José Revueltas
Desde la cama y al inclinar la cabeza hacia adelante, apoyado el cuerpo en
el antebrazo, advirtió a su mujer, que en esos momentos, como de costumbre todas
las mañanas, vestía a los pequeños. A los pequeños tan asombrosamente graves, los
dos, con sus ojos y sus razones y sus cerebros.
Ahí estaban ellos silenciosos y lo terrible era haber
abandonado los sedantes corredores de hacía un minuto, la manzana rota y aquello
suave, negro, que se le había escurrido tan sin saber por qué al sólo regresar nuevamente
a la vigilia clarísima, hiriente, de la habitación, de los hijos, de la carta, la
esperada, prodigiosa carta.
Por grados su mujer volvíase más fea. Ayer lo fue menos,
desde luego, fea y enigmática, y aunque no las tuviese hoy sobre el cráneo, encima,
las canas sucias que ayer, desde luego, no estaban ahí. Tal vez porque la carta
no había llegado, o, sí, nada más un efecto de luz, de la luz solar blanda, terrestre.
–Te aseguro –dijo para tranquilizarla– que hoy llega.
No puede pasar de hoy.
Aunque estas mismas palabras las había pronunciado ya
otros días, iguales, sólo que entonces el cielo estuvo nublado y la voz, al decirlas,
casi le dudó un tanto, como si él tampoco creyese en la carta.
Los carteros no se equivocan nunca: son como ángeles
materiales y llegan a las puertas con sollozos, con mentiras, con honores, con nombramientos,
con cadáveres. Su mujer, no obstante, podría escuchar mal, confundirse, decir al
cartero que ahí no u otra cosa.
–Mira. Será un sobre tamaño oficio. Con membrete.
Echó las piernas fuera de la cama y miró sus pies y
las uñas.
Entonces podría comprar un abrigo, inscribir a los dos
niños en la escuela, mandar a su mujer con el médico y tantas cosas más, cortinas,
zapatos, sábanas.
No lloraban desde hacía mucho tiempo y dentro de su
pequeñez eran como dos seres maduros, de mucha edad y muchos pensamientos.
–¿Qué quieren que les traiga? –los interrogó, engañándose
a sí mismo como todas las mañanas.
Si lloraran serían como niños verdaderamente.
El mayorcito apretó los labios:
–Un pan con mantequilla –dijo.
Eran dos arbolitos sin hojas, graves para siempre.
–Sí, sí. Todo. Muy pronto. Un pan. Un ferrocarril de
juguete, también.
El niño negó, muy serio:
–No. Sólo un pan. Un pan con mantequilla.
Al volverse la mujer, su marido ya tenía los zapatos
puestos. El hombre no pudo menos que mirar de nuevo el rostro que dos meses antes
no era así y que, en efecto, jamás había sido así, sólo que las cosas ocurrían de
otra manera.
–Acaba de vestirte para que desayunemos.
Él obedeció con docilidad infinita, colocándose los
pantalones.
–¿Qué te parecería –dijo– comprar el terreno por Mixcoac
o San Ángel, entre grandes árboles, y ahí tener la casa y un jardín para los niños?
Fingieron disputar si mejor en otro sitio con un aire
más sano y transparente, y parecía como si en realidad disputasen, pero brillaban
sus ojos con una luz muy tierna y esperanzada para que aquello fuese siquiera discusión,
antes al contrario tal vez nuevo cariño, más hondo de lo que ellos creían.
Los dos chicos corrieron hacia la mesa para tomar el
té en que consistía todo el desayuno, mientras su padre se miraba en el espejo con
muchísimo asombro de verse, de examinar su mirada opaca, sus pómulos, los dientes
sin aseo.
La carta sería de la Presidencia o de Gobernación, él
no estaba bien seguro, con membrete oficial. Quizá dentro de un sobre amarillo,
largo, que es donde se remiten los oficios, comunicaciones, nombramientos. Los carteros
son muy diligentes, cumplen su deber como sin fatiga, a través de las calles, los
barrios, las ciudades.
–Bueno –concluyó, convencido en lo absoluto–, definitivamente
lo compraremos en San Ángel.
¿Quién sabe si se extraviara o llevase la dirección
mal puesta? Luego en las oficinas ocurre que hay un descuido espantoso, una pereza.
Amontónanse expedientes, legajos, archivos. A los ojos del simple burócrata sin
corazón una carta carece de individualidad, de vida. Ocurre así. Aunque esa carta
sea inmensa y entrañable.
Primero sacudía su escritorio, para sentarse después
con la pluma entre las manos, orgulloso de ser uno de los mejores escribientes del
mundo. Todos los días, en ese justo minuto, sonaban las nueve de la mañana.
No podría olvidarlo, después de veinte años.
–Me gustará –le dijo a su mujer, desde el espejo– ir
al campo los domingos y llevar un pollo frito y manzanas…
La mujer le dirigió una mirada de reproche a tiempo
que significativamente señalaba a los pequeños.
Él se encogió de hombros:
–Mira –dijo con seguridad–, hoy llega esa carta. Lo
sé bien. A otros les ha llegado. Yo no puedo ser una excepción. Tendremos entonces
pollo y fruta y todo cuanto podamos desear.
Uno de los mejores escribientes del mundo, con una de
las más bellas letras que se hayan conocido, así que no podrían, de ninguna manera,
olvidarlo, ni olvidar sus veinte años de trabajo.
Al principio no pudo entender en una forma completa
cómo, de súbito, terminaron esos veinte años para siempre.
Miró alucinado el rostro del jefe.
Tan no pudo entender que al otro día acudió, y ya en
las puertas mismas de la oficina se sintió extraño, solitario y muerto, como si
nadie le tuviese el menor cariño en la tierra. Dejaba de pertenecer a aquel hermoso
sistema de papeles, de cifras, de jerarcas, y todo era vacío, definitivamente triste.
Había que tratar bien al cartero, pues suele ocurrir
en ellos, que aun siendo obligación suya la de entregar las cartas, abriguen animadversión
contra cualquier destinatario y con este o aquel pretexto no le hagan entrega de
su correspondencia.
–¡Fíjate bien! ¡Será un sobre grande y encima mi nombre,
escrito a máquina!
Si nada más lloraran los dos niños serían como cosas
vivas y menos dolorosas. Pero estaban viejos, sin voz, y llenos de experiencia,
de ideas, de conocimiento de la vida.
–Toma el té. Es lo único que hay. Siquiera que te caiga
algo caliente.
Él observó el pocillo de peltre, desportillado en algunas
partes y se puso a pensar en muchas cosas que antes no advertía. Recordaba que su
mujer era de rasgos finos y cálidos, con su mentón especialmente suave, mientras
hoy los pómulos mostrábanse furibundos y el rostro se había tornado ancho, crecido.
Crecíale asimétricamente, sin concierto y como si las mismas líneas sufrieran al
crecer dentro de un espacio opositor y agudo, más triste a cada minuto.
Ella ignoraba todo lo ocurrido en la oficina y que el
hombre era incapaz de cualquier trabajo, pues únicamente tenía la letra más hermosa
del mundo, la más bien hecha. Lo observaba como siempre, sólo que con algo allá
adentro que no se podría comprender jamás.
–Seguramente será una carta muy amplia y extensa –dijo
el hombre a la mitad del cuarto, mientras los tirantes le colgaban por detrás.
Lo asombroso era que los dos hijos no tuviesen una sola
queja aunque se les veía el hambre sobre la piel, extendiéndose como barniz.
De no llegar a la casa aquella comunicación, iría, sin
duda, a la lista de correos, ya que ahí todo encuentra su orden, pues nada existe
más bien organizado, más eficiente, que el correo, donde saben cómo se llama uno
y si trabaja o no y hasta si tiene hijos.
Sonreíale diariamente aquel hombre del correo tras la
ventanilla.
–No, señor. No tiene usted carta.
Es imposible que una carta se pierda, aunque, de cierto,
la manejan muchas manos y transita como en un sueño mágico desde el buzón hasta
su destino. En el edificio de correos conoció a una familia indígena: sentábanse
el hombre, la mujer y los hijos, junto a la Lista, para aguardar una carta que debería
llegarles. Era mucho más seguro estar ahí, que no se escapase, y ver a cada momento
si, prodigiosamente como todo lo del correo, de pronto figuraba ya el nombre debajo
de los demás, alegre, profundo.
El jefe y el subjefe lo miraron tan abatido, ahí frente
a ellos sin saber qué decir, con una sonrisa de lágrimas en el rostro completamente
estúpido y humilde, que el subjefe le tocó el hombro:
–No se preocupe. El gobierno no puede dejar de utilizar
sus servicios algún día nuevamente. Tenga por seguro que lo llamarán otra vez.
Y eran palabras del subjefe, siempre noble, severo,
digno, a las cuales no podría dejárseles de dar crédito.
Comenzó a sentir el miedo cuando justamente se aproximó
para tomar su desayuno. Los tirantes no le colgaban ya tras las espaldas, sino que,
bien firmes, manteníanle sujeto el pantalón, negro y viejo.
Le temblaban las manos y no quiso levantar los ojos
de sobre el pocillo de té. Ahora comprendía por qué estaba ella tan fea y por qué
sus rasgos se iban agravando con lentitud.
–¿No hay tal carta, verdad? –preguntó como si su voz
fuera una racha de viento doloroso.
Entonces él permaneció firmemente callado, con el corazón
lleno de pavor y soledad, pues si dijese las cosas como eran, ya nada le quedaría
en el mundo.
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