Francisco Coloane
Un día de principios de
invierno arribó a Punta Arenas un barco tan deslastrado que llevaba más de media
paleta de la hélice fuera del agua; el casco plomizo, algo descascarado por la intemperie
o por las faenas de pintura en alta mar, estaba surcado de grandes manchas de azarcón
rojo que semejaban heridas cuya sangre aún no se lograba restañar.
En
sus prolongadas singladuras, generalmente estos vagabundos pasan de largo por el
Estrecho de Magallanes, y si se detienen en el puerto lo hacen solo para arreglar
algún desperfecto de sus máquinas o alguna avería vital.
Este
pidió ser recibido por la capitanía de puerto; pero junto con el gallardete de la
solicitud izó en el mástil de trinquete una bandera de grandes paños negros y amarillos
que quería decir “muerto a bordo”.
Efectivamente,
después de que la lancha de la autoridad marítima se hubo desprendido de su costado,
una chalupa fue arriada de los pescantes del barco, y, tripulada por cuatro remeros
y un patrón, se dirigió a toda boga hacia el muelle del puerto.
La
embarcación atracó cerca del malecón, que a esa hora de la baja marea se encontraba
bastante alejado del nivel del mar.
Dos
de sus tripulantes treparon ágilmente por los pilotes hasta la plataforma, y los
de abajo les lanzaron dos chicotes de soga que empezaron a recoger cuidadosamente,
surgiendo desde el interior de la chalupa, como si lo fueran sacando desde el fondo
del mar, un extraño cajón pintado de verde, que, aunque toscamente confeccionado,
tenía la característica forma de una caja de muerto.
Fue
depositado cuidadosamente en el borde el muelle, y, luego de dejar asegurada la
chalupa, subieron los otros tres marineros, le quitaron las amarras y levantándolo
en vilo colocáronlo sobre los hombros de cuatro de ellos, y con el quinto por todo
cortejo echáronse a andar en busca de la salida del puerto. Las calles estaban nevadas
y los marineros tuvieron que marchar con cuidado, pisando inseguros, lo que les
daba un cierto vaivén a sus hombros y al ataúd, cuyo verde color hacía recordar
un trozo de mar llevado en hombros de esos marineros.
A
la salida del muelle preguntaron a un guarda por el camino del cementerio, y hacia
allá dirigieron sus acompasados pasos. Era alrededor del mediodía y en las calles
solitarias y blancas solo encontraron uno que otro transeúnte que se dirigía apresuradamente
a su almuerzo, pero no tanto como para no descubrirse con respeto ante el encuentro
de la muerte y después de dar vueltas repetidas veces la cabeza, pararse a mirar
el extraño funeral de los cuatro marineros con su ataúd verde sobre los hombros.
Al
doblar una esquina se toparon con un individuo bajo, recio, que descubrió su recia
cabezota, de nariz chata, y que con insólita actitud se puso a caminar junto al
féretro, con la vista agachada y un notorio compungimiento en el rostro, como si
se tratara de un deudo. Era Mike, el hijo idiota del pastelero, que tenía la funeraria
costumbre de acompañar todo entierro que encontrara en su camino, con el más patético
de los dolores… Pero algo raro debió haber hallado en este funeral, cuando a poco
de andar se puso de nuevo la gorra y abandonó el cortejo, reanudando su vagar de
loco suelto.
Al
llegar a las afueras, una ventisca cargada de nieve empezó a azotar a los conductores
del ataúd, que tuvieron que defender sus rostros cambiando de hombros más a menudo
para guarecerse en el costado del cajón menos azotado por el vendaval. Siempre iba
uno atrás, descansando, en renovada escolta.
En
uno de estos cambios le correspondió dejar el ataúd a un tripulante algo viejo,
entrecano, que se detuvo a descansar plenamente, mientras se pasaba el pañuelo por
el rostro mojado tanto por la ventisca como por el sudor que perlaba su frente.
Era Foster, el más amigo de Martín, el lamparero de a bordo, que ahora iban a enterrar;
compartían la misma cabina en el Gastelu y quién sabe por qué razón transpiraba
tanto… A lo mejor el ataúd pesaba más para sus hombros que para los de los otros
compañeros del lamparero muerto…
Mas,
de pronto, sus ojos tropezaron con un letrero que se destacaba sobre el dintel de
una casa y que decía en letras azules y rojas “Bar Hamburgo”. Echó un vistazo temeroso
a sus compañeros que se alejaban sin darse cuenta de su detención, capeándole a
la ventisca con presurosos pasos, y volviendo a mirar el letrero entró rápidamente
en el bar.
En
el mostrador pidió al cantinero una ginebra doble que se zampó de un trago, pasándose
luego el dorso de la mano por los labios, que rechuparon el bigote con fruición.
Y se sintió más alivianado, no porque el ataúd hubiera pesado más para él que para
los otros hombres, sino porque se trataba de Martín el lamparero, su compañero de
cabina, cuyos ojos, al darse vuelta con la última mirada de la vida, habían volcado
en los suyos, en su alma apeñascada por la codicia, un peso que en vano había tratado
de aliviar.
Él
mismo fue el que propuso sepultarlo en tierra y no en el mar, temeroso de una vieja
superstición marinera que dice que los sepultados en el mar vuelven siempre a sus
casas a visitar a menudo los lugares en donde vivieron, vengándose muchas veces
de los que les hicieron daño. Y tratándose de un crimen o de algo parecido, la leyenda
exaltaba la venganza de tal manera que el alma de la víctima llegaba a incorporarse
en la del victimario, hasta enfermarlo y hacerlo perecer… ¡Supersticiones, patrañas,
pero tan ciertas a veces como las “luces de San Telmo” que se encienden en las colas
y en las crucetas de los mástiles poco antes de que un barco vaya a naufragar en
medio de una tempestad!
Aun
cuando no había pasado el cabo Froward, último peñón continental de la América meridional,
él, Foster, se había apresurado a fabricar a serrucho y martillo la tosca caja de
pino que hubo de pintar con pintura verde, porque otra pintura no había a bordo,
fuera de la negra brea, imposible de utilizar por el largo tiempo que demora en
secarse. Se había apresurado, e insistió ante el piloto para que no se lanzara al
mar el cuerpo de Martín, y en cambio descansara en paz bajo la tierra, y tal vez
lo dejara descansar a él también…; porque mientras estuviera sobre la superficie
o vagando por las profundidades del mar, el peso aquel que volcara sobre su ánimo
la última mirada del lamparero no lo alivianaría ni con todos los vasos de ginebra
que pudiera beberse en su vida.
No
pudo continuar en sus reflexiones; de súbito hicieron bulliciosa irrupción en el
“Bar Hamburgo” sus cuatro compañeros, que al darse cuenta de que él ya no los seguía,
se detuvieron a esperarlo un rato; mas uno de ellos, como marinero sediento, también
había visto de soslayo el letrero rojo y azul que decía en la pared de la casa “Bar
Hamburgo”, y no les cupo duda alguna de que el ausente se había metido de cabeza
allí mezquinamente unos tragos. Acomodaron el ataúd en una depresión del terreno
semiurbano, entre la acera y la calzada, para que fuera menos notorio su respetuoso
abandono, y se dirigieron los cuatro en pos del bellaco que se había pasado a beber
solo.
No
sin sorpresa los recibió Foster; pero haciendo de tripas corazón pidió inmediatamente
una corrida para todos y, cosa rara por su fama de tacaño, pidió otra y se adelantó
a pagarlas.
–¿Heredaste
de Martín, que estás tan generoso? –le dijo, riendo, un pelirrojo de cara acuchillada.
–¡Viejo
pillastre, te pillamos!… ¡Apuesto que te estás tomando la plata que Martín tenía
en el escondrijo que solo tú y él conocían!
Foster
se pasó nuevamente el pañuelo por la frente y trató de sonreír, mientras se llevaba
la copa a los labios, invitando a los demás con el gesto.
–¿Y
te la ibas a chupar solito, no, viejo? –dijo otro.
–¡No
sean así, siempre he tomado solo, pero con mi plata!
–¡Entonces
ponga una botella entera de ginebra! –exclamó el pelirrojo–. ¡El viejo Foster paga!
El
mesonero descorchó una botella de barro y la puso sobre el mostrador… Los marineros
se acercaron y leyeron en la etiqueta: “Su color ámbar pálido comprueba la vejez”,
y empezaron a escanciarla.
Afuera
la ventisca se fue convirtiendo en tupida nevada, y solo las muertas alas de la
nieve se acercaron a acompañar a Martín, como una ofrenda de la inmensidad sobre
su abandonado féretro.
Si da el verde con el verde
y el colorado con su igual,
entonces nada se pierde,
siga el rumbo cada cual.
Todos coreaban el estribillo
con que el lamparero Martín recordaba la posición de las luces cuando los barcos
se encuentran en plena navegación en la noche; estribillo que todo lamparero o timonel
repetía a menudo para no equivocarse en el rumbo que debía tomar en tales circunstancias.
Las
luces también se habían encendido en el interior del bar, porque la noche ya había
caído afuera, sin que los marineros se diesen cuenta de su llegada. Gente de mar,
pescadores, bebían con bullicio, y el fuerte humo de sus cachimbas y toscanos llenaba
el ambiente del bar con una pesada atmósfera. De vez en cuando alguien ponía una
moneda de níquel en la ranura de una caja de música apernada en la pared, y saltaban
al aire los acordes de alguna vieja marcha, polca o vals, con gran estridencia de
bombos y platillos.
Uno
de los marineros miró por la ventana hacia la noche y se detuvo un rato contemplando
melancólico cómo jugueteaban en los vidrios los copos de nieve, semejando una bandada
de mariposas que pugnaban por atravesar el cristal hacia la luz, escurriéndose luego
en grandes lágrimas que rasguñaban el vidrio empavonado de la evaporación. La música,
el bailoteo de los alados pies de la nieve en los vidrios a su destemplado ritmo…,
quizás qué, trajeron a la mente del marinero una obsesión, y se levantó para conversar
al oído con uno de los mesoneros del bar. Después se quedó un rato pensativo, acodado
junto al mostrador y mirando hacia sus cuatro compañeros; el viejo Foster dormitaba
y los otros tres bebían pausadamente, anegados ya por el alcohol. Lanzó un solapado
silbido que solo fue percibido por el pelirrojo de cara acuchillada, que se acercó
al instante al mesón.
–¡Vamos
a divertirnos por ahí? –propuso.
–¡All right! –contestó el pelirrojo, haciendo
restallar la lengua; pero, dudando de pronto, agregó–: ¿Y Martín?
–¡Que
lo entierren ellos…, si pueden! –replicó haciendo un gesto despectivo hacia los
que continuaban en la mesa.
Salieron
sigilosamente y la noche se los tragó. Solo después de un largo rato los de adentro
se percataron de la ausencia; pero la borrachera había sido tan súbita, que poca
cuenta se daban de la hora y de las circunstancias en que se hallaban.
–Vamos…
a enterrar a Martín –balbuceó uno de ellos.
–¡Cuando
los otros vuelvan! –profirió el otro.
Foster
continuaba dormitando pesadamente y despertaba de tarde en tarde solo para estirar
la mano y llevarse, vacilante, la copa a los labios marchitos, que revivían por
algunos momentos al ardiente contacto del alcohol.
–¡Pobre
Martín! –gimoteó el uno.
–¡Pobre!
–repitió en letanía el otro.
–¿Te
acuerdas cuando nos dio de tomar a todos en Tocopilla?
–¡Sí,
me acuerdo; a todos nos costeó el trago con sus gracias!
–Tocaba
mejor que esta endiablada música, con su armónica…
Por
unos momentos pasó por la mente de los borrachos la imagen inolvidable del lamparero
del Gastelu, el mejor camarada de a bordo: la visión de cuando los alegraba con
su armónica de boca, o de aquellas ocasiones en que, sin un centavo en el bolsillo,
en un bar de un puerto cualquiera, salía a bailar con alguno de sus compañeros,
tocando la armónica y acompañándose con una verdadera batería de cucharas antepuestas
entre los dedos, que tamborileaban al compás del baile por la cabeza, la frente
y el lomo, en una grotesca y extraña danza. Después del baile con que hacía reír
a los parroquianos, Martín saludaba y al rato era el convidado de todas las mesas;
pero en ellas no podía beber sin sus estimados compañeros…
–¿Te
acuerdas del naufragio del María Cristina?
–Cuando
se sacó el chaleco salvavidas y se lo pasó a Foster…
–Para
que se salvara, porque era más viejo que él…
–Y
él casi la entregó, braceando desde mar afuera sin salvavidas…
–Y
ahora el viejo bribón duerme y ni siquiera entierra al que le salvó la vida…
–Nosotros
tampoco…
–Ni
esos traidores que se fueron y que todavía no vuelven…
–Ni
nadie… Hip… hip… Este mundo es muy perro… Apenas uno se da vuelta y ya nadie se
acuerda… –gimoteó el más borracho, llenándosele el rostro de gruesos lagrimones,
y agregó entre hipidos y llantos–: ¡Pobre Martín! “Si da el verde con el verde y
el colorado con su igual, entonces nada se pierde, siga el rumbo cada cual…”
La
sirena de un barco comenzó a horadar angustiosa e intermitentemente la alta noche;
se dejó oír en el interior del bar, traspasando el bullicio y la música. Era un
aullido que tenía algo de voz humana que viniera de la inmensidad; una voz ululante,
enternecedora. Era el pito de Gastelu, que clamaba por sus cinco tripulantes desembarcados
en misión de piedad…
–¡A
ver…, marineros…, hace media hora que un barco está llamando a su gente!… –exclamó
el patrón del bar, sacudiendo a los dos que quedaban dormitando sobre la mesa en
que por la tarde se habían sentado los cinco.
Le
costó trabajo despertarlos. Por suerte lo consiguió en los mismos instantes en que
la sirena del barco reiniciaba sus angustiosos y prolongados lamentos, llamando
de nuevo a sus tripulantes para zarpar antes de que la marea se le pusiera a la
salida del Estrecho.
Restregándose
los ojos aún, los dos marineros reconocieron en los intermitentes pitazos la voz
del Gastelu.
–¡Es
él, nuestro barco!
–¡Está
llamando apurado! –profirió el otro.
–¿Y
nuestros compañeros? –preguntó uno de ellos, algo despejado por la dormida.
–¡Se
fueron… hace algunas horas… en busca de otra diversión! –replicó el patrón.
–¿Y
Foster también?
–¿Quién
es Foster?
–¡Los
otros dos se irían a ver mujeres; pero Foster, el viejo, debiera estar con nosotros!
–¡Ah!…
El viejo, sí; vi que se quedó con ustedes, pero hace rato que ha desaparecido… ¡A
lo mejor, cuanto más viejo, más mujeriego!
En
ese instante la bocina del Gastelu empezó de nuevo a clamar con sus pitazos intermitentes
por sus hombres tragados por la ciudad, y los dos últimos parroquianos del “Bar
Hamburgo” partieron, poniéndose las gorras apresuradamente.
Afuera
se toparon con la negra noche; pero los helados tentáculos que salían de las negruras
les abanicaron el rostro y les despejaron algo la borrachera.
–¿Y
Martín? –dijo uno, acordándose súbitamente del ataúd que habían abandonado en la
solera.
–¡No
lo enterramos!… y pongámonos de acuerdo con los demás en la chalupa.
–¡Alguien
lo sepultará mañana cuando lo encuentren! –replicó el otro, y se perdieron como
dos sombras más densas que la noche misma, camino del muelle.
Pero
al día siguiente nadie encontró ataúd alguno en el puerto, porque la nieve había
caído durante toda la noche, formando una capa de cerca de un metro de espesor y
cubriendo con su altura todas las cosas, y continuaba nevando, pausada, pero tan
copiosamente que nadie iba a andar buscando ataúdes en las soleras de las calles
aquel día. Ni en ese ni en los otros que fueron solidificando la gruesa costra de
hielo…
Era
como si el lamparero Martín hubiese regresado de nuevo al mar, después de muerto,
como las almas de aquellos náufragos que siguen la estela de los que fueron sus
barcos o el rastro de los que los atormentaron en vida o en la hora de la muerte.
Como
a la media mañana de aquel día. don Erico, el dueño del “Bar Hamburgo”, empezó a
asear su establecimiento, y cuál no sería su asombro al encontrar detrás de unos
barriles, en una pieza contigua a los servicios higiénicos, que servía de bodega,
a un marinero viejo, entrecano, que aún dormía la mona.
–¿Y
usted? –le dijo, despertándolo con la punta del pie.
–¿Yo?…
Soy del Gastelu… –contestó Foster, balbuceando, mientras se ponía de pie restregándose
los ojos y aún no dándose bien cuenta del lugar en donde se encontraba.
–¿Del
barco que llamó toda la noche a su gente?
–¡Sí!…
¿Se fueron… mis compañeros… y me dejaron? –agregó balbuceante.
–¡Ahora
que me acuerdo, preguntaron por un tal Foster! ¿Es usted Foster?
–¡Sí,
yo soy Foster!
–¡Y
yo que les dije que se había ido con los otros… detrás de las mujeres! –dijo don
Erico con una indiferente y bestial carcajada.
–¿Y
el barco?
–¡Ya
estará lejos! ¡Por un marinero ningún barco espera!
–¡Deme,
por favor, una ginebra! –musitó Foster, tentándose los bolsillos en busca de dinero.
Pasaron
al bar, donde don Erico le sirvió un vaso grande de ginebra.
–¡Yo
también fui marinero! –le dijo–. Por muchos años navegué en la Hapag ¡y más de una
vez me dejó el barco y volví a encontrar embarque en otro!
Con
la ginebra, a Foster dejaron de castañetearle los dientes, tan aterido estaba por
el frío de la noche pasada; y después de afirmarse con otra copa se dirigió hacia
el puerto.
–¡No
salga, que está nevando fuerte! –le advirtió don Erico.
–¡No
importa, puede que esté el barco todavía! –respondió.
–¡Ya
habría tocado la bocina de nuevo! –replicó el dueño.
Sin
embargo, Foster bajó hasta el muelle para escrutar la bahía envuelta en la bruma
de la nevada, y para encontrar solo pontones atados a sus grilletes, barcos de cabotaje
y uno que otro lanero tardío de alto bordo. El Gastelu no estaba por ninguna parte;
a esas horas. Seguramente, ya estaría saliendo por la boca oriental del Estrecho,
rumbo al África, y luego a Europa, al Mediterráneo, a través de sus largas singladuras.
Por todo lo que había oído, ese era su último viaje; estaba demasiado viejo y le
habían prohibido navegar. Seguramente algún armador los iba a adquirir para desguazarlo
y aprovechar algo de él… Su apeñascado corazón se hendió como una puñalada… Si no
volvía a encontrarse con el Gastelu en ningún otro puerto del mundo, o lo desguazaban
como era lo más probable, ¿a dónde iba a ir a parar el dinero que Martín había escondido
en lo alto del palo trinquete, debajo de un farol, junto a la cofa? ¿Quién iba a
ser el afortunado dueño de ese pequeño tesoro por el cual él había cometido el acto
más vil de su vida? ¿Al no pasarle el vaso de agua con el remedio a su compañero,
en los instantes de su agonía?
Fue
poco a poco después de haber cruzado el Paso del Abismo, en los canales, cuando
Martín se sintió mal y lo llamó para revelarle el lugar en donde había escondido
sus ahorros de los años de navegación en el carguero Gastelu; dinero con el cual
pensaba retirarse a la aldea de donde era oriundo, en el interior de Pontevedra,
en la que aún vivía su vieja madre, para quien serían ahora esos ahorros. En la
Capitanía de Vigo la conocían ya por las mesadas que solía enviarle; allí podría
Foster dejarle los ahorros; pero si disponía de algún tiempo, era preferible que
fuera a entregárselos personalmente a la aldea. ¡Era su único y último deseo!
Desde
ese instante empezó a surgir dentro de él una lenta pero inexorable sombra. “¿Qué
será? –se dijo–. ¿Podré yo ser así, tan malo?” Había cuidado solícitamente a Martín
en su enfermedad; pero después de la revelación, algo dudoso empezó a entorpecer
todos sus actos con el enfermo. Lo rehuía y hasta surgió, pleno, el deseo de que
muriera cuanto antes para que dejara de “embromar” tanto… ¿Por qué quería que falleciera
luego? ¿Por el dinero de la cofa? ¡No! ¡Él no podía ser tan malvado para quedarse
con eso, que el otro había ahorrado para sí y para la pobre vieja!
En
fin… Ya vería lo que iba a suceder con ese dinero… Algo llevaría a las manos de
la vieja… porque era bastante y alcanzaba para los dos.
¡Se
estremeció al descubrirse, por segunda vez, ese pensamiento maligno! ¿Tan malo era?
Y bien, si él era así en realidad, tan malo, y solo ahora se descubría ante esa
circunstancia, ante esa prueba del Destino, ¿por qué no quedarse con toda la plata
y retirarse de una vez de esos barcos viejos, de dudosas rutas y más dudosos cargamentos,
a donde iba a parar la escoria de los puertos? ¡El dinero lo era todo en la vida
y allí estaba su oportunidad!
¡Y
eso fue lo que lo hizo vacilar tanto, en la agonía de Martín, al querer pasar el
vaso de agua con el remedio que tan desesperadamente le pidió! ¡Ese vaso de agua
que le podía significar un poco más de vida! Quién sabe si la vida entera… porque
¿quién conocía los designios de Dios?
Sin
embargo, se demoró en pasarle el vaso de agua con el remedio, como si un grillete
invisible lo hubiera detenido, amarrándolo a los pies.
Hasta
que el propio Martín se dio cuenta de las intenciones de su amigo, y entonces fue
cuando el lamparero volvió esa extraña mirada sobre su malvado compañero. Fue la
última, la del instante de la muerte; pero su fulgor inundó la cabina, se impregnó
en las paredes y no lo dejó ya, ni siquiera dormir.
Con
ese fulgor de espanto u odio, esa mirada había pasado a la eternidad, había quedado
en la atmósfera como un hálito más de dolor ante la humana maldad. Aire enrarecido
que le empezó a circundar por todas partes desde el día de la muerte de Martín;
ya fuera dando vueltas las cabillas del timón o rascando la pintura en la intemperie;
allí estaba siempre impregnándolo de un raro desasosiego.
Y
en esa hora cruel del abandono, cuando atestiguaba definitivamente la partida del
Gastelu con su pequeño tesoro escondido en el mástil hacia otros mares, la atmósfera
se había enrarecido aún más, a pesar de la nevada, cuyos pétalos blancos venían,
innúmeros, a palparlo, como si alguien desde la lejanía tratara de reconocer al
hombre…, sorprendido de que pudiera de pronto trocarse en otro hombre, en tal forma
y tanto…
Foster
vagó por el puerto como un fantasma que busca otro fantasma… Y poco a poco se fue
dando cuenta con horror de que la superstición marinera se estaba cumpliendo en
él y que él mismo era el que llevaba a ese otro fantasma adentro.
La
pérdida, el abandono, la falta de dinero, aumentaron los remordimientos e hicieron
mella en sus años. Anonadado, guardó el secreto y a nadie preguntó ni comunicó el
extraño caso del ataúd que tan afanosamente buscaba… Las circunstancias se habían
concitado también para que ignorara completamente el lugar en donde sus compañeros
lo habían dejado. Y después, la borrachera… Bueno, la borrachera había sido la culpa
de todo lo demás.
¿Dónde
estaba el cadáver de Martín? ¿Se había resbalado misteriosamente por las pendientes
nevadas, regresando de nuevo al mar, para no dejarlo vivir en paz? ¿Se había incorporado
ya su alma a la suya partiéndola en dos y atormentándole, mientras su cuerpo permaneciera
a flor de tierra o deambulara por las profundidades marinas?
Indagó
sigilosamente por el cementerio; pero nadie le dio indicio alguno. Don Erico, el
dueño del bar, tampoco sabía nada. Todo el mundo ignoraba el misterioso suceso.
La
vida se le hizo angustiosa, insoportable. Vagó como un mendigo de puerta en puerta,
encendiéndoles el fuego en las mañanas a las cantinas y a los bares por un pedazo
de pan o una copa de aguardiente. Después, ya ni siquiera pudo seguir realizando
estos minúsculos trabajos domésticos y le faltó el alcohol que lo sostenía.
Una
madrugada lo encontraron helado dentro de una pequeña cueva que la erosión había
hecho en los acantilados que quedan en las afueras del puerto, por el lado del oriente.
Tenía la característica mueca de los escarchados, y sus ojos abiertos, fijos, miraban
intensamente hacia el este, hacia la desembocadura del estrecho, en cuyo horizonte
se pierden los mástiles de esos viejos vagabundos de los mares, que pasan de largo
por el puerto o recalan solo porque tienen que reparar alguna avería o dejar algún
enfermo.
Sobrevino
lo que llaman el “veranito de San Juan” y el macilento sol austral aumentó por algunos
días sus calorías, deshelando la gruesa capa de nieve que se había formado con las
tormentas pasadas. En una calle de las afueras, camino del cementerio, apareció
un buen día un extraño cajón de muerto, pintado de verde y con su cadáver helado
adentro. El hallazgo conmovió a las autoridades; la policía realizó investigaciones,
autopsias; pero nadie pudo saber a ciencia cierta nada.
Sólo
Mike, el hijo medio loco del pastelero, cuando se encontró con el ataúd que sacaban
de la morgue para conducirlo al cementerio y se puso gorra en mano a su lado para
acompañarlo, trató de decir algo, mostró los cinco dedos, bamboleó como un marinero,
indicó el ataúd insistentemente; pero nadie comprendió que con su mímica quería
decir:
“Cinco
marineros y un ataúd verde”.
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