sábado, 19 de julio de 2025

Carta de un turco sobre los faquires y sobre su amigo Bababec

Voltaire

 

Cuando yo vivía en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, antigua patria de brahmanes, traté de instruirme. Entendía pasablemente el indio, escuchaba mucho y me fijaba en todo. Me alojaba en casa de mi corresponsal Omrí; era el hombre más digno que nunca he conocido. Pertenecía a la religión de los brahmines, yo tengo el honor de ser musulmán: nunca tuvimos una palabra más alta que otra respecto a Mahoma y a Brahma. Hacíamos nuestras abluciones cada cual por su lado; bebíamos de la misma limonada y comíamos del mismo arroz, como dos hermanos.

Cierto día fuimos juntos a la pagoda de Gavani. Allí vimos varias bandas de faquires: unos eran janguis, es decir faquires contemplativos, y los otros discípulos de los antiguos gimnosofistas, que llevaban una vida activa. Como todo el mundo sabe, tienen una lengua culta, que es la de los bracmanes más antiguos, y, en esa lengua, un libro que llaman el Veidam. Con toda seguridad es el libro más antiguo de toda el Asia, sin excluir el Zend-Vesta.

Pasé delante de un faquir que leía ese libro. “¡Ah, desventurado infiel!”, exclamó, “me has hecho perder el número de vocales que estaba contando; y por eso, mi alma pasará al cuerpo de una liebre en vez de ir al de un loro, como yo siempre había esperado”. Para consolarlo le di una rupia. Unos pasos más adelante tuve la desgracia de estornudar: el ruido que hice despertó a un faquir que se hallaba en éxtasis. “¿Dónde estoy?”, dijo. “¡Qué caída tan horrible! No veo siquiera la punta de mi nariz: la luz celestial ha desaparecido”.

–Si soy yo la causa de que por fin vea más allá de sus narices –le dije–, aquí tiene una rupia para reparar el mal que le causé; recupere su luz celestial.

Cuando discretamente me libré así del apuro, pasé a los otros gimnosofistas: hubo varios que me trajeron unos clavitos muy bonitos para que me los clavase en brazos y muslos en honor de Brahma. Les compré los clavos, con los que he mandado clavetear mis alfombras. Otros bailaban sobre las manos, otros hacían cabriolas en la cuerda floja; otros andaban a la pata coja. Los había que llevaban cadenas, otros una albarda; había algunos con la cabeza metida en un celemín: en resumen, la mejor gente del mundo. Mi amigo Omrí me llevó a la celda de uno de los más famosos, llamado Bababec: estaba desnudo como un mono y llevaba al cuello una gruesa cadena que pesaba más de sesenta libras. Se hallaba sentado en una silla de madera, bellamente guarnecida de pequeñas puntas de clavos que se le metían en las nalgas, y se hubiera creído que se hallaba en un lecho de satén. Muchas mujeres iban a consultarle; era el oráculo de las familias, y puede decirse que gozaba de una grandísima reputación. Yo fui testigo de la larga conversación que Omrí mantuvo con él: “¿Crees, padre mío –le dijo–, que tras haber pasado por la prueba de las siete metempsícosis, puedo llegar a la morada de Brahma?

–Según y cómo –le dijo el faquir–; ¿cómo vive?

–Trato de ser buen ciudadano –respondió Omrí–, buen marido, buen padre y buen amigo; presto dinero sin interés a los ricos llegado el caso; se lo doy a los pobres, mantengo la paz entre mis vecinos.

–¿Te pones alguna vez clavos en el culo? –preguntó el brahmín.

–Nunca, Reverendo Padre.

–Eso no me gusta –replicó el faquir–. Así sólo irás al cielo decimonoveno; y es una lástima.

–Bueno –dijo Omrí–, eso está muy bien, estoy muy contento con mi suerte; ¡qué más me da el cielo decimonoveno que el vigésimo, siempre que cumpla con mi deber en mi peregrinación y sea bien recibido en la última morada! ¿No basta con ser un hombre honrado en este país, y ser luego bienaventurado en el país de Brahma? ¿A qué cielo pretende ir usted, señor Bababec, con sus clavos y sus cadenas?

–Al trigésimo quinto –dijo Bababec.

–¡Qué cómica me parece su pretensión de alojarse más alto que yo! –contestó Omrí–; probablemente no sea otra cosa que efecto de una ambición excesiva. Condenas a los que buscan los honores en esta vida, ¿por qué quieres tenerlos tú tan grandes en la otra? ¿Y por qué pretendes ser mejor tratado que yo? Sabe que yo doy más limosnas en diez días de lo que le cuestan en diez años todos los clavos que se mete en el trasero. ¡Pues sí que ha de importarle mucho a Brahma que se pase el día completamente desnudo, con una cadena al cuello! ¡Sí que rinde buen servicio a la patria! Me importa cien veces más un hombre que siembra verduras o que planta árboles que todos sus colegas que se miran la punta de la nariz o que llevan una albarda por exceso de nobleza de alma.

Tras hablar de esta suerte, Omrí se sosegó, lo alimentó, lo persuadió y por último lo invitó a dejar allí mismo sus clavos y su cadena e ir con él a su casa para llevar una vida honrada. Le quitaron la mugre a fondo, lo frotaron con esencias perfumadas, lo vistieron decentemente; vivió quince días de una manera muy sensata y confesó que era cien veces más feliz que antes. Pero perdía su prestigio entre el pueblo; las mujeres ya no iban a consultarlo; abandonó a Omrí y volvió a sus clavos, para gozar de consideración.

 

(Tomado de Voltaire, Cuentos completos, Biblioteca digital Minerd)

 

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