Massimo Bontempelli
Nunca he tenido una verdadera
inclinación por el homicidio. Hasta ahora no he asesinado más que a mi amigo Amílcar,
aunque, tras de mucho pensarlo, me parece que no fue una mala idea. Esto sucedió
hace muchos años en la ciudad de Casablanca.
Había
ido a Casablanca a causa de una desilusión amorosa que me infirió una norteamericana
a la que había acompañado de Europa a Asia y que me había dejado plantado. Odiando
en consecuencia Europa, Asia y América, y dada la distancia de Oceanía, decidí pasar
algún tiempo en África. Por eso me hallé en Casablanca que, como muchos saben, está
situada precisamente en África, sobre el Atlántico. En Casablanca vivían muchos
trabajadores italianos que laboraban de día, muchas cocottes provenzales
que trabajaban de noche, y muchos franceses.
A
fin de apaciguar mi espíritu exacerbado, pasaba todo el día recluido en mi alcoba,
dedicado a escribir la vida de Ruggero Bonghi, según los documentos que había recogido
en mis viajes. Por la noche me dirigía a tomar un púdico mazagrán en alguno de los
doscientos casinos que florecían en aquella noble colonia. En uno de esos trabé
conocimiento y luego estrecha amistad, con un hombre modesto y apasionado que se
llamaba Amílcar. Era un portugués nacido en Brasil, que durante el día se dedicaba
a vender una gran existencia de tapices que había traído de quién sabe dónde, y
que, por la noche, llegaba al casino a jugar a la ruleta y perdía todo cuanto lograba
reunir durante el día. Yo no jugaba porque ya conocía mi poca suerte. Lo esperaba
arrellanado en una poltrona.
Por
fortuna Amílcar no empleaba más de una hora en perder cuanto tenía. Por consiguiente,
a la medianoche, venía a sacarme de mi silla, diciéndome:
–Esta
tarde me ha ido mal.
Y
salíamos a vagar juntos, bajo las pesadas estrellas del trópico.
Un
día, a media noche, me dijo como de costumbre:
–Esta
tarde me ha ido mal.
Nos
fuimos. Pero apenas habíamos dado unos pasos y aún estábamos en la puerta de la
sala, cuando, al meter la mano en los bolsillos a fin de sacar un cigarrillo, Amílcar
exclamó:
–¡Oh!
Había
encontrado una moneda, un franco.
–No
he perdido todo. Voy a apostarlo y vengo en seguida.
Dio
tres pasos hacia la mesa de juego, pero volvió a mi lado.
–¿Dónde
lo pongo? –me preguntó.
–Donde
quieras, pero que sea pronto.
–No,
no, –se obstinaba– dime en qué número debo ponerla.
Le
dije:
–En
el 45.
–No
es posible –me gritó desolado– no son más que 36 los números.
–Eso
es –respondí– ponlo en el 36.
Corrió
en dirección a la mesa. Un minuto después oí la heráldica voz del croupier anunciar:
–36
rojo.
Alargué
el cuello. Vi la barba tremebunda y las manos de Amílcar tenderse hacia las monedas
que se acumulaban junto a su franco; pero, al mismo tiempo, Amílcar alargó el cuello
hacia mí, diciéndome con sofocada voz:
–Di
pronto, pronto, ¿dónde pongo estos 36 francos?
Yo
estaba fastidiado. Para acabar, le dije:
–Deja
todo en el 36.
–¿De
veras…? –balbuceó.
Imperioso
y despiadado añadí:
–¡Déjalos!
Como
un perro fiel hizo lo que le ordené. Me dirigió una mirada humilde y lanzó otra
pavorosa a la máquina que giraba. Después, la máquina empezó a girar más lentamente,
se detuvo, y repitió;
–36
rojo.
Un
grito de sorpresa huyó de dos o tres bocas. El croupier entregaba fríamente a Amílcar
la suma.
–¿Y
ahora? –preguntó Amílcar con una voz de espectro.
–Ahora
–dije yo con una voz de emperador– ¡vámonos!
Amílcar
estaba de tal modo herido de admiración por mí que no osó decir palabra. Se repartió
en todos los bolsillos los 1296 francos y, como un perro fiel, como una mujer enamorada,
se acercó a mí.
Ya
en la calle, no dijo una sola palabra.
El
día siguiente no pensé más en aquello y me ocupé, con toda devoción, en la vida
y hechos de Ruggero Bonghi. Por la noche, Amílcar vino por mí a casa. No dijo nada.
Solamente propuso, con mucha indiferencia:
–Vamos
al Flamboyant (tal era el nombre de aquel garito africano).
Estando
allí, arrellanado yo en mi poltrona, él, con gran moderación me dijo:
–¿Por
qué no vienes un momento a mi lado? ¿No me dices los números?
–Apuesta
al 5.
Salió
el 5.
–¿Y
ahora?
–Apuesta
al 18.
Salió
el 18.
–¿Y
ahora?
Él
no se hallaba sorprendido. Los demás jugadores sí, y me miraban con ojos llenos
de miedo. Me sentí horriblemente turbado. Dije impaciente:
–No
sé, haz lo que te parezca.
Le
volví la espalda y fui a refugiarme en mi poltrona, que era grande y de cuero.
Pero
él estaba ya delante de mí, inmóvil:
–¿Quieres
decir que debo suspender, por un rato, el juego?
Allí
estaba, de pie, así, mirándome, como se espera que hable el médico cuando está observando
el termómetro, o el usurero a quien se ha pedido un préstamo: como se espera, en
una palabra, el verbo de una criatura superior.
Fumé
dos cigarrillos tratando de evitar su mirada. Miraba un rato hacia la derecha, a
un ángulo de la sala, donde no había nadie; después de un momento, miraba de reojo
hacia la izquierda, girando hacia un ángulo donde no había nadie. Al fin del segundo
cigarrillo, lo acometí de pronto:
–En
resumen, ¿qué haces aquí?
–Nada,
nada.
Era
tan sumiso que me puse a reír y, tras de la risa, no sé cómo, más bien dicho no
sé por qué, sin intención, como un estornudo, algo me dijo:
–17.
Amílcar
corrió en seguida. Sentí un remordimiento. No pude dejar de aguzar la oreja. Oí
un silencio, un zumbido, luego la voz del anunciador:
–17
negro.
La
tarde del día siguiente me puse yo también a jugar con él. Perdimos. Probé jugar
algunos golpes solo y perdí. Volvió a jugar Amílcar, y yo le sugería los números:
ganaba siempre. Poco después, se detuvo y le dije:
–Vámonos.
Y
nos fuimos.
A
los lectores les gustaría que yo contase con más detalles los episodios e incidentes
del juego, porque ya sé que se divierten con estas tonterías. Pero yo no escribo
para deleitar, escribo para instruir.
Al
salir de allí la tercera noche, Amílcar, que era un hombre honrado, me dijo:
–Hagamos
un pacto. Vendremos todas las tardes. Yo juego con mi dinero. Tú no juegas, tú me
dices los números; al salir partimos la ganancia.
Y
así lo hicimos durante dos meses. Todas las noches no sé qué demonios me sugería
los números, y siempre éramos los afortunados. Apretaba un instante los ojos, tendía,
casi, la oreja, y una especie de voz íntima, un consejero inesperado, me decía claramente
el número. Después de siete u ocho números, la voz no me decía nada más. Nos íbamos.
Ganábamos cerca de 15 mil liras por noche.
Pero
el dinero perturba la paz del hombre. De mano en mano aquel oro mágicamente ganado
la noche anterior, se acumulaba en mis cofres, mis jornadas se volvían pálidas e
inquietas. La vida de Ruggero Bonghi empezaba a extinguirse, y yo había fundado
en aquel libro muchas esperanzas de gloria. Y ahora el libro, y con él mi gloria,
vacilaba, languidecía cada vez más miserablemente en mis manos, página a página,
debido a mis ocupaciones nocturnas, funesto efecto de la fácil riqueza.
Entre
el Ruggero Bonghi y el Flamboyant mi desesperación amorosa se había aplacado, la
figura de la traidora se había desvanecido en mi memoria y ya no había razón alguna
para no regresar a la Europa natal.
Había
una razón, sí: Amílcar. ¿Podía abandonarlo de ese modo? Yo no tenía valor para hacerlo.
La existencia de tapices se había terminado. Amílcar vivía y se enriquecía gracias
a la virtud de mi inspiración prodigiosa. A él la riqueza no le pesaba ni le producía
fastidio. Era un alma simple, jamás se hubiera puesto a escribir la vida de Ruggero
Bonghi. Yo me decía:
–Cuando
un día esta vena se acabe, habrá de encontrar otro modo de seguir viviendo.
Pero
¿cómo persuadirlo? Confieso que ahora ya lo quería bastante. Con este pensamiento
días y semanas, y creciendo en mí la impaciencia de irme, me nació oscuramente (¿acaso
también por obra del diablo?) la idea de un ardid para volver suavemente a Amílcar
a una vida más digna sin que me guardara rencor, a mí, que solo le deseaba el bien.
Maduré
mi plan, gasté algún tiempo en ponerlo en práctica. Un día, en que no había logrado
escribir siquiera una línea y Ruggero Bonghi andaba desvaneciéndose y borrándose
en mi interior del mismo modo que la hermosa traidora, por la noche, fríamente,
decidí actuar.
Henos
aquí en la mesa de siempre: Amílcar sentado; yo de pie, a su derecha, como siempre.
Él, como siempre, espera que los demás apuesten, para que nadie imite su juego;
después, vuelve a mí la mirada. Yo cierro los ojos, apresto la oreja y el corazón,
y del corazón late la voz misteriosa, murmurando: 24.
Entonces
digo a Amílcar: 34.
Los
pocos segundos que la bolita empleó en su curso, me parecieron siglos.
Me
oprimía la angustia de haberlo engañado de ese modo. Arrepentido, me prometí hacerlo
ganar el golpe siguiente. Sudaba frío. La bolita se detuvo.
Había
salido el 34.
Todo
remordimiento desapareció. Creo que lo miré con una mirada terrible.
Escuché
al demonio: el demonio me dijo:
–Cinco.
Y
yo le dicté a Amílcar:
–Ocho.
Salió
el ocho. Oía la voz interior decirme:
–21.
Dije
a Amílcar:
–30.
Salió
el 30.
Dije
números al acaso, y todos salían. No lograba engañarlo. Se produjo un tumulto entre
los jugadores. La banca suspendió el juego, extendió un velo negro sobre la mesa.
Amílcar estaba radiante. Yo me sentí inundado por una onda de bilis negra y violenta.
No había logrado engañarlo. No había logrado librarme. No podía acabar la vida de
Ruggero Bonghi. No podía regresar a Europa. Los jugadores hacían comentarios detrás
de nosotros.
–¡Vamonos!
–dije a Amílcar, empujándolo, hurtándolo, echándolo por delante como a un becerro.
Se
adelantó, y mientras atravesábamos un corredor casi completamente oscuro, lo cogí
por la solapa y lo arrojé por la ventana. Oí cómo se estrellaba sobre las baldosas
del patio. Entonces, bajando por otra escalera, me volví súbitamente a Europa sin
ir siquiera a mi casa a mudarme.
Y
la paz volvió a mi ánimo. Solo estando ya en Nápoles, recordé que había dejado allí,
en un cajón, en África, el manuscrito de la vida de Ruggero Bonghi y los documentos.
Un
día u otro habré de volver a recogerlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario