martes, 2 de septiembre de 2025

La cáscara de naranja

Oscar Wilde

 

I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi “media naranja”, como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa-Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa-Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.

Y, cosa rara: la tía y el sobrino no parecían entenderse más que para los paseos y durante ellos, pues en casa o en la calle se mantenían en esa cortesía un poco agresiva que es frecuente entre la mujer joven de un tío viejo y el sobrino que ha de heredar de ese tío.

Meredith, a quien hice observar el contraste de las dos actitudes que notaba entre ellos, me contestó con una franqueza llena de buen humor:

–Mi querido amigo, como usted dice muy bien, no quiero a mi tía. Su presencia al lado de mi tutor me irrita y me importuna. Lady Marcela odia cordialmente a su sobrino: mis visitas a su marido la molestan. Pero cuando salimos al campo no somos más que dos camaradas a quienes agrada el paseo, los árboles hermosos, la brisa fresca, el aire puro de las alturas y las flores silvestres. Lady Marcela tiene veintiún años y un espíritu inquieto. Yo le llevo muy pocos años, y dicen que no soy tonto. En una palabra: que no pensamos más que en divertirnos y en gozar de la vida durante nuestro paseo; libres, eso sí, de adoptar otra vez nuestras actitudes de hostilidad cortés al regresar a casa.

Le repliqué que yo no acertaba a comprender por qué la amiga en el campo no podía serlo en casa, y que su sicología me parecía muy sutil.

–No dije “amiga” –me respondió–, dije “camarada”, lo cual es muy distinto. No hay amistad posible entre la mujer de mi tío y yo; la camaradería a nada compromete.

Cuando me dedico a escudriñar mi “yo” de entonces, pienso que quizá en el fondo estaba yo lo bastante enamorado de lady Marcela para encontrar admirable que Meredith la considerase tan fríamente:

Este sentimiento, del que yo no me daba cuenta, era quizá lo que me detenía en mis anteriores pensamientos sobre Ángela.

Un domingo –hacía un poco más de tres meses que frecuentaba la morada hospitalaria de lord William, y era el 14 de junio de 1880– almorzábamos los cuatro en el comedorcito Renacimiento. Estábamos en los postres, y lady Marcela hizo servir los vinos, según la moda inglesa.

De ordinario seguía en la mesa, procurando impedir que lord William, que era algo aficionado, bebiera demasiado jerez o demasiado Corton.

Pero aquel día me pareció sumida en una profunda distracción.

Como yo siempre he sido muy poco bebedor, dejé a los dos ingleses que se despachasen a su gusto, y me dediqué a observar a mi vecina.

Jugueteaba con la cáscara de la naranja que acababa de saborear, gajo a gajo.

Primero, con el cuchillo de la fruta la cortó en largas tiras; después subdividió cada tira en pequeños rombos, y, por último, reunió los pequeños rombos en un montoncito en medio de su plato.

Y entonces, como interesándose de pronto en la conversación de su marido, interrumpió con dos o tres breves observaciones el relato que él hacía de un viaje por los mares de China.

Luego, cogió otra vez su cuchillo, lo alzó un momento sobre su plato, y se enfrascó en la ejecución de un dibujo de adorno complicadísimo, colocando los pequeños rombos alrededor y en el fondo del plato.

Hecho lo cual, me dirigió algunas preguntas banales sobre la comedia de moda, como desinteresándose de su trabajo de arabescos, cogió el cuchillo, con aire indiferente, y con un leve gesto decidido empujó otra vez los rombos al centro del plato.

Y la maniobra del cuchillo comenzó de nuevo, y ahora alineó sólo dos rombos.

Durante un instante, el cuchillo descansó sobre el plato, encima de los dos, para tomar en seguida la posición vertical.

Y entonces, bruscamente, lady Marcela desordenó los pedazos de cáscara de naranja y los volvió a amontonar. El juego había concluido.

Lord William proseguía el interminable relato de sus riñas con lord Elgin. Meredith, indiferente en apariencia, bebía poco a poco su jerez.

Autorizado por un gesto de la dama, encendí una “niña”.

No cabía duda; el juego de la cáscara de naranja era un sistema organizado de correspondencia, y esta correspondencia no podía dirigirse sino a Meredith.

Pero ¿con qué objeto, puesto que en el campo tenían ocasión de hablarse sin miedo a los indiscretos?

Entre una bocanada de humo de mi puro, me decidí a lanzar un vistazo sobre lady Marcela. Su mirada dominante no se apartaba de Meredith, como si esperara una respuesta.

–El jerez de ustedes es excelente, tío; pero un andarín como yo no debe abusar. Quisiera que llegáramos hoy lo más cerca posible de Vaucresson. ¿Qué dicen a esto sus piernas?

–Dicen, hijo mío, que tienen necesidad del brazo de tu amigo el doctor.

–A su disposición, lord William.

–Bueno: pues en ese caso, preparémonos a salir. Milady, procure no tardar más de una hora en su toilette –añadió lord William con tono malicioso.

Y partimos como de costumbre. Pero noté que la tía y el sobrino, no bien tomaron la delantera, tuvieron un vivo altercado, durante el cual lady Marcela multiplicaba sus gestos imperativos, en tanto que Meredith parecía replicar con negativas.

 

II

Después de un paseo de tres horas regresamos lord William y yo a Villa-Avray, pero no se nos unieron Meredith y lady Babington.

Se habrían entretenido seguramente bebiendo un refresco en algún tenducho campesino, y, sin preocuparnos por aquellos andarines intrépidos, lord William, que cuidaba sus achaques de viejo siguiendo unos procedimientos especiales, se hizo servir un bitter.

Serían las seis y media cuando una especie de carromato se detuvo frente a la terraza.

Lady Marcela saltó de él con ligereza de pájaro.

–Venga usted en seguida –me gritó– a socorrer al pobre Meredith, que se ha torcido un pie. ¡Háganse cuenta de que han perdido el tren de medianoche! Son ustedes prisioneros nuestros hasta mañana, en que buscaremos un medio de transportar a Meredith a su casa. Voy a preparar su habitación, en la que también tendrá usted que dormir, doctor, porque no hay otra.

Y lady Marcela se precipitó hacia la escalera. Con ayuda de los criados, llevé a Meredith al diván oriental, cerca del piano.

Se negó a ir más lejos, diciendo que ya era bastante sufrir sin aburrirse. Le subirían cuando fuese hora de acostarse, pero deseaba, ya que no cenar, por lo menos asistir a la comida.

Lo único que me permitió fue que le reconociera el pie. Lo tenía, quizá, un poco hinchado por una caminata excesiva, pero no vi nada alarmante, nada que revelara claramente la causa de los dolores de que se quejaba.

–No es una torcedura –afirmé–. Si acaso, un intenso calambre. ¿Se han vuelto damiselas los estudiantes de Eton, cuando se ponen a dieta por tan poca cosa? Va usted a comer, Meredith, y, como deseo, con buen apetito.

Lady Marcela apareció en el salón, apenas convencí a Meredith de que sustituyera sus botas finas por unas zapatillas gruesas.

Parecía muy alegre milady, y más reidora y revoltosa que nunca; por lo menos, en apariencia, se preocupaba muy poco de Meredith.

Terminada la cena, durante la cual lord William no dejó de mandar traer champaña para brindar por la curación de su sobrino, el rival de lord Elgin se durmió en su sillón, mientras lady Marcela, sentada al piano, ejecutaba polonesas y berceuses de Chopin, su maestro favorito.

Meredith fumaba en silencio. Acodado en el Pleyel, volvía yo las hojas, cambiando una palabra, de cuando en cuando, con la pianista.

A eso de las once, lord William se despertó, dando la señal de retirada.

Subimos a Meredith al segundo piso, alumbrados por lady Marcela, que me aconsejó, en vista de que nuestra habitación no tenía timbre, que diese en el suelo si Meredith necesitaba algo.

–Mi habitación cae precisamente debajo de ésta, y ya avisaré yo a los criados, porque, desgraciadamente, Juana, mi doncella, que duerme de costumbre en mi tocador, está fuera, con permiso, hasta mañana por la noche.

Ayudé a Meredith a acostarse, y una vez apagadas las luces, no tardé en dormirme.

Cuando me desperté hacía una noche negra y sin luna.

Encendí una cerilla para ver el reloj. Eran las dos y cuarto.

Iba a soplar la cerilla cuando, al no oír la respiración de Meredith, volteé casi maquinalmente hacia su cama.

Estaba vacía.

“He aquí –pensé– la explicación de esta extraña torcedura. ¡El amigo Meredith es un buen actor, y lady Marcela, con sus rombos de cáscara de naranja, que me han intrigado tanto, le señalaba, sencillamente, la hora del amor! Y después de esto vaya usted a creer en la virtud de las tías carnales y en el juramento de los sobrinos: ‘Yo no quiero a mi tía, y ella me odia cordialmente’. No habría necesidad de ir muy lejos para tener prueba de ello, si tuviera yo, como el Diablo Cojuelo, la facultad de levantar los tejados de las casas y los techos de las habitaciones. Y, sin embargo, lord William duerme con el sueño de los justos; es natural. Aunque no lo sea que ese anciano de sesenta y cinco años necesite casarse con una mujer de veinte… En fin: si mi amigo diese esta noche un heredero a su tío, a este le haría poquísima gracia. Doctor, amigo mío, todos los hombres están locos. Tú mismo divagas. ¿No estás en la cama para dormir y no para filosofar? Pues, entonces, duerme sin preocuparte de las vicisitudes de las vidas de otros”.

Pero estos hermosos razonamientos no me trajeron el sueño, y sólo al amanecer conseguí, al fin, dormirme…

 

III

Me despertó un grito de llamada al que respondió una exclamación angustiosa de Meredith, que se precipitó hacia la escalera.

No bien me hallé en estado de presentarme decentemente, le seguí.

–¿Qué sucede? –pregunté a una criada que encontré en el rellano del primer piso.

–Lord Babington –me dijo– ha muerto o está moribundo.

Palidecí atrozmente. Instantáneamente pensé en el cuchillo colocado en el plato, sobre los dos rombos de piel de naranja.

La voz de Meredith, una voz rota, me llamaba desde la alcoba abierta.

Entré. Lady Marcela, pálida y angustiosa, lloraba al pie del lecho.

Meredith, con un ademán, me señaló el cadáver.

Me acerqué. Como me lo reveló la primera mirada, lord William había dejado de existir.

En un rápido examen intenté encontrar las causas del fallecimiento.

Dejando aparte dudas o preocupaciones que yo tuviera por los sucesos de aquella noche, nada significativo permitía sospechar que la muerte no fuese natural: era una rotura de aneurisma, indiscutible, al parecer. La caminata, irresistible para las fuerzas del enfermo, sus abusos habituales de bebidas alcohólicas y sus excesos del día anterior podían explicar sin duda el accidente.

Me estremecí. ¡Era tan buen actor y tan gran químico Meredith!

Sentí un peso menos sobre mi corazón. Después de todo, el médico forense se las arreglaría como pudiera. Lo que yo sabía –y que en el fondo eran suposiciones y no ciencia– no tenía nada que ver allí. El colega que Meredith había hecho llamar comprobaría las causas “comprobables” del fallecimiento, y la justicia humana quedaría satisfecha.

Si había algo más… las conciencias de Meredith y de Marcela eran las únicas a responder… Por otra parte, ¿había algo más?

¿Un amorío, una cita? Conformes.

¿Un crimen? Si lo hubiera sostenido, todo el mundo me habría tomado por loco.

Me habrían dicho que había bebido demasiado champaña la noche anterior con lord William, y que si los resultados de esas libaciones desmedidas fueron menos funestos para mí que para el viejo, no era eso razón para turbar con mis sueños más o menos discretos la quietud de Villa-Avray.

Me tragué mis dudas y no dije una palabra.

 

IV

Salió Meredith para Inglaterra inmediatamente después de celebrado el entierro de su tío.

Lady Marcela se retiró a Borgoña, a casa de unos parientes lejanos, y no volví a oír hablar de ellos lo menos en un año.

Por esa época supe, por una invitación banal, que Meredith se casaba con la tía a quien odiaba, según él, y más adelante me enteré de que no había cuidado que el título de lord pasase a otras ramas colaterales, porque, según la frase de ritual, el Cielo bendijo felizmente varias veces su matrimonio.

En diversas ocasiones recibí de mi antiguo amigo invitaciones para que lo visitara en Inverness, pero las circunstancias me retenían, contra mi gusto, en París, y lo siento, porque hubiese aclarado en su intimidad si él y lady Marcela encarnaban la felicidad en el crimen, o la felicidad en el amor.

¿Quién sabe?

¡Juzgamos tan a la ligera y con tanta malignidad nosotros los escépticos endurecidos! –terminó el doctor, sacudiendo la ceniza de su habano.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

A la orilla de las estatuas maduras

Rogelio Sinán

 

Allí en el río era donde mejor estaba. Ni los sollozos de la tía Josefina que andaba siempre de un lado para otro quejándose del reuma, ni los gritos delgados de su madrina José María que no hacía más que darle con el chicote siempre que cometía alguna diablura, ni los recados a casa del compadre, ni el tirapié del juez, ni el rosario, ni nada.

¡Sí, señor, allí estaba tranquilo!

Una cosa era estar al pie del zapatero con el “Cristo A. B. C.” entre las manos –la de la horqueta era la Y, la de los palos, la U– y otra cosa era estar a la orilla del río, con su tapón, esperando a la tórtola.

–Muchacho, anda a comprarme tachuelitas –le habían dicho.

Pero él había comprado maíz. El zapatero se quedaría esperándolo. La vuelta era lo malo. Ya él conocía muy bien los rebencazos del tirapié. Dolían primero un poco; después le iba quedando como una especie de picazón en todo el cuerpo; se secaban las lágrimas antes de los sollozos, y el dolor se dormía. Al día siguiente se repetía la cosa.

Por el camino largo –sudor y sol– se había topado con gente de campo. Que tuviera cuidado, le dijeron; andaba por allí un toro suelto. Y, ahora, sentado allí entre el matorral, hacía sus cálculos de huida. Había que estar alerta por si acaso caía por allí el bicho. Y ¿qué? Nada tan fácil como subirse a un árbol. ¿A cuál? Miró aquí. Miró allá. Puso la vista en uno. Entre los muchos que había del lado acá, ese era el indicado. Estaba sobre el agua en forma de arco y parecía que estuviera tirándose de cabeza como lo hacía él cuando venía a bañarse con los otros muchachos. El gran árbol tenía mucha fronda. Metía sus ramas en el agua (¿para pescar?). Era fácil subir y acomodarse allí, escondido entre lo verde mirando abajo.

La inquietud de probar –ya había probado tantas veces– lo aferró por un brazo. Al fin de cuentas, no era malo ensayar. Aquella vez –la culpa era del Ñopo– casi se rompe el cuello. Se habían fugado todos de la escuela. Eran cinco. El Ñato, el Ñopo Pedro, Goyo Gancho, Fulo Encuero y… ¿el otro? ¿Quién era? No recordaba. El otro… ¡Ah! Sí, el Culizo. Andaban por allí echándose abajo, desde el árbol al agua. La rama se fue haciendo resbalosa. Él perdió el equilibrio. Y cayó, no en el agua, sino en la tierra firme. El tanganazo fue padre… Desde entonces le habían prohibido ir al río. ¡Pero hoy se había fugado, qué diablos!

Si el animal venía, él, de un salto, se treparía en el árbol. No era malo probar. Se alzó. Se echó a correr y ¡pum!, ¡arriba!… El árbol se meneó como un gran trampolín y sumergió sus ramas, que sacó luego a flote chorreando agua. Se acomodó a caballo sobre el doblado tronco –¿arco para qué flecha?, ¿puente para qué ruta?– lo zarandeó otra ver encaprichado y luego, pareciéndole buena la prueba, bajó rápido. Se escondió nuevamente entre los matorrales y siguió preparando su tapón para cazar palomas.

Goyo Gancho tenía un tapón que –¡puchas!– era tamaño grande. Goyo Gancho sabía muchas cosas. Era su buen amigo. Amigo para el río solamente o para robar mangos en la finca de Chago López, porque en cuanto al tapón…

(–¿Me lo prestas, Goyito? Voy al río no más y te lo traigo como si naa…)

…no había querido ni dejárselo oler. Y no hubo más remedio que hacer uno de la mejor manera posible.

Había ido recortando ramitas secas, las más derechas que había hallado. Ahora ya estaba casi lista la tapa, en forma de pirámide. ¿Y si el toro venía? Seguramente era ese que había traído de la feria don Patrocinio. Lo había visto una tarde embestir a un potro. Por poquito le saca las tripas. Miró para el árbol. Se bamboleaba. De allí arriba, ni Cristo…

Hacía calor. Se secó con la manga la frente. Debía ser mediodía. Era la hora propicia al aguaite. A poquito caerían a beber agua las palomas. Puso el oído… ¡Nada! Sólo el viento movía fuerte las ramas; pero también se oía la música del agua, que corre y corre siempre quién sabe a dónde. “Lo mismo que la gente”. El señor cura tenía razón. Era una lata, sin embargo, ir los domingos a la doctrina porque había que ponerse los zapatos. Pero el padre Camilo era bueno, y decía muchas cosas, y daba confites. A las muchachas sí que las regañaba. ¿Por qué? Después de todo, Goyo Gancho podía quedarse con su tapón en casa. Ya él había terminado el suyo propio. ¡Y mejor!

Seguía el ruido del viento y del agua. Pero ya comenzaba a oír en la distancia el tira y jala del turrututeo. Había puesto la trampa con su poquito de maíz debajo y se había colocado un poco lejos, bien escondido entre las hojas. De pronto oyó a su espalda un alocado sacudimiento de ramas. Pensó en el toro: y algo se le subió a la garganta. Loco revoloteo. ¿Una paloma? Se envolvió en un silencio pequeñito. Sintió de nuevo rápida repercusión de golpes entre la fronda. Oyó un zumbido largo como de bala y… ¡zas!… Allí cerquita, sobre una rama, se paró la paloma. Se zarandeó un poquito. Abrió y cerró las alas. Alzó el pico. Miró a un lado y a otro. Y se quedó un momento como escuchando. Después se dio a espulgarse.

Hecho un ovillo de silencios, él la estuvo escuchando. Le parecía que el viento mugía ahora con más furia. Una piedra le hacía mal en el muslo. Se quería acomodar.

¡Cuidadito! Si se movía, volaba. ¿Por qué harían tanta bulla las aguas del río? La paloma hizo un movimiento, abrió sus alas, y descendió a otra rama. ¡Esta caía, seguro! Al diablo Goyo Gancho con su tapón y todo. El viento remeció fuerte las ramas. La paloma planeó y, suavemente, apoyó sus patitas en el suelo. No una sola: ¡muchas iba a coger! Ponía el pico en la yerba; volvía a alzarlo; y saltaba con pausas hacia el grano. Todo el pueblo se asomaría a mirarlo. ¿Y si el toro venía? La paloma avanzaba. Que no viniera. Y él pasaría orgulloso por la plaza. La paloma movía la cabecita. Subirse al árbol, era la salvación. Un collar de palomas alrededor del cuello para que las mirara todo el mundo. Ya iba a picar los granos. ¿Y el zapatero? Goyo Gancho lo miraría con rabia. Movió el viento las ramas. La paloma levantó la cabeza y se quedó un momentito asustada. Se iba… ¡Se iba! Echó un paso adelante… y picó un grano. “¡Mire, madrina, cuánta paloma traigo!” Picó otro, sin moverse. La madrina se quedaría mirándolo sin decirle palabra. Un paso más y… ¡pum! O bien se haría la brava y le diría: “Pon ahí eso y andaveme a comprar medio de achiote”. Ya estaba por caer, pero a lo lejos, se encendieron de pronto unas voces. ¿Muchachas? La paloma se echó un poquito atrás. Y ¿quién diablos sería? Alzó el pico asustada. Las voces se agrandaron rápidamente. Abrió y cerró las alas. Tomó empuje. Ruido grande de voces. Viento. Gritos. La paloma desdobló su inquietud y alzó en parábola su vuelo sin ruta. ¡Todo perdido! ¿Y quién, caray, a esa hora?

Un pequeño disgusto de fracaso le hizo cerrar los puños. ¿Escaparían del toro? Una vez había visto en un sueño a una muchacha vestida de rojo perseguida por un torazo negro. La muchacha resultó ser él mismo. Pero las risas que oía no eran de miedo. Eran risas de risa. Una ola que avanzaba. Allá en el pueblo era bello reírse por reírse, en la plaza con luna o en el rincón del atrio. Ya lo echarían de menos su madrina y el juez. “Apenas venga le pego”. El chicote pendía de una horqueta. Ya las voces estaban allí al lado; pero no veía a nadie. ¿De dónde habrían sacado ese chicote? Una vez lo escondió. Todo el mundo buscaba. Y él repetía dentro de sí, como en el juego, “frío… frío… caliente, caliente”. ¿Si vendrían a buscarlo estas muchachas a él? Pegaría una carrera. Ni Goyo Gancho pudo alcanzarlo un día. Corría como caballo. Volaba. Lástima, la paloma. El rencor le volvió, por un instante, a los puños. Pero ahí estaban las risas. Iban a aparecer. Su rabia se cambió en curiosidad.

Una muchacha –¡Vengan, vengan!– llena de sol y risa, desembocó al galope.

–¡El río está pa’ comérselo!

Él no había visto gente así rubia en el pueblo.

Y llegaron en yunta otras dos. Se veía, por lo rojo del rostro, que habían andado por ahí robando mangos. Estaban hechas agua, del sudor. Sin medias y con las zapatillas en la mano… ¡Ah, sí! Las conocía. Que habían estado allí el otro verano. Cuando la junta de Alba y el paseo con iguana. Mejor la junta –cumbia y chicha– con María Molinillo que gritaba borracha y Goyo Gancho que se cayó del bayo. Sí, como ahora, se reían y gritaban, con la vela en la mano, bailando cumbia. Habrían llegado ayer en la balandra del Ñopo Juan. Más grandes. Más bonitas. Las estaba mirando desde su gruta de hojas. No oía lo que decían. Se habían sentado. Una que otra palabra le llegaba al oído desmenuzada. El viento las partía con sus tijeras de éter. Así desgranaba él cada mazorca, por las mañanas, cuando le daba el grano a los pollitos. Uno se había enfermado. Debía echarle limón en el pico. Si estuviera cerca oiría claro. Pero el agua hacía bulla y el viento mugía. Una tenía las piernas desnudas, en horqueta, y él miraba un poquito. Otra, con una rama, meneaba la corriente del río. La que estaba de espaldas al tronco era mejor que las otras. Rumiaba un mango verde. En la finca de Chago López habrían estado. O en la hacienda de doña Gumercinda. Allí era peligroso, por el ganao. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo y dando gritos; como cuando hubo el fuego, que todas las mujeres corrían de un lado para otro chillando con los brazos al aire. Se iba a calmar el viento. Se calmaba. Le llegaban ahora al oído palabras claras. La que tenía la espalda apoyada al árbol decía –se reía, movía las manos–: “su boca tenía gusto a tabaco y me apretaba tanto el seno… y me apretaba tanto…”. El viento sopló fuerte. Le llegaban trocitos de otras palabras y el pentagrama fresco de las risas. Otra se levantó meneando el torso y tarareando una rumba. Con esta había bailado él una cumbia en la junta de Alba. No quería. Reculaba. Goyo Gancho lo había hecho caer a la rueda. Y había bailado largo. Un borracho lo echó a un lado diciendo: “¡Fuera chiquillo baboso!”. Ahora ella se meneaba como entonces y cantaba una rumba. Las otras comenzaron a imitarla, cada una por su lado, con la blusita levantada. Y él notaba cómo las blusas iban subiendo poco a poco. A la madrina José María la había visto una noche desnuda. Había entrado en el baño, sin saber, de golpe, y allí estaba la vieja desnudita. “¡Muchacho ‘el diablo, cierra la puerta!”.

Tenía el alma en cuclillas por eso nuevo, bello y fuerte que veía; porque de entre los círculos del ritmo habían ido saliendo ellas –¡las tres!– desnudas. Por un instante su cabecita fue una veleta sin norte. Se acomodó mejor entre las hojas. Se había calmado el viento. Sentía calor. Goyo Gancho no iba a creer la cosa –“¡Qué va, hombre!”–. Pero sería mejor no decírselo a nadie. De pronto una muchacha cambió el motivo de su juego y de un brinco quedó sobre la curva del árbol. Lo zarandeó un poquito de arriba abajo e hizo el gesto de echarse, pero no se atrevió y bajó de nuevo. A él le venían ahora unas ganas inmensas de bañarse con ellas; de mostrarles un montón de piruetas que sabía; por ejemplo, tirarse del árbol dando dos vueltas en el aire o nadar bajo el agua muchos metros. Nadando bajo el agua se había topado una vez con algo blando. Una culebra acaso o un cocodrilo. El agua estaba turbia. No se veía. Y había salido a tierra despavorido. Quién sabe qué animal era aquel. A poquito no más y se lo come. “Ya ves; eso te pasa por travieso”, le había dicho la tía Josefina.

Cogidas de las manos, las muchachas andaban dando vueltas. Y sus cuerpos sudados brillaban bajo el sol. “Cojo una mano, cojo la otra”. La noche de San Juan habían hecho en la plaza del pueblo una rueda de treinta personas que giraban alrededor de una gran fogata. Y daba miedo ver cómo brillaban, al resplandor, las caras de los borrachos. Chicha fuerte y arroz a la Juliana en casa de Rita Pacheco. Goyo Gancho se había llevado en su caballo a Rosario Pinto…

Seguían ellas su juego, cantando “…sentadita en su huerta limón”. Estaban allí brinca que te brinca y el bicho podía venir. Bueno. Ya las vería él corriendo. Pero, de pronto, sin saber él por qué, las tres muchachas detuvieron su juego y por el árbol –trampolín seguro– cayeron como frutas, una tras otra, al agua. Como la orilla era alta, él las dejó de ver. Sólo siguió escuchando el chapaleo y las voces. Podía él desnudarse ahora, sin que lo vieran, y echarse al río de golpe. ¿Qué pasaría? De vez en cuando subía una, se trepaba en el árbol y… ¡pundumbum!… se echaba. Por el ruido que hacían al caer, él notaba que lo hacían mal. Caían al agua de barriga. A él sí tenían que verlo. Ni Goyo Gancho, ni el Culizo que tenía tanta fama.

Como seguía sin verlas, la impresión de los cuerpos se diluyó en su mente. Y comenzó a pensar como chiquillo. Comenzó nuevamente a ser muchacho. Y se le fue metiendo entre las cejas un pequeño capricho. ¿Ah, si les escondiera las ropas? El Fulo José Manuel había tenido que irse por entre el monte, desnudito, hasta la finca de Goyo. Todos lo habían sabido en el pueblo. Por eso le decían Fulo Encuero. De veras, era bueno esconderles la ropa. Le habían hecho espantar la paloma. ¡Con la bulla que hacían! Ya no salían afuera. Oía solo sus gritos y el barullo del agua. El viento sacudía de vez en cuando las ramas. Un remolino de hojas secas y polvo se elevó cerca de él. ¿Cómo esconder la ropa? ¿De una sola carrera, aunque lo vieran, o arrastrándose poco a poco para que no se dieran cuenta? Mejor así. Pero… ¿y si el bicho venía de repente? Todavía no se había movido, y ya se estaba viendo lleno de miedo en la actitud del robo.

Le pasó, cerca, zumbando, la bala de una paloma. Miró el tapón. Muerta ya su inquietud, estaba allí caído a sus pies como una cosa inacabada e inútil. Mañana volvería. Había que preparar mejor la trampa. ¿Qué horas serían? El zapatero estaría ya en casa poniéndole las quejas a la madrina. Pero ella no le pegaba duro. Cuando él llegara, ya estaría con el chicote en mano. “¡Ven acá, muchacho! ¿Dónde diablo has estado?”. Tía Josefina, siempre quejándose del reuma, saldría en su defensa. “¡Déjalo estar, mujer, estaría por ahí!”. Un rebencazo aquí y otro allá, que ni siquiera lo tocaban de lleno, porque él sabía muy bien defenderse, esquivando los golpes que casi siempre caían sobre los muebles. Eso era todo. Lo demás eran gritos. De la madrina, de él y de la tía. Los chillidos de la madrina José María se oían hasta en la casa del señor cura. Y la tía Josefina la cogía al fin con él, pues, con el ajetreo, los dolores del reuma le volvían de fijo… Y si lo molestaba otra vez el Culizo con aquello de “Ven-acá-muchacho” le iba a mandar su golpe. Ya lo tenía cansado.

Un moscardón le zumbó en el oído. “¡Mosca ‘el diablo!”. Le tiró un manotazo. Eso faltaba, que una mosca viniera a picarlo. De todos modos las ropas tenía que escondérselas. Le habían hecho espantar la paloma. Aunque lo vieran. Eso no le importaba. Y se arrastró un poquito, en-cuatro-patas, muy lentamente –¡Mucho cuidado!– Sus ojitos viajaban del río a la ropa y de la ropa al río. Seguía oyendo los gritos de las muchachas. Pero no las veía. Se habían dado a otro juego, seguramente, porque sólo veía, de vez en cuando, algo como pelota que hacía arcos en el aire. Oía claro las voces. “¡A mí, a mí!”. Rumor de agua. Zumbidos de viento. “No la tires tan fuerte”. Adivinaba a veces, a través de las ramas, una cabeza rubia que pasaba y un chapaleo confuso.

Se iba acercando lentamente a la ropa. Le palpitaba el alma. ¿Si lo veían? El viento levantó nuevamente su remolino de polvo y hojas secas. Cerró los ojos. ¿Si lo veían? ¡Él las había mirado desnuditas! ¿Le tendría que confesar esto también al cura? “Acúsome, padre, que…”. Oía las voces. “¡Tira aquí, tira aquí!”… “He visto a tres muchachas en cuero”. Le zumbó nuevamente el moscardón. “¿Y eso cómo, muchacho?”. Era mejor no decirlo. Ni a Goyo Gancho tampoco. Ni al Culizo. Chapaleo, chapaleo. Gritos y viento. Después de todo… “¡Oye, no tires fuerte!”. Una vez él no había confesado un pecado. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo. Y él se veía a sí mismo, en medio de ellas, allá arriba en el árbol. Un chapaleo confuso entre las ramas. ¿Confesaría el pecado? “¡Zambúllete a cogerla, idiota; no la dejes perder!”. Veinticuatro avemarías y un credo, de penitencia. Y además… las blusitas estaban sudadas. Las aferró en conjunto. Y, cuando iba a volverse atrás para esconderlas, oyó de pronto el trote fuerte de la bestia que se acercaba. Era el toro. Era el toro. En un zig-zag de espanto le pasó la gran bestia por la mente. Enorme. Embravecida. Mugiente. Y el grito le salió como trueno:

–¡El toooro ! ¡¡¡El toroooo !!!

Soltó la ropa. Huyó por entre el monte. Bala perdida.

Cada estatua desgajó su lamento. Los lamentos se unieron en mazo. Y el viento, por su cuenta, hizo del mazo un bloque de alaridos. El chapaleo confuso, hecho de espanto, partió el agua en estelas hasta el árbol. Era el refugio próximo. Y cada una puso en él su inquietud. Se subieron de un salto, sin percepción exacta de lo que hacían. Se apretujaron, una al lado de la otra. Entre las hojas verdes, los tres cuerpos desnudos se balancearon un momento chorreando agua. Ahora sólo eran un racimito de miedos y silencios.

Los pasos de la bestia se acercaban bebiendo suelo. Ni una palabra. Ni un grito. Ni un lamento. El gran miedo había puesto su cartel a la entrada del árbol como en los cines, “No se habla”. Sólo se oía la música del viento y el coro ruso del agua. Los golpes de tambor de las pisadas se hacían siempre más claros. Con los ojitos puestos en la pequeña boca del camino, las tres estatuas se apretujaban cada vez más sobre el árbol. Ya la idea era una sola, un punto: EL TORO. Ya se sentía cerquita. ¡Iba ya a aparecer! ¡Ya estaba allí! ¡Oh!

No era el toro.

Era el cura del pueblo que venía caballero en su mulita.

¿Cómo doblar la risa en pedacitos para que no saliera? Ya ellas lo conocían. Era severo. Si las veía desnudas. ¡Virgen Santa! Era un santo señor. Cada domingo hacía un sermón larguísimo sobre las buenas costumbres. ¿Y ahora qué pasaría?

Se bajó de la mula. ¿A qué vendría? Se estaba tan sabroso en el agua. Sacó de la mochila una gran toalla blanca y un libro viejo. Los puso al pie del árbol ¿Vendría a bañarse? ¿Y eso de cuándo a dónde? ¡Era tan tímido! Nunca miraba a nadie. Y andaba siempre con los ojos al suelo como buscando el último pecado para ofrecerlo a Dios.

¡Sí, en efecto! El señor cura venía a bañarse. Miró a un lado y a otro. Y, ya tranquilo, comenzó a desabrocharse muy lentamente la sotana. ¿Cómo amarrar la risa, con qué sogas, para que no saltara desbocándose? ¡Avemaría y el cura de los infiernos! Apareció primero una rarísima camiseta de lana, verde a rayas y agujereada por todas partes. Después el pecho fuerte, lleno de vellos. Y al fin, un muy curioso pantaloncito de baño, tan pequeño, que apenas le cubría lo necesario. Era también a rayas, pero rojas sobre fondo amarillo. Las piernas eran flacas y peludas. Demasiado peludas. ¿Cómo diablos maniatar la risa?

Se sentó al pie del árbol y se puso a leer, tranquilito como si nada, el libro que traía. Sin duda era la Biblia. De vez en cuando miraba la corriente, y volvía a sumergir, luego, sus ojos en las páginas.

Pero el buen cura no podía concentrarse. Él pensaba que todo le iba mal. Él había cometido algún pecado gravísimo, porque, la noche antes, el demonio lo había vuelto a tentar. Carmela era la causa. Pero, Señor, ¿qué culpa tenía la pobre muchachita de tener buenas formas? Pero no eran sus formas solamente, eran sus ojos verdes. ¿Por qué, cada mañana, cuando venía a traerle el desayuno, se le quedaba ella mirando con esa sumisión de cabra? Ese era su tormento. Cada noche lo tentaba el demonio. Él habría cometido un gran pecado, porque el Señor le había retirado su ayuda. Noche a noche sentía una desazón insostenible. Y no lograba ni conciliar el sueño, ni apartar de su mente los ojos verdes de aquella criaturita. Pasaba sus vigilias noche a noche empapado en un sudor frío y pegajoso que le brotaba como la sangre al Cristo. Se había dicho: “Mañana me daré un baño en el río”. Y había venido precisamente a esa hora en que el calor hace estar en su casa a todo el mundo. Pero no estaba bien sumergirse enseguida. Estaba sofocado y la emoción del frío podía causarle mal. Había traído un libro, pero no conseguía concentrarse. ¿Cuál era aquel varón –santo varón– de la Tebaida que sucumbió a la tentación del demonio? Señor, no recordaba… Padre Zósimo no era. Padre Zósimo era aquel que tenía su vida muy entroncada con la de aquella otra gran santa que se llamó María Egipcíaca. Tampoco era el santo Francisco de Asís… Ni san Antonio tampoco. Definitivamente no recordaba, o no sabía a ciencia cierta. Con perdón del Señor. Que todas estas cosas las debería saber un buen siervo de Dios. Pero en alguna parte había él leído aquella historia. En la Leyenda áurea seguramente. Tenía que repasarla. Y había también leído en alguna parte unos consejos contra las tentaciones del Maligno. Ayunos y cilicios decían los padres de la iglesia. ¡Ay, Señor, cómo se adivinaba que ellos no habían vivido en el Trópico! ¡Qué extraño! Cierta oculta inquietud lo dominaba casi inconscientemente. Tenía abierto su libro, y por más que hacía esfuerzos, no podía percibir exactamente, no podía darse cuenta del texto. Las miradas se le iban siempre al agua. Algo tenían las ondas. ¿Acaso lo tentaba nuevamente el demonio? Pensó en los ojos verdes. ¡Qué laxitud de cabra tenía aquella bendita criatura del Señor! En sus últimas noches, sus sueños habían sido una cruel geometría de líneas dóciles, mórbidas, flexibles. Ancas, senos y piernas de mujeres. Pero ahora no dormía. ¿Por qué en las ondas veía también reflejos de ancas, piernas y senos? Quería mirar de nuevo. Quería cerciorarse. Pero no se atrevía. Sentía en la nuca la mismísima garra del Maligno. “¡Ave gratia plena dominus tecum!”. Sintió valor. Hizo un esfuerzo duro, y posó la mirada, casi desfallecida, sobre las ondas. ¡Oh, Señor! ¡Sí, Señor! La geometría infernal estaba allí, de nuevo, como en el sueño. ¡Exacta! Se movían en las ondas, se cruzaban, las líneas dóciles. ¡Ancas, piernas y senos de mujeres! “Satanás, vade retro”. Se persignó angustiado. Tiró el libro. Se alzó. Cogió su ropa. Y cuando iba a vestirse –¡Alabado sea Dios!– oyó risas agudas, largas, estentóreas, que caían de los árboles. ¡Oh, ya no pudo más! Todos los diablos del infierno habían venido a tentarlo. Y huyó tal como estaba, por el camino lleno de sol. Una nube de polvo y carcajadas lo seguía como un rabo, como una maldición…

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Los manchones

Milia Gayoso Manzur

 

“Uno, dos, tres. ¿Lo mojo o no lo mojo?”. Flaviana apretó contra su pecho el enorme oso de peluche y lo acunó como si fuera un niño. “Se va a deformar y va a quedar peor que ahora”, pensó mientras diluía el jabón en polvo dentro de la pileta. Uno, dos, tres. Al apretar al oso cerraba en ese abrazo un montón de recuerdos atesorados durante años… veinte años, para ser más precisos.

Con un fondo de música de calesita y fiesta patronal, le volvían a la mente imágenes pasadas y queridas. Como tantas veces en su memoria, se volvió a ver vestida con una ropa alegre, llena de guardas y encajes, luciendo su alegría de la mano de Mario. Fue durante la fiesta patronal. Por la mañana habían asistido juntos a la misa y a la procesión, después fueron al parque donde se habían instalado la calesita, los juegos de azar y los vendedores de muñecos de barro y de fantasía.

Había también un puesto de tiro al blanco con hermosos premios para los ganadores. Apenas vio el oso lo quiso para sí y Mario tuvo que gastar todo lo que tenía para alquilar las flechitas con que intentar llegar al centro del arco, hasta que lo consiguió y pudo ganar para ella el oso amarillo con manchones lilas. “Los osos de verdad no son de este color”, le había dicho muerto de risa, pero precisamente por eso le gustaba tanto, porque era un oso diferente a todos los demás.

Cuando acabó su permiso, Mario volvió al trabajo como marinero de un barco, pero prometió volver para las fiestas, y para eso sólo faltaban dos meses. Flaviana guardó con amor su oso y sus ilusiones y se consolaba abrazándolo cuando lo extrañaba demasiado. Cada quince días recibía cartas, y en cada una le enviaba algún pétalo o una flor pequeña. “Una margarita de Puerto Rosario para mi rosa”, decía a veces, o bien “Una flor de camalote para la reina del río”, y Flaviana se sentía una verdadera reina, amada y recordada todo el tiempo.

Un anochecer estaba cosiendo sus zapatillas en el corredor cuando llegó don Ernesto, el papá de Mario. Cuando lo vio se dio cuenta de que algo había ocurrido. Se paró frente a ella y no pudo hablar, la abrazó con fuerza y lloró desconsoladamente. “Se cayó al agua y no lo encuentran”, le dijo, con la voz entrecortada por el llanto, “se cayó al agua y todavía no flotó…”. Creyó que iba a volverse loca del dolor. Se encerró en su pieza durante días, tuvieron que obligarla a comer. Acurrucada en su cama con el oso en los brazos dejaba pasar las horas esperando que alguien viniera a decirle que no fue Mario quien cayó al agua, sino que un bulto cualquiera y que él había aparecido en otro puerto, que no había muerto sino que se demoró recogiendo alguna flor silvestre para ella.

Pero jamás apareció, ni siquiera encontraron el cadáver. Muchos dijeron que la hélice pudo haberlo triturado, entonces los peces…: No volvió a sonreír en muchísimos años. Ya no quiso estudiar, ni comer, ni vivir. Se convirtió en una muñeca de trapo que rondaba las esquinas para releer las cartas en la penumbra y esparcir los pétalos marchitos sobre la cama.

El oso estaba muy sucio. Movió las manos dentro del agua para que el jabón hiciera espuma. Uno, dos tres: introdujo al juguete lentamente y con el peso del agua su volumen aumentó. Lo fregó una y otra vez hasta sacarle toda la tierra acumulada y lo colgó de las orejas en el alambre del patio. Sentada en una silla vio cómo se iba secando de a poquito, y observó con tristeza que las manchas lilas desaparecieron para dar lugar a manchones marrones tan oscuros y tristes como los de su corazón.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

Donde el fuego nunca se acaba

May Sinclair

 

No había nadie en el huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo por el portón de hierro sin hacer ruido. George Waring, teniente de Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en George Waring, revivía el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco reveía a George con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul negro.

Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él tenía veinte, y se creían casi viejos ya.

Ahora se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de él. Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de mostaza silvestre. Y en la casa sonó un gong.

Se separaron con otros rápidos y fervientes besos. Él se apuró por el camino a la estación del tren, mientras ella volvía despacio por la senda, luchando con sus lágrimas.

–Volverá en tres meses. Puedo vivir tres meses más –se decía.

Pero no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y George con él.

Pasaron quince años.

Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala de su casita de Maida Vale, donde habitaba desde hacía pocos años, después de la muerte de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Oscar Wade había fijado. Pero no estaba segura de que él viniera, después de haber sido rechazado el día antes.

Y se preguntaba ella por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer parecía definitivo, y había pensado ya que no debía verlo nunca más, y se lo había dicho bien claro.

Se veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad, mientras él queda de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse repetir que no podía y no debía verlo más, que no se olvidara de su esposa, Muriel, a quién él no debía abandonar por un capricho nuevo.

A lo que había respondido él, irritado y violento:

–No tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos sólo por el qué dirán.

Y ella, con serena dignidad:

–Y por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.

–¿De veras lo dice?

–Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él, había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazado su límite, ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se olvidara él de lo que había dicho.

Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado ella con el té, y renunciado a esperar más, cuando cerca de las seis llegó él como había venido una docena de veces ya, con su paso medido y cauto, con su porte algo arrogante, sus anchas espaldas alzándose en ritmo. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rósea, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finitos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, erizaba su labio, que avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos rojizos, ansiosos y animales.

Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre recibía un choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su George Waring.

Se sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:

–Bien; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.

Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.

–¡Oh, sí; ya lo perdoné, Oscar!

Y él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.

Oscar comía como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su liberalidad ostentosa sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.

Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y las fachas de todos colores, rasgos y expresiones de los clientes; y las luces en su pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe al agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no en qué acabaría.

Recordaba a George Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que George había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.

Estuvo cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.

De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Oscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.

Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos los hombres.

En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.

Durante tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él.

A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le daba en los nervios y no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.

Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento.

Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.

Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.

En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser descubiertos, después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se agregó para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, que seguía jurando que sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde mucho antes, vino la ruptura y la iniciativa fue de él.

Tres años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maida Vale, diácona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra vez con Oscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de que no podría, y de que no era necesario: durante veinte años había estado él fuera de su vida y de su mente.

Murió con su mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:

–Esto es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.

La agonía le arrancó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.

Durante algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con el cuerpo cubierto que hacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente, de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido allí.

El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade, que se estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves laterales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un altar. Cuando miró atrás, Oscar Wade había desparecido.

Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.

Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.

Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.

Ella se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.

Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.

De repente se recobró ella, volteó y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel; por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.

¡Ah si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas alfombras turcas, las fachas de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:

–Ya sabía que vendrías.

Comieron y bebieron en silencio.

–Es inútil que me huyas así –dijo él.

–Pero todo eso terminó –dijo ella.

–Allí, sí; aquí, no.

–Terminó para siempre.

–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

–¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.

–No hay otra cosa.

–No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

–¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.

–No, no. Me voy ahora mismo.

–No puedes –dijo él–. La puerta está con llave.

–Oscar, ¿por qué la cerraste?

–Siempre fui así. ¿No recuerdas?

Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.

–Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

–Habrá tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…

Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, George Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Oscar Wade.

–Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.

–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de George Waring? ¿Tú?

–Porque los reemplacé.

–Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.

–Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?

–Me iré lejos, muy lejos –dijo ella.

–Y esta vez iré contigo –dijo él.

El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.

–Alguna vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.

–¿Moriremos? Morimos ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte, Enriqueta. Estamos muertos. Estamos en el infierno.

–Sí. No puede haber nada peor que esto.

–Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para voltear y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y no habrá otro recuerdo que este.

–Pero ¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.

–Porque eso es lo único que nos queda.

Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.

Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco, era estar segura al fin.

Llegó a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint-Pierre.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)