Isabel Allende
Descubrieron la cabeza de la
niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos, llamando sin voz. Tenía un nombre
de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable cementerio, donde el olor de
los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos
y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir
se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión
insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie
se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla,
atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar
que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue
un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una
espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de
anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho
pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de
las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban
a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los
quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando
un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron,
rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas
bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis
del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las
iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los
potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron
los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud
del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos
y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían
sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto
de barro.
Cuando llamaron
del canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de la cama aturdida
de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó sus elementos
de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos como
tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo
mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de
regreso.
Fue de los primeros
en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los bordes del pantano
en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor pudo, él contaba
con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas
aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía
sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto
de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con
su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en
batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria,
y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como
si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía
no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos.
Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara
a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente
en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo
de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo
desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la descubrieron
y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con insistencia
a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su
pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron
una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera,
entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf
soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el
micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los
cadáveres.
–¿Cómo te llamas?
–le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de flor.
–No te muevas,
Azucena –le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué decía, sólo para
distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El
aire a su alrededor parecía tan turbio como el lodo.
Por ese lado
no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por donde el
terreno parecía más firme. Cuando al fin estuvo cerca tomó la cuerda y se la amarró
bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le
achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba
con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero
apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron
sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien
sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y
ella dijo que no eran sólo escombros, también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos,
aferrados a ella.
–No te preocupes,
vamos a sacarte de aquí –le prometió Rolf. A pesar de las fallas de transmisión,
noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo
miró sin responder.
En las primeras
horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla. Luchó con
palos y cuerdas, pero cada tirón era un suplicio intolerable para la prisionera.
Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo
que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con
él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban
ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada,
como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista,
en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático,
que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla
cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover
los escombros a ciegas, se sumergió un par de veces para explorar ese infierno,
pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba
una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con
el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
–¡No podemos
esperar tanto! –reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se detuvo a
compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él aceptara
que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión
irremediable.
Un médico militar
se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba bien y que si
no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
–Ten paciencia,
Azucena, mañana traerán la bomba –trató de consolarla Rolf Carlé.
–No me dejes
sola –le pidió ella.
–No, claro que
no.
Les llevaron
café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y
empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese
pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había
salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro,
se convenció de que todo terminaría bien, llegaría la bomba, extraerían el agua,
quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital,
donde se repondría con rapidez y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó
que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido.
No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas
en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas
comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se
le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa
que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole
en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de
la incertidumbre.
Ésa fue una
larga noche.
A muchas millas
de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la
espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches
enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que
vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la
ciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas,
al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles
por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla
con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas
corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban
a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban
las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía
el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba
la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él,
cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su
misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el
recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento
y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad,
a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el
cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta
hace un millón de años.
En el primer
noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de hombres y
animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche por
la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario
de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con
paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la
Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras
largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo.
Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las
llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el
agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar
miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos,
pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia
retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición
amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba
apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La inmovilidad y la
tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía hablaba
con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como
si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba
crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia
pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores
de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a
través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino
de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética
responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer
Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en
esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta,
porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que
distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó
que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban
reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla
y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna
suave, persistente.
–El cielo está
llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también.
–No te asustes
–le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte tranquila, todo
saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.
Volvieron los
periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba
responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables,
cintas, películas, videos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido,
luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas,
técnicos de sonido y camarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones
de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El
despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir
imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito
y tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados
de mí por un vidrio irreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe
cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar
su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve
presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos
que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad
del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas
de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche
hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco
a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé
durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas
y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a su paso los obstáculos que
por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena,
ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar ni tiempo anterior al suyo,
era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó
de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración
para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los
cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza?
¿Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco mencionó
la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de tacones de
estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió
por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar.
Azucena le hizo
entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo.
Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo
y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a
la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin
salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio junto a su cara las botas
y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba
en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto
y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su
padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas
eternas con los ojos cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las
manos para no oír los latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un
animal. En la neblina de los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce
criatura retardada que pasó la existencia escondida con la esperanza de que el padre
olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del
comedor y allí, ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron
abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado
con el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado
y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la suya, su jadeo
asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de
su mirada. Katharina, Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta
en el mantel blanco convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la
culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista,
aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento
de mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás
de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos
desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos
que lo atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no
pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro,
su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra
en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris
y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera
por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó
para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle que cogiera una pala,
porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
–No llores.
Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer.
–No lloro por
ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé.
En el valle
del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones. El Presidente
de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de campaña para confirmar
que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones hermanas
habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes,
fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías.
Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares
de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos
vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a
las carpas del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el
alivio de promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de
aliento a los médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida
se hizo conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre,
porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano
de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento paternal,
cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió
para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé
a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de
la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una
adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en
él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado
al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo
no había tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue
Azucena quien le dio consuelo a él.
Me di cuenta
del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al tormento de vigilar
la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches, espiándolos
al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece
años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo
sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar
a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían
dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por
estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y
vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por
un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se
salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima
de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de
podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó
en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto
dolor.
Para entonces
yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general dispuesto a enviarla
en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al anochecer de ese
tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien máquinas,
Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido
hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo
apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente,
una flor en el barro.
Estás de vuelta
conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al canal y vemos
de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo que pudiste
haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los
examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están abandonadas en
un armario, no escribes ni cantas, te quedas durante horas sentado ante la ventana
mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior
de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas
caminaremos otra vez de la mano, como antes.
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