Sherwood Anderson
El doctor Parcival era un hombretón de boca fláccida cubierta por un
bigote amarillento. Siempre vestía un mugriento chaleco blanco de cuyos
bolsillos asomaban varios cigarros de esos conocidos como tagarninas. Tenía los
dientes irregulares y ennegrecidos y había algo raro en su mirada. Padecía un
tic en el párpado izquierdo, que caía y se levantaba exactamente igual que si
el párpado fuese una persiana y alguien en el interior de la cabeza del médico
estuviera jugueteando con el cordón.
Al doctor Parcival le caía bien George Willard. La
cosa venía de cuando George llevaba un año trabajando en el Winesburg Eagle,
y su amistad era enteramente obra del médico.
A última hora de la tarde, Will Henderson,
propietario y director del Eagle, iba al bar de Tom Willy. Salía por un
callejón, se colaba por la puerta trasera del bar y empezaba a beber una mezcla
de ginebra de endrinas y agua de soda. Will Henderson era un hedonista y
rondaba los cuarenta y cinco años. Estaba convencido de que la ginebra lo
rejuvenecía. Como a la mayoría de los hedonistas, le gustaba hablar de mujeres
y se pasaba casi una hora cotilleando con Tom Willy. El dueño del bar era un
hombre bajo y de hombros anchos con una peculiar marca en las manos. Esa
llameante señal de nacimiento, que a veces tiñe de rojo el rostro de los
hombres y las mujeres, había coloreado de rojo los dedos y el dorso de las
manos de Tom Willy. Apoyado en la barra, charlaba con Will Henderson y se
frotaba las manos. Y, a medida que se iba emocionando, el rojo de los dedos se
iba volviendo más intenso. Era como si hubiese sumergido las manos en sangre y
ésta se hubiera secado y decolorado.
Mientras Will Henderson estaba en el bar mirando
las manos rojas y hablando de mujeres, su ayudante, George Willard, sentado en
las oficinas del Winesburg Eagle, escuchaba la conversación del doctor
Parcival.
El doctor Parcival aparecía siempre justo después
de que Will Henderson hubiera desaparecido. Cualquiera habría pensado que el
médico había estado observando desde la oficina de su consulta y había visto al
director pasar por el callejón. Entraba por la puerta principal, buscaba una
buena butaca, encendía una de sus tagarninas y, cruzando las piernas, empezaba
a hablar. Parecía especialmente preocupado por convencer al muchacho de lo
recomendable de adoptar una línea de conducta que él mismo era incapaz de decidir.
–Si abres bien los ojos, repararás en que, aunque
afirme ser médico, tengo muy pocos pacientes –empezaba–. Tiene una explicación.
No es casualidad y tampoco se debe a que no sepa tanta medicina como cualquier
otro médico de por aquí. No quiero pacientes. La razón no es evidente. Radica,
de hecho, en mi carácter que, si te paras a pensarlo bien, tiene muchas
características peculiares. No sé por qué te hablo de ello. Podría callarme y
ganar consideración ante tus ojos. Lo cierto es que deseo que me admires. Ignoro
el motivo. Por eso hablo. Divertido, ¿verdad?
A veces el médico se embarcaba en largas peroratas
a propósito de sí mismo. Para el chico sus historias eran muy reales y llenas
de significado. Empezó a admirar a aquel hombre grueso y desaseado; y por las
tardes, cuando se marchaba Will Henderson, aguardaba con interés la llegada del
médico.
El doctor Parcival llevaba en Winesburg cinco años.
Llegó de Chicago. Por lo visto, estaba borracho y discutió con Albert
Longworth, el mozo de equipajes. La discusión fue a propósito de un baúl y
acabó con la detención y el encierro del médico en la cárcel del pueblo. Cuando
lo soltaron, alquiló una habitación encima de una zapatería que había al fondo
de la calle Mayor y mandó colocar un cartel donde se anunciaba como médico.
Aunque tenía muy pocos pacientes y la mayoría eran tan pobres que no podían pagarle,
parecía contar con medios suficientes para sufragar sus necesidades. Dormía en
la consulta, que estaba increíblemente sucia, y comía en la casa de comidas de
Biff Carter, en un pequeño edificio de madera enfrente de la estación de
ferrocarril. En verano la casa de comidas estaba llena de moscas y el delantal
blanco de Biff Carter estaba más sucio que el suelo. Al doctor Parcival no le
importaba. Entraba en el salón comedor y ponía veinte centavos en la barra.
“Sírveme lo que quieras por ese dinero –decía con una risotada–. Dame cualquier
cosa que no venderías de otro modo. A mí tanto me da. Ya ves que soy un hombre
distinguido. ¿Por qué iba a preocuparme de lo que como?”.
Las historias que el doctor Parcival le contaba a
George Willard no tenían ni pies ni cabeza. A veces el muchacho pensaba que
debían ser inventadas, un hatajo de mentiras. Y, al mismo tiempo, estaba
convencido de que contenían la esencia misma de la verdad.
–Una vez fui periodista, como tú aquí –empezó en
una ocasión el doctor Parcival–. En un pueblo de Iowa…, ¿o fue en Illinois? No
lo recuerdo, aunque carece de importancia. Puede que esté tratando de ocultar
mi identidad a propósito y no quiera ser muy claro. ¿No te extraña que tenga
dinero para pagar mis gastos a pesar de no hacer nada? Antes de venir a parar
aquí podría haber cometido un desfalco o haber estado implicado en un
asesinato. Eso te da que pensar, ¿eh? Si fueras un verdadero periodista, me
investigarías. En Chicago asesinaron a un tal doctor Cronin. ¿No lo has oído
contar? Lo asesinaron unos desconocidos y lo metieron en un baúl. De madrugada,
transportaron el baúl por toda la ciudad. Estaba en el portaequipajes de una
diligencia mientras ellos iban en sus asientos como si tal cosa. Fueron por
calles tranquilas en las que todo el mundo estaba durmiendo. El sol empezaba a
asomar por el lago. Divertido, ¿eh?, imaginarlos fumando sus pipas y charlando
tan despreocupadamente como yo ahora. Tal vez yo fuese uno de ellos. Eso sí que
daría un giro imprevisto a las cosas, ¿eh? –el doctor Parcival reinició su
relato–: En fin, en todo caso, ahí estaba yo, trabajando de periodista como tú
ahora, yendo de aquí para allá y buscando minucias que publicar. Mi madre era
pobre. Era lavandera. Su sueño era que yo llegara a ser pastor presbiteriano y
yo estudiaba con ese propósito.
“Mi padre se había vuelto loco hacía varios años.
Estaba recluido en un manicomio de Dayton, Ohio. ¡Vaya, ya me he delatado! Todo
sucedió en Ohio, justo aquí, en Ohio. Ahí tienes una pista, por si alguna vez
se te ocurre investigarme.
“Iba a hablarte de mi hermano. Ahí es donde quería
ir a parar. Mi hermano era pintor en el ferrocarril y tenía un empleo en la Big
Four. Como sabes, tienen una línea que pasa por Ohio. Vivía con otros hombres
en un vagón de mercancías e iban de pueblo en pueblo pintando las propiedades
de la compañía, las barreras, los puentes y las estaciones.
“La Big Four pinta sus estaciones de un horrendo
color naranja. ¡Cómo odiaba yo ese color! Mi hermano iba siempre cubierto de
pintura. Los días de paga se emborrachaba y volvía a casa vestido con la ropa
manchada y con su dinero. No se lo daba a nuestra madre, sino que lo dejaba en
un montón sobre la mesa de la cocina.
“Iba por la casa con la ropa cubierta de aquella
horrible pintura de color naranja. Me parece estar viéndolo. Mi madre, que era
una mujer pequeña de ojos tristes y enrojecidos, volvía del cobertizo que había
en la parte de atrás. Pasaba allí la mayor parte del tiempo, inclinada sobre la
pila de lavar, frotando la ropa sucia de la gente. Entraba y se quedaba de pie
junto a la mesa, frotándose los ojos con el delantal, que estaba empapado de
agua y jabón.
“–¡No lo toques! –Rugía mi hermano–. ¡Ni se te
ocurra tocar ese dinero! –Y luego cogía él mismo cinco o diez dólares y se iba
a recorrer los bares. Cuando gastaba lo que se había llevado, volvía por más.
Nunca le dio a mi madre ni un centavo, aunque se quedaba en casa con nosotros
hasta haberlo gastado todo poco a poco. Luego volvía a su trabajo con la
cuadrilla de pintores del ferrocarril. Después de irse, empezaban a llegarnos
alimentos, verduras y cosas así. A veces era un vestido para mi madre o un par
de zapatos para mí.
“Raro, ¿verdad? Mi madre quería a mi hermano mucho
más que a mí, aunque él nunca nos dijo una palabra amable y siempre se enfadaba
y nos amenazaba si se nos ocurría tocar el dinero que a veces pasaba tres días
sobre la mesa.
“Nos iba bastante bien. Yo estudiaba para cura y
rezaba. Estaba obsesionado con los rezos. Cuando murió mi padre me pasé toda la
noche rezando, igual que hacía a veces cuando mi hermano estaba emborrachándose
en el pueblo o iba por ahí a comprarnos cosas. Por la noche, después de cenar,
me arrodillaba junto a la mesa donde estaba el dinero y rezaba horas y horas.
Cuando nadie me veía, robaba un dólar o dos y me los guardaba en el bolsillo.
Ahora me río, pero entonces me parecía horrible. Me obsesionaba. Ganaba seis
dólares a la semana con mi trabajo en el periódico y siempre se los daba a mi
madre. Los pocos dólares que robaba del montón de mi hermano los gastaba en
cosas mías, en chucherías, ya sabes, cigarrillos, caramelos y otras cosas por
el estilo.
“Cuando mi padre murió en el manicomio de Dayton,
fui para allá. Pedí dinero prestado a mi jefe y tomé el tren nocturno. Estaba
lloviendo. En el manicomio me trataron a cuerpo de rey.
“Los empleados del manicomio se habían enterado de
que yo era periodista. Eso les asustó. Habían cometido ciertas negligencias,
algún que otro descuido, ya sabes, cuando mi padre enfermó. Tal vez pensaron
que lo publicaría en el periódico y organizaría un escándalo. Aunque nunca tuve
intención de hacer nada parecido.
“El caso es que entré en la habitación donde yacía
muerto mi padre y bendije el cadáver. Quién sabe qué me empujó a hacerlo. Y
cómo se habría reído mi hermano el pintor si me hubiese visto. Ahí estaba yo
junto al cadáver y con las manos extendidas. El director del manicomio y
algunos de sus ayudantes entraron y me miraron como corderos degollados. Fue
muy divertido. Extendí las manos y dije: ‘Que su cadáver descanse en paz’. Eso
dije”.
El doctor Parcival se puso en pie e, interrumpiendo
su relato, empezó a andar de aquí para allá por la oficina del Winesburg
Eagle donde George Willard estaba escuchándolo. Era un poco torpe y, como
la oficina era pequeña, tropezaba constantemente con los muebles.
–Qué idiota soy al contarte todo esto –dijo–. No es
lo que había pensado al venir aquí e imponerte mi presencia. Mi intención era
otra. Eres periodista, igual que lo fui yo, y eso me llamó la atención. Si te
descuidas, puedes acabar convertido en un imbécil como yo. Quería prevenirte y
pienso seguir haciéndolo. Por eso he venido a verte.
El doctor Parcival empezó a hablar de la actitud de
George Willard con los demás. Al muchacho le dio la impresión de que el hombre
trataba de conseguir que todos parecieran despreciables.
–Quiero llenarte de odio y de desprecio para que
seas un ser superior –afirmó–. Mira a mi hermano. Menudo tipo, ¿eh? Y él
también despreciaba a todo el mundo. No imaginas con qué desprecio nos miraba a
mi madre y a mí. Y ¿acaso no era superior a nosotros? Tú sabes que sí. Ni
siquiera lo conoces, pero ya lo presientes. He logrado transmitirte esa
impresión. Hace tiempo que murió. Un día se emborrachó y se quedó dormido en la
vía del tren, y el vagón donde vivía con los otros pintores lo atropelló.
Cierto día de agosto, el doctor Parcival vivió una aventura en
Winesburg. Hacía un mes que George Willard iba cada mañana a pasar una hora en
la consulta del médico. Las visitas se debían al deseo de éste de leerle al
chico las páginas de un libro que estaba escribiendo. El doctor Parcival
aseguraba que el verdadero motivo de que hubiera ido a vivir a Winesburg era
poder escribir aquel libro.
Esa mañana de agosto, antes de que llegara el
muchacho, se produjo un suceso a la puerta de la consulta del médico. Ocurrió
un accidente en la calle Mayor. Un tronco de caballos se espantó al paso del
tren y huyó desbocado. Una niña, la hija de un granjero, salió despedida del
calesín y murió.
Todo el mundo se puso muy nervioso y la gente
empezó a llamar a gritos a un médico. Los tres galenos en activo del pueblo
acudieron a toda prisa, y constataron la muerte de la niña. Alguien corrió a la
consulta del doctor Parcival, que se negó a salir para atender a la niña
muerta. La inútil crueldad de su rechazo pasó desapercibida. De hecho, el
hombre que subió las escaleras para llamarlo se marchó sin oír su negativa.
Todo eso lo ignoraba el doctor Parcival y, cuando
George Willard entró en su consulta, lo encontró temblando de terror.
–La gente del pueblo se enfurecerá por lo que he
hecho –afirmó muy nervioso–. ¡Como si no conociera la naturaleza humana! Sé muy
bien lo que pasará ahora: se correrá la voz de mi negativa. Luego los hombres
se reunirán en corrillos. Vendrán a buscarme. Discutiremos y alguien propondrá
ahorcarme. Luego volverán con una soga en las manos.
El doctor Parcival se estremeció aterrorizado.
–Tengo un presentimiento –afirmó en tono enfático–.
Tal vez no ocurra esta mañana. Puede que lo dejen para esta noche, pero me
ahorcarán. Todo el mundo estará furioso. Me ahorcarán de una farola de la calle
Mayor.
Asomándose a la puerta de su sucia consulta, el
doctor Parcival observó asustado las escaleras que conducían a la calle. Cuando
volvió, el miedo que había en su mirada se había trocado en duda. Cruzó de
puntillas la habitación y le dio a George Willard una palmadita en el hombro.
–Si no es hoy, será otro día –susurró moviendo la
cabeza–. Pero al final acabarán crucificándome, crucificándome inútilmente.
El doctor Parcival empezó a suplicar a George
Willard.
Debes escucharme –insistió–. Si algo me ocurriera,
tal vez tú puedas escribir el libro que, de lo contrario, nadie escribiría. La
idea es muy sencilla, tan sencilla que, si no tienes cuidado, podrías
olvidarla. Consiste en esto: todo el mundo es Jesucristo y todos acaban siendo
crucificados. Eso es lo que quería decirte. No lo olvides. Pase lo que pase, no
dejes que se te olvide.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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