.

Los tres hombres se daban cuenta, ahí en la tienda, de que algo siniestro se desenvolvía en el aire y que tal cosa siniestra se desataría con furia sobrenatural e insensata, después de algunas copas más. Pero a pesar de ello, sus movimientos, si podían llamarse movimientos, eran pausados, finos, votivos, y su voz, queda, tenía un transcurso de plegaria y de cántico no humano ya.

–¡Ándale, Cristo!

Lo odiaban a muerte, pero con terror, suponiéndole una fuerza sin medida. Los dos enemigos de Cristóbal –de Cristo, como le decían– experimentaban todo el miedo infinito de matar a ese hombre duro, a ese hombre cruel, invencible, en cuyo ojo derecho se concentraba el poder de Dios, del Dios malo y sordo que gobierna los misterios del mundo.

Había ido a recoger el dulce fruto de las abejas y ahora estaba ciego, castigado como un ángel. Madre Blasa no lo reconoció de rodillas como estaba, crucificado, tumefacto y llorando. “Madrecita, Diosito.” Rojo y perdido, ciego como si hubiese visto una gran luz, como si hubiese intentado robar un gran fuego.

Madre Blasa lo lavó, limpiándole los grandes pies desnudos, las manos, las piernas, el rostro, y sacándole los aguijones de los párpados. Aunque no se advirtiera, a causa de la boca terrible y gruesa, Cristóbal sonreía y por dentro de su enorme cuerpo vibraba, sin tampoco percibirse, un gran sollozo fraternal.

–No vas a quedar ciego –le dijo Madre Blasa.

Como en un sueño tenue y como en una ceremonia, grave, queda, los dos hombres condujeron a Cristóbal.

Entonces Cristóbal comprendió que si había todo ese silencio amoroso, toda esa castidad infinita, era porque lo iban a matar, pero no opuso resistencia.

–No vas a quedar ciego –repitió aquella vez la Madre Blasa–, pero sí perderás un ojo. Ahorita mismo voy a sacártelo.

Fue entonces por un pequeño machete. Era un machete que se había ido empequeñeciendo poco a poco con el transcurso de los años, y que así, en esa forma humilde, envejecía en su condición de metal vivo, inmortal. Pequeño en su afilada crueldad inmisericorde.

–¿Y para qué querías la miel?

Los inmóviles labios feos y gruesos de Cristóbal sonrieron por dentro, pero no quiso y no pudo responder que para regalarla a los dos niños sordomudos del pueblo, dos espantosos niños, alucinados, terribles y buenos.

El primer golpe lo recibió en la nuca, cuando sus dos enemigos se atrasaron un poco, para cederle el paso.

Había luz, pues el sol, junto al pico nevado del volcán, aún no se ocultaba.

La gente del pueblo vio pasar a los tres hombres. “Van a matar a Cristóbal”, dijeron, pues todo el pueblo estaba enterado que esa tarde precisa, luminosa, y no obstante triste, Cristóbal, el perro, el infame, el malo, debía ser muerto para paz y dicha de todos. “Ya lo van a matar, gracias a Dios.” Y la gente cerró las puertas poseída de un pavor inconfesable y secreto.

Madre Blasa le llenó la cavidad del ojo con un montoncito de hierbas, para que no se juntaran los párpados. Ahora Madre Blasa estaba muerta. Sin embargo, entonces lo había consolado:

–Ya te encontraré un ojo, no te aflijas…

A los siguientes golpes fue un ruido exactamente igual como el que hicieron las abejas. Había en ello furia y silencio, miedo y prisa, remordimiento.

Cayó sobre la tierra Cristóbal y mientras uno de los hombres le sujetaba los brazos, el otro, con una piedra, lo golpeaba sin fijarse en dónde. El que le sujetaba los brazos, al ver que Cristóbal no hacía resistencia alguna, optó por soltarlo y tomó una piedra a su vez, para no perderse un minuto del odio, de la injusticia, del crimen.

–Hay que sacarle el ojo –exclamó trémulo, como iluminado–. ¡El ojo maldito…!

Le pegaron entonces en la sien derecha y uno de ellos introdujo los dedos por entre los párpados para arrancar el espantoso ojo de vidrio, pero en ese mismo instante sintió terror.

Se miraron los dos hombres durante algunos segundos y al mirarse vieron las almas, sobrecogidas, solas, solas sobre la tierra, solas bajo la tempestad, sin consuelo en medio de la desconsoladora tierra.

En seguida, aunque todo el pueblo sabía del crimen y lo autorizaba, quisieron enterrar el cuerpo de Cristóbal, pero fue imposible.

 

Quién sabe dónde había conseguido Blasa el ojo de vidrio, que era un ojo grande, feo, de alguna cabeza disecada de venado. Pero desde entonces Blasa y Cristóbal fueron los seres más horribles del pueblo.

El ojo de Cristóbal se mantenía siempre abierto, pues por ser tan grande no alcanzaban los párpados a cubrirlo.

Desde entonces –y hasta la muerte de Cristóbal–, todas las calamidades del pueblo, las sequías, las muertes, se atribuyeron a ese miserable ojo en perpetua vigilia, a ese ojo tan espantoso, tan intranquilizador, tan acusador, como aquel que persiguiera a Caín por los siglos de los siglos.

 

El tercero

José de la Colina

 

1

El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos.

El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne.

–Ánimo, muchachos –dijo el maestro de escuela, jadeante–, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos.

Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío.

De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal.

El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí…

 

2

La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos.

Pero había que andar, a pesar de todo. Y sin luz. Alguien había encendido una linterna, pero el maestro le ordenó que la apagase, porque había que ahorrar luz para cuando la noche espesara.

Los pinos aparecían con frecuencia y hubo un momento en que formaron un muro sombrío, ante el cual se deshizo la hilera, como si se hubiera golpeado contra él. El profesor estuvo un rato mirando la espesura con el rostro contraído como el de un perro que olfatea.

–Es un bosque –dijo–; vaya uno a saber si será muy largo. De todos modos hay que seguir. Con la brújula y la luz de las linternas no podemos perdernos. Encended las linternas. Hay que seguir.

Una, dos, tres linternas se han encendido en medio del grupo, colocando sus vivos corazones luminosos en la oscuridad, y la hilera se ha formado nuevamente. Así han penetrado en el bosque, donde les envuelve una negrura más densa, más sofocante. La luz de las linternas baila sobre los troncos de los pinos, extendiéndose en círculo y languideciendo en la lejanía. Los árboles parecen moverse, cambiar de sitio, desaparecer en el juego de sombras. Hay sobre la cabeza de los intrusos una confusa agitación que delata la alarma del bosque; entre las hojas algo, o alguien, suelta un chillido.

 

3

En una de las hondonadas del bosque José hizo alto y fue a sentarse en un tronco derribado, quejándose de su pierna. Alberto descubrió que comenzaba a irritarse contra su compañero. José habíase detenido muchas veces durante la marcha, y no resultaba grato quedarse rezagado en la oscuridad, porque si no se escuchaba el acezar de los hombres que iban adelante, uno comenzaba a sentir miedo.

Maldecía José de su pierna como si no fuera parte de su cuerpo, sino algo distinto a él, un pariente molesto con el que se está obligado a convivir. Cuando se olvidaba de su pierna era para hablar de Evaristo Maldonado.

–¡Maldito trasto! Duele como un demonio. ¿Crees que tendrán que cortármela?… ¿Sabes lo que hacía Maldonado antes de dormir? Pues fumaba una pipa. La fumaba muy despacio, como si fuera eso lo último que haría en su vida. Si entonces le hablabas, te respondía secamente e iba a sentarse a otro sitio. Tenía fama de bilioso. ¿Recuerdas? Se había peleado ya con todos los de la trinchera. Decían que le gustaba discutir, pero… ahora pienso en muchas cosas de las que decía y me parece… ¡en fin! El caso es que ahora ya no es tiempo.

Eso hacía José: hablar y hablar de Evaristo Maldonado. Ahora se había detenido, se había sentado en un tronco, y gemía de dolor, echada atrás la cabeza.

–¿Te aprieto el vendaje? –preguntó Alberto.

A un gesto de asentimiento del herido, se inclinó sobre el muslo hinchado, recibiendo sobre la nuca el aliento cálido de su compañero. Cuando apretaba demasiado la venda, veía contraerse la recia cara cetrina y curvarse hacia abajo los labios de José. Entre gemido y gemido, éste seguía hablando:

–Tenía en su pueblo una relojería: eso me contó una vez mientras me arreglaba el reloj. ¡Daba un gusto verle arreglar relojes! Lo hacía con el cariño con que uno cuida un animal muy pequeño… ¡Ay… maldita porquería! ¿Me la cortarán, Alberto? ¿Crees tú que tendrán que cortármela?

–No digas tonterías, hombre. ¿Por qué te la van a cortar?

–¿Y por qué no? Uno nunca sabe. Hemos visto a muchos que les fue peor, ¿no es cierto? No tiene nada de raro que tengan que cortármela.

–No te quejes. Otros murieron.

–Sí, otros murieron. También él… ¿Recuerdas cómo quedó?

–¿Quién?

–¡Vaya, pues él, Evaristo Maldonado! Quedó abierto, abierto de arriba abajo. No sé si lo viste tan claramente como yo. Vi caer la granada, lento, muy lento; nunca he visto que una granada cayera tan despacio. Y… bueno, él estaba donde la granada iba a caer, donde cayó.

¿Por qué tanto hablar de Evaristo Maldonado? Alberto lo recordaba como un hombrecito amarillo, de cejas levantadas y cabello ralo; nadie de importancia: un cuerpo menudo cargado de bilis, movedizo como el azogue, presente siempre en todas las discusiones acaloradas. ¿Por qué tanto hablar de él?

No le gustó a Alberto el silencio que les cercaba y se levantó para mirar en torno. Vio entonces todo lo que no había delante, la soledad que les envolvía. Estuvo un rato así, mirando y sólo mirando, y luego corrió hacia el interior del bosque. Gritó:

–¡Eeeeeeey, eeeeeey!

Y su propia voz volvió a él deformada, repitiéndole una y otra vez, como si unos seres ocultos contestaran desde el fondo del bosque. Pero no, nadie contesta.

Dio la espalda a su eco y se volvió hacia José.

–Sólo esto nos faltaba –dijo.

Hubo un espacio de tiempo muy largo. José, sin comprender, se acariciaba la enorme pierna. De su frente arrugada resbaló una gota de sudor, bordeó el párpado, se deslizó por la mejilla y se perdió en la región barbada.

–¡Pero es que no te das cuenta, idiota! –gritó Alberto– ¡Los hemos perdido! ¡Nos han dejado solos!

Luego, palmeándose los muslos con gesto de impotencia:

–Estamos fritos…

Es evidente que José quiere hablar: le mira fijamente, abre la boca, mueve los labios, pero ninguna palabra llega a formarse en ellos.

“¿Y las linternas?, piensa Alberto, ¿por qué no se ve la luz de las linternas?”

Al mirar al suelo vio una sombra de ramajes a la que estaba prendida su propia sombra, y entonces levantó la vista y vio la luna sobre las copas de los árboles. Ahora comprendía: el profesor, al ver salir la luna, habría ordenado que para ahorrar luz se apagaran las linternas.

Con un tenue sollozo, José preguntó:

–¿Y ahora qué hacemos?

–Hay que tratar de alcanzarlos, y lo siento por tu pierna, pero ellos tienen alimento y aguardiente. Seguiremos el rastro en la nieve.

Echaron a andar, y el bosque fue abriéndose, hasta que los pinos desaparecieron del todo, mientras el terreno volvía a ascender.

 

4

Avanzan, suben lentamente; a veces el herido tras de su compañero, o juntos los dos y apoyado aquél en éste, acezantes, tercos a pesar de los resbalones. Así, mientras se muevan, podrán sentir calor, y por lo tanto no deben detenerse; aunque estén agotados, aunque el herido gima y los pies resbalen. Bajo la absorta mirada de la luna, las rocas, los picachos y las depresiones tienen una presencia sombría.

Caminaron luego por terreno llano, siguiendo un sendero de huellas sobre la nieve. El dolor aprieta sobre la pierna de José, que está a punto de llorar.

–Tenemos que darnos prisa –le dice Alberto–. Nos llevan mucha ventaja.

Alberto quería decirle que le era tan molesto como a él su pierna, y se preguntaba qué derecho tenía José a ser el débil, el que ha de ser conducido, el que no debe seguir atentamente el rumbo de esos pasos en la nieve.

¡Si al menos no hiciese tanto frío! El sudor se congelaba sobre la piel, formando una máscara dura, y las piernas se negaban a andar.

José continuaba hablando de Evaristo Maldonado, de lo que Maldonado decía o hacía, de sus relojes, de sus discusiones. A Alberto le dolía la cabeza; una delgada pero intensa línea de dolor le cruza el pensamiento de una sien a otra. Los ojos se ciegan a intervalos cortos, al ritmo de los latidos que le suben del corazón a la garganta, agolpándose allí, ocupando espacio, ahogándole. Se ha mirado los dedos de la mano y no le parecen suyos; los mordió y no le dolieron. Y la voz del otro, asediando sus oídos:

–Me hubiera gustado conocer más a Maldonado… No andes tan aprisa, esto duele… Conocer a la gente en tiempo de guerra es igual que no conocerla… Tenía una familia numerosa, no sé cómo podía mantenerla… Andas muy rápido, no puedo seguirte… Sí, no le gustaba la guerra. Ya sé que no le gusta a nadie, pero él tenía menos calma que nosotros, estaba siempre rezongando. Me parece que si lo hubiéramos conocido en tiempo de paz hubiéramos podido llevarnos mejor con él… ¿Te acuerdas lo que decía? “Para esto nos han servido todas nuestras doctrinas de la fraternidad y la justicia, para matarnos como bestias. No podemos dejar de ser bestias.” Discutió con no sé quién, vinieron a las manos y recibió una golpiza. Menos mal que no se enteraron los oficiales. ¿Recuerdas? Se levantó del suelo sin decir nada, humillado, y desde ese momento… No vayas tan aprisa… desde ese momento estuvo silencioso, fumando su pipa o examinando su reloj, hasta que lo mataron… Yo vi caer la granada, estuve a punto de gritarle y entonces la granada estalló…

Allí enfrente hay una pared blanca erizada de peñascos vueltos con sus rostros negros, como las ventanas oscuras de una casa abandonada, hacia los hombres. Hay que subir otra vez –¿cuántas veces han subido y bajado en este viaje?– arrastrando casi al compañero y buscando senderos practicables por entre esas cadenas de escarpaduras ascendentes.

–¿Pero es posible, Alberto, que hayan pasado por aquí?

–¿Y quiénes, si no han sido ellos? ¿No ves las huellas?

Cuando José se sienta, Alberto le toma por el brazo y le arranca del lugar como a un arbusto de profunda raíz. Han avanzado así durante horas –o al menos eso creyeron–, tropezando con paredes de hielo que parecían salir a su paso para aplastarlos. En ocasiones han escuchado, lejano, un estruendo prolongado, el ruido de una gran masa que caía deslizándose por una ladera. Después el silencio se cerraba sobre ellos.

–¿Te duele menos la pierna?

–No, más, mucho más.

–¡Virgen de Dios! ¿Cómo pudimos distraernos tanto tiempo? ¿Qué ventaja nos llevarán? Ellos tienen aguardiente, galletas, fruta…

Sí, ellos tenían eso; pero tenían algo más. Algo intangible, pero cierto, maravillosamente cierto, y por desgracia sólo perceptible cuando se pierde: tal hombro que choca varias veces con el de uno, el calor que despide el conjunto de hombres, el ruido de los pies que marchan pesadamente y la confianza en el destino de todos.

Alberto sentía la presión del frío sobre la nuca, sobre los hombros, sobre el pecho, en torno a los brazos y las piernas.

 

5

Estaba la noche muy cerrada; la luna había ido entrando en un mar de nubes y se había ocultado al fin. La negrura yacía sobre el mundo con pesadez de piedra; era una gran piedra negra que había caído sobre el filo del horizonte.

Cuanto más se esforzaba Alberto por ver, más se cegaba. Y aquel nombre eternamente en sus oídos, aquel nombre que se multiplicaba y giraba alrededor suyo, un sin fin de nombres iguales como insectos alrededor de una luz, diciendo todos “Maldonado, Maldonado, Evaristo Maldonado”.

¿Y ahora qué pasa? ¿Dónde está el rastro de los otros? Ahí la nieve, blanca, extensa, igual que una cuartilla donde no se puede leer nada, porque no hay nada escrito. ¿Cuándo han perdido el rastro? ¿En qué maldito lugar se han metido esas pisadas?

Se ha detenido, ha soltado a José, y el cuerpo de éste, se ha descolgado de él y ha caído al suelo. Ha escuchado el grito de José, le ha mirado al rostro y se ha estremecido de miedo y rabia. Casi se oye silbar el frío.

–¡Vamos, levántate! –ha ordenado.

Del cuerpo caído, que se retuerce consumiéndose en ayes, ensangrentando la nieve, sale una voz chillona.

–No puedo, Alberto; te juro que no puedo…

Ha ido echándose atrás, tembloroso, sin dejar de mirar la mano que el otro le extiende. Un cuerpo que ya no le parece un hombre, sino un fardo negro e inútil que se debe abandonar.

–¡Alberto, no me dejes!

Ahora ha ido volviendo las espaldas, ha dejado de ver la mano, ya no la ve.

–¡Alberto, por Dios!

Y se ha lanzado a correr, ha tropezado, se levantó, sigue corriendo.

–¡Albertooo, Albertooo!

Como si los gritos le empujaran, como si Francia hubiese esperado mucho y le diera un plazo para llegar. Rugiendo, babeando, tratando de abrir una brecha en la oscuridad, llevándose jirones de frío prendidos a la carne.

En esa carrera todo se ha trastocado, todo gira sobre él: el cielo, la noche, las estrellas, la nieve y las rocas; todo. No sabe ya qué es lo de arriba, qué es lo de abajo. Se han metido las estrellas en la nieve, la nieve está arriba, la noche abajo, pisada por sus pies.

–¡…toooooo!

 

6

La sangre le está bullendo, late en las sienes, en las puntas de los dedos, en las ingles. Tiene la frente apoyada en algo consistente y rugoso, y eso también parece latir; ahora lo toca con la mano: sí, aquí hay unas ramas, es un árbol. El que late es él, pero también el árbol está recorrido por un cálido palpitar.

Entonces abrió los ojos, ha visto el árbol, ve a sus costados, miró hacia el cielo, ha vuelto a pasear la mirada en torno. La nieve está allí todavía, pero no entera. Hay trechos de nieve, y luego, esparcidos por todas partes, trechos de yerba, yerba pajiza del invierno, pero yerba. Los ojos van poseyendo las cosas de modo cada vez más confiado; sus pulmones se calman. Sí, la tierra se ve más desnuda de nieve; sus ojos ven más claramente, sus pulmones recuperan el ritmo que les conviene. Él está vivo.

Él vive, él puede mover las piernas, él puede andar, él anda.

Allá, lejanas y ante él –¡que no sea un engaño, que no sean estrellas muy bajas en el horizonte!– unas luces, acaso las de un pueblo.

Pero ¿quién? ¿Quién le acompaña? ¿Quién jadea a su lado? ¿Quién hace sonar, opacos, sus pies? ¿Y por qué no lo ha visto al volver la cabeza? ¿Y por qué, si se trata de alguien, de un hombre, no hay pisadas en la nieve? Sólo hay unas pisadas, y ésas son las que uno ha ido dejando.

–¿Quién es?

Ha sido una tontería buscarlo detrás de uno. Ahí, a unos pasos del camino que cruza la escasa nieve, delante de todas esas luces que brillan como las de un pueblo en donde estuvieran los hombres con su atmósfera caliente y compadecida, está él. No podría uno saber si es un gigante o si tiene una estatura demasiado pequeña. La verdad es que está ahí, silencioso. Uno se pregunta qué es lo que hace ahí, qué quiere, y por qué no habla primero. Alberto espera eso, que sea él quien hable primero.

Pero el otro no habla. Encogido de hombros, pequeño y amarillo, con la pipa en la boca, está examinando atentamente algo brillante que tiene entre las manos: es un reloj.

Alberto ha extendido el brazo, ha dirigido su mano abierta hacia Evaristo Maldonado.

–¿Está muy lejos Francia?

El otro no contestó; ha vuelto la espalda, camina hacia el pueblo, pero camina demasiado aprisa. Y luego ya no está, y hay una cantidad enorme de piedras que salen el paso, que hieren sus rodillas, y el pueblo ya no es un pueblo, sino estrellas, y uno quiere volver, mientras alguien grita allá atrás, muy lejos –¡Albertooooo…!–, desde un lugar donde se ha quedado como una cosa oscura y sin nombre.

Por allí, por ese camino va Evaristo Maldonado.

–¡Albertoooooo…!

 

(Tomado de www.talesofmystery.blogspot.com)

 

lunes, 16 de junio de 2025

¡Perseguido!

Luis Spota

 

Tres detonaciones sonaron en la distancia. Instintivamente volteé el rostro. Bajando el suave declive de una loma, como a trescientos metros de mí, cuatro jinetes venían.

–Revolucionarios –pensé.

Pocos segundos más tarde otras tres detonaciones, seguidas de otra más leve, se escucharon. Las balas polveaban cerca del sitio donde iba yo caminando. Al pegar contra las piedras que había en el viejo camino real, producían un sonido seco o también se alejaban zumbando siniestramente.

Piqué espuelas al caballo e inmediatamente, a todo galope, empecé a correr, haciendo zigzags por el camino, para evitar que las balas que disparaban aquellos hombres, y que cada vez pegaban más cerca, me fueran a tocar.

Mientras el caballo fustigado con crueldad devoraba el terreno, iba yo haciendo cálculo de las armas que llevaban mis perseguidores. Por el sonido fuerte, seco, rápido de tres de ellas comprendí que eran Mausers; la otra era sin duda una pistola. Haber intentado una desesperada defensa de mi parte, hubiera sido una locura, un suicidio. Con dos pistolas y veintidós cartuchos que llevaba no podía resistir mucho.

Mis perseguidores se acercaban cada vez más. Parecía como si sus caballos tuvieran alas. Pasaban los arroyos, saltaban las cercas como demonios. Los hombres que los montaban eran, por lo visto, magníficos jinetes. A medida que yo seguía corriendo comprendía que las esperanzas de salvación que abrigaba cuando comenzó mi persecución, disminuían.

Para no seguir por el anchuroso y plano camino real, comencé a correr a campo traviesa. Los disparos seguían y se aproximaban cada vez más. Una bala agujeró mi sombrero. En las próximas andanadas era yo, ni dudarlo, un blanco magnífico.

El terreno por el que me había metido era en extremo difícil de recorrer. Las breñas se hacían más cerradas y al parecer, infranqueables. Parecía como si la naturaleza se regocijase en poner obstáculos para imposibilitar mi desesperada huida.

Allá, como a un kilómetro, la silueta borrosa de un gran macizo de árboles me dio nuevos bríos. Si pudiera llegar a la arboleda sano y salvo, podría escapar de ser desvalijado o muerto. ¿Y si no? Golpeando sin compasión al caballo lo obligué a que siguiera corriendo. Grandes borbotones de espuma salían de su hocico. La fina pelambre estaba reluciente de sudor. A ese paso la bestia no resistiría mucho.

Por fin, cuando lo creía imposible, llegué a los linderos de la arboleda que se brindaba como mi salvación.

Como todos los de la tierra veracruzana, aquel terreno arboloso era imposible de penetrar. Lianas, bejucos, raíces monstruosas impedían la entrada. La vegetación era lujuriante, imponente.

Con gran alivio vi pasar bastante cerca de mí a mis perseguidores. Con seguridad a causa del polvo y de los naturales accidentes del terreno, me habían perdido. Asombrado, respiré a gusto. Pero, era imposible que yo me quedara ahí toda la noche. Consulté mi reloj. Las siete y veinte. Más de una hora había durado la persecución. Ya que estaba a salvo y que, momentáneamente, ningún peligro me amenazaba, lo que mejor podía hacer era buscar la manera de escapar o de esconderme.

Cuando los que me perseguían se dieran cuenta de que los había burlado, regresarían al sitio donde perdieron mi rastro. Y lo más fácil era que me descubrieran y, sin piedad, después de desvalijarme, que me mataran. Con el filoso machete que se usa en la campiña veracruzana y que siempre va en la silla de montar de los jinetes, empecé a abrirme paso.

A medida que avanzaba por entre aquel laberinto vegetal, la esperanza de salvación renacía en mi cerebro. Vagamente recordaba que, caminando varias horas con rumbo al norte, podía llegar a la Cuchilla, el pueblo más cercano. Febrilmente mi brazo, dando impulso a mi machete, deshonraba aquel trozo de selva virgen. El camino, la brecha que había yo hecho se había cerrado tras de mí. Si hubiese ido yo solo la escapatoria hubiera sido más fácil, pero ¿y el caballo? ¿a dónde lo dejaba? Encontrando al caballo los salteadores revolucionarios hubieran dado luego luego conmigo. Ese animal que me había ayudado a escapar era, ahora, un peligro para mí. A mi mente acudió una idea cruel que, sin embargo, serviría para mi salvación. Con dolor, casi con remordimiento, llevé la diestra al cinto.

Casi un minuto después un ruido seco, de proyectil calibre 38, resonó en la espesura…

Estaba libre del caballo. Mi salvación estaba en mis manos. Sin importarme las desgarraduras que me había hecho, ni la sangre que manaba de mi rostro, de mis brazos y manos, en pequeños hilillos seguí abriéndome camino. Como relata Rivera en su “Vorágine”, los ojos de la selva me vigilaban. El silencio era absoluto. De cuando en cuando, casi de mis pies, una víbora, una iguana o un conejo salían despavoridos.

Ese raro silencio de las selvas tropicales me observaba. La naturaleza se resistía a que un hombre violase sus secretos. Cuando más entretenido estaba en cortar una casi infranqueable barrera de lianas, gruesas gotas de lluvia empezaron a caer. Una intempestiva tormenta dio principio. Como todas las tormentas de la zona tórrida, la que en ese momento caía, tomaba caracteres de diluvio. Pequeños arroyos se formaban y corrían a la cuesta abajo. Yo estaba materialmente empapado.

Guareciéndome bajo un frondoso árbol esperé a que el chubasco amainara. En el resplandor de un relámpago volví a ver mi reloj. Eran casi las once de la noche. Más de tres horas había trabajado rudamente. En la misma forma como empezó, la tormenta tuvo su fin…

Después de la lluvia, cuando las plantas han lavado sus follajes y el suelo se ha convertido en un gigantesco lago, la vida vuelve a su curso normal. Todo aquel bosque olía a tierra mojada, a limpieza, a un raro perfume que nunca los perfumistas ni los químicos más famosos del mundo podrán imitar. Empujadas por una suave brisa que bajaba de las montañas cercanas, las nubes comenzaron a disiparse. Esplendorosa, como nunca poeta alguno se la ha imaginado, asomó la Luna.

Refrescado por el agua, seguí abriéndome paso. Los músculos empezaban a dolerme. La escapatoria a caballo, el temor de ser muerto, la impresionante soledad de la selva habían destrozado mis nervios. De cuando en cuando los chillidos penetrantes de un par de monos que se perseguían, me hacían suspender el trabajo. No acertaba a comprender cómo los hombres no somos como los animales salvajes, que no se preocupan por nada, que todo les da igual.

Como un suave rumor, perdido en la espesura, llegó hasta mis oídos el ruido que hacía el agua de un río al correr. Ahí, en ese río precisamente, estaba mi salvación. Siguiendo por sus riberas podía llegar al amanecer a la Cuchilla; redoblando mis esfuerzos, desesperadamente continué abriéndome camino. A los cuatro individuos que me perseguían ya no les temía, casi los había olvidado.

Con el mismo entusiasmo que sintió Colón cuando avistó tierras nuevas; con la misma alegría que invadió a Balboa cuando descubrió el Océano Pacífico; con ese mismo gusto llegué a orillas del río. Feliz, sin preocuparme de los peligros que en mi marcha hacia el pueblo podría encontrar, comencé a remontar la orilla. No había caminado cien metros cuando algo me hizo detener. Ahí, en un bajo, tomando plácidamente agua, estaban tres pumas. Afortunadamente el aire me daba en la cara; en caso contrario los felinos, cuya piel dorada al ser tocada por la luz lunar adquiría tonalidades rojizas, me hubieran descubierto y aun, por pura diversión, me hubieran devorado.

Con un pánico enorme decidí atravesar un vado y continuar la marcha fatigosa por el bosque.

Ante mí, providencialmente, se abría una vereda, intransitada y tal vez, ya por todos olvidada. ¡Mi salvación estaba ahí! Redobladas mis fuerzas por aquel súbito encuentro que me llevaría a lugar seguro, dio principio mi nueva caminata. Casi para nada usé el machete. La vereda estaba por completo despojada de vegetación superflua. Sin embargo empezaba ya a cansarme. Además, si ya estaba a salvo, ¿para qué apurarme?

Comprendí, pues, que lo que mejor podía hacer era acampar sobre un árbol y esperar a que pasara la noche. Cuando disponíame a subir a un frondoso árbol, algo largo y viscoso pasó a mi lado. Instintivamente volví el rostro al suelo. A menos de un metro de mí, desafiante y mirándome con unos ojillos hundidos que despedían fulgores hipnóticos, estaba una coralillo. Su piel, dibujada en vistosos rombos, brillaba bellamente con la Luna. Saqué la pistola y cuando me disponía a disparar, el temor no olvidado de que la detonación atrajera a los que me perseguían, si se encontraban cerca, me hizo desistir de mi empeño.

Dando un rodeo para no obligar al reptil a atacarme, me alejé de aquel sitio. ¡Había escapado de los hombres para venir a caer entre los pumas y las víboras!

De pronto, a mis narices llegó un fuerte olor a carroña, a animal muerto.

“Ha de ser algún venado que los pumas mataron y que no se comieron”, pensé.

Deseando descansar un poco de las fatigas de las últimas horas, me trepé, por fin, a un árbol. Ese olor a putrefacción envenenaba el aire y no me dejaba descansar a gusto.

La noche se me hacía demasiado larga, interminable. Consulté muchas veces más el reloj. La última vez que lo hice, las manecillas marcaban las dos de la mañana.

De pronto, a regular distancia, un rumor sordo que iba aumentando de intensidad se dejó oír. Al poco rato oí, indistintamente, el trote largo y los relinchos de cuatro caballos.

“Ahí están”, me dije. “¡Malditos! ¿Cómo darían conmigo?”

Los cuatro jinetes detuvieron sus cabalgaduras precisamente bajo el árbol en que yo me encontraba y uno de ellos, el jefe sin duda, ordenó:

–Aquí debe ser, recuerdo muy bien dónde lo vimos…

Me consideré perdido.

–Tú, Juan, súbete y bájalo.

Oí protestas, negaciones, evasivas. Nadie quería subir. Tal vez me consideraban demasiado peligroso y no querían bajar del árbol como un fardo.

–Maldita sea, son ustedes unos cobardes. Parecen mujeres y se dicen muy machos… Subiré yo por él –gritó indignado el jefe del grupo.

Estaba ya irremisiblemente capturado, desvalijado y, tal vez, muerto.

El hombre estaba cada vez más cerca de mí, escuchaba su respiración fatigosa, las imprecaciones y las blasfemias. Ya casi para tocarme, gritó a los que desde abajo seguían atentamente la maniobra.

–Ahora verán cómo se baja un hombre…

Sabiendo perfectamente yo que ya no tenía salvación y no deseando caer del árbol con la cabeza destrozada de un balazo, quise ahorrarle trabajo al salteador y, roncamente, dije:

–No te molestes en bajarme; mejor lo hago yo…

Un espantoso grito de pánico salió del pecho de aquel salteador. Las fuerzas le abandonaron y dando tumbos entre las ramas que le destrozaban la ropa y le causaban sangre, cayó al suelo. Montó como pudo y, seguido de sus secuaces, se perdió entre la espesura.

Allá a lo lejos, como un eco ahogado, escuché el galope de sus caballos.

No comprendía todo aquello. ¡Me siguen. Intentan matarme. Me encuentran. Suben a bajarme y cuando quiero ahorrarles ese trabajo, huyen despavoridos!

 

***

El sol estaba ya muy alto. Olvidando las agitaciones de la noche anterior, había dormido de un tirón muchas horas. Cuando abrí los ojos y miré a mi alrededor, la sangre se me congeló.

A escasos dos metros de mí, un ahorcado, pendiente de una cuerda y con el rostro terriblemente hinchado, se balanceaba impulsado por la brisa que bajaba de la montaña…


(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)