John Cheever
La nuestra es una familia
que siempre ha estado muy unida espiritualmente. Nuestro padre se ahogó por accidente
navegando a vela cuando éramos muy jóvenes, y nuestra madre siempre ha insistido
en el hecho de que nuestras relaciones familiares poseen una estabilidad que nunca
volveremos a encontrar. No pienso con mucha frecuencia en la familia, pero cuando
me acuerdo de sus miembros, de la costa en la que viven y de la sal marina que creo
que corre por nuestras venas, me alegro de ser un Pommeroy –de tener la misma nariz,
el mismo color de piel, y la misma promesa de longevidad– y de que, si bien no somos
una familia distinguida, nos hacemos la ilusión, cuando nos hallamos reunidos, de
que los Pommeroy son únicos. No digo todo esto porque me interese la historia familiar
o porque este sentimiento de singularidad sea muy profundo o tenga mucha importancia
para mí, sino para dejar constancia de que somos leales unos con otros a pesar de
nuestras diferencias, y de que cualquier fallo en el mantenimiento de esta lealtad
es una fuente de confusión y de dolor.
Somos
cuatro hijos; mi hermana Diana y los tres varones: Chaddy, Lawrence y yo. Como la
mayoría de las familias con hijos de más de treinta años, nos hemos visto separados
por razones profesionales, por el matrimonio y por la guerra. Helen y yo vivimos
ahora en Long Island, con nuestros cuatro hijos. Yo doy clases en un colegio privado
con alumnos internos, y aunque ya he pasado la edad en que podría tener esperanzas
de que me nombraran director, siento respeto por mi trabajo. Chaddy, que es quien
ha tenido más éxito de todos los hermanos, vive en Manhattan, con Odette y los chicos;
nuestra madre, en Filadelfia, y Diana, desde su divorcio, lo ha hecho en Francia,
pero vuelve a Estados Unidos durante el verano para pasar un mes en Laud’s Head.
Laud’s Head es un lugar de veraneo a la orilla de una de las islas de Massachusetts.
Allí teníamos un chalet, y en los años veinte nuestro padre construyó la casa grande.
Se alza en una colina sobre el mar y, con la excepción de St. Tropez y de algunas
aldeas de los Apeninos, es el sitio del mundo que más me gusta. Cada uno de nosotros
tiene una participación en la propiedad, y todos contribuimos con cierta cantidad
de dinero a su mantenimiento.
Lawrence,
el más joven de los hermanos, que es abogado, consiguió trabajo en una empresa de
Cleveland después de la guerra, y ninguno de nosotros lo vio durante cuatro años.
Cuando decidió marcharse de Cleveland e ir a trabajar a Albany, escribió a madre
diciéndole que, aprovechando el traslado, pasaría diez días en Laud’s Head con su
mujer y sus dos hijos. Yo había planeado disfrutar de mis vacaciones por entonces
–después de dar clases en un curso de verano–, y Helen, Chaddy, Odette y Diana iban
a estar allí, de manera que la familia se reuniría al completo. Lawrence es el hermano
con el que todos los demás tenemos menos cosas en común. Nunca hemos pasado mucho
tiempo con él, e imagino que ésa es la razón de que sigamos llamándolo Tifty: un
mote que se le puso cuando niño, porque al avanzar por el pasillo camino del comedor
para desayunar, sus zapatillas hacían un ruido que sonaba como “tifty, tifty, tifty”.
Padre lo llamaba así, y lo mismo hacíamos todos los demás. Cuando se hizo mayor,
a veces Diana lo llamaba Little Jesus, y madre, con mucha frecuencia, el Gruñón.
No teníamos buenos recuerdos de Lawrence, pero esperábamos su vuelta con una mezcla
de recelo y lealtad, y con algo de la alegría y la satisfacción que produce recobrar
a un hermano.
Lawrence
cogió el barco de las cuatro de la tarde, un día de finales de verano, para venir
a la isla, y Chaddy y yo fuimos a recibirlo.
Las
llegadas y las salidas del trasbordador del verano tienen todos los signos exteriores
de un viaje –sirenas, campanas, carretillas de mano, olor a salitre–, pero es un
trayecto sin importancia, y cuando vi entrar el barco en el puerto azul aquella
tarde y pensé que estaba dando fin a un trayecto sin importancia, me di cuenta de
que se me había ocurrido exactamente el tipo de comentario que Lawrence hubiese
hecho. Buscamos su rostro detrás de los parabrisas mientras los automóviles abandonaban
el buque, y no nos costó ningún trabajo reconocerlo. Nos acercamos corriendo y le
estrechamos la mano, y besamos torpemente a su mujer y a los niños.
–¡Tifty!
–gritó Chaddy–. ¡Tifty!
Es
difícil emitir juicios sobre los cambios en el aspecto de un hermano, pero Chaddy
y yo estuvimos de acuerdo, mientras volvíamos a Laud’s Head, en que Lawrence seguía
pareciendo muy joven. Él entró primero en la casa, y nosotros sacamos sus maletas
del coche. Cuando entré yo, estaba de pie en el cuarto de estar, hablando con madre
y con Diana, que llevaban sus mejores trajes y todas sus joyas, y lo estaban recibiendo
como si fuera el hijo pródigo, pero incluso en ese momento, cuando todo el mundo
se esforzaba por parecer más afectuoso y cuando ese tipo de esfuerzos consiguen
los mejores resultados, yo ya era consciente de la presencia de cierto nerviosismo
en la habitación. Pensando acerca de esto mientras subía las pesadas maletas de
Lawrence escaleras arriba, me di cuenta de que nuestras antipatías están tan profundamente
arraigadas como nuestros mejores sentimientos, y recordé que una vez, veinticinco
años atrás, cuando acerté a Lawrence con una piedra en la cabeza, él se levantó
y fue directamente a quejarse a nuestro padre.
Subí
las maletas al tercer piso, donde Ruth, la mujer de Lawrence, había comenzado a
instalar a su familia. Ruth es una chica muy delgada, y parecía muy cansada del
viaje, pero cuando le pregunté si quería que le subiera un cóctel, dijo que le parecía
que no.
Cuando
bajé, Lawrence había desaparecido, pero los demás estaban listos para los cócteles,
y decidimos empezar. Lawrence es el único miembro de la familia que nunca ha disfrutado
bebiendo. Nos llevamos las copas a la terraza, para poder contemplar los acantilados,
el mar y las islas del este, y el regreso de Lawrence y de su mujer, su presencia
en la casa, parecía estimular nuestras reacciones ante aquel panorama tan familiar;
era como si el placer que sin duda experimentarían ante la amplitud y el colorido
de aquella costa, después de tan larga ausencia, nos hubiese sido concedido a nosotros.
Mientras estábamos allí, Lawrence apareció por el sendero que llevaba a la playa.
–¿No
es fabulosa la playa, Tifty? –preguntó madre–. ¿No te parece maravilloso estar de
vuelta? ¿Quieres un martini?
–Me
da igual –dijo Lawrence–. Whisky, ginebra…, me da lo mismo beber una cosa que otra.
Ponme un poco de ron.
–No
tenemos ron –repuso madre. Fue el primer síntoma de aspereza. Ella nos había enseñado
a no mostrarnos nunca indecisos, a no responder nunca como Lawrence lo había hecho.
Además, le preocupa extraordinariamente la corrección en los modales, y cualquier
cosa anómala, como beber ron solo o llevar una lata de cerveza a la mesa, le produce
un desasosiego al que, a pesar de su amplio sentido del humor, es incapaz de sobreponerse.
Madre se dio cuenta de la aspereza en su tono de voz y se esforzó por enmendarlo–:
¿No te gustaría un poco de whisky irlandés, cariño? ¿No es eso lo que siempre te
ha gustado? Hay una botella en el aparador. ¿Por qué no te sirves un poco de whisky
irlandés?
Lawrence
dijo que le daba lo mismo. Se sirvió un martini, y en seguida apareció Ruth y nos
sentamos a la mesa.
A
pesar de que, esperando a Lawrence, habíamos bebido demasiado antes de cenar, todos
estábamos deseosos de esmerarnos y de disfrutar de un rato tranquilo. Madre es una
mujer pequeña cuyo rostro tiene aún una sorprendente capacidad para recordar lo
bonita que debió de ser, y cuya conversación resulta extraordinariamente animada,
pero aquella velada estuvo hablando de un proyecto para volver a cultivar determinadas
zonas en la parte alta de la isla. Diana es tan guapa como madre debió de serlo;
es una mujer encantadora y muy alegre, a quien le gusta hablar de los disolutos
amigos que ha hecho en Francia, pero aquella noche nos contó cómo era el colegio
suizo al que había llevado a sus dos hijos. Me di cuenta de que la cena había sido
planeada para agradar a Lawrence. No resultó demasiado pesada y no comimos nada
que pudiera hacerle pensar en despilfarros.
Después
de cenar, cuando volvimos a la terraza, las nubes estaban iluminadas por ese tipo
de luz que parece sangre, y me alegré de que Lawrence encontrara una puesta de sol
tan sensacional el día de su vuelta a casa. Cuando llevábamos allí unos minutos,
un hombre llamado Edward Chester vino a buscar a Diana. Lo había conocido en Francia,
o en el barco durante el viaje de vuelta, y él estaba pasando diez días en la fonda
del pueblo. Le presentamos a Lawrence y a Ruth, y luego, Diana y él se marcharon.
–¿Es
con ése con el que se acuesta ahora? –preguntó Lawrence.
–¿Hace
falta decir una cosa tan desagradable? –replicó Helen.
–Deberías
pedir disculpas, Tifty –dijo Chaddy.
–No
lo sé –contestó madre cansadamente–. No lo sé, Tifty. Diana puede hacer lo que quiera,
y yo no le hago preguntas sórdidas. Es mi única hija. No la veo con mucha frecuencia.
–¿Vuelve
a Francia?
–Parte
dentro de dos semanas.
Lawrence
y Ruth estaban sentados en el borde de la terraza, sin utilizar las sillas y fuera
del círculo formado por ellas. Quizá debido al gesto hosco de su boca, mi hermano
me pareció en aquel momento un clérigo puritano. A veces, cuando trato de entender
su estado de ánimo, pienso en los comienzos de nuestra familia en este país, y su
condena de Diana y de su amante me lo recordó. La rama de los Pommeroy a la que
pertenecemos fue fundada por un ministro que recibió los elogios de Cotton Mather
por su incansable renuncia al diablo. Los Pommeroy fueron ministros del Señor hasta
mediados del siglo XIX, y el rigor de sus ideas –el hombre es un ser desdichado,
y toda belleza terrenal está viciada y corrompida– ha sido conservado en libros
y sermones. El carácter de nuestra familia cambió en cierta manera y se hizo más
despreocupado, pero cuando yo iba al colegio, recuerdo una colección de parientes
de edad avanzada que parecían volver a los oscuros días del ministerio eclesiástico
y estar animados por un perpetuo sentimiento de culpa y por la deificación del castigo
divino. Si a uno lo educan en ese ambiente –y en cierta manera, tal era nuestro
caso–, creo que es muy difícil para el espíritu rechazar los hábitos de culpabilidad,
abnegación, tendencia al silencio y espíritu de penitencia, y tuve la impresión
de que Lawrence había sucumbido ante aquella prueba espiritual.
–¿Es
Casiopea esa estrella? –preguntó Odette.
–No,
querida –dijo Chaddy–. Ésa no es Casiopea.
–¿Quién
era Casiopea? –quiso saber Odette.
–Era
la mujer de Cefeo y la madre de Andrómeda –dije yo.
–La
cocinera es una forofa de los Giants –comentó Chaddy–. Está incluso dispuesta a
darle a uno dinero si ganan la liga.
Había
oscurecido tanto que veíamos en el cielo la luz del faro del cabo Heron. En la negrura
bajo el acantilado, resonaban las continuas detonaciones de la marea. Y entonces,
madre empezó a hablar, como sucede con frecuencia cuando está anocheciendo y ha
bebido mucho antes de cenar, de las mejoras y de las ampliaciones que se harían
algún día en la casa, de las nuevas alas, los cuartos de baño y los jardines.
–Esta
casa estará en el mar dentro de cinco años –señaló Lawrence.
–Tifty
el Gruñón –dijo Chaddy.
–No
me llames Tifty –replicó Lawrence.
–Little
Jesus –dijo Chaddy.
–El
rompeolas está lleno de grietas –dijo Lawrence–. Lo he visto antes de cenar. Tuvisteis
que repararlo hace cuatro años, y costó ocho mil dólares. No podéis hacer eso cada
cuatro años.
–Por
favor, Tifty –intervino madre.
–Los
hechos son los hechos –insistió Lawrence–, y es una idea descabellada construir
una casa al borde de un acantilado en una costa que se está hundiendo en el mar.
En los años que llevo vivo, ha desaparecido la mitad del jardín, y hay más de un
metro de agua donde solíamos tener la caseta para desvestirnos.
–¿Por
qué no hablamos de un tema más general? –dijo madre, amargamente–. De política,
o del baile en el club marítimo.
–De
hecho –continuó Lawrence–, la casa peligra ya en estos momentos. Si tuvierais una
marea desacostumbradamente alta, o una fuerte tormenta, el rompeolas podría derrumbarse
y la casa se vendría abajo. Podríamos ahogarnos todos.
–No
lo soporto –exclamó madre. Fue a la despensa y regresó con un vaso lleno de ginebra.
Soy
ya demasiado viejo para creerme capaz de juzgar los sentimientos de los demás, pero
sí me daba cuenta de la tensión entre Lawrence y madre, y estaba al tanto de parte
de su historia. Lawrence no debía de tener más de dieciséis años cuando decidió
que madre era frívola, malintencionada, destructiva y demasiado autoritaria. Al
llegar a esta conclusión, decidió apartarse de ella. Por entonces, estaba interno
en un colegio, y recuerdo que no vino a pasar las Navidades con nosotros. Fue a
casa de un amigo. Después de hacer su desfavorable juicio sobre madre, volvió muy
pocas veces, y en la conversación siempre se esforzaba por recordarle su voluntario
alejamiento. Cuando se casó con Ruth, no se lo dijo a madre. Tampoco le comunicó
el nacimiento de sus hijos. Pero, a pesar de aquellos esfuerzos tan pertinaces por
cuestión de principios, daba toda la impresión, a diferencia del resto de nosotros,
de no haberse separado nunca de ella, y cuando están juntos, todo el mundo nota
al instante el nerviosismo, la falta de comprensión.
Y
fue mala suerte, en cierta manera, que madre hubiese elegido aquella noche para
emborracharse. Está en su derecho, y lo hace muy pocas veces, y afortunadamente
no se mostró belicosa, pero todos éramos conscientes de lo que estaba sucediendo.
Mientras se bebía despacio la ginebra, parecía decirnos adiós con tristeza; parecía
estar a punto de marcharse de viaje. Luego su estado de ánimo pasó del viaje al
agravio, y los pocos comentarios que hizo resultaron malhumorados e improcedentes.
Cuando su vaso se hallaba casi vacío, miró enfadada el aire oscuro delante de su
nariz, moviendo la cabeza un poco, como un boxeador. Comprendí que en aquel momento
no le cabían en la cabeza todos los agravios que era capaz de recordar. Sus hijos
eran estúpidos, su marido se había ahogado, los criados eran unos ladrones, y la
silla en la que se sentaba era incómoda. De repente dejó el vaso vacío e interrumpió
a Chaddy, que estaba hablando de béisbol.
–Solo
sé una cosa –dijo con voz ronca–. Solo sé que si hay otra vida después de ésta,
voy a tener una familia completamente distinta. Mis hijos serán todos fabulosamente
ricos, ingeniosos y encantadores.
Se
puso en pie y, al dirigirse hacia la puerta, estuvo a punto de caerse. Chaddy la
sostuvo y la ayudó a subir la escalera. Los oí darse las buenas noches con mucha
ternura, y luego Chaddy volvió a donde estábamos los demás. Pensé que para entonces
Lawrence se hallaría cansado del viaje y de las emociones del regreso, pero siguió
en la terraza, como si estuviera esperando nuestra última fechoría, y nosotros lo
dejamos allí y nos fuimos a la playa a nadar en la oscuridad.
Cuando
me desperté, o empecé a despertarme, a la mañana siguiente, oí el ruido de alguien
que estaba allanando la pista de tenis. Es un sonido más débil y más grave que el
de las boyas de campana más allá del promontorio –un golpeteo sobre hierro sin ritmo
alguno–, ligado en mi imaginación con el comienzo de un día de verano, algo así
como un buen augurio. Cuando bajé la escalera, encontré a los dos hijos de Lawrence
en el cuarto de estar, vestidos con unos trajes de vaqueros llenos de adornos. Son
unos niños asustadizos y muy flacos. Me dijeron que su padre estaba allanando la
pista de tenis, pero que ellos no querían salir porque habían visto una serpiente
junto al escalón de la puerta. Les expliqué que sus primos –todos los otros niños–
desayunaban en la cocina, y que lo mejor era que fuesen corriendo a reunirse con
ellos. Al oír esto, el niño empezó a llorar. Su hermana se unió en seguida a él.
Lloraban como si ir a la cocina y comer allí fuese a destruir sus más preciados
derechos. Entonces les dije que se sentaran conmigo. Al entrar Lawrence le pregunté
si quería jugar un poco al tenis. Dijo que no, que muchas gracias, aunque pensaba
que quizá jugase algún partido individual con Chaddy. Tenía toda la razón en eso,
porque tanto Chaddy como él lo hacen mejor que yo, y los dos jugaron varios partidos
después del desayuno, pero más tarde, cuando bajaron los otros a jugar dobles, Lawrence
desapareció. Eso hizo que me enfadara –imagino que injustificadamente–, pero lo
cierto es que jugamos unos dobles familiares muy interesantes y que podía al menos
haber participado en un set por una simple razón de cortesía.
Más
tarde, aquella misma mañana, cuando volvía solo de la pista, vi a Tifty en la terraza,
separando de la pared una tablilla con su navaja.
–¿Qué
sucede, Lawrence? –le pregunté–. ¿Termitas?
–Hay
termitas en la madera y nos han causado muchos problemas.
Me
señaló, en la base de cada hilera de tablillas, una débil línea azul de tiza de
carpintero.
–Esta
casa tiene unos veintidós años –dijo–. Las maderas, en cambio, unos doscientos.
Papá debió de comprar tablillas de todas las granjas de los alrededores cuando construyó
esta casa para darle un aire venerable. Todavía se ven las marcas de la tiza de
carpintero en el sitio donde había que clavar estas antigüedades.
Lo
de las tablillas era cierto, aunque yo lo hubiese olvidado por completo. Al construir
la casa, nuestro padre, o su arquitecto, había encargado tablillas de madera cubiertas
de líquenes y curtidas por la intemperie. Pero no entendía cómo Lawrence llegaba
a la conclusión de que aquello tenía algo de escandaloso.
–Y
mira estas puertas –añadió Lawrence–. Mira estas puertas y los marcos de las ventanas.
Fui
tras él hasta una gran puerta de dos paneles que se abre hacia la terraza y me puse
a mirarla. Era una puerta relativamente nueva, pero alguien había trabajado en ella
esforzándose por ocultarlo.
Alguien
le había hecho muescas profundas con un instrumento de metal, y las había untado
luego con pintura blanca para imitar el salitre, los líquenes y el desgaste producido
por la intemperie.
–Piensa
en lo que significa gastar miles de dólares para lograr que una casa sólida parezca
una ruina –dijo Lawrence–. Piensa en la tesitura mental que eso implica. Piensa
en sentir un deseo tan intenso de vivir en el pasado que te haga pagar un sueldo
a los carpinteros para desfigurar la puerta principal de tu casa.
Entonces
recordé lo sensible que Lawrence era al tiempo, y sus sentimientos y sus opiniones
sobre nuestra simpatía por el pasado. Yo lo había oído decir, años antes, que nosotros
y nuestros amigos y nuestra parte del país, al descubrirnos incapaces de enfrentarnos
con los problemas del presente, habíamos optado, como una persona adulta que ha
perdido la razón, por volvernos hacia lo que imaginábamos ser una época más feliz
y más sencilla, y que nuestro gusto por las reconstrucciones y por la luz de los
candelabros era la prueba de ese irremediable fracaso. La débil línea azul de tiza
había servido para recordarle estas ideas, las incisiones en la puerta las habían
reforzado, y ahora, uno tras otro, se le iban presentando todos los indicios: el
farol de barco sobre la puerta, el tamaño de la chimenea, la anchura de las tablas
del suelo y las piezas incrustadas para que pareciesen ganchos. Mientras Lawrence
me sermoneaba acerca de todas estas flaquezas, llegaron los otros que venían de
la pista de tenis. La reacción de madre al ver a Lawrence fue inmediata, y comprendí
que había muy pocas esperanzas de entendimiento entre la encarnación del matriarcado
y el traidor. Madre se cogió del brazo de Chaddy.
–Vayamos
a nadar y a beber martinis en la playa –dijo–. Quiero que pasemos una mañana fabulosa.
Aquella
mañana, el mar tenía un color muy denso, como si fuera una piedra verde. Todo el
mundo bajó a la playa, excepto Tifty y Ruth.
–Lawrence
no me importa –dijo madre. Estaba nerviosa, y al torcer la copa se le derramó algo
de ginebra sobre la arena–. No me importa en absoluto. Me tiene sin cuidado que
sea todo lo grosero, desagradable y deprimente que quiera, pero lo que no soporto
son las caras de esos pobres hijos suyos, de esos niñitos tan increíblemente desdichados.
Separados
de él por la altura del acantilado, todos hablábamos de Lawrence con indignación;
de cómo había empeorado en lugar de mejorar, de lo distinto que era del resto de
nosotros, de cómo se esforzaba por estropear cualquier placer. Nos bebimos la ginebra;
los insultos parecieron alcanzar un punto álgido, y luego, uno a uno, nos fuimos
a nadar en la sólida agua verde. Pero cuando volvimos nadie tuvo palabras duras
para Lawrence; la tendencia a decir cosas injuriosas se había roto, como si nadar
tuviese la fuerza purificadora que reclama el bautismo. Nos secamos las manos, encendimos
unos cigarrillos, y si se mencionaba a Lawrence era solo para sugerir, amablemente,
algo que pudiese agradarle. ¿No le gustaría dar un paseo en bote hasta la ensenada
de Barin, o salir a pescar?
Y
ahora me doy cuenta de que durante la visita de Lawrence íbamos a nadar con más
frecuencia de lo normal, y creo que había un motivo para ello. Cuando la irritabilidad
acumulada por su presencia empezaba a socavar nuestra paciencia, no solo con Lawrence,
sino de unos con otros, íbamos a nadar y nos quitábamos el rencor con agua fría.
Recuerdo ahora a toda la familia, mientras permanecíamos sentados en la arena, escocidos
por los reproches de Lawrence, y nos veo chapoteando, zambulléndonos y volviendo
a la superficie, y percibo en las voces una paciencia renovada y el redescubrimiento
de inagotables reservas de buena voluntad. Si Lawrence hubiese advertido este cambio
–esta apariencia de purificación–, supongo que habría encontrado en el vocabulario
de la psiquiatría, o de la mitología del Atlántico, algún nombre discreto para ello,
pero no creo que se percatara del cambio. No se molestó en dar un nombre a la capacidad
curativa del mar abierto, pero fue sin duda una de las pocas oportunidades que perdió
de quitar valor a las cosas.
La
cocinera que teníamos aquel año era una polaca llamada Anna Ostrovick, contratada
exclusivamente para el verano. Era excelente: una mujer grande, gorda, cordial,
diligente, que se tomaba su trabajo muy en serio. Le gustaba cocinar, y que la gente
apreciara y comiera los alimentos que preparaba, y siempre que la veíamos insistía
en que comiéramos. Hacía bollos calientes, croissants y brioches dos o tres veces
por semana para desayunar y los traía ella misma al comedor diciendo: “¡Coman, coman,
coman!” Cuando la doncella devolvía los platos sucios a la antecocina, a veces oíamos
decir a Anna, que estaba allí esperando: “¡Excelente! Comen.” Daba de comer al que
recogía la basura, al lechero y al jardinero. “¡Coma!”, les decía. Los jueves por
la tarde iba al cine con la doncella, pero no disfrutaba con las películas, porque
los actores estaban demasiado delgados. Se pasaba hora y media en la sala a oscuras
aguardando ansiosamente a que apareciese alguien con aspecto de disfrutar comiendo.
Para Anna, Bette Davis no pasaba de ser una mujer con aspecto de no comer bien.
“¡Están todos tan flacos!”, decía al salir del cine. Por las noches, después de
habernos atiborrado y de fregar las cazuelas y las sartenes, recogía las sobras
y salía fuera para alimentar a la creación. Aquel año teníamos unos cuantos pollos,
y aunque para entonces ya estaban todos descansando en sus perchas, les arrojaba
los alimentos en el comedero y exhortaba a las aves dormidas para que comieran.
También alimentaba a los pájaros cantores del jardín, y a las ardillas del patio
trasero. Su presencia en el límite del jardín y su voz apremiante –oíamos perfectamente
su “Comed, comed, comed”– estaban ya, como la salva de cañón en el club náutico
y la luz del faro del cabo Heron, ligadas a aquel momento del día. “Comed, comed,
comed”, le oíamos decir a Anna. “Comed, comed…” Y ya se había hecho de noche.
Cuando
Lawrence llevaba tres días en casa, Anna me llamó a la cocina.
–Dígale
a su madre que no quiero al señorito en mi cocina –anunció–. Si sigue entrando aquí
todo el tiempo, me marcho. Se pasa la vida diciéndome que soy una mujer muy desgraciada;
que trabajo demasiado y no me pagan lo bastante, y que debería pertenecer a un sindicato
que me asegurara las vacaciones. ¡Ja! Está flaquísimo, pero siempre viene a la cocina
cuando estoy ocupada para compadecerse de mí, pero yo valgo tanto como él, valgo
tanto como cualquiera, y no tengo por qué aguantar a gente así molestándome todo
el tiempo y compadeciéndose de mí. Soy una estupenda cocinera y muy famosa además,
y tengo trabajo en todas partes, y la única razón de que haya venido a trabajar
aquí este verano es que no había estado nunca en una isla, pero puedo conseguir
otro empleo mañana mismo, y si sigue viniendo a mi cocina a compadecerse de mí,
dígale a su madre que me marcho. Valgo tanto como cualquiera, y no tengo por qué
aguantar a ese tipo flacucho diciéndome todo el tiempo lo pobre que soy.
Me
agradó descubrir que la cocinera estaba de nuestra parte, pero comprendí que la
situación era delicada. Si madre le pedía a Lawrence que no hiciera visitas a la
cocina, mi hermano consideraría aquella petición como un agravio. Era capaz de convertir
cualquier cosa en un agravio, y a veces daba la impresión de que –mientras permanecía
hoscamente sentado en la mesa del comedor– toda palabra de menosprecio, fuera cual
fuese su destino, la consideraba dirigida a él. No hablé con nadie de las quejas
de la cocinera, pero por alguna razón no volvieron a presentarse problemas de ese
tipo.
El
siguiente motivo de disputa que tuve con Lawrence nació de nuestras partidas de
backgammon.
Cuando
estamos en Laud’s Head jugamos mucho al backgammon. A las ocho, después de tomarnos
el café, sacamos el tablero. En cierto modo, es uno de nuestros ratos más agradables.
Aún no se han encendido las luces del cuarto, la figura de Anna resulta visible
en el jardín, y en el cielo, por encima de su cabeza, se crean continentes de sombra
y fuego. Madre enciende la luz y deja caer los dados como si fuera una señal. Normalmente
jugamos tres partidas por persona, cada uno contra los demás. Jugamos con dinero,
y se puede ganar o perder hasta cien dólares en una partida, pero las cantidades
son de ordinario mucho más bajas. Creo que Lawrence solía jugar –no estoy seguro–,
pero ahora ya no lo hace. No participa en juegos de azar. No se trata de que no
tenga dinero, ni es tampoco una cuestión de principios: simplemente piensa que jugar
es una ocupación absurda y una pérdida de tiempo. Sin embargo, estaba perfectamente
dispuesto a perderlo viendo cómo jugábamos los demás. Noche tras noche, cuando empezaban
las partidas, acercaba su silla al tablero y contemplaba las fichas y los dados.
Su expresión era desdeñosa, y, sin embargo, miraba con mucho interés. Yo me preguntaba
por qué se dedicaba a observarnos noche tras noche, y, estudiando su rostro, creo
que quizá haya logrado averiguarlo.
Lawrence
no juega, y no entiende por tanto la emoción que produce ganar o perder dinero.
Ha olvidado cómo se juega al backgammon, creo, de manera que sus complejas posibilidades
no consiguen interesarle. Sus observaciones tenían necesariamente que centrarse
en el hecho de que el backgammon es un juego para matar el tiempo y un juego de
azar, y que el tablero, marcado con puntos, era un símbolo de nuestra inutilidad.
Y puesto que no entiende ni el juego ni sus diferentes posibilidades, pensé que
lo que le interesaba debían de ser los miembros de la familia. Una noche en que
yo estaba jugando con Odette –ya les había ganado treinta y siete dólares a madre
y a Chaddy–, creo que entendí lo que pasaba por su cabeza.
Odette
tiene el pelo y los ojos negros. Se preocupa de no pasarse mucho tiempo al sol,
para que el llamativo contraste entre negrura y palidez de la piel no se desvirtúe
durante el verano. Necesita admiración y merece que se la admire –es el elemento
que la satisface–, y coquetea, aunque nunca seriamente, con cualquier hombre. Aquella
noche llevaba los hombros descubiertos, y el vestido estaba cortado para mostrar
la división de sus pechos, y para mostrar los pechos mismos cuando se inclinaba
sobre el tablero para jugar. No hacía más que perder y coquetear y hacer que sus
derrotas pareciesen parte del coqueteo. Chaddy estaba en la otra habitación. Odette
perdió tres partidas, y al terminar la tercera, se dejó caer en el sofá y, mirándome
directamente a los ojos, dijo algo sobre salir a la arena para ajustar cuentas.
Lawrence la oyó. Me volví a mirarlo. Parecía escandalizado y satisfecho al mismo
tiempo, como si llevara sospechando desde el principio que no jugábamos por algo
tan poco importante como el dinero. Puedo equivocarme, desde luego, pero creo que
Lawrence contemplaba nuestras partidas de backgammon con la esperanza de estar observando
el desarrollo de una irónica tragedia en la que el dinero que ganábamos y perdíamos
se transformaba en símbolo de prendas mucho más vitales. Es muy propio de Lawrence
tratar de descubrir significados y finalidades en todos los gestos que hacemos,
y está convencido de que cuando descubra la lógica profunda de nuestro comportamiento,
ésta será enteramente sórdida.
Chaddy
vino a jugar conmigo. A ninguno de los dos nos gusta que nos gane el otro. Cuando
éramos pequeños, se nos prohibía que jugásemos juntos, porque siempre acabábamos
peleándonos. Los dos creemos conocer perfectamente la valía del otro. Yo lo considero
prudente; él a mí, temerario. Siempre hay encono cuando jugamos a cualquier cosa
–tenis, backgammon, softball o bridge–, y es verdad que a veces parece como si nos
estuviéramos jugando la posesión de las libertades del otro. Cuando pierdo con Chaddy
no me puedo dormir. Todo esto es solo la verdad a medias de nuestra relación competitiva,
pero era precisamente la verdad a medias que podía resultar discernible para Lawrence,
y su presencia al lado del tablero me cohibió tanto que perdí dos partidas. Traté
de que no se me notara el enfado cuando me levanté de la mesa. Lawrence me observaba.
Salí a la terraza para sufrir allí a oscuras el malhumor que siento siempre que
pierdo con Chaddy.
Cuando
volví a entrar, Chaddy y madre estaban jugando. Lawrence seguía presenciando las
partidas. De acuerdo con su óptica, Odette había perdido conmigo su virtud, y yo
la autoestima con Chaddy; me pregunté qué vería en la confrontación entonces en
curso. Los contemplaba extasiado, como si las fichas opacas y el tablero dividido
sirvieran para un decisivo intercambio de poder. ¡Qué dramáticos debían de parecerle
el tablero, dentro de su círculo de luz, los jugadores inmóviles, y el fragor del
mar en el exterior! Allí había canibalismo espiritual hecho visible; allí, bajo
sus mismas narices, se hallaban los símbolos del uso voraz que unos seres humanos
hacen de otros.
Madre
juega con mucha astucia y apasionamiento, y se hace culpable de intromisiones. Siempre
tiene las manos en el tablero del contrario. Cuando juega con Chaddy, que es su
favorito, lo hace con gran concentración. Lawrence tuvo que notarlo. Madre es una
mujer sentimental. Tiene buen corazón, y las lágrimas y la debilidad la conmueven
fácilmente, rasgo que, como su bien dibujada nariz, no ha sufrido el menor cambio
con la edad. El dolor del otro le causa una profunda impresión, y a veces parece
tratar de adivinar en Chaddy algún pesar, alguna pérdida que ella esté en condiciones
de socorrer o remediar, para restablecer así la relación que mantenía con él cuando
era pequeño y enfermizo. A madre le encanta defender a los débiles y a los inocentes,
y ahora que ya somos mayores lo echa de menos. El mundo de las deudas y de los negocios,
de los hombres y de la guerra, de la caza y de la pesca consigue irritarla. (Cuando
padre se ahogó, tiró sus cañas y sus escopetas.) Nos ha sermoneado a todos interminablemente
sobre la confianza en uno mismo, pero si acudimos de nuevo a ella en busca de consuelo
y ayuda –particularmente Chaddy–, es entonces cuando parece sentirse más ella misma.
Imagino que, según Lawrence, aquella mujer mayor y su hijo estaban jugándose el
alma.
Nuestra
madre perdió.
–¡Dios
mío! –dijo. Parecía afligida y desconcertada, como le sucede siempre que pierde–.
Tráeme las gafas, el talonario de cheques y algo de beber.
Lawrence
se levantó por fin y estiró las piernas. Nos dirigió a todos una mirada sombría.
Soplaba el viento y había subido la marea, y pensé que si oía el ruido de las olas
lo interpretaría también como una sombría respuesta a sus sombrías preguntas; que
para él la marea se habría encargado de dispersar las cenizas de los fuegos que
encendemos en nuestras excursiones. Convivir con una mentira es insoportable, y
él parecía la encarnación de una mentira. Yo no podía explicarle el simple e intenso
placer de jugar por dinero, y me parecía una terrible equivocación que se hubiese
sentado junto a la mesa para llegar a la conclusión de que nos estábamos jugando
el alma. Inquieto, dio dos o tres paseos por la habitación y luego, como de costumbre,
nos lanzó la última andanada antes de irse:
–No
entiendo cómo no os volvéis locos, encerrados unos con otros de esta forma, noche
tras noche –dijo–. Vamos, Ruth. Quiero acostarme.
Aquella
noche soñé con Lawrence. Vi su rostro de facciones insignificantes convertido en
un prodigio de fealdad, y al despertarme por la mañana sentí náuseas, como si hubiera
sufrido una gran pérdida espiritual mientras dormía, como una disminución de valor
y un descorazonamiento. Era absurdo preocuparme por mi hermano. Yo necesitaba unas
vacaciones. Necesitaba descansar. En el colegio donde enseño, mi mujer y yo vivimos
en una de las residencias, comemos con los alumnos, y nunca salimos de allí. No
solo doy clases de lengua en invierno y en verano, sino que también trabajo en el
despacho del director, y soy el que dispara la pistola cuando se celebran competiciones
atléticas en pista. Necesitaba alejarme de aquel y de todos los demás motivos de
inquietud, y decidí evitar a mi hermano. Por la mañana temprano me llevé a navegar
a Helen y a los niños, y no volvimos hasta la hora de la cena. Al día siguiente
salimos de excursión. Luego tuve que ir a Nueva York, y cuando volví, iba a celebrarse
el baile de disfraces en el club náutico. Lawrence no asistiría, y se trata de una
fiesta en la que siempre lo he pasado estupendamente.
Las
invitaciones de aquel año exhortaban a disfrazarse de lo que a cada uno le gustaría
ser en realidad. Después de varias conversaciones, Helen y yo habíamos decidido
ya qué ponernos. A ella lo que más le apetecía era volver a ser una novia, y por
tanto decidió llevar su traje de boda. A mí me pareció una buena elección: sincera,
risueña y barata. Su elección tuvo influencia sobre la mía, y decidí ponerme un
viejo uniforme de jugar al fútbol americano. Madre optó por vestirse de Jenny Lind,
porque había un viejo disfraz de Jenny Lind en el ático. Los demás prefirieron trajes
alquilados, y cuando estuve en Nueva York, me encargué de conseguirlos. Lawrence
y Ruth no participaban en nada de esto.
Helen
formaba parte del comité encargado de organizar el baile, y se pasó la mayor parte
del viernes decorando el club. Diana, Chaddy y yo salimos a navegar. Casi toda la
navegación a vela que practico últimamente transcurre en Manhasset, y estoy acostumbrado
a fijar el rumbo de vuelta a casa mediante la barcaza de la gasolina y los tejados
de cinc del cobertizo de las embarcaciones, y aquella tarde era un placer, mientras
volvíamos, mantener proa hacia la blanca torre de la iglesia del pueblo y descubrir
que incluso el agua cercana a la orilla era verde y transparente. Al terminar nuestro
paseo nos detuvimos en el club para recoger a Helen. El comité había tratado de
darle una apariencia de fondo marino a la sala de baile, y el hecho de que casi
hubiesen logrado crear la ilusión hacía que Helen se sintiera muy feliz. Volvimos
en coche a Laud’s Head. La tarde había sido extraordinariamente luminosa, pero camino
de casa nos llegó el olor del viento del este, el viento negro, como hubiese dicho
Lawrence, que llegaba del mar.
Mi
mujer, Helen, tiene treinta y ocho años. Imagino que el cabello se le habría vuelto
entrecano si no se lo tiñera, pero el color que utiliza es un rubio nada molesto,
bastante apagado, y creo que le sienta bien. Aquella noche estuve preparando cócteles
mientras ella se vestía, y cuando subí a llevarle una copa, la vi por primera vez
desde nuestra boda con su traje de novia. No tendría sentido decir que me pareció
más hermosa que cuando nos casamos, pero como he envejecido y creo también que mis
sentimientos tienen más hondura, y porque aquella noche vi en su rostro al mismo
tiempo juventud y madurez, su fidelidad a la joven que había sido y las posiciones
que ha tenido que ceder airosamente ante el avance del tiempo, estoy dispuesto a
afirmar que no me había sentido nunca antes tan profundamente conmovido. Ya me había
puesto mi uniforme de futbolista, y el peso de todo ello, de los pantalones y de
las hombreras, había producido un cambio en mí, como si al encasquetarme aquella
ropa vieja hubiera desechado todas las ansiedades y los problemas de mi vida. Era
como si los dos hubiésemos regresado a los años anteriores a nuestro matrimonio,
a los años anteriores a la guerra.
Los
Collard daban una cena para muchos invitados antes del baile, y a ella asistió toda
nuestra familia, con la excepción de Lawrence y Ruth. Luego, a eso de las nueve
y media, nos dirigimos en coche hacia el club, atravesando la niebla que se había
levantado ya. La orquesta tocaba un vals. Mientras dejaba el impermeable en el guardarropa,
alguien me dio un golpe en la espalda. Era Chucky Ewing, y lo gracioso es que él
también iba disfrazado de jugador de fútbol. Esto nos pareció terriblemente divertido
a los dos. Íbamos riendo mientras avanzábamos por el pasillo hacia la sala de baile.
Me paré en la puerta para ver la decoración, y me pareció muy hermosa. Los organizadores
habían cubierto con redes de pescar las paredes y el cielo raso. Las redes del techo
estaban llenas de globos de colores. La luz era suave y desigual, y los participantes
en la fiesta –nuestros amigos y vecinos– formaban un conjunto muy agradable bailando
al compás de Three O’Clock in the Morning. Luego me fijé en que había muchas mujeres
vestidas de blanco, y me di cuenta de que también ellas, al igual que Helen, llevaban
trajes de novia. Patsy Hewitt, la señora Gear y la chica de los Lackland bailaban
un vals vestidas de novia. En seguida, Pep Talcott se acercó a donde estábamos Chucky
y yo. Iba vestido de EnriqueVIII, pero nos dijo que los gemelos Auerbach, Henry
Barrett y Dwight MacGregor llevaban todos uniforme de jugador de fútbol, y que,
según el último recuento, había diez novias en la sala.
Esta
coincidencia, esta divertida coincidencia, hizo reír a todo el mundo, y logró que
aquella fiesta fuese una de las más alegres jamás celebradas en el club. Al principio
pensé que las mujeres se habían puesto de acuerdo para vestirse de novias, pero
las que bailaron conmigo me aseguraron que se trataba de una coincidencia, y yo
estoy seguro de que Helen tomó la decisión por su cuenta. Todo me fue muy bien hasta
poco antes de la medianoche, cuando vi a Ruth junto a la pista de baile. Llevaba
un traje de noche rojo totalmente fuera de lugar. Resultaba completamente ajeno
al espíritu de la fiesta. La saqué a bailar, pero no hubo nadie que viniera a sustituirme,
y yo no estaba dispuesto a pasarme con ella el resto de la noche, así que le pregunté
por Lawrence. Me dijo que había salido al muelle. Dejé a Ruth en el bar y salí en
busca de mi hermano.
La
niebla del este era muy densa, y Lawrence estaba solo en el muelle. No iba disfrazado.
Ni siquiera se había molestado en vestirse de pescador o de marinero. Parecía particularmente
taciturno. La niebla se deslizaba a nuestro alrededor como humo frío. Me hubiese
gustado que se tratara de una noche clara, porque la niebla del este parecía facilitarle
su juego de misántropo. Yo sabía que las boyas –los crujidos y los repiques que
podíamos oír en aquel momento– resonarían en sus oídos como gritos semihumanos de
personas a punto de ahogarse, aunque cualquier marinero sabe que las boyas son dispositivos
necesarios y seguros, y también adivinaba que la sirena de niebla del faro significaría
para él extravíos y pérdidas, y que era igualmente capaz de interpretar erróneamente
la viveza de la música de baile.
–Entra,
Tifty –le dije–; baila con tu mujer o consíguele una pareja.
–¿Por
qué tendría que hacerlo? ¿Qué razón hay? –Se acercó a una de las ventanas del club
y contempló la fiesta–. Míralos –exclamó–. Mira eso…
Chucky
Ewing se había apoderado de uno de los globos y estaba tratando de organizar un
simulacro de partido en el centro de la pista de baile. Los demás bailaban una samba.
Y comprendí que Lawrence contemplaba la fiesta con el mismo gesto sombrío con que
había contemplado en nuestra casa las tablillas desgastadas por la intemperie, como
viendo en ello un abuso o una distorsión del tiempo; como si al querer volver a
ser jugadores de fútbol y novias pusiéramos de manifiesto el hecho de que, una vez
apagadas en nosotros las luces de la juventud, habíamos sido incapaces de encontrar
otras con las que guiarnos y, carentes de fe y de principios, nos habíamos convertido
en criaturas estúpidas y tristes. El hecho de que estuviera pensando eso de tantas
personas amables, felices y generosas hizo que me enfureciera, hizo que me inspirara
un aborrecimiento tan antinatural que me sentí avergonzado, porque Lawrence es mi
hermano y un Pommeroy. Le pasé el brazo por encima del hombro y traté de forzarlo
a que entrara, pero no quiso.
Volví
a tiempo para el Gran Desfile, y después de entregar los premios a los mejores disfraces,
dejaron caer los globos. Hacía calor en la sala, alguien abrió las grandes puertas
que daban al muelle, el viento del este se coló de rondón y cuando volvió a salir
se llevó consigo la mayor parte de los globos, que, después de cruzar el muelle,
cayeron al agua. Chucky Ewing salió corriendo detrás de ellos, y cuando vio que
seguían más allá del muelle y se posaban sobre el agua, se quitó el traje de jugador
de fútbol y se tiró de cabeza al mar. Luego lo hicimos Eric Auerbach, Lew Phillips
y también yo; y ya se sabe lo que pasa en una fiesta después de medianoche cuando
la gente empieza a tirarse al agua. Recuperamos la mayor parte de los globos, nos
secamos y seguimos bailando, y no volvimos a casa hasta la mañana siguiente.
Al
otro día era la exposición de flores. Madre, Helen y Odette participaban en el concurso.
Después de un almuerzo improvisado con restos de otras comidas, Chaddy llevó a las
mujeres y a los niños en coche a la exposición. Yo me eché una siesta y a media
tarde cogí el traje de baño y una toalla; al salir de casa vi a Ruth, que estaba
lavando ropa. No sé por qué ha de parecer que ella tiene más trabajo que los demás,
pero lo cierto es que siempre está lavando, planchando, zurciendo y haciendo arreglos
en la ropa. Puede que, cuando era pequeña, la enseñaran a utilizar el tiempo de
esa manera, o quizá sea víctima de un impulso expiatorio. Parece restregar y planchar
con fervor penitencial, aunque no se me ocurre qué es lo que considera que ha hecho
mal. Sus hijos estaban con ella en el lavadero. Me ofrecí a llevarlos a la playa,
pero no quisieron.
Eran
los últimos días de agosto, y las vides silvestres que crecen con gran profusión
por toda la isla hacían que el aire del interior oliera a vino. Hay un bosquecillo
de acebos al final del sendero, y luego empiezan las dunas, donde solo crecen unas
hierbas muy ásperas.
Oía
el ruido del mar, y recuerdo que pensé en cómo Chaddy y yo solíamos hablar del mar
con lenguaje místico. Cuando éramos muy jóvenes, habíamos decidido que nunca seríamos
capaces de vivir más hacia el oeste porque echaríamos de menos el mar. “Esto es
muy bonito –decíamos cortésmente cuando visitábamos a alguien en las montañas–,
pero notamos la falta del Atlántico.” Mirábamos por encima del hombro a la gente
de Iowa y de Colorado que se había visto privada de esta revelación, y despreciábamos
el Pacífico. Ahora estaba oyendo el rumor de las olas, y su violencia creaba múltiples
ecos, como un tumulto, y aquello me producía el mismo placer que cuando era joven
y parecía tener una fuerza catártica, como si hubiese liberado mi memoria –entre
otras cosas– de la imagen penitente de Ruth en el lavadero.
Pero
Lawrence se hallaba en la playa, sentado. Me metí en el agua sin hablarle. Estaba
fría, y cuando salí me puse una camisa. Expliqué a mi hermano que iba a dar un paseo
hasta Tanners Point, y me dijo que me acompañaría. Traté de caminar a su lado. Sus
piernas son más largas que las mías, pero siempre le gusta ir un poco por delante
de la persona que va con él. Desde detrás, mientras contemplaba sus hombros y su
cabeza inclinada, me pregunté qué impresión debía de causarle aquel paisaje.
Había
dunas y oteros, y más allá, donde perdían altura, algunos campos que estaban pasando
del verde al marrón y al amarillo. Eran sitios donde pastaban las ovejas, e imagino
que Lawrence habría notado la erosión del suelo y el hecho de que las ovejas acelerarían
su deterioro. Más allá de los campos hay unas cuantas granjas costeras, de agradables
edificios cuadrados, pero Lawrence podría haber hecho notar las duras condiciones
de vida de un granjero en una isla. El mar, al otro lado, era ya mar abierto. A
nuestros invitados siempre les decimos que hacia allí, hacia el este, se encuentran
las costas de Portugal, pero Lawrence habría pasado de las costas de Portugal a
la tiranía en España sin la menor dificultad. Las olas rompían con un ruido parecido
a un “hurra, hurra, hurra”, pero para Lawrence debían de decir “adiós, adiós”. Imagino
que a su mente incisiva y malsana se le habría ocurrido que la costa era una morrena
terminal, el límite del mundo prehistórico, y también que avanzábamos por el borde
del mundo conocido en un sentido tan espiritual como físico. Si por alguna razón
hubiera pasado por alto esto último, había algunos aviones de la marina bombardeando
una isla deshabitada para recordárselo.
Esa
playa es un paisaje amplio, simple e increíblemente limpio. Es como un lugar en
la Luna. La marea había dado gran consistencia a la arena, de manera que no costaba
trabajo andar, y todo lo que quedaba sobre la playa había sido repetidamente modificado
por las olas. Quedaban restos de conchas, el palo de una escoba, un trozo de botella
y otro de ladrillo, ambos zarandeados y rotos hasta resultar prácticamente irreconocibles,
y supongo que el melancólico estado de ánimo de Lawrence –que seguía con la cabeza
baja– lo iba llevando de un objeto roto al siguiente. Verme acompañado por su pesimismo
empezó a enfurecerme, de manera que me situé a su altura y le puse una mano en el
hombro.
–No
es más que un día de verano, Tifty –le dije–. Tan solo un día de verano. ¿Qué sucede?
¿No te gusta este sitio?
–No
me gusta –dijo con voz tranquila, sin levantar los ojos del suelo–. Voy a venderle
a Chaddy mi parte de la casa. No esperaba pasarlo bien. La única razón de que haya
vuelto ha sido para decir adiós.
Lo
dejé que volviera a adelantarme y caminé tras él, contemplando sus hombros y pensando
en su carrera de adioses. Cuando padre se ahogó, Lawrence fue a la iglesia y dijo
adiós a padre. Al cabo tan solo de tres años llegó a la conclusión de que madre
era frívola y le dijo adiós también a ella. En su primer año de universidad llegó
a tener muy buena amistad con su compañero de cuarto, pero era un chico que bebía
demasiado, y al comienzo del segundo semestre cambió de compañero de cuarto y dijo
adiós a su amigo. Después de dos años en la universidad, llegó a la conclusión de
que el ambiente era de excesivo aislamiento, y dijo adiós a Yale. Se matriculó en
Columbia y obtuvo allí su licenciatura en derecho, pero descubrió que su primer
jefe era una persona deshonesta, y al cabo de seis meses dijo adiós a un buen empleo.
Se casó con Ruth en el ayuntamiento, y dijo adiós a la Iglesia episcopaliana; se
fueron a vivir a un barrio bajo de Tuckahoe, y dijeron adiós a la clase media. En
1938 fue a Washington para trabajar como abogado del gobierno, diciendo adiós a
la empresa privada, pero al cabo de ocho meses en la capital federal llegó a la
conclusión de que la administración Roosevelt era sentimental, y también le dijo
adiós. De Washington se marcharon a un barrio residencial de Chicago, donde mi hermano
fue diciendo adiós a todos sus vecinos, uno por uno, por razones de alcoholismo,
pesadez e imbecilidad. Dijo adiós a Chicago y se trasladó a Kansas; dijo adiós a
Kansas para irse a Cleveland. Y ahora había dicho adiós a Cleveland y había vuelto
al este, deteniéndose el tiempo suficiente en Laud’s Head para decir adiós al mar.
Era
elegiaco y también fanático e intolerante; confundía la cautela excesiva con la
fuerza de carácter, y yo quería ayudarlo.
–Sal
de todo eso –le dije–. Déjalo de lado, Tifty.
–¿Que
salga de qué?
–Sal
de toda esa tristeza. Olvídala. No es más que un día de verano. Te empeñas en no
pasarlo bien y estás echando a perder las distracciones de los demás. Necesitamos
unas vacaciones, Tifty. Yo las necesito. Necesito descansar. Nos hace falta a todos.
Y tú has conseguido que todo resulte desagradable y que esté lleno de tensiones.
Solo dispongo de dos semanas al año. Necesito pasarlo bien, y lo mismo les sucede
a los demás. Necesitamos descansar. Crees que tu pesimismo es una ventaja, pero
no es más que negarse a aceptar la realidad.
–¿Cuál
es la realidad? –dijo él–. ¿Que Diana es una mujer estúpida y de vida ligera? Lo
mismo puede decirse de Odette. Madre es una alcohólica. Si no se controla un poco,
no tardará más de un año o dos en ir a parar a un hospital. Chaddy no es honesto;
nunca lo ha sido. La casa terminará hundiéndose en el mar. –Me miró y luego añadió,
como una última reflexión–. Tú eres estúpido.
–Y
tú un desgraciado hijo de perra –repliqué–. Nada más que un deprimente hijo de perra.
–Apártate
de mi vista –dijo. Y siguió andando.
Entonces
cogí un trozo de raíz y, acercándome por la espalda –aunque no había golpeado nunca
a un hombre por la espalda–, hice girar la raíz, empapada en agua de mar. La inercia
imprimió velocidad a mi brazo y le asesté a mi hermano un golpe en la cabeza que
lo hizo doblar las rodillas sobre la arena, y vi cómo le brotaba la sangre y comenzaba
a oscurecérsele el pelo. Entonces deseé que estuviera muerto, muerto y a punto de
ser enterrado; no enterrado ya, sino a punto de serlo, porque no quería que faltara
el ceremonial y la corrección en su desaparición, en el acto de borrarlo de mi conciencia,
y nos vi a todos nosotros –Chaddy, madre, Diana y Helen– de luto en la casa de Belvedere
Street, derribada por la piqueta veinte años antes, saludando a invitados y parientes
en la puerta y contestando a sus educadas condolencias con un desconsuelo igualmente
cortés. Todo resultaba perfectamente apropiado, e incluso aunque hubiese sido asesinado
en una playa, antes de que la aburrida ceremonia concluyera todo el mundo sentiría
que mi hermano había llegado al invierno de su existencia, y que era una ley de
la naturaleza, y una ley muy hermosa, que Tifty tuviera que ser enterrado en la
fría tierra.
Lawrence
seguía aún de rodillas. Miré en todas direcciones. Nadie nos había visto. La playa
desnuda, como un fragmento de la Luna, se extendía hasta tornarse invisible. La
cabeza de una ola, en rapidísima carrera, llegó hasta donde él permanecía arrodillado.
Me hubiese gustado terminar con él, pero para entonces ya había empezado a actuar
como dos personas: el asesino y el samaritano. Con súbito estrépito, como un vacío
hecho sonido, una blanca ola lo alcanzó y lo rodeó, bullendo sobre sus hombros,
y lo sostuve para que no lo arrastrara la resaca. Luego lo trasladé a un sitio más
alto. La sangre se le había extendido por todo el cabello, que parecía completamente
negro. Me quité la camisa y la rasgué para vendarle la cabeza. No había perdido
el conocimiento, y no creo que estuviese malherido. No dijo nada; tampoco yo. Luego
lo dejé allí.
Anduve
un poco playa adelante y me volví para mirarlo; para entonces, estaba pensando en
mi propia piel. Él se había incorporado y parecía sostenerse bien en pie. Aún había
suficiente claridad en el cielo, pero la brisa marina traía unos vapores salinos
con consistencia de neblina, y cuando me alejé un poco más de él, apenas distinguía
su figura en aquella oscuridad. A todo lo largo de la playa noté cómo venía del
mar el denso aire salino. Luego le di la espalda, y cuando estuve más cerca de la
casa, volví a nadar una vez más, como parece que había estado haciendo aquel verano
después de cada encuentro con Lawrence.
Cuando
volví a la casa, me tumbé en la terraza. Un poco más tarde regresaron los demás.
Oí cómo madre criticaba los arreglos florales que habían ganado premios. Ninguno
de los nuestros había ganado nada. Luego la casa se quedó en silencio, como sucede
siempre a esa hora. Los niños se fueron a la cocina para que les dieran la cena,
y los demás subieron a bañarse. Después oí cómo Chaddy preparaba los cócteles, y
se reanudaba la conversación sobre los jueces del concurso. Al poco, madre exclamó:
–¡Tifty!
¡Dios mío, Tifty! ¡Tifty!
Se
hallaba en la puerta, con aire de estar medio muerto. Se había quitado la venda
ensangrentada y la llevaba en la mano.
–Lo
ha hecho mi hermano –dijo–. Ha sido mi hermano. Me golpeó con una piedra, o algo
parecido, en la playa. –La autocompasión hizo que se le quebrara la voz. Pensé que
iba a echarse a llorar. Nadie dijo nada–. ¿Dónde está Ruth? –exclamó–. ¿Dónde está
Ruth? ¿Dónde demonios está Ruth? Quiero que empiece a hacer las maletas. No necesito
perder más tiempo aquí. Tengo cosas importantes que hacer. Tengo cosas muy importantes
que hacer. –Y echó a andar escaleras arriba.
Salieron
hacia el continente por la mañana, en el barco de las seis y media. Madre se levantó
para decirle adiós, pero fue la única, y es una escena cruel y fácil de imaginar
al mismo tiempo: la encarnación del matriarcado y el traidor, mirándose el uno al
otro con una consternación que podría parecer como la fuerza del amor vuelta del
revés. Oí las voces de los niños y el coche alejándose por la avenida de grava;
me levanté y me acerqué a la ventana, y ¡qué mañana tan maravillosa! ¡Cielo santo,
qué mañana! Soplaba viento del norte. El aire era muy limpio. Con el primer calor
del día, las rosas del jardín olían como mermelada de fresas. Mientras me vestía,
oí la sirena del barco, primero la señal de aviso y luego el doble pitido, y me
imaginé a la buena gente en la cubierta de arriba, bebiendo café en frágiles vasos
de plástico, y Lawrence en la proa, diciéndole al mar: “Thalassa, thalassa”, mientras
sus tímidos y desgraciados hijos contemplaban la creación desde el círculo de los
brazos de su madre. Las boyas doblarían tristemente por Lawrence, y aunque el esplendor
de la luz hiciera muy difícil no abrir los brazos y lanzar exclamaciones de gozo,
sus ojos permanecerían fijos en la negrura del mar que iba quedando atrás; pensaría
en su fondo, oscuro y extraño, donde yace nuestro padre, bajo diez metros de agua.
¡Ah!
¿Qué se puede hacer con un hombre así? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo convencer a su
ojo para que no descubra entre la multitud la mejilla con acné, la mano enferma?
¿Cómo se le puede enseñar a responder ante la inestimable grandeza de la raza humana,
ante la áspera belleza de la piel de la vida? ¿Cómo obligarlo a poner el dedo en
las testarudas verdades ante las que el miedo y el horror resultan impotentes? Aquella
mañana, el mar estaba tornasolado y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban –Diana
y Helen–, y vi sus cabezas descubiertas, ébano y oro en el agua oscura. Las vi dirigirse
hacia la orilla, y vi que se hallaban desnudas, sin rubor alguno, hermosas, y llenas
de gracia, y me quedé mirando a las mujeres desnudas, saliendo del mar.
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