Angelina Muñiz-Huberman
Había sido el eje de su vida: presencia
constante: ni un momento de olvido: de descanso. Siempre: en el fondo de su mente
aparecía la imagen: los rasgos de su cara: los movimientos: los colores: el recuerdo
de su voz.
La presencia muerta
era presencia viva.
Puede construirse toda
una vida alrededor de una muerte. Puede recobrarse el sentido de lo cotidiano y
absorberse en la más fútil tarea con el peso –verdadero peso– de un vacío.
La muerte, que no es
nada, es la razón de la sinrazón. Es la fuente del verdadero estrago. Por lo tanto,
de la profunda frivolidad. (No me cuentes lo que es la muerte.) (Sí: voy a contártelo.)
(Yo sí sé lo que es la muerte.) (Sss: Silencio.) (Eso no se difunde.) (¿Por qué
no?: es simple.) (Oirás esta historia.)
Miranda en el exilio.
Miranda en tierra extraña. Contemplando las cosas. En cada una de ellas ve la muerte:
en el humo del cigarro: en la cucharilla que menea el café: en la fotografía dejada
a un lado. Para vivir tiene que luchar contra la transparencia del mismo cristal
en el que se estrella la mariposa. La imagen de él aparece en el fondo de cualquier
taza en la que beba cualquier líquido: su cara, con el mechón de pelo lacio caído
hacia el lado derecho: su sonrisa nunca perdida: el brillo de los ojos: la boca
dispuesta a hablar. Y, sin embargo, el silencio: el silencio de la absoluta ausencia:
Y la inmovilidad: tal y como quedó en la última fotografía que le tomaron.
Miranda ha llevado consigo,
de país en país, el álbum en el que están todas sus fotos. Miranda es peregrina
que no ha olvidado el único testimonio que puede asegurarle que él sí existió. Porque
los demás pueden dudarlo. ¿Qué historia es ésa? ¿Quién cree lo que cuenta esa mujer?
¿Cómo comprobarlo?
¿Cómo comprobar que
él existió? En España sí existía.
Pero aquí, en México,
nadie lo conoció. Todo lo que se oyó fueron historias acerca de él.
Miranda va por las calles:
parte del Monumento a la Revolución: camina todo Juárez: y desemboca en Madero hasta
el Zócalo. Va gritando: Vean: éstas son sus fotografías: él vivió. Nadie hace caso:
qué importa que él viviera: ¿quién es él?
Para Miranda es importante:
su vida depende de eso.
Pero no es verdad: Miranda
no grita por las calles. Miranda guarda silencio por las calles. Es una buena ciudadana.
Aprendió a serlo en los bombardeos de Madrid. Lo que sí es verdad es que lleva su
foto consigo. No sólo su foto. Lleva también un relicario de oro con un mechón de
pelo.
Miranda ha aprendido
a vivir en el nuevo país: ríe en los mercados y sabe qué verduras comprar: dónde
venden el mejor pescado y dónde la fruta escogida. Es tan buena ciudadana: cruza
las esquinas en orden: respeta los semáforos: ayuda a cruzar a los ancianos y a
los ciegos. Merecería un premio.
No, no le interesan
los premios. Cierta inclinación natural la lleva a notar las debilidades y las flaquezas.
Disfruta los dolores ajenos y así mitiga el suyo. Los disfruta incorporándoselos:
no es que llore con las víctimas, sino que las víctimas lloran ante ella. Ella solamente
recoge las lágrimas: para su tesoro de incompatibilidades.
Ella dejó de llorar
hace muchos años: cuando morían los jóvenes y sobrevivían los viejos o los niños.
Se fue quedando sola por el camino, porque al final murieron los viejos y los niños,
y ella no podía morirse. Quería que la muerte descendiera especialmente para ella.
Un rayo que la tocara como don divino. Y eso era pedir demasiado.
La última paletada de
tierra sobre el ataúd resuena en sus noches y en sus despertares al amanecer. Sabe
que ha pasado el tiempo porque muchas cosas cambian a su alrededor. Lo que no entiende
en esta medida del tiempo es por qué ella ha vivido tanto en un seco lamentar.
Tampoco es que se quedara
sola a la muerte de él. Ahí estaban su marido y su hijo pequeño. ¿Qué más quería
entonces? ¿Era tan liviana –o de tanto peso– su carga de amor que se le agotó en
un solo ser? No lo sabía y no se lo preguntaba. Las personas que la rodeaban no
ocupaban el lugar que deberían ocupar: eran inútiles y despreciables.
A la muerte de él: del
único querido. Escapó y desapareció meses. Para hundirse en la desesperación y el
olvido. Para borrar la existencia misma. Para ser otra persona. Y no sufrir.
(Caminó con una idea
fija: regresar a España y recoger la jaula del canario que quedó abandonada en la
casa al salir huyendo.)
Había soportado dos
años de bombardeos y se había salvado. También él se había salvado: lo había cuidado
y lo había abrazado. Para llegar a tierras de Francia y morir allí: donde no había
peligro: donde era la cita con la muerte: la segura.
El tipo de muerte escogida:
la madre dijo que sí salga a la calle: el padre dijo que no salga a la calle.
Había terminado las
tareas del colegio y quería ir a jugar con su amigo. Nada más tenía que cruzar la
calle. Eso era todo.
La madre dijo que sí
salga. El padre dijo que no.
Miranda volvió a insistir:
que sí salga: hoy ha trabajado mucho. Ferrán cedió: está bien, que salga, y el niño
salió.
Apenas bajó las escaleras
corriendo. Apenas llegó a la esquina. Apenas empezaba a cruzar cuando ocurrió. No
vio que el camión arrastraba un remolque y quedó prensado en medio.
El niño fue arrastrado
varias cuadras: el camionero no había notado nada. La gente de la calle le gritaba
horrorizada que se parara y él no entendía qué pasaba. Cuando lo hizo fue tarde.
Los padres también tardaron
en darse cuenta. Oían gritos pero no sabían de qué se trataba: jugaban con el hijo
pequeño.
Miranda y Ferrán enterraron
a su hijo mayor en el cementerio de Montrouge: una pequeña tumba: 1930- 1938.
Y ése era el eje de
la vida de Miranda: la presencia constante de su hijo muerto.
Miranda oyó a Ferrán:
la culpa es de ella: ella quiso que él bajara a la calle. Y Ferrán lo contaba una
y otra vez: la culpa es de ella.
Miranda hubiera querido
morir ahí mismo. Pero el cuerpo es fuerte y se resiste. La mente tiene otras maneras
de escapar: la imposibilidad de volver a querer: la indiferencia: el rechazo. Ya
no importaban Ferrán ni el hijo sobreviviente.
Los meses de su desaparición
debieron ser de olvido tenaz, de sumidero continuo, de malquerencia. Pero ella no
recordó nada de ese tiempo. Regresó, con la memoria recobrada en el punto de su
partida, a no mencionar más. A esperar una cierta liberación que habría de llegarle
no sabía cómo.
Parecía resignada y
casi en vías de curación. Salvo por cierta dificultad en pronunciar nombres propios:
a su hijo el pequeño no pudo darle otro nombre que el de sobreviviente.
Ya en México, los tres,
Miranda, Ferrán y el sobreviviente iniciaron vidas discontinuas, vidas maltrechas,
encarnizadas. Indisolublemente unidos, inseparables: con el odio y el refinamiento
en atroz inmisericordia.
Crearon un ambiente
cerrado: no se podía salir de la casa: nadie venía a visitarlos. Todo era rechazo
al mundo externo y regodeo en su propia impiedad.
Diálogos ritualistas:
Saquemos las prendas
del dolor.
Una por una extendamos
las iniquidades.
Recordemos el cuerpo
muerto.
Tú, sobreviviente, prepara
la oración.
Tú, madre, corta la
piel.
Tú, padre, recoge la
sangre.
Tú, hijo, recibe la
herencia.
En tierra de obsidiana,
repitamos el sacrificio.
Sobre la piedra solar
estiremos los músculos y rompamos los nervios.
Que los huesos se pulvericen
y venga el fin de los tiempos.
En la oscuridad, sola
la luz de la muerte.
Entona, sobreviviente,
la oración.
Encadena, heredero,
la palabra de la vida.
Comprende, hijo, el
perfecto mundo del encierro.
Prepara, madre, el aborto
obligado.
Derrama, padre, el semen
infértil.
Sobreviviente: te convertirás
en desecho, en inmundicia, en desolación.
He aquí que somos el
juego de un pequeño tablero de ajedrez: para comernos los unos a los otros.
Amén.
Amén.
Amén.
La ceremonia se enardecía
y Miranda se tranquilizaba. No importaban las palabras pronunciadas al borde de
la tumba, ni los telegramas recibidos, ni las cartas de condolencia. Todo fue guardado
celosamente en un cofre de madera olorosa junto con las flores blancas del entierro.
Los papeles atados cuidadosos con cinta de seda. Los pétalos aprisionados entre
cartones sepia. Las fotos, repasadas y vueltas a repasar, en el álbum de piel oscura
con grabados de antiguos jarrones enlazados por guirnaldas. Las fotos en blanco
y negro pegadas sobre grueso papel de un verde azabachado.
Cajas y más cajas con
reliquias. Los tesoros habían sido concertados. Durante la ceremonia se exponían.
Durante la ceremonia o fuera de su orden: simplemente por el placer de gozarlos.
Los juguetes eran limpiados
y pulidos, pero nunca permitidos tocar por el sobreviviente.
Los soldaditos de plomo
que habían viajado de país en país hasta llegar a México. Soldaditos europeos: de
Napoleón: de la Primera Guerra Mundial: ahora en clima cálido: anatópicos: anacrónicos.
Con los que tampoco jugará el sobreviviente.
Los patines con las
correas de cuero endurecidas y que hay que frotar con pulimento especial cada semana
para que no se oxiden, mientras el sobreviviente los contempla.
Los lápices de colores,
los cuadernos y los libros, que no podrá usar, ni escribir, ni leer el sobreviviente.
Las maravillosas latas
policromas de galletas o de puros que no encerrarán los secretos del sobreviviente.
Y luego, la ropa perfectamente
doblada entre bolitas de naftalina, sacada a airear de vez en vez, para que no se
pudra, para que las manchas de sangre seca no atraigan a insectos voraces. Y los
zapatos, retorcidos, de color irreconocible, piel, hierro, asfalto.
Miranda vive entre los
recuerdos, las reliquias, como entre las compras del mercado o los paseos al bosque
de Chapultepec. Aunque parece que el tiempo pasa y que la lejanía del cementerio
de Montrouge persiste, la coraza y la imagen rígida de Miranda se han detenido:
no parece que el tiempo pase ni que la lejanía del cementerio de Montrouge persista.
Los actos se han estilizado y se han esculpido en hielo. Épocas glaciales han descendido
sobre su frente. La edad de su muerte se acerca: son muchos ya los años y la separación:
¿quién cuidará de aquella tumba? ¿Quién la reconocerá?
No regresó ni a España
ni a Francia. Vivió en México más que en ningún otro país y no se dio cuenta. A
su alrededor fueron muriendo los demás: ella que quiso morir el mismo día que su
hijo. Murió Ferrán. El sobreviviente no contaba. Sólo quedaba ella: ¿cuándo, cuándo
iba a morir? Tenía que suceder ya: no podía esperar.
Pero no: no moriría.
Aún le quedaba una prueba
por pasar.
Aún recobraría el sentido
de la vida.
Y fue así como sucedió.
El sobreviviente iba
manejando el automóvil por la calle de Patriotismo. Ella iba sentada a su lado,
sin qué cosa pensar.
De pronto fue el frenazo
y el niño que se atravesó delante del automóvil, que se tropezó, que se incorporó
y que pudo llegar a la esquina contraria sano y salvo.
Miranda, en el automóvil
con su hijo el sobreviviente, que sí tenía nombre, que se llamaba Bendito, rompió
en llanto irrefrenable con todas las lágrimas acumuladas durante cuarenta años.
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