Slawomir Mrozek
Hay en nuestra ciudad un monumento al
soldado desconocido, erigido en memoria de los combatientes que cayeron bajo el
plomo de la tiranía, durante la revolución de 1905. La gente de la localidad levantó
un modesto túmulo, sobre el que medio siglo más tarde se construyó un pedestal de
mármol con la inscripción: “Gloria eterna”. Sobre el pedestal se colocó la estatua
de un joven en el acto de romper las cadenas. La ceremonia de 1955 fue memorable.
Muchos oradores, muchas flores, muchísimas coronas.
Algún tiempo después,
ocho alumnos del liceo local decidieron rendir un homenaje al revolucionario. El
maestro de historia los había logrado conmover de tal modo en el transcurso de una
lección, que decidieron hacer una colecta y comprar una corona de flores. Luego
formaron un pequeño cortejo y se dirigieron al monumento.
Apenas habían doblado
la primera esquina, cuando encontraron a un hombrecillo enfundado en un abrigo azul.
Éste los observó durante unos momentos y luego se decidió a seguirlos a cierta distancia.
Atravesaron la plaza vieja. La gente no reparaba en ellos. Un cortejo, como bien
se sabe, es algo habitual. En la plaza vieja no habita nadie, hay pocos edificios.
Sólo la iglesia de San Juan, un viejo caserón adaptado para oficinas y un museo.
Cuando se detuvieron
frente al monumento, el hombre del abrigo azul se les acercó rápidamente y les dijo:
–¡Salud! ¡Una pequeña
ceremonia conmemorativa, por lo que veo! ¡Magnífico! Pero con tanto quehacer he
olvidado el aniversario que hoy se celebra…
–No se trata de ningún
aniversario –respondió uno de los alumnos–. Hemos venido así nada más, sin que se
trate de una ocasión especial.
–¿Qué significa eso
de “así nada más”? –preguntó el desconocido, irguiendo la cabeza y frunciendo nerviosamente
la nariz–. ¿Qué significa “así nada más”?
–Conmemoramos al revolucionario
caído en la lucha por la liberación de la clase obrera.
–¡Ah! Ya comprendo.
¿Pertenecen ustedes a la célula del barrio?
–No, venimos de la escuela.
–No entiendo. ¿Es decir,
que ninguno es miembro de la célula?
–No.
El hombre se quedó pensativo
durante unos minutos.
–¿Se trata, pues, de
una disposición del director?
–No; estamos aquí por
iniciativa propia.
El desconocido no dijo
nada, y partió. Los jóvenes estaban colocando la corona, cuando uno de ellos exclamó:
–Aquí viene de nuevo.
Y en efecto, volvió
a aparecer el hombre del abrigo azul, se detuvo a unos metros y preguntó:
–¿Quizás se trata del
mes para un “Mejor Conocimiento de los Revolucionarios Desconocidos”?
–¡No! –gritaron a coro–.
Es una iniciativa personal.
El hombre volvió a partir.
Colocada la corona, los jóvenes se disponían a regresar a sus casas cuando lo vieron
una vez más, ahora acompañado de un policía.
–Sus documentos, por
favor –dijo el policía, dirigiéndose a los estudiantes.
Le extendieron las credenciales.
El policía las examinó y dijo:
–Todo en orden. Gracias.
–¿Cómo que todo en orden?
–exclamó el hombre del abrigo azul, y preguntó a los alumnos–: ¿quién les ordenó
colocar la corona?
–Nadie.
–¡Ajá! ¿Así que lo admiten?
–gritó–. ¿Admiten que para organizar esta ceremonia en honor del Revolucionario
Desconocido no los ha movilizado ni el director del liceo, ni la Dirección de la
Juventud Socialista, ni el Comité del Barrio, ni el de la ciudad, ni el provincial?
–Sí, señor.
–¿Admiten que esta ceremonia
no estaba prevista por la Unión de Mujeres ni por la Sociedad de Amigos de 1905?
–No, no lo estaba.
–¿Que no se trata de
un aniversario, ni de un mes dedicado a celebrar alguna cosa?
–Así es.
–¿Que no poseen una
circular del partido? ¿Que todo lo han hecho por su propia iniciativa?
–Por nuestra propia
iniciativa.
El hombre se enjugó
el sudor de la frente.
–Sargento –dijo–, usted
sabe quién soy yo; le ordeno, pues, retirar inmediatamente esa corona, y ustedes,
¡circulen!
Los jóvenes se retiraron
en silencio, seguidos por el policía, con la corona a la espalda. Frente al monumento
permanecía sólo el agente del abrigo azul… Escudriñaba la estatua con ojos suspicaces
y miraba cautelosamente a su rededor.
Comenzó a llover. Pequeñas
gotas cayeron sobre el abrigo azul y sobre la capa de mármol del revolucionario.
La atmósfera se volvió obscura y tétrica. Las gotas resbalaban lentamente por el
rostro de la estatua, se detenían en las orejas de piedra, brillaban en las pupilas
de granito.
Y allí estaban, uno
frente al otro, el monumento y el hombre del abrigo azul.
No hay comentarios:
Publicar un comentario