Oscar Wilde
I
Acababa de doctorarme
y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para
curiosear por las clínicas.
En
una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino
únicamente aficionado a la medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado,
e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que
tienen la misma edad y los mismos gustos.
Llevé
a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi “media
naranja”, como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento
antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.
Meredith,
por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este
con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir
su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque
a poca distancia de la estación de Villa-Avray, y todos los domingos, alrededor
de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era
francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia
de Villa-Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.
Pasábamos
el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord
o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios;
o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.
Generalmente,
lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero
de honor de lady Marcela.
Se
adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos
y de hojas.
Y,
cosa rara: la tía y el sobrino no parecían entenderse más que para los paseos y
durante ellos, pues en casa o en la calle se mantenían en esa cortesía un poco agresiva
que es frecuente entre la mujer joven de un tío viejo y el sobrino que ha de heredar
de ese tío.
Meredith,
a quien hice observar el contraste de las dos actitudes que notaba entre ellos,
me contestó con una franqueza llena de buen humor:
–Mi
querido amigo, como usted dice muy bien, no quiero a mi tía. Su presencia al lado
de mi tutor me irrita y me importuna. Lady Marcela odia cordialmente a su sobrino:
mis visitas a su marido la molestan. Pero cuando salimos al campo no somos más que
dos camaradas a quienes agrada el paseo, los árboles hermosos, la brisa fresca,
el aire puro de las alturas y las flores silvestres. Lady Marcela tiene veintiún
años y un espíritu inquieto. Yo le llevo muy pocos años, y dicen que no soy tonto.
En una palabra: que no pensamos más que en divertirnos y en gozar de la vida durante
nuestro paseo; libres, eso sí, de adoptar otra vez nuestras actitudes de hostilidad
cortés al regresar a casa.
Le
repliqué que yo no acertaba a comprender por qué la amiga en el campo no podía serlo
en casa, y que su sicología me parecía muy sutil.
–No
dije “amiga” –me respondió–, dije “camarada”, lo cual es muy distinto. No hay amistad
posible entre la mujer de mi tío y yo; la camaradería a nada compromete.
Cuando
me dedico a escudriñar mi “yo” de entonces, pienso que quizá en el fondo estaba
yo lo bastante enamorado de lady Marcela para encontrar admirable que Meredith la
considerase tan fríamente:
Este
sentimiento, del que yo no me daba cuenta, era quizá lo que me detenía en mis anteriores
pensamientos sobre Ángela.
Un
domingo –hacía un poco más de tres meses que frecuentaba la morada hospitalaria
de lord William, y era el 14 de junio de 1880– almorzábamos los cuatro en el comedorcito
Renacimiento. Estábamos en los postres, y lady Marcela hizo servir los vinos, según
la moda inglesa.
De
ordinario seguía en la mesa, procurando impedir que lord William, que era algo aficionado,
bebiera demasiado jerez o demasiado Corton.
Pero
aquel día me pareció sumida en una profunda distracción.
Como
yo siempre he sido muy poco bebedor, dejé a los dos ingleses que se despachasen
a su gusto, y me dediqué a observar a mi vecina.
Jugueteaba
con la cáscara de la naranja que acababa de saborear, gajo a gajo.
Primero,
con el cuchillo de la fruta la cortó en largas tiras; después subdividió cada tira
en pequeños rombos, y, por último, reunió los pequeños rombos en un montoncito en
medio de su plato.
Y
entonces, como interesándose de pronto en la conversación de su marido, interrumpió
con dos o tres breves observaciones el relato que él hacía de un viaje por los mares
de China.
Luego,
cogió otra vez su cuchillo, lo alzó un momento sobre su plato, y se enfrascó en
la ejecución de un dibujo de adorno complicadísimo, colocando los pequeños rombos
alrededor y en el fondo del plato.
Hecho
lo cual, me dirigió algunas preguntas banales sobre la comedia de moda, como desinteresándose
de su trabajo de arabescos, cogió el cuchillo, con aire indiferente, y con un leve
gesto decidido empujó otra vez los rombos al centro del plato.
Y
la maniobra del cuchillo comenzó de nuevo, y ahora alineó sólo dos rombos.
Durante
un instante, el cuchillo descansó sobre el plato, encima de los dos, para tomar
en seguida la posición vertical.
Y
entonces, bruscamente, lady Marcela desordenó los pedazos de cáscara de naranja
y los volvió a amontonar. El juego había concluido.
Lord
William proseguía el interminable relato de sus riñas con lord Elgin. Meredith,
indiferente en apariencia, bebía poco a poco su jerez.
Autorizado
por un gesto de la dama, encendí una “niña”.
No
cabía duda; el juego de la cáscara de naranja era un sistema organizado de correspondencia,
y esta correspondencia no podía dirigirse sino a Meredith.
Pero
¿con qué objeto, puesto que en el campo tenían ocasión de hablarse sin miedo a los
indiscretos?
Entre
una bocanada de humo de mi puro, me decidí a lanzar un vistazo sobre lady Marcela.
Su mirada dominante no se apartaba de Meredith, como si esperara una respuesta.
–El
jerez de ustedes es excelente, tío; pero un andarín como yo no debe abusar. Quisiera
que llegáramos hoy lo más cerca posible de Vaucresson. ¿Qué dicen a esto sus piernas?
–Dicen,
hijo mío, que tienen necesidad del brazo de tu amigo el doctor.
–A
su disposición, lord William.
–Bueno:
pues en ese caso, preparémonos a salir. Milady, procure no tardar más de una hora
en su toilette –añadió lord William con tono malicioso.
Y
partimos como de costumbre. Pero noté que la tía y el sobrino, no bien tomaron la
delantera, tuvieron un vivo altercado, durante el cual lady Marcela multiplicaba
sus gestos imperativos, en tanto que Meredith parecía replicar con negativas.
II
Después de un
paseo de tres horas regresamos lord William y yo a Villa-Avray, pero no se nos unieron
Meredith y lady Babington.
Se
habrían entretenido seguramente bebiendo un refresco en algún tenducho campesino,
y, sin preocuparnos por aquellos andarines intrépidos, lord William, que cuidaba
sus achaques de viejo siguiendo unos procedimientos especiales, se hizo servir un
bitter.
Serían
las seis y media cuando una especie de carromato se detuvo frente a la terraza.
Lady
Marcela saltó de él con ligereza de pájaro.
–Venga
usted en seguida –me gritó– a socorrer al pobre Meredith, que se ha torcido un pie.
¡Háganse cuenta de que han perdido el tren de medianoche! Son ustedes prisioneros
nuestros hasta mañana, en que buscaremos un medio de transportar a Meredith a su
casa. Voy a preparar su habitación, en la que también tendrá usted que dormir, doctor,
porque no hay otra.
Y
lady Marcela se precipitó hacia la escalera. Con ayuda de los criados, llevé a Meredith
al diván oriental, cerca del piano.
Se
negó a ir más lejos, diciendo que ya era bastante sufrir sin aburrirse. Le subirían
cuando fuese hora de acostarse, pero deseaba, ya que no cenar, por lo menos asistir
a la comida.
Lo
único que me permitió fue que le reconociera el pie. Lo tenía, quizá, un poco hinchado
por una caminata excesiva, pero no vi nada alarmante, nada que revelara claramente
la causa de los dolores de que se quejaba.
–No
es una torcedura –afirmé–. Si acaso, un intenso calambre. ¿Se han vuelto damiselas
los estudiantes de Eton, cuando se ponen a dieta por tan poca cosa? Va usted a comer,
Meredith, y, como deseo, con buen apetito.
Lady
Marcela apareció en el salón, apenas convencí a Meredith de que sustituyera sus
botas finas por unas zapatillas gruesas.
Parecía
muy alegre milady, y más reidora y revoltosa que nunca; por lo menos, en apariencia,
se preocupaba muy poco de Meredith.
Terminada
la cena, durante la cual lord William no dejó de mandar traer champaña para brindar
por la curación de su sobrino, el rival de lord Elgin se durmió en su sillón, mientras
lady Marcela, sentada al piano, ejecutaba polonesas y berceuses de Chopin,
su maestro favorito.
Meredith
fumaba en silencio. Acodado en el Pleyel, volvía yo las hojas, cambiando una palabra,
de cuando en cuando, con la pianista.
A
eso de las once, lord William se despertó, dando la señal de retirada.
Subimos
a Meredith al segundo piso, alumbrados por lady Marcela, que me aconsejó, en vista
de que nuestra habitación no tenía timbre, que diese en el suelo si Meredith necesitaba
algo.
–Mi
habitación cae precisamente debajo de ésta, y ya avisaré yo a los criados, porque,
desgraciadamente, Juana, mi doncella, que duerme de costumbre en mi tocador, está
fuera, con permiso, hasta mañana por la noche.
Ayudé
a Meredith a acostarse, y una vez apagadas las luces, no tardé en dormirme.
Cuando
me desperté hacía una noche negra y sin luna.
Encendí
una cerilla para ver el reloj. Eran las dos y cuarto.
Iba
a soplar la cerilla cuando, al no oír la respiración de Meredith, volteé casi maquinalmente
hacia su cama.
Estaba
vacía.
“He
aquí –pensé– la explicación de esta extraña torcedura. ¡El amigo Meredith es un
buen actor, y lady Marcela, con sus rombos de cáscara de naranja, que me han intrigado
tanto, le señalaba, sencillamente, la hora del amor! Y después de esto vaya usted
a creer en la virtud de las tías carnales y en el juramento de los sobrinos: ‘Yo
no quiero a mi tía, y ella me odia cordialmente’. No habría necesidad de ir muy
lejos para tener prueba de ello, si tuviera yo, como el Diablo Cojuelo, la facultad
de levantar los tejados de las casas y los techos de las habitaciones. Y, sin embargo,
lord William duerme con el sueño de los justos; es natural. Aunque no lo sea que
ese anciano de sesenta y cinco años necesite casarse con una mujer de veinte… En
fin: si mi amigo diese esta noche un heredero a su tío, a este le haría poquísima
gracia. Doctor, amigo mío, todos los hombres están locos. Tú mismo divagas. ¿No
estás en la cama para dormir y no para filosofar? Pues, entonces, duerme sin preocuparte
de las vicisitudes de las vidas de otros”.
Pero
estos hermosos razonamientos no me trajeron el sueño, y sólo al amanecer conseguí,
al fin, dormirme…
III
Me despertó un
grito de llamada al que respondió una exclamación angustiosa de Meredith, que se
precipitó hacia la escalera.
No
bien me hallé en estado de presentarme decentemente, le seguí.
–¿Qué
sucede? –pregunté a una criada que encontré en el rellano del primer piso.
–Lord
Babington –me dijo– ha muerto o está moribundo.
Palidecí
atrozmente. Instantáneamente pensé en el cuchillo colocado en el plato, sobre los
dos rombos de piel de naranja.
La
voz de Meredith, una voz rota, me llamaba desde la alcoba abierta.
Entré.
Lady Marcela, pálida y angustiosa, lloraba al pie del lecho.
Meredith,
con un ademán, me señaló el cadáver.
Me
acerqué. Como me lo reveló la primera mirada, lord William había dejado de existir.
En
un rápido examen intenté encontrar las causas del fallecimiento.
Dejando
aparte dudas o preocupaciones que yo tuviera por los sucesos de aquella noche, nada
significativo permitía sospechar que la muerte no fuese natural: era una rotura
de aneurisma, indiscutible, al parecer. La caminata, irresistible para las fuerzas
del enfermo, sus abusos habituales de bebidas alcohólicas y sus excesos del día
anterior podían explicar sin duda el accidente.
Me
estremecí. ¡Era tan buen actor y tan gran químico Meredith!
Sentí
un peso menos sobre mi corazón. Después de todo, el médico forense se las arreglaría
como pudiera. Lo que yo sabía –y que en el fondo eran suposiciones y no ciencia–
no tenía nada que ver allí. El colega que Meredith había hecho llamar comprobaría
las causas “comprobables” del fallecimiento, y la justicia humana quedaría satisfecha.
Si
había algo más… las conciencias de Meredith y de Marcela eran las únicas a responder…
Por otra parte, ¿había algo más?
¿Un
amorío, una cita? Conformes.
¿Un
crimen? Si lo hubiera sostenido, todo el mundo me habría tomado por loco.
Me
habrían dicho que había bebido demasiado champaña la noche anterior con lord William,
y que si los resultados de esas libaciones desmedidas fueron menos funestos para
mí que para el viejo, no era eso razón para turbar con mis sueños más o menos discretos
la quietud de Villa-Avray.
Me
tragué mis dudas y no dije una palabra.
IV
Salió Meredith
para Inglaterra inmediatamente después de celebrado el entierro de su tío.
Lady
Marcela se retiró a Borgoña, a casa de unos parientes lejanos, y no volví a oír
hablar de ellos lo menos en un año.
Por
esa época supe, por una invitación banal, que Meredith se casaba con la tía a quien
odiaba, según él, y más adelante me enteré de que no había cuidado que el título
de lord pasase a otras ramas colaterales, porque, según la frase de ritual, el Cielo
bendijo felizmente varias veces su matrimonio.
En
diversas ocasiones recibí de mi antiguo amigo invitaciones para que lo visitara
en Inverness, pero las circunstancias me retenían, contra mi gusto, en París, y
lo siento, porque hubiese aclarado en su intimidad si él y lady Marcela encarnaban
la felicidad en el crimen, o la felicidad en el amor.
¿Quién
sabe?
¡Juzgamos
tan a la ligera y con tanta malignidad nosotros los escépticos endurecidos! –terminó
el doctor, sacudiendo la ceniza de su habano.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)