G. K. Chesterton
Monsieur Maurice Brun y
monsieur Armand Armagnac atravesaban los soleados Champs Elysées con una especie
de animada respetabilidad. Ambos eran bajos, activos y audaces. Los dos tenían barbas
negras que daban la impresión de no pertenecer a su cara, de acuerdo con la extraña
moda francesa que hace que el pelo de verdad parezca artificial. Monsieur Brun lucía
una oscura franja de barba, pegada, según todas las apariencias, bajo el labio inferior.
Monsieur Armagnac, para variar, tenía dos barbas, que nacían, respectivamente, de
las esquinas de su enfática barbilla. Ambos eran jóvenes y también ateos, con una
deprimente rigidez en sus puntos de vista, pero gran versatilidad a la hora de exponerlos.
Los dos eran discípulos del gran doctor Hirsch, científico, publicista y moralista.
Monsieur
Brun había alcanzado notoriedad mediante su propuesta de que la expresión Adieu,
de uso tan corriente, fuese tachada de todos los clásicos franceses, y de que se
impusiera una pequeña multa por su uso en la vida privada. “A partir de ese momento”,
decía, “el nombre mismo de vuestro imaginario Dios dejará para siempre de hallar
eco en el oído humano”. Monsieur Armagnac se especializaba más bien en la resistencia
al militarismo, y quería que el estribillo de la Marsellesa se cambiara de Aux armes,
citoyens a Aux grèves, citoyens. Pero su antimilitarismo era de una especie muy
peculiar y muy francesa. Un eminente cuáquero inglés, muy acaudalado, que había
acudido a verle para preparar el desarme de todo el planeta, quedó muy afligido
ante la propuesta de Armagnac de que (para empezar) los soldados rasos fusilaran
a sus oficiales.
Y
era precisamente en este campo donde los dos jóvenes ateos se separaban más de su
líder y padre en la filosofía. El doctor Hirsch, aunque nacido en Francia y adornado
con los más gloriosos dones de la educación francesa, tenía, por temperamento, una
personalidad distinta: era apacible, soñador, humanitario; y a pesar de su escepticismo
filosófico no le faltaba un componente de trascendentalismo. Tenía, por decirlo
en pocas palabras, más de alemán que de francés; y aunque sus dos discípulos le
admirasen mucho, había un punto de irritación en el subconsciente de estos galos
al verle abogar por la paz de una manera tan pacífica. Paul Hirsch era, sin embargo,
para sus partidarios en toda Europa, un santo de la ciencia. Sus grandiosas y audaces
teorías cósmicas daban testimonio de la austeridad de su vida y de su inocente,
aunque un tanto fría, moralidad; su postura era algo así como una mezcla de la de
Darwin con la de Tolstói. Pero tampoco se le podía tachar ni de anarquista ni de
antipatriota; sus ideas sobre el desarme eran moderadas y evolucionistas. El gobierno
de la república había depositado considerable confianza en él acerca de diferentes
adelantos químicos. Recientemente, el doctor Hirsch había descubierto incluso un
explosivo silencioso, cuyo secreto guardaba el gobierno celosamente.
Su
casa se hallaba en una hermosa calle cerca del Elysée; una calle que en aquel caluroso
verano parecía casi tan llena de follaje como el mismo parque; una hilera de castaños,
que acogía también bajo sus ramas la zona donde un amplio café se adelantaba hasta
la calle, cortaba el paso a la luz del sol. Casi enfrente de este café se hallaban
las persianas verdes y blancas de la casa del gran científico, y una galería de
hierro, también pintada de verde, que corría a lo largo de la fachada delante de
los ventanales del primer piso. Debajo se situaba la entrada a una especie de patio,
adornado con arbustos y azulejos, en el que Brun y Armagnac entraron charlando animadamente.
Simón,
el anciano criado del doctor Hirsch, que, gracias a su severo traje negro, sus gafas,
su cabello gris y sus cordiales maneras, podría muy bien haber pasado por su amo,
fue quien les abrió la puerta. De hecho, el sirviente resultaba un hombre de ciencia
mucho más presentable que el doctor Hirsch, que no pasaba de ser una especie de
rábano ahorquillado, con la suficiente protuberancia a modo de cabeza como para
que su cuerpo resultase insignificante. Con toda la gravedad de un médico eminente
entregando una receta, Simón ofreció una carta a monsieur Armagnac, que rasgó el
sobre con una impaciencia muy francesa y leyó rápidamente lo que sigue:
“No me es posible bajar a hablar con ustedes.
Hay un individuo en esta casa al que me niego a recibir. Es un oficial chovinista,
llamado Dubosc. Está sentado en las escaleras. Ha estado dando patadas a los muebles
en todas las demás habitaciones; me he encerrado en el estudio, que queda enfrente
de ese café. Si me tienen ustedes afecto, vayan al café y esperen en una de las
mesas de la terraza. Trataré de enviárselo. Quiero que le respondan y que traten
con él. Yo no puedo recibirle personalmente. No puedo y no lo haré.
Va a producirse otro caso Dreyfus.
P.
Hirsch.”
Monsieur Armagnac miró a monsieur Brun. Monsieur Brun cogió la carta,
la leyó y se quedó mirando a monsieur Armagnac. Luego ambos se dirigieron a buen
paso a una de las mesitas bajo los castaños, donde se hicieron servir dos grandes
vasos de horrible ajenjo verde, bebida que al parecer ambos podían consumir en cualquier
estación y a cualquier hora. Por lo demás el café daba la impresión de estar vacío,
con la excepción, en una mesa, de un soldado que tomaba café, y, en otra, de un
individuo muy alto y fuerte con un vasito de almíbar y de un sacerdote que no tomaba
nada.
Maurice
Brun se aclaró la garganta y dijo:
–Por
supuesto tenemos que ayudar al maestro de cualquier manera, pero…
Hubo
un brusco silencio y Armagnac dijo:
–Quizá
tenga excelentes razones para no entrevistarse personalmente con ese individuo,
pero…
Antes
de que ninguno de los dos completara una frase, resultó evidente que el invasor
había sido expulsado de la casa de enfrente. Los arbustos situados bajo la arcada
se inclinaron hasta abrirse por completo, y el molesto huésped salió disparado de
entre ellos como si se tratase de una bala de cañón.
El
sujeto en cuestión poseía una sólida contextura y un pequeño y ladeado sombrero
tirolés de fieltro; y, a decir verdad, toda su figura tenía en líneas generales
algo de tirolés. De hombros anchos y robustos, sus piernas, por el contrario, resultaban
esbeltas y activas, enfundadas en pantalones hasta la rodilla y medias de punto.
De rostro muy moreno, sus ojos castaños brillaban y se movían inquietos; por delante
llevaba el pelo, muy oscuro, tiesamente peinado hacia atrás, y muy corto a la altura
del cogote, delineando un cráneo cuadrado y poderoso; y poseía un enorme bigote
negro, semejante a los cuernos de un bisonte. Una cabeza tan notable se sustenta
de ordinario en un cuello de toro, pero el suyo quedaba oculto por una gran bufanda
de colores, liada en torno a sus orejas y que le caía por delante dentro de la chaqueta
como si se tratase de una especie de chaleco de fantasía. Era una bufanda de fuertes
colores apagados, rojo oscuro y oro viejo y morado, probablemente de fabricación
oriental. En conjunto, aquel personaje tenía un algo de bárbaro; había más en él
de caballero húngaro que de oficial galo corriente y moliente. Su francés, sin embargo,
era, a todas luces, el de un nativo; y su patriotismo francés era tan impulsivo
que resultaba ligeramente absurdo. Su primera reacción al salir disparado de la
arcada fue gritar con voz de clarín en dirección a la calle: “¿Hay algún francés
aquí?”, como si estuviera pidiendo cristianos en La Meca.
Armagnac
y Brun se pusieron inmediatamente en pie; pero lo hicieron con retraso. Desde todas
las esquinas de la calle corrían ya los hombres; en seguida se formó una pequeña
multitud que crecía constantemente. Con el rápido instinto francés para la política
callejera, el individuo del bigote negro había corrido hasta una esquina del café
para subirse a una de las mesas; allí, después de agarrarse a la rama de un castaño
con el fin de no perder el equilibrio, gritó como lo hiciera Camille Desmoulins
cuando esparció las hojas de roble entre la turba.
–¡Franceses!
–lanzó a voleo–; ¡no puedo hablar! Pero, que Dios me ayude, ¡ésa es la razón de
que esté hablando! Los individuos que aprenden a hablar en nuestros inmundos parlamentos
también aprenden a guardar silencio…, ¡a guardar silencio como ese espía que se
agazapa en la casa de enfrente! ¡A guardar silencio como hace él cuando aporreo
la puerta de su dormitorio! ¡A guardar silencio como lo hace ahora, a pesar de que
oye mi voz desde el otro lado de la calle y se estremece mientras sigue sentado!
¡Sin duda, los políticos son capaces de guardar silencio de manera muy elocuente!
Pero ha llegado el momento de que hablemos los que no podemos hablar. Se os está
entregando a los prusianos. Estáis siendo traicionados en este momento. Traicionados
por ese hombre. Soy Jules Dubosc, coronel de artillería, con destino en Belfort.
Ayer capturamos un espía alemán en los Vosgos, y se le encontró un papel…, un papel
que tengo ahora en mi mano. ¡Claro que han tratado de echar tierra encima! Pero
yo se lo he traído directamente al hombre que lo escribió…, ¡al dueño de esa casa!
Es su letra. Está firmado con sus iniciales. Son instrucciones para encontrar la
fórmula secreta de esa nueva pólvora silenciosa. Hirsch la ha inventado, y es Hirsch
quien ha escrito esta nota que está en alemán, y que se ha encontrado en un bolsillo
alemán. “Dígale al responsable que la fórmula de la pólvora se halla en un sobre
gris en el primer cajón a la derecha del escritorio del ministro, en el Ministerio
de la Guerra, y que está escrita con tinta roja. Ha de tener mucho cuidado. P. H.”
El
individuo del bigote negro lanzaba frases cortas como una ametralladora, pero era
sin duda alguna el tipo de hombre que o está loco o tiene razón. La mayor parte
de la multitud era nacionalista y formaba ya un amenazador alboroto; y una minoría
de intelectuales igualmente furiosos, dirigidos por Armagnac y Brun, solo lograba
que la mayoría se sintiera más militante.
–Si
se trata de un secreto militar –gritó Brun–, ¿por qué se pone usted a chillar en
mitad de la calle?
–¡Voy
a decirle por qué lo hago! –rugió Dubosc por encima de la ruidosa multitud–. Me
he dirigido a este hombre con franqueza y cortesía. Si tenía alguna explicación
podía haberla ofrecido con total confianza. Pero se niega a explicar nada. Me remite
a dos desconocidos en un café como a dos lacayos. ¡Me ha echado de su casa, pero
voy a volver a ella, con el pueblo de París detrás de mí!
Un
alarido pareció hacer temblar la fachada de la mansión vecina; dos piedras salieron
volando y una rompió un ventanal a la altura de la galería. El indignado coronel
se lanzó una vez más bajo la arcada y se le oyó gritar y tronar en el interior.
A cada momento el mar humano se hacía mayor y se estrellaba contra la verja y los
escalones de la casa del traidor; cuando ya no cabía duda de que aquel lugar iba
a ser asaltado como la Bastilla, se abrió el ventanal con el cristal roto y el doctor
Hirsch salió a la galería. Por un momento, el furor se convirtió a medias en risa;
porque el famoso científico resultaba una figura absurda en aquella escena. El largo
cuello al descubierto y los hombros caídos le daban la forma de una botella de champán,
pero ése era el único detalle festivo de su aspecto. La chaqueta le colgaba como
si Hirsch fuese una percha; el pelo, de color zanahoria, lo llevaba largo y descuidado;
y las mejillas y la barbilla se hallaban totalmente orladas por una de esas irritantes
barbas que comienzan muy lejos de la boca. Estaba muy pálido y llevaba puestas unas
gafas azules.
A
pesar de su lividez habló con una especie de modesta decisión que hizo que la multitud
se callara a mitad de la tercera frase.
–…
sólo tengo dos cosas que decirles a ustedes en este momento. La primera para mis
enemigos, la segunda para mis amigos. A mis enemigos les digo: es cierto que no
voy a recibir a monsieur Dubosc, a pesar del estrépito que está organizando en la
puerta misma de esta habitación. Es cierto que he pedido a otras dos personas que
se enfrenten con él en mi lugar. ¡Y voy a decirles por qué! Porque no debo ni puedo
verlo…, porque verlo iría contra todas las reglas de la dignidad y del honor. Antes
de que se me declare inocente con todos los pronunciamientos favorables ante un
tribunal, existe otro arbitraje que este señor me debe como caballero, y al remitirle
a mis padrinos estoy estrictamente…
Armagnac
y Brun agitaban sus sombreros desaforadamente, e incluso los enemigos del doctor
aplaudieron con entusiasmo ante este inesperado desafío. De nuevo unas cuantas frases
resultaron inaudibles, pero después se oyó decir a Hirsch:
–A
mis amigos: confieso que yo siempre preferiré armas intelectuales, y confío en que
una humanidad plenamente desarrollada se limite a estas últimas. Pero nuestra verdad
más preciosa es la fuerza fundamental de la materia y la herencia. Mis libros tienen
éxito; nadie refuta mis teorías; pero en política me tropiezo con un prejuicio francés
que es casi un defecto físico. Yo no puedo hablar como Clemenceau y Déroulède, porque
sus palabras son como ecos de sus pistolas. Los franceses exigen un duelista como
los ingleses exigen una persona con espíritu deportivo. De acuerdo, voy a pasar
la prueba: pagaré este bárbaro precio y luego volveré a la razón para el resto de
mi vida.
Dos
hombres surgieron inmediatamente de la multitud, dispuestos a ofrecer sus servicios
al coronel Dubosc, que reapareció enseguida muy satisfecho. Uno era un soldado que
tomaba café y se limitó a decir: “Me ofrezco para representarle, coronel. Soy el
duque de Valognes.” El otro era el hombre corpulento de elevada estatura; su amigo
el sacerdote, después de intentar disuadirle en un primer momento, acabó marchándose
solo.
A
última hora de la tarde, una cena ligera estaba dispuesta en la parte de atrás del
café Charlemagne. Aun sin la protección de ningún cristal ni escayola dorada, los
clientes se hallaban casi en su totalidad bajo un delicado e irregular tejado de
hojas; porque los árboles ornamentales crecían tan juntos alrededor y entre las
mesas como para proporcionar algo de la mezcla de luz y oscuridad de un pequeño
huerto. En una de las mesas centrales se encontraba un pequeño sacerdote muy rechoncho,
completamente solo, que consumía, con expresión solemne y considerable placer, un
buen montón de arenques jóvenes. Aunque su vida diaria era de extraordinaria sencillez,
disfrutaba de manera peculiar con algunos lujos tan repentinos como aislados; el
Padre Brown era un frugal epicúreo. No levantó los ojos del plato, alrededor del
cual el pimentón, los limones, el pan moreno y la mantequilla, etc., se hallaban
colocados con gran rigor, hasta que una larga sombra cayó sobre la mesa, y su amigo
Flambeau se sentó frente a él. El detective parecía desalentado.
–Me
temo que debo abandonar este asunto –dijo con cansada entonación–. Estoy totalmente
a favor de soldados franceses como Dubosc y completamente en contra de ateos de
la misma nacionalidad como Hirsch; pero me parece que en este caso hemos cometido
una equivocación. El duque y yo decidimos que no estaría de más investigar la acusación,
y he de confesar que me alegro de haberlo hecho.
–¿Se
trata entonces de una falsificación? –preguntó el sacerdote.
–Eso
es precisamente lo más extraño –replicó Flambeau–. La letra es exactamente como
la de Hirsch, y nadie es capaz de descubrir el más mínimo error. Pero no la escribió
Hirsch Si es un francés patriota no la escribió porque da información a Alemania.
Y si es un espía alemán tampoco la escribió, bueno…, porque no da información a
Alemania.
–¿Quiere
usted decir que la información es falsa? –preguntó el Padre Brown.
–Falsa,
efectivamente –replicó el otro–, y falsa en lo que el doctor Hirsch conoce perfectamente:
el sitio donde se guarda su fórmula secreta en su propio despacho oficial. Gracias
a la colaboración de Hirsch y de las autoridades, se nos ha permitido al duque y
a mí examinar el cajón secreto del Ministerio de la Guerra donde se guarda la fórmula
de Hirsch. Somos las únicas personas que conocen el sitio, con la excepción del
inventor mismo y del ministro de la guerra; pero el ministro lo ha autorizado para
que Hirsch no tenga que batirse en duelo. Después de eso no podemos apoyar a Dubosc
si sus revelaciones son un embuste.
–¿Y
lo son? –preguntó el Padre Brown.
–Lo
son –respondió su amigo con voz sombría–. Se trata de una falsificación muy torpe,
hecha por alguien que no sabía nada del verdadero escondite. La nota dice que la
fórmula se encuentra en el armario a la derecha del escritorio del ministro. Y en
realidad el armario con el cajón secreto se halla a cierta distancia a la izquierda
del escritorio. También dice la nota que el sobre gris contiene un largo documento
escrito en tinta roja. Pero el documento está escrito con tinta negra ordinaria,
no roja. Es a todas luces absurdo pensar que Hirsch se pueda haber equivocado acerca
de un documento que solo él conocía; o que pueda haber tratado de ayudar a un ladrón
extranjero diciéndole que busque en el cajón que no es. Creo que hay que dar carpetazo
a este asunto y pedir disculpas al viejo pelo de zanahoria.
El
Padre Brown pareció reflexionar, alzó un pequeño arenque joven con el tenedor.
–¿Está
usted seguro de que el sobre gris estaba en el armario de la izquierda? –preguntó.
–Totalmente
–replicó Flambeau–. El sobre gris…, bueno, era blanco en realidad…, estaba… El Padre
Brown depositó de nuevo el pececillo plateado y el tenedor sobre el plato y se quedó
mirando a su compañero.
–¿Cómo?
–preguntó con voz alterada.
–¿Qué
quiere decir con cómo? –replicó Flambeau, comiendo con excelente apetito.
–No
era gris –dijo el sacerdote–. Flambeau, me asusta usted.
–¿De
qué demonios se asusta usted?
–Me
asusta un sobre blanco –dijo el otro con gran seriedad–. ¡Si hubiera sido simplemente
gris! ¡Caramba, podía perfectamente haber sido gris! Pero si era blanco todo el
asunto se pone negro. El doctor ha estado jugando con un poco de azufre después
de todo.
–¡Pero
le estoy diciendo que no pudo haber escrito semejante nota! –exclamó Flambeau–.
Ese papel tiene todos los datos equivocados. Y tanto si es inocente como si es culpable,
el doctor Hirsch conocía todos los datos.
–El
hombre que escribió la nota conocía perfectamente todos los datos –dijo el clérigo
solemnemente–. Nunca podría haberse confundido tanto sin conocerlos. Hay que saber
muchísimo para equivocarse en todo…, como le sucede al diablo.
–¿Quiere
usted decir…?
–Quiero
decir que un hombre que dice mentiras al albur habría acertado parte de la verdad
–explicó el sacerdote con firmeza–. Imagínese que alguien le enviara a encontrar
una casa con una puerta verde y una persiana azul, con un jardín delante pero no
detrás, con un perro pero sin gato, y donde se bebe café pero no té. Usted dirá
que si no encontrara una casa así todo sería una invención. Pero yo digo que no.
Digo que si encontrara usted una casa donde la puerta fuese azul y la persiana verde,
donde hubiera un jardín detrás pero no delante, donde los gatos fueran moneda corriente
y a los perros se les pegase un tiro nada más verlos y donde el té se tomara en
tazas de cuarto de litro y el café estuviese prohibido…, sabría que ha encontrado
la casa. Quien le dio la información tenía que conocer esa determinada casa para
ser tan exactamente inexacto.
–Pero,
¿qué significa eso? –preguntó el otro comensal.
–No
sabría decirlo –respondió Brown–; confieso no entender en absoluto este asunto Hirsch.
Cuando solo era cuestión del cajón izquierdo en lugar del derecho, y de tinta roja
en lugar de negra, creí que tal vez se tratara de las equivocaciones fortuitas de
un falsificador, como usted dice. Pero el tres es un número místico; es un número
que acaba las cosas. También cierra ésta. Que las instrucciones acerca del cajón,
del color de la tinta y del color del sobre no sean en ningún caso correctas por
casualidad prueba que no se trata de una coincidencia. No puede serlo.
–¿Qué
ha sido entonces? ¿Traición? –preguntó Flambeau, reanudando la cena.
–Tampoco
estoy seguro –respondió Brown, con expresión de total desconcierto–. Lo único que
se me ocurre… Bueno, yo nunca entendí el caso Dreyfus. Siempre me hago cargo de
las pruebas morales mejor que de las otras. Me guío por los ojos y la voz de un
hombre, ya lo sabe usted, y me entero de si su familia parece feliz y de qué temas
de conversación elige…, y de cuáles evita. Bueno, tengo que confesar mi perplejidad
ante el caso Dreyfus. No debido a las horribles acusaciones que se hicieron por
ambos lados; sé (aunque no resulta moderno decirlo) que la naturaleza humana en
los lugares más altos todavía es capaz de equipararse con los Cenci o los Borgia.
No; lo que me desconcertaba era la sinceridad de los dos bandos. No me refiero a
los partidos políticos; los militantes de base son siempre más o menos honestos,
y con frecuencia incautos. Me refiero a los personajes del drama. Me refiero a los
conspiradores, si es que los había. Me refiero al traidor, si es que había un traidor.
Me refiero a los hombres que tienen que haber sabido la verdad. Dreyfus siguió adelante
como un hombre que sabía que se estaba cometiendo una injusticia con él. Y, sin
embargo, los estadistas y los militares franceses siguieron adelante como si supieran
que no era un hombre tratado injustamente, sino simplemente una mala persona. No
estoy diciendo que se comportasen bien; tan solo digo que lo hicieron como si estuvieran
seguros. No soy capaz de describir estas cosas; sé lo que quiero decir.
–Ojalá
lo supiera yo –dijo su amigo–. ¿Y qué tiene que ver eso con el viejo Hirsch?
–Imagínese
a una persona que ocupa una posición de confianza –continuó el sacerdote– y que
empezase a dar información al enemigo porque era información falsa. Imagínese que
esa persona pensara incluso que estaba salvando a su país desorientando a los extranjeros.
Imagínese que esto le llevara a los círculos de espías y se le hicieran pequeños
préstamos y se fuese ligando con pequeños lazos. Imagínese que mantuviera su contradictoria
posición por el sistema de no decir nunca la verdad a los espías extranjeros, pero
permitiendo cada vez más y más adivinarla. La mejor parte de su personalidad (lo
que quedase de ella) todavía diría: “No he ayudado al enemigo; dije que estaba en
el cajón derecho.” Su peor parte estaría ya diciendo: “Pero quizá tengan el suficiente
sentido común como para ver que eso quiere decir el izquierdo.” Lo considero psicológicamente
posible… en una edad esclarecida, ya se da usted cuenta.
–Quizá
sea psicológicamente posible –respondió Flambeau–, y sin duda explicaría que Dreyfus
estuviese seguro de la injusticia que se cometía con él y que sus jueces estuvieran
convencidos de que era culpable. Pero no resiste el examen histórico, porque el
documento de Dreyfus (si es que era suyo) era literalmente correcto.
–No
estaba pensando en Dreyfus –dijo el Padre Brown.
El
silencio había ido instalándose a su alrededor al vaciarse progresivamente las mesas;
ya era tarde, aunque la luz del sol continuaba agarrada a todas las cosas, como
si se hubiera enredado accidentalmente con los árboles. Flambeau movió la silla
bruscamente –produciendo un ruido aislado que se prolongó en numerosos ecos– y sacó
un codo por encima del respaldo.
–Bien
–dijo, bastante ásperamente–, si Hirsch no es más que un tímido traidor de vía estrecha…
–No
debe usted mostrarse demasiado duro con ellos –dijo el Padre Brown con dulzura–.
No es del todo falta suya; pero carecen de instintos. Me refiero a esos impulsos
que hacen que una mujer se niegue a bailar con un hombre o que un hombre no se interese
por una inversión. Se les ha enseñado que todo es cuestión de grado.
–En
cualquier caso –exclamó Flambeau con impaciencia–, eso no es ningún desdoro para
mi representado; y pienso llegar hasta el final. El viejo Dubosc quizá esté un poco
loco, pero es un patriota después de todo.
El
Padre Brown siguió consumiendo arenques jóvenes.
Algo
en su impasible manera de hacerlo tuvo la culpa de que los ardientes ojos negros
de Flambeau examinaran de nuevo detenidamente a su acompañante.
–¿Qué
demonios le pasa? –preguntó–. A Dubosc no se le puede poner ninguna pega en ese
aspecto. ¿Es que duda usted de él?
–Mi
querido amigo –dijo el sacerdote, dejando el cuchillo y el tenedor con una especie
de fría desesperación–, dudo de todo. Me refiero a todo lo que ha sucedido hoy.
Dudo de toda la historia, aunque se haya representado en mi presencia. Dudo de todo
lo que han visto mis ojos desde esta mañana. Hay algo en este asunto completamente
distinto del misterio policíaco ordinario en el que un hombre miente más o menos
y el otro está más o menos diciendo la verdad. Aquí ambos hombres… ¡no sé! Le he
contado la única teoría que se me ocurre que podría satisfacer a alguien. Pero a
mí no me satisface.
–Ni
a mí tampoco –replicó Flambeau frunciendo el ceño, mientras el otro seguía comiendo
pescado con aire de total resignación–. Si todo lo que puede usted sugerir es esa
idea de un mensaje transmitido mediante los datos opuestos, yo lo consideraría de
una inteligencia fuera de lo común, pero…, bueno, ¿qué opinión le merece a usted?
–Yo
lo llamaría poco convincente –dijo el sacerdote con presteza–. Yo lo llamaría extraordinariamente
poco convincente. Pero eso es lo extraño de todo este asunto. La mentira es como
la de un colegial. Solo hay tres versiones: la de Dubosc y la de Hirsch y la extravagancia
que se me ha ocurrido a mí. O esa nota la escribió un oficial francés para hundir
a un funcionario francés; o la escribió un funcionario francés para ayudar a oficiales
alemanes; o la escribió un funcionario francés para desorientar a oficiales alemanes.
Muy bien. Cualquiera esperaría que un documento secreto con el que se comunica ese
tipo de personas, funcionarios u oficiales, tuviera un aspecto muy distinto del
que tiene éste. Cualquiera esperaría un escrito en clave, probablemente, como mínimo
con abreviaciones; con toda seguridad, términos científicos y estrictamente profesionales.
Pero esta nota es esmeradamente simple, como un folletín de perra gorda: “En la
cueva morada encontrarás el cofre dorado.” Parece como si…, como si estuviera pensado
para que se descubriese el juego inmediatamente.
Casi
antes de que pudieran darse cuenta, un hombre no muy alto con uniforme del ejército
francés había llegado a toda velocidad hasta su mesa, sentándose con una especie
de ruido sordo.
–Traigo
las más extraordinarias noticias –dijo el duque de Valognes–. Vengo de ver ahora
mismo a nuestro coronel. Está haciendo el equipaje para irse al extranjero, y nos
ha pedido que presentemos sus excusas sur le terrain.
–¿Cómo?
–exclamó Flambeau con total incredulidad–. ¿Pedir disculpas?
–Sí
–respondió el duque con expresión ceñuda–; de inmediato, delante de todo el mundo,
cuando las espadas están desenvainadas. Y usted y yo tenemos que hacerlo mientras
él se marcha de Francia.
–Pero,
¿qué quiere decir eso? –exclamó Flambeau–. ¡No es posible que tenga miedo de ese
insignificante Hirsch! ¡Maldita sea! –estalló, con una especie de indignación racional–,
¡nadie puede tener miedo de Hirsch!
–¡Yo
creo que es una intriga! –dijo bruscamente Valognes–, una intriga de los judíos
y de los masones. Se trata de prestigiar a Hirsch…
El
rostro del Padre Brown, nada extraordinario, tenía una expresión curiosamente satisfecha;
podía reflejar tanto la ignorancia como una profunda comprensión de los hechos.
Pero había siempre un instante en que caía la máscara de la simpleza y ocupaba su
puesto la de la inteligencia; y Flambeau, que conocía a su amigo, supo que el sacerdote
había comprendido de repente. Brown no dijo nada, pero se terminó el plato de pescado.
–¿Dónde
ha visto usted por última vez a nuestro inapreciable coronel? –preguntó Flambeau
con tono irritado.
–Está
en el hotel Saint Louis, junto al Elysée, a donde fuimos en coche con él. Le repito
que está haciendo el equipaje.
–¿Cree
usted que todavía seguirá allí? –preguntó Flambeau, mirando ceñudamente la mesa.
–No
creo que se haya podido ir –replicó el duque–, necesitará mucho equipaje para un
viaje tan largo…
–No
–dijo el Padre Brown con voz perfectamente normal, pero poniéndose en pie de repente–,
se trata de un viaje muy corto. Uno de los más cortos, a decir verdad. Pero quizá
podamos encontrarle aún si tomamos un taxi.
No
fue posible sacarle una palabra más hasta que el coche torció en la esquina del
hotel Saint Louis, donde se apearon; desde allí el sacerdote dirigió al pequeño
grupo por un callejón lateral envuelto en densas sombras a causa del crepúsculo.
En una ocasión, cuando el duque preguntó impaciente si Hirsch era culpable o no
de traición, Brown le contestó con aire bastante distraído:
–No;
tan solo de ambición…, como César. –Luego añadió de manera un tanto incoherente–:
Lleva una vida muy solitaria; tiene que hacérselo todo él mismo.
–Bien,
si es ambicioso podrá sentirse satisfecho –dijo Flambeau con bastante amargura–.
Todo París le aclamará ahora que nuestro condenado coronel se va con el rabo entre
las piernas.
–No
hable tan alto –dijo el Padre Brown, bajando la voz–, su condenado coronel está
justo delante de nosotros.
Sus
dos acompañantes dieron un respingo y se refugiaron aún más en la sombra de la tapia,
porque vieron la robusta figura de su huidizo representado, que caminaba cansinamente
a la luz del atardecer, con una maleta en cada mano. Seguía teniendo prácticamente
el mismo aspecto que la primera vez que lo vieron, aunque había cambiado su pintoresco
pantalón de montañero por otro mucho más corriente. No cabía la menor duda de que
estaba escapando del hotel.
El
callejón por el que le seguían era uno de esos que parecen estar detrás de todas
las cosas y tienen el aspecto de un decorado teatral visto desde bastidores. Una
larga tapia descolorida ocupaba uno de sus lados, interrumpida a intervalos por
sucias puertas de colores apagados, todas cerradas a cal y canto y sin otro rasgo
característico que los garabatos con tiza trazados por algún gamin al pasar. Las
copas de los árboles, en su mayor parte coníferas bastante deprimentes, aparecían
de vez en cuando por encima de la tapia, y más allá, en el crepúsculo gris y morado,
se distinguía la parte trasera de alguna larga terraza de las altas casas parisinas;
terrazas que, en realidad, no estaban nada lejos, pero que parecían, extrañamente,
tan inaccesibles como una cordillera de montañas de mármol. Al otro lado del callejón
corría la alta verja dorada de un melancólico parque. Flambeau miraba a su alrededor
de una manera bastante extraña.
–¿Saben
ustedes? –dijo–, hay algo acerca de este sitio que…
–¡Miren!
–exclamó el duque–; ese individuo ha desaparecido. ¡Se ha desvanecido como si fuera
un duende!
–Tiene
una llave –explicó el Padre Brown–. No ha hecho más que entrar por la puerta de
uno de los jardines. –Y, mientras hablaba, oyeron cómo una de las deslustradas puertas
de madera se cerraba delante de ellos con un chasquido.
Flambeau
se acercó a grandes zancadas a la puerta que casi le habían cerrado en las narices,
y se quedó un momento quieto frente a ella, mordiéndose el bigote comido por la
curiosidad. Luego levantó los largos brazos y, lanzándose hacia lo alto como un
mono, se encaramó sobre la tapia, y su enorme figura se recortó, como las oscuras
copas de los árboles, contra el cielo morado.
El
duque miró al sacerdote.
–La
huida de Dubosc es más complicada de lo que pensábamos –dijo–; pero imagino que
está huyendo de Francia.
–Está
huyendo de todas partes –respondió el Padre Brown.
Los
ojos de Valognes brillaron, pero su voz se convirtió en un susurro.
–¿Habla
usted de un suicidio? –preguntó.
–No
encontrarán ustedes el cuerpo –replicó Brown.
Flambeau
lanzó una especie de grito desde lo alto de la tapia.
–¡Dios
mío! –exclamó en francés–, ¡ya sé dónde estamos! ¡Detrás de la calle donde vive
el viejo Hirsch! ¡Y yo creía que sabía reconocer una casa por detrás tan bien como
a un hombre!
–¡Y
Dubosc ha entrado ahí! –intervino el duque, dándose un golpe en la cadera–. ¡Así
que van a entrevistarse después de todo! –Y con repentina agilidad francesa, trepó
hasta colocarse al lado de Flambeau sobre la tapia, presa del mayor entusiasmo.
Tan solo el sacerdote se quedó abajo, apoyado contra la tapia, de espaldas al teatro
de los acontecimientos, mirando pensativamente la verja del parque y los centelleantes
árboles medio en sombras.
El
duque, por muy entusiasmado que sé sintiera, tenía los modales de un aristócrata,
y prefería contemplar la casa desde lejos en lugar de actuar como un espía; pero
Flambeau, que tenía las tendencias de un ladrón de casas (y de un detective), saltó
inmediatamente desde la tapia al sitio donde se bifurcaba el tronco de un árbol
muy frondoso, para desde allí arrastrarse por una rama hasta colocarse muy cerca
de la única ventana iluminada en la alta casa a oscuras. Alguien había bajado una
persiana roja, pero estaba torcida, de manera que quedaba abierta por una lado.
Flambeau, jugándose el cuello al avanzar por una rama que parecía tan poco resistente
como un tallo joven, logró ver al coronel Dubosc deambulando por un dormitorio muy
lujoso y brillantemente iluminado. Pero aunque el detective estaba muy cerca de
la casa, oyó las palabras de sus colegas junto a la tapia y las repitió en voz baja.
–Sí,
¡van a entrevistarse después de todo!
–No
se verán jamás –dijo el Padre Brown–. Hirsch tenía razón al decir que en un asunto
así los protagonistas no deben entrevistarse. ¿Ha leído usted un extraño relato
psicológico de Henry James, acerca de dos personas que, por casualidad, consiguen
no encontrarse nunca y lo hacen con tanta perseverancia que empiezan a tener miedo
el uno del otro y a pensar que es el destino? Este caso es algo parecido, pero más
curioso.
–Hay
personas en París que les curarán de semejantes fantasías morbosas –dijo Valognes
con tono resentido–. No les quedará más remedio que enfrentarse si los capturamos
y les obligamos a batirse.
–No
se encontrarán ni siquiera en el día del Juicio Final –dijo el sacerdote–. Aunque
Dios todopoderoso empuñase la vara que señala la entrada en liza, y aunque san Miguel
tocara la trompeta para cruzar las espadas…, incluso entonces, si uno estuviera
dispuesto el otro no aparecería.
–Pero,
¿a qué viene todo este misticismo? –exclamó el duque de Valognes, lleno de impaciencia–,
¿por qué demonios no podrían enfrentarse como otras personas?
–Se
oponen entre sí –dijo el Padre Brown, con una especie de extraña sonrisa–. Se contradicen
mutuamente. Se borran el uno al otro por así decirlo.
Siguió
contemplando los árboles cada vez más oscuros que tenía enfrente, pero Valognes
volvió bruscamente la cabeza ante una contenida exclamación de Flambeau. El detective,
que vigilaba la habitación iluminada, acababa de ver cómo el coronel, después de
un par de pasos, procedía a quitarse la chaqueta. La primera idea de Flambeau fue
que aquello empezaba realmente a tener aspecto de pelea; pero pronto hubo de renunciar
a esa suposición. La solidez y la robustez del tórax y de los hombros de Dubosc
no era más que una gran pieza de relleno de la que se despojó junto con la chaqueta.
En mangas de camisa y pantalones era un caballero comparativamente flaco, que atravesó
el dormitorio camino del cuarto de baño con la intención nada belicosa de asearse.
Después de inclinarse sobre una palangana, se secó las manos y el rostro con una
toalla, y al volverse de nuevo, la luz de la lámpara le iluminó la cara de lleno.
Había desaparecido su tez morena y también su enorme bigote negro; aparecía en cambio
un rostro completamente afeitado y muy pálido. Del coronel no quedaban ya más que
sus brillantes ojos castaños, semejantes a los de un halcón.
Junto
a la tapia, el Padre Brown seguía en profunda meditación como si hablara consigo
mismo:
–Todo
es exactamente como lo que le estaba diciendo a Flambeau. Estos opuestos no sirven.
No funcionan. No se pelean. Si se trata de blanco en lugar de negro, y de sólido
en lugar de líquido, y así con todo lo demás…, entonces hay algo que está mal, monsieur,
hay algo que está muy mal. Uno de estos dos hombres es rubio y el otro moreno, uno
robusto y el otro flaco, uno fuerte y el otro débil. Uno tiene bigote pero carece
de barba, de manera que no se le ve la boca; el otro tiene barba pero no bigote,
y no se le ve la barbilla. Uno tiene el pelo casi cortado al cero, pero usa una
bufanda para ocultar el cuello; el otro lleva cuellos de camisa muy bajos, pero
el pelo largo para ocultar la forma de la cabeza. Resulta todo demasiado preciso
y correcto, monsieur, y hay algo que está mal. Cosas tan contrarias no están hechas
para pelearse. Cuando uno sale a la superficie el otro se zambulle. Es igual que
una cara y una máscara, o una cerradura y una llave…
Flambeau
contemplaba el interior de la casa con el rostro tan blanco como el papel. El ocupante
de la habitación estaba de espaldas a él, pero situado delante de un espejo, y ya
se había colocado una especie de marco de frondoso pelo color zanahoria en la cara,
pelo que le colgaba desordenadamente de la cabeza y que se le pegaba a las mandíbulas
y a la barbilla, mientras dejaba al descubierto la boca burlona. Visto así en el
espejo, el pálido rostro parecía la cara de un Judas riendo atrozmente y rodeado
por las saltarinas llamas del infierno. Durante un momento de indignación Flambeau
vio bailar los ardientes ojos de color castaño casi rojo; luego quedaron cubiertos
por un par de gafas azules. Después de embutirse una amplia chaqueta negra, la figura
desapareció, camino de la parte delantera de la casa. Instantes después, el estruendo
del aplauso popular desde la calle anunció que, una vez más, el doctor Hirsch había
hecho su aparición en la galería.
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