Manuel Díaz Rodríguez
Psiquis,
mujer al cabo, era imprudente y curiosa. Mil desventuras le costó su primera
curiosidad, cuando quiso ver el rostro del amante dormido y una gota de aceite
escapada de la funesta lámpara ahuyentó al hijo de Venus. Desde entonces, y por
mucho tiempo, la vida fue para Psiquis una serie de malandanzas. Errante de
país en país y de templo en templo saboreó todas las amarguras; padeció dolores
y martirios extraterrenos; de sus ojos, convertidos en manantiales profundos,
continuamente desbordados, corrían, cruzando sus mejillas, dos ríos de
lágrimas; y caminó tanto, tanto, y por tales veredas, que la sangre varias
veces tiñó de púrpura los cándidos jazmines de sus pies, y los jazmines lucían
como rosas.
La miseria de Psiquis turbó al fin la
impasibilidad augusta de los dioses; y la misma cólera de Venus pasó como los
incendios del crepúsculo. Fidelidad y constancia dieron el triunfo a Psiquis, y
Psiquis, dichosa y en paz, reinó sobre la tierra. Su trono, el más alto; su
corte, la más ilustre: en esta no había sino grandes artistas, poetas de
corazones puros, filósofos de labios disertos. Los aduladores de la reina
tenían por incensarios liras, y como único incienso el Verbo, hecho música en
las cuerdas, flor de luz en los labios. Pero a trono tan excelso y cortesanos
tan ilustres debían, según dijeron muchos, corresponder en riqueza y esplendor
el cetro, la corona y los atavíos reales. Y no más dijeron así, cuando artistas
de gusto exigente partieron a buscar, por todas las comarcas del reino, las
preciosidades más raras, dignas de resplandecer en la frente, el cuello y las
manos de Psiquis; revolvieron tesoros, ahondaron minas, rasgaron las entrañas
de la tierra y del mar; y la tierra dio su oro y sus gemas: topacios,
amatistas, esmeraldas, rubíes de sangre milagrosa, zafiros de tinta ideal,
diamantes de aguas puras, mientras el mar profundo y rico, si bien pobre de
piedras preciosas, dio, en corales y perlas, lo mejor que tenía de besos muy
rojos y ensueños muy castos.
De vuelta a la corte, los grandes
artífices echaron sobre los hombros de la reina el manto de armiño y púrpura;
luego se dieron a trabajar el oro, día y noche, puliéndolo, repuliéndolo,
cincelándolo, para después embutir en el oro bien trabajado muchas piedras
fúlgidas y acabar la corona y el cetro; por último, engarzaron perlas y
corales, y un río de corales y perlas corrió por la garganta de Psiquis.
El cetro y la corona, fulgurantes como
soles, deslumbraron a la multitud puesta de hinojos a los pies de la reina.
Pasaron días, años, generaciones de
hombres, y Psiquis, dichosa y en paz, oyendo música de liras y música de labios
disertos, reinaba sobre el mundo.
Pero, una mañana, en el silencio de su
alcoba real, sola con sus riquezas, que brillaban en la penumbra con fulgores
mortecinos, se sorprendió reflexionando en lo inútil de la corona y del cetro,
en la mezquindad fastuosa de su manto, en la vana luz de sus joyas, y se
arrepintió de haber aceptado como tributo el presente de las gemas. En sus
reflexiones llegó a sentir uno como vago impulso de piedad, acompañado de un
movimiento de rebeldía. Se despojó de la corona y el manto, depuso el cetro, y
se vio de pies a cabeza, blanca y desnuda, como en remotos días pasados.
Nostálgica de su ser antiguo, se avergonzó de vivir disfrazada como una
mujerzuela vanidosa. En sus atavíos regios vio una injuria a su belleza incomparable,
porque la belleza de sus formas era superior a la belleza de las piedras
preciosas más raras, su cabello más rico y luminoso que todas las coronas, su
desnudez más casta que el armiño.
No contenta con despojarse del manto, el
cetro y la corona, Psiquis resolvió destruir sus riquezas, a fin de no caer en
pecado de vanidad. Pero sus manos, deliciosamente blandas, no sabían destruir
como destruye la mano brutal de los hombres: Ella no era capaz de reducir a
polvo inerte su fortuna, y de aventar luego el polvo: su piedad, infinita,
abarcaba los seres y las cosas, y su piedad era infinita por ser grande su
ciencia. Estaba iniciada en todos los misterios de la vida, y ninguno tan
prodigioso como el misterio de su propia sangre. Nunca se derramó en vano la sangre
de sus venas: en donde esta caía despertaba el germen de un ser de belleza
pura, graciosa, y con alas, como la belleza de Psiquis; y a favor de tan
inefable virtud, la soberana pensó desembarazarse de sus gemas, convirtiéndolas
en frágiles seres primorosos.
Sin echar siquiera una ojeada sobre la
funesta lámpara que debía de recordarle su imprudencia de antaño, se dispuso a
realizar su pensamiento en la faja de luz que desde una ventana entreabierta
llegaba a morir a sus pies. Con un largo estilo, áureo y tenue como rayo de
sol, hincaba sus dedos, y después con el estilo húmedo de sangre tocaba las
piedras preciosas hasta no dejar ni una sin el extraño bautismo sangriento.
Al contacto de la sangre hubo en todas las
piedras un estremecimiento de vida, y las gemas dejaron de ser piedras para
convertirse en larvas. Muy pronto desperezos de alas estallaron en las orugas
de color; y corales y rubíes fueron mariposas de alas rojas, las esmeraldas
mariposas verdes, los diamantes y las perlas mariposas blancas, el zafiro
mariposa azul, en tanto que de las piedras policromas volaron policromas
libélulas.
Psiquis, como todos los creadores, halló
buena su obra, y se regocijó mucho al ver su tesoro convertido en bandada de
insectos. Libélulas y mariposas, antes de huir, se posaron en la frente, el
seno, la espalda y sobre todo en el cabello destrenzado de Psiquis, y en el
cabello destrenzado mariposas y libélulas fingieron un torrente de pedrería;
luego, revolotearon, llenando la estancia real de música de alas y palpitaciones
de élitros, para escaparse al final a través de la ventana entreabierta y
perderse a lo lejos, como Psiquis las vio perderse, entre las flores, entre los
árboles, en el cielo azul, amándose al aire y al sol, muy libre y sanamente.
La reina, con refinada lentitud, saboreó
su acto piadoso y, satisfecha de haberse conducido según el amor y la verdad,
no adivinó las consecuencias fatales de su obra. ¡Ah!, no hay como la piedad
para cometer grandes errores, y el acto piadoso de Psiquis fue el último y el
mayor de sus errores. Cuando se apareció de nuevo ante los hombres, cuando su
belleza, en lo alto del trono, surgió blanca y desnuda como un lirio, los
hombres la desconocieron: miopes estultos, de no ver sino el esplendor de las
joyas, habían olvidado la belleza incomparable de Psiquis. Y no solamente la
desconocieron: entre la multitud hubo imbéciles que gritaron al verla:
¡inmoralidad!, ¡infamia!, ¡usurpación!
A tales gritos, la muchedumbre puesta en
pie, desconcertada y loca, semejante a una ebria de mil cabezas, empezó a
girar, a remolinar, a titubear, sin saber hacia dónde dirigirse, falta de amo,
sin saber ante qué ídolo postrar sus rodillas de sierva habituada a la
genuflexión, y así estuvo, desesperando y vacilando, hasta caer a los pies de
un grotesco mamarracho de oro, que tenía forma de asno, con aire grave de
pensador taciturno, sobre lomos y anca un trapo carmesí y por ojos dos inmensas
crisolitas.
Aun en lo alto del trono, Psiquis
experimentó la sensación desesperante que ha matado después a muchos hombres,
la sensación angustiosa de una soledad infinita en medio de la muchedumbre.
Viéndose perdida para siempre, bajó del trono y, como en su antigua romería
expiatoria, se fue por el mundo, de templo en templo, de país en país,
caminando, caminando, porque sus alas
entorpecidas por la inacción no recordaban el ímpetu glorioso del vuelo.
Recorrió todas las comarcas, de las cuales había sido reina y señora, y en
ninguna parte la reconocieron los súbditos, despojada como iba de suntuosas
insignias reales.
Por fin, después de muchos desengaños,
decidió alejarse de los hombres y vivir, mientras las alas débiles cobraban
nuevos bríos, en cumbres deshabitadas. Y así, alejándose de los hombres,
vengose de estos, pues a medida que ella se alejaba, los hombres padecían más y
más de una extraña ceguera que les obligaba a ver las cosas como al través de
un velo áureo.
Pero los dioses reservaban a Psiquis, con
la suprema alegría del vuelo, la alegría de hallar en una de las cumbres a las
cuales trepó, en la cumbre más alta, al único de sus vasallos que supo
reconocerla porque la nube color de oro no empañaba sus pupilas. Era un pobre
diablo moribundo en la flor de los años, mitad mendigo, mitad trovero. Bohemio
le llamaban desdeñosamente los hombres y lo creían estúpido porque despreció la
riqueza, el poder y los abrazos infames. No tenía sino un manto agujereado por
las lluvias del cielo y las piedras del camino, pero él no se hubiera trocado
por el más rico poseedor de tesoros. Durante su vida vagabunda recogió claros
de luna, puestas de sol, gorjeos de pájaros, fragancias y músicas del bosque, y
con todo eso construyó sueños, muchos sueños, hasta haber en su alma tantos
sueños como hay celdas en el panal y flores, por primavera, en las acacias.
Y como Psiquis no sabía de ingratitudes,
no desamparó esa alma de poeta: antes bien, la llevó consigo, al irse en busca
de un mundo nuevo, no manchado de humanidad; y siempre en compañía de esa alma
voló, hasta posar los cándidos jazmines de sus pies en la Vía Láctea luminosa y
desaparecer por la gran ruta del cielo, blanca y azul, empedrada de zafiros y
diamantes.
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