E. L. Doctorow
La ciudad se levanta sobre
terrazas abiertas en el monte, a lo largo del río, es una ciudad construida a la
zaga de una fábrica, hecha toda ella de casas de tablas de chilla, y la fachada
de sus edificios municipales es de piedra roja. Tiene una biblioteca pública que
consta de una sola estancia, y que se llama el Liceo. Hay varios bares que fueron
casas con soportales, y sus rótulos de neón cuelgan de las ventanas delanteras.
Abajo, junto a la orilla del río, está la vieja fundición, un largo edificio de
ladrillo, de dos pisos, con una torre en un extremo, protegido por verjas cerradas,
y muchas de sus ventanas están rotas. El río está helado. La ciudad está espolvoreada
de nieve reciente. A lo largo de las aceras de las calles se amontona la nieve acumulada
por el invierno hasta la altura de los hombros. El humo flota sin rumbo, saliendo
de las chimeneas, pero el cielo no tarda en tragarlo. El viento se levanta del río
y barre el monte, soplando entre las casas.
Un
autobús escolar sube por las calles estrechas y empinadas. Los padres aguardan en
los portales mientras el autobús recibe a sus hijos. Es lo único que se mueve en
la ciudad. Los padres recogen brazadas de leña que hay amontonada ante sus portales
y se meten en casa. Los árboles, detrás de las casas, son negros; son negros contra
la nieve. Gorrión y pinzón van como flechas de rama en rama, se hinchan el plumaje
para entrar en calor. Revolotean hacia el suelo, saltan sobre la corteza de nieve
bajo los árboles.
Los
niños entran en la escuela entre grandes puertas de roble, empujando las barras.
No es una escuela grande, pero sus proporciones, cuadrada y alta, permiten habitaciones
huecas y sonoros vanos de escalera. Los niños se sientan en hileras de pupitres
con las manos juntas y miran a la maestra, que es alegre y amable. Lleva allí el
tiempo suficiente para que su modesto deseo de transformar a esos niños se haya
transformado a su vez en espanto ante su realidad. Los pequeños rostros están sensibilizados
por el frío; la debilidad de su piel blanca se concreta en manchones en las mejillas
y en la palidez azul de sus párpados. Sus párpados son membranas translúcidas, tan
finas y delicadas que cabe preguntarse cómo duermen, cómo evitan ver a través de
sus ojos cerrados.
La
maestra les dice que se alegra de verlos con tanto frío como hace, con un viento
tan áspero como sopla en el valle, y encima se avecina una tormenta. Comienza el
trabajo del día con la gimnasia, haciéndoles inclinarse y saltar y agitar los brazos
y dar volteretas, y así pueden ver el mundo del revés. ¿Qué aspecto tiene?, les
pregunta, haciendo también ella la prueba de dar una voltereta sobre la estera del
gimnasio, hasta marearse.
No
se muestran animados, pero estos ejercicios les revelan su estado de ánimo y esperan
con interés a ver qué hará a continuación. La maestra les saca del gimnasio pequeño
y poco iluminado y los lleva por grandes estancias vacías, les hace subir y bajar
escaleras, les dice que son una patrulla perdida en las cavernas de un planeta situado
muy lejos, en el espacio exterior. Están buscando indicios de vida. Vagan por las
aulas vacías, donde se ven dibujos en colores sujetos con chinchetas y tableros
de corcho que se han ondulado, saliéndose de sus marcos. Mirad, les dice, cogiendo
un zapato de goma de niño que había en uno de los armarios y mostrándoselo. ¡Nunca
se sabe lo que puede surgir!
Cuando
bajan al sótano, el portero, adormilado en su garita, despierta sobresaltado por
un grupo de niños que se le ha quedado mirando. Es un hombre grandote como un oso,
con pantalones de faena y camisa a cuadros de lana roja. La maestra nunca le ha
visto vestido de otra forma. Tiene barba cerdosa encanecida. Somos una patrulla
perdida, le dice la maestra, ¿ha visto por aquí algún ser vivo? El portero frunce
el ceño. ¿Cómo dice?, pregunta, ¿qué?
Hace
calor en el sótano. La caldera de la calefacción ruge con voz de bajo. La maestra
ha abierto la puerta de la caldera para que los niños vean la fuente del calor,
el fuego en su guarida misma. Les invita, uno a uno, a echar un puñado de carbón
por la apertura. Esto lo hacen como si fuera un sacramento.
Luego
insiste en que el portero abra las puertas del almacén y de la vieja cocina del
comedor de abajo, y aquí hay cajas sin usar de sopa en polvo y latas de conserva
y grandes cacharros y calderos de grueso aluminio y un montón de bandejas metálicas
con compartimentos para la comida. No, dice el portero, eso no lo pueden coger.
¿Y por qué no?, responde ella, ¿no es ésta su escuela? Y da a cada niño una bandeja
o un cacharro, y todos se van escaleras arriba, golpeándolos con los puños para
asustar a los seres de carne húmeda y ojos girantes y cuernos blandos que pueden
estar al acecho en las esquinas.
Por
la tarde ya oscurece y el autobús escolar recibe a los niños en el aparcamiento
que hay detrás del edificio. Las nuevas farolas callejeras, instaladas por el Ayuntamiento,
irradian una luz ambarina. El autobús escolar, amarillo, a la luz ambarina tiene
color de yema de huevo oscura. Al irse, los niños, sus rostros apenas visibles detrás
de las ventanillas, se vuelven para mirar a la joven maestra con los ojos muy abiertos.
Ella les hace ademanes de despedida, abriendo y cerrando los dedos como un ala que
se agita. Las ventanillas del autobús pasan rápidas junto a ella, rompiendo su imagen
y volviéndola a componer, y dándole la ilusión de que el edificio de piedra que
tiene a sus espaldas se desliza sobre sus cimientos en dirección contraria.
El
autobús ha dado la vuelta a la carretera. Pasa despacio junto a la escuela. Las
cabezas de los niños se agitan al mismo tiempo cuando el conductor cambia de marcha.
En este momento la maestra se da cuenta de que no reconoce al conductor. No es el
hombrecillo fornido de gafas sin marco. Es un joven de largo pelo claro y cejas
blancas, y la mira en el momento en que se inclina sobre el volante, con los brazos
a punto de hacer el esfuerzo de guiar el autobús por una curva.
Esa noche, en
su casa, la joven calienta agua para bañarse y la vierte en la bañera. Se baña y
orina en el agua del baño. Saca las manos del agua y la deja derramársele entre
los dedos. Canturrea una melodía improvisada. El cuarto de baño es grande, con zócalo
de tiras de madera pintadas de gris parduzco. La bañera descansa sobre cuatro garras
de hierro colado. Una pequeña ventana, en la parte superior de la pared, está abierta
lo justo solamente, y por ella se cuela en la habitación el aire nocturno. La maestra
está echada y el aire frío llega hasta el agua y le pasa el dedo sobre el cuello.
Por
la mañana se viste y se peina con el pelo hacia atrás, sujetándolo en la nuca, y
se pone pequeños pendientes de ópalo en forma de lágrimas, que recibió como regalo
cuando se graduó en la universidad. Va al trabajo dando un paseo, abre la escuela,
pone el radiador, limpia el encerado, va a la puerta principal a esperar a que lleguen
los niños en el autobús amarillo.
Los
niños no llegan.
Va
a la clase, reorganiza la lección del día sobre su mesa, pone una hoja de papel
fuerte en el pupitre de cada niño. Da vueltas por la estancia, esperando a los niños.
Pero
los niños no aparecen.
Va
al sótano, a buscar al portero de la escuela. La caldera hace un ruido semejante
a un gemido, ahora tira más intensa y rítmicamente, y el portero la mira con aire
de perplejidad en el rostro. Le dice la hora a la maestra, y es la misma que marca
su reloj. Ella vuelve a subir y se queda a la puerta de la escuela con el abrigo
puesto.
El
autobús amarillo entra en la calzada de la escuela y se para ante la puerta principal.
La maestra recibe a cada niño poniéndole la mano en el hombro según se van bajando
del autobús. El joven de cejas y pelo rubio le sonríe.
En
esta ciudad ha habido ritos sagrados y acontecimientos legendarios. En una ocasión
murió un jugador en un partido de fútbol semiprofesional. Otra vez la visitó y habló
en público un candidato presidencial. Aquí tuvo lugar un funeral masivo por las
víctimas de un incendio en una fábrica de zapatos. Ella tiene entendido que el nuevo
conductor del autobús no sabe nada de todo esto.
El sábado por
la mañana la maestra va al asilo de ancianos y allí lee en voz alta. Todos se sientan
a escuchar lo que les lee. Son rostros de niños de otro tiempo, y ella piensa que
reconoce incluso a algunas de las abuelas y los abuelos por sus rasgos familiares.
Cuando termina de leer los que aún pueden andar se le acercan y le tiran de las
mangas y del cuello, interrumpiéndose unos a otros para contarle quiénes son y lo
que solían ser. Se gritan unos a otros. Se ríen mutuamente de lo que dicen. Mueven
ligeramente las manos ante su rostro para llamar su atención.
Ella
sale de allí lo más rápidamente que puede. En la calle echa a correr. Y corre hasta
que pierde de vista el asilo de ancianos.
Hace
mucho frío, pero el sol brilla. Decide ir a pie hasta la casa grande que está en
la cima de la colina más alta de la ciudad. Las calles empinadas vuelven bruscamente
sobre sí mismas, como vertederos. La maestra lleva botas de cordones y vaqueros.
Sube entre ventisqueros, hundiéndose en la nieve hasta los muslos.
La
vieja casona se levanta bajo el sol, sobresale entre los árboles. Se dice que la
construyó uno de los dueños de la fábrica para su esposa, y que poco después de
que fueron a vivir en ella la mató con una escopeta. A las columnas griegas les
faltan grandes pedazos y ella ve rejilla de alambre bajo el yeso. Del portal cuelgan
carámbanos y la nieve se amontona contra la casa. No hay puerta principal. Entra.
La luz del sol y un derrumbamiento de nieve llenan el zaguán y la escalera principal.
Se ve el cielo por el techo derrumbado y por un cráter abierto en el tejado. Va
andando con cuidado y se acerca a la puerta de lo que tiene que haber sido el comedor.
La abre. Huele a podrido. Se oye un crujir y un ruido sibilante y ve varios pares
de ojos constelados en la oscuridad. Abre más la puerta. Muchos gatos se apelotonan
contra un rincón de la estancia. Gruñen a la maestra, crispando, nerviosos, el rabo.
La
maestra sale y se va dando un paseo hasta la parte trasera de la casa, un campo
abierto que se blanquea al sol. Hay una escala de aluminio desportillado apoyada
contra el alféizar de una ventana del segundo piso. Sube por ella. La ventana está
rota y la maestra se mete por ella y se ve en un dormitorio luminoso y bien ventilado.
Del techo cuelga un hemisferio de hielo. Se diría el fondo de la luna. Se queda
junto a la ventana y ve en el extremo del campo a un hombre de chaqueta color naranja
y sombrero rojo. Se pregunta si él la podrá ver desde esta distancia. El hombre
se lleva el fusil al hombro y un instante después la maestra oye un extraño chasquido,
como si alguien hubiese golpeado el costado de la casa con la mano abierta. Ella
no se mueve. El cazador baja el fusil y desaparece, andando de espaldas, en el bosque
que bordea el campo.
Aquella tarde,
la joven maestra llama al médico de la ciudad y le pide algo para tomar. ¿Qué es
lo que le pasa a usted?, dice el médico. A ella se le ocurre una respuesta autoacusatoria,
y la da con aire positivo y lleno de aplomo, hasta consigue reír un poco. Él dice
que llamará al farmacéutico y le receta Valium, dos miligramos solamente, para que
no le dé sueño. Ella baja a la calle Mayor, donde el farmacéutico le abre la puerta
y sin encender la luz la lleva al mostrador de las recetas, en la parte posterior
del local. El farmacéutico mete la mano en un gran jarro y saca un puñado de tabletas
y va metiendo el Valium, cogiendo cada tableta entre el índice y el pulgar, en un
frasquito.
La
maestra va al cine que hay en la calle Mayor y paga su entrada. El cine tiene el
mismo nombre que la ciudad. Se sienta a oscuras y traga un puñado de tabletas. No
consigue distinguir la película. La pantalla está en blanco. Luego ve formarse en
la pantalla blanca la ciudad con su sábana de nieve, las casas de chilla en la ladera,
el río congelado, el viento que sopla por las calles. Ve a los niños salir de sus
casas con sus libros de texto y bajar los escalones de los portales a la calle.
Ve su vida exactamente como es fuera del cine.
Va
luego por el centro de la ciudad. Lo único que está abierto es el local de noticias
del estado, donde varios hombres hojean revistas. Da la vuelta por Mechanic Street
y pasa junto a la sociedad de herramientas y moldes y cruza la vía del tren hacia
el puente. Empieza a correr. En el centro del puente el viento cobra fuerza, y ella
siente que lo que quiere es empujarla sobre la baranda y arrojarla al río. Corre
inclinándose mucho, con la sensación de estar penetrando en algo, algo que solo
desgarrándose puede dejarle paso.
Al
otro lado del puente la calle tuerce bruscamente a la izquierda, y en la curva hay
una casa parda con un letrero de neón en la ventana: El Recial. Sube los escalones
del portal y entra en El Recial sin mirar ni a derecha ni a izquierda, va derecha
al fondo, donde está el retrete de señoras. Cuando sale se sienta en uno de los
reservados de madera barnizada y se queda mirando la mesa. Al cabo de un rato llega
un hombre con un delantal y ella le pide una cerveza. Solo entonces levanta la vista.
La luz es difusa. En la barra hay una pareja de señores mayores. Pero en el extremo,
solo, con un vaso y una cajetilla de cigarrillos delante, está el nuevo conductor
rubio y de pelo largo del autobús, y le sonríe.
Se
sienta con ella y durante un rato ninguno de los dos dice nada. El levanta la mano
y se vuelve hacia la barra. Luego vuelve la cabeza para mirarla a ella. ¿Quieres
otra cerveza?, le dice. Ella dice que no con la cabeza, pero sin añadir gracias.
Mete la mano en el bolsillo del abrigo y deja un dólar arrugado junto a su botellín.
El levanta un dedo.
¿Eres
de aquí?, pregunta.
De
la parte oriental del estado, dice ella.
Y
yo soy de Valdese, dice él. Del dieciséis.
Ah,
sí.
Sé
que eres la maestra, dice. Yo soy el conductor.
Lleva
camisa de lana y chaqueta de dril y vaqueros. Es lo mismo que lleva en el autobús.
No le gustan los abrigos. En torno al cuello le cuelga algo, pero lo lleva tapado
por la camisa. Por la barbilla le crece, incipiente y rala, la barba cerdosa, y
también a lo largo de la mandíbula. Sus mejillas son suaves. Sonríe. Tiene mellado
uno de los dientes delanteros.
¿Qué
es lo que hay que hacer para ser maestro?
Pues
ir a la universidad. Ella suspira: ¿Y qué es lo que hay que hacer para ser conductor?
Depende
del condado, dice él. Basta con tener licencia de conducir y un historial limpio.
¿Qué
es un historial sucio?
Pues
eso, que te hayan detenido. Cualquier antecedente penal. O que te hayan despedido
por mala conducta.
Ella
espera.
Tuve
una vez una maestra en el tercer grado, dice él. Pienso que era la mujer más bella
que he visto en mi vida. Ahora diría que apenas era más que una muchacha. Como tú.
Pero, eso sí, muy orgullosa, y tenía una manera de agitar la cabeza y de andar que
me hacía desear ser mejor estudiante de lo que era.
Ella
ríe.
Él
coge el botellín de cerveza de la muchacha y finge un gesto de reproche y levanta
la mano al cantinero y pide otros dos.
Es
muy fácil, dice ella, hacerles enamorarse de una. Da igual que sean chicos o chicas,
la mar de fácil.
Y
se admite a sí misma que es eso lo que trata de hacer: inducirles a amarla; asume
entonces una gracia que realmente no tiene en otros momentos. Se mueve como una
bailarina, les toca, se roza con ellos. Es extrovertida y no muestra miedo alguno;
así, a ojos de ellos, se va creando un misterio en su torno.
¿Tienes
hermanas?, dice ella.
Dos.
¿Cómo lo sabías?
¿Son
mayores que tú?
Una
es mayor, la otra es más joven.
¿Y
qué hacen?
Trabajan
en la oficina de la serrería de allí.
Ella
dice:
Yo
me fiaría de un hombre que tiene hermanas.
Él
ladea la cabeza hacia atrás y bebe un largo trago de su botellín de cerveza, y ella
observa su nuez subir y bajar y la rala barba rubia de la garganta moverse como
cañas yacentes sobre el agua.
Más
tarde salen de El Recial y él la lleva a su furgoneta. Es más bien bajo. Ella se
sube y se fija en sus botas de trabajo al verle subirse por el otro lado. Son buenas,
y están limpias, de cuero amarillo nuevo. Le cuesta poner el motor en marcha.
¿Y
qué haces aquí de noche si vives en Valdese?, dice ella.
Pues
esperarte. Ríe y el motor se pone en marcha.
Van
despacio por el puente y luego cruzan la vía. Siguiendo las instrucciones de ella,
él va hasta el final de la calle Mayor y allí da la vuelta y sube ladera arriba,
hasta llegar a su casa. Frena en el patio, junto a la puerta lateral.
Es
una casa pequeña y parece oscura y fría. Él para el motor y apaga los faros y se
inclina sobre su regazo y aprieta el botón de la gaveta. Dice: Por casualidad llevaba
aquí algo de vino.
Saca
una botella plana de una bolsa oscura y cierra de golpe la portezuela, echándose
al tiempo hacia atrás, rozando con su brazo el muslo de ella.
Ella
le mira a través del parabrisas. Dice: Este obrero de mierda, tratando de beneficiarse
a la maestra. Fíjate, y con vino para la juerga y todo. Es increíble.
Se
baja de un salto de la furgoneta, da la vuelta y sube corriendo los escalones de
la puerta de la cocina. Cierra de golpe la puerta. Silencio. Espera en la cocina,
inmóvil, en la oscuridad, detrás de la mesa, de cara a la puerta.
Lo
único que oye es su propia respiración.
De
pronto la puerta trasera se inunda de luz, las cortinas blancas del cristal de la
puerta se vuelven pantalla blanca, y luego la luz se apaga y se oye el ruido de
la furgoneta que retrocede hacia la calle. Ella jadea, de pronto su ira se desborda
y prorrumpe en lágrimas.
Está
sola en la cocina oscura, llorando, su cuerpo emana un aroma amargo, un olor a quemado,
que la ofende. Calienta agua en la cocina y se la lleva al cuarto de baño.
El
lunes por la mañana la maestra espera a los niños ante la puerta principal de la
escuela. Cuando el autobús entra en la calzada, ella retrocede unos pasos y se sitúa
dentro de la escuela. Ve la portezuela abierta del autobús, pero no distingue si
él está tratando de verla.
Esta mañana se
siente muy animada.
Hoy
es un día especial, niños, anuncia. Y les sorprende rompiendo a cantar una canción
al tiempo que se acompaña con el arpa. Les deja rasguear el arpa mientras ella toca
las cuerdas.
Miren,
les dice a cada uno de ellos, lo que están haciendo es música.
El
fotógrafo llega a las once. Es un hombre panzudo con chalina negra.
No
suelo recibir estos encargos escolares hasta la primavera, dice.
Es
que esto es un acontecimiento, dice la maestra. Queremos que nos saque ahora una
fotografía. ¿No es verdad, niños?
Todos
miran con gran atención al fotógrafo preparar su trípode y su máquina. Tiene una
maleta blanca con cerrojos de latón que hacen un chasquido al abrirse. Dentro hay
cables y reflectores.
Aquí
solía haber clases de niños, dice. Pero ahora son muy pocos. Hay que iluminar el
edificio entero para una sola clase.
Cuando
está listo, la joven maestra ha puesto ya los bancos en el fondo, junto al encerado,
y agrupado a los niños en dos filas, los más altos sentados en los bancos, los más
bajos sentados delante, en el suelo, con las piernas cruzadas. Ella se sitúa a un
lado, de pie. Hay en total quince niños, que miran fijamente a la máquina, y su
sonriente maestra tiene cogidas las manos contra el pecho, como una cantante de
ópera.
El
fotógrafo contempla la escena y frunce el entrecejo: Oiga, estos niños no están
vestidos para fotografiarse.
¿Qué
quiere usted decir?
Pues
eso, que no tienen corbata ni zapatos nuevos. Y hay chicas con pantalones largos.
Sáquelos
así, dice ella.
No
están como es debido. Los chicos ni se han peinado siquiera.
Sáquenos
tal y como estamos, dice la maestra.
Se
sale súbitamente de la fila y, con un furioso movimiento, se quita el broche que
le sujeta el pelo y agita la cabeza hasta que el pelo le cae sobre los hombros.
Los niños están asustados. Ella se arrodilla en el suelo delante de ellos, de cara
a la máquina fotográfica, y coge a dos en sus brazos. Abriendo y cerrando urgentemente
las manos hace seña a los demás de que se le acerquen y todos se congregan en su
torno. Una de las niñas rompe a llorar.
Los
acoge a todos, siente sus cuerpos, los huesos finos de sus brazos, sus piernas,
sus traseros.
Sáquenos,
dice con airado susurro. Sáquenos tal y como estamos. Le estamos mirando a usted.
Sáquenos.
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