Enrique Anderson Imbert
Un gran crujido y se partió la superficie
de la tierra: quedó una profunda brecha, justamente en medio de Roma. Los hombres
sintieron que mientras la ciudad estuviera así rajada no podrían ser felices. ¿Qué
hacer? El Pontífice dijo que sin duda era voluntad de los dioses dejar el abismo
abierto hasta que alguien se sacrificara por todos, arrojándose a él. Apenas su
cuerpo se estrellara en el fondo, los bordes del precipicio se cerrarían: herida
que cicatriza después de la puñalada, surco que se alisa después que le meten la
semilla. Lanzaron proclamas: ¿hay quien quiera sacrificarse? Tenía que ser el sacrificio
de alguien que gozase de la vida, no el suicidio de un desesperado o una caída accidental.
Pasó el tiempo y nadie se ofrecía. Un buen día se presentó Marcus Curtius y dijo
que con mucho gusto se echaría al pozo, pero con una condición: que durante un año
le permitieran hacer todo lo que le viniese en gana. Completa libertad. Se la otorgaron.
Marcus Curtius empezó a vivir desenfrenadamente: robaba, asesinaba, violaba mujeres,
incendiaba templos.
Marcus Curtius resultó
peor que el abismo.
La gente decidió no
esperar que se cumpliera el plazo del año y una tarde mataron a Marcus Curtius y
tiraron su cadáver al abismo. Así, con esa primera basura, empezaron a llenarlo.
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