Marcial Fernández
Una cadena de oro al
cuello, la piel morena, el cabello corto, los ojos verdes y el cuerpo perfecto.
Soy un monstruo de la especie humana, un demonio con el que todo el universo
quiere hacer el amor.
Es mediodía. La playa se cubre de mujeres
jóvenes, de todas nacionalidades. Es extraño que entre tanto cuerpo
semidesnudo, todavía ninguna pájara, blanca o roja, no me haya invitado a su
cuarto de hotel.
Mi desconcierto crece; empero, no tanto para
perder la paciencia: en cualquier momento alguna vampira diurna caerá ante mi
simpatía, ante mi indudable soberbia.
Me acomodo en la tumbona y miro con indiferencia
el mar. Mis labios arden de sal cuando siento un aguijonazo en la espalda: una
trigueña, exuberante, me contempla extasiada.
Le echo un vistazo de reojo; inicio sabiamente el
juego. Leo sus pensamientos: no sabe qué decirme; cómo acercárseme. Duda si
seducirme o comprarme. Está a punto de enloquecer de deseo.
La siento como un pescador en pos del pez espada,
ese mismo que por un ardid de la suerte le puede llenar de fortuna; ella lo
sabe.
Pasan veinte minutos deliciosos. Es sobrehumano
mostrarse admirable y a la vez, hipócritamente intocable, cual Dios. Sin
embargo, es una pena que algunas mujeres tarden tanto tiempo en decidirse.
Por fin se levanta. Encamina cadenciosos
movimientos hacia el bar. Pide dos martinis. Copas en manos me acecha. Seguro
es modelo de cine o algo así. Viene a donde estoy. Todavía duda un poco pero
finalmente no hace caso a mi displicencia. Está a unos pasos del ligue
perfecto. Pasa de largo, sí, pasa de largo y le ofrece uno de los martinis al
subnormal que toma el sol atrás de mi sombra.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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