Isabel Allende
Cinco siglos atrás cuando los
bravos forajidos de España, con sus caballos agotados y las armaduras calientes
como brasas por el sol de América, pisaron las tierras de Quinaroa, ya los indios
llevaban varios miles de años naciendo y muriendo en el mismo lugar. Los conquistadores
anunciaron con heraldos y banderas el descubrimiento de ese nuevo territorio, lo
declararon propiedad de un emperador remoto, plantaron la primera cruz y lo bautizaron
San Jerónimo, nombre impronunciable en la lengua de los nativos. Los indios observaron
esas arrogantes ceremonias un poco sorprendidos, pero ya les habían llegado noticias
sobre aquellos barbudos guerreros que recorrían el mundo con su sonajera de hierros
y de pólvora, habían oído que a su paso sembraban lamentos y que ningún pueblo conocido
había sido capaz de hacerles frente, todos los ejércitos sucumbían ante ese puñado
de centauros. Ellos eran una tribu antigua, tan pobre que ni el más emplumado monarca
se molestaba en exigirles impuestos, y tan mansos que tampoco los reclutaban para
la guerra. Habían existido en paz desde los albores del tiempo y no estaban dispuestos
a cambiar sus hábitos a causa de unos rudos extranjeros. Pronto, sin embargo, percibieron
el tamaño del enemigo y comprendieron la inutilidad de ignorarlos, porque su presencia
resultaba agobiante, como una gran piedra cargada a la espalda. En los años siguientes,
los indios que no murieron en la esclavitud o bajo los diversos suplicios destinados
a implantar otros dioses, o víctimas de enfermedades desconocidas, se dispersaron
selva adentro y poco a poco perdieron hasta el nombre de su pueblo. Siempre ocultos,
como sombras entre el follaje, se mantuvieron por siglos hablando en susurros y
movilizándose de noche. Llegaron a ser tan diestros en el arte del disimulo, que
no los registró la historia y hoy día no hay pruebas de su paso por la vida. Los
libros no los mencionan, pero los campesinos de la región dicen que los han escuchado
en el bosque y cada vez que empieza a crecerle la barriga a una joven soltera y
no pueden señalar al seductor, le atribuyen el niño al espíritu de un indio concupiscente.
La gente del lugar se enorgullece de llevar algunas gotas de sangre de aquellos
seres invisibles, en medio del torrente mezclado de pirata inglés, de soldado español,
de esclavo africano, de aventurero en busca de El Dorado y después de cuanto inmigrante
atinó a llegar por esos lados con su alforja al hombro y la cabeza llena de ilusiones.
Europa consumía
más café, cacao y bananas de lo que podíamos producir, pero toda esa demanda no
nos trajo bonanza, seguimos siendo tan pobres como siempre. La situación dio un
vuelco cuando un negro de la costa clavó un pico en el suelo para hacer un pozo
y le saltó un chorro de petróleo a la cara. Hacia el final de la Primera Guerra
Mundial se había propagado la idea de que éste era un país próspero, aunque casi
todos sus habitantes todavía arrastraban los pies en el barro. En verdad el oro
sólo llenaba las arcas del Benefactor y de su séquito, pero cabía la esperanza de
que algún día rebasaría algo para el pueblo. Se cumplían dos décadas de democracia
totalitaria, como llamaba el Presidente Vitalicio a su gobierno, durante los cuales
todo asomo de subversión había sido aplastado, para su mayor gloria. En la capital
se veían síntomas de progreso, coches a motor, cinematógrafos, heladerías, un hipódromo
y un teatro donde se presentaban espectáculos traídos de Nueva York o de París.
Cada día atracaban en el puerto decenas de barcos que se llevaban el petróleo y
otros que traían novedades, pero el resto del territorio continuaba sumido en una
modorra de siglos.
Un día la gente
de San Jerónimo despertó de la siesta con los tremendos martillazos que presidieron
la llegada del ferrocarril. Los rieles unirían la capital con ese villorrio, escogido
por El Benefactor para construir su Palacio de Verano, al estilo de los monarcas
europeos, a pesar de que nadie sabía distinguir el verano del invierno, todo el
año transcurría en la húmeda y quemante respiración de la naturaleza. La única razón
para levantar allí aquella obra monumental era que un naturalista belga afirmó que
si el mito del Paraíso terrenal tenía algún fundamento, debió hallarse en ese lugar,
donde el paisaje era de una belleza portentosa. Según sus observaciones el bosque
albergaba más de mil variedades de pájaros multicolores y toda suerte de orquídeas
silvestres, desde las Brassias, tan grandes como un sombrero, hasta las diminutas
Pleurothallis, visibles sólo bajo una lupa.
La idea del
palacio partió de unos constructores italianos, quienes se presentaron ante Su Excelencia
con los planos de una abigarrada villa de mármol, un laberinto de innumerables columnas,
anchos corredores, escaleras curvas, arcos, bóvedas y capiteles, salones, cocinas,
dormitorios y más de treinta baños decorados con llaves de oro y plata. El ferrocarril
era la primera etapa de la obra, indispensable para transportar hasta ese apartado
rincón del mapa las toneladas de materiales y los cientos de obreros, más los capataces
y artesanos traídos de Italia. La faena de levantar aquel rompecabezas duró cuatro
años, alteró la flora y la fauna y tuvo un costo tan elevado como todos los barcos
de guerra de la flota nacional, pero se pagó puntualmente con el oscuro aceite de
la tierra, y el día del aniversario de la Gloriosa Toma del Poder cortaron la cinta
que inauguraba el Palacio de Verano. Para esa ocasión la locomotora del tren fue
decorada con los colores de la bandera y los vagones de carga fueron reemplazados
por coches de pasajeros forrados en felpa y cuero inglés, donde viajaron los invitados
en traje de gala, incluyendo algunos miembros de la más antigua aristocracia, que
si bien detestaban a ese andino desalmado que había usurpado el gobierno, no osaron
rechazar su invitación.
El Benefactor
era hombre tosco, de costumbres campesinas, se bañaba en agua fría, dormía sobre
un petate en el suelo con su pistolón al alcance de la mano y las botas puestas,
se alimentaba de carne asada y maíz, sólo bebía agua y café. Su único lujo eran
los cigarros de tabaco negro, todos los demás le parecían vicios de degenerados
o maricones, incluyendo el alcohol, que miraba con malos ojos y rara vez ofrecía
en su mesa. Sin embargo, con el tiempo tuvo que aceptar algunos refinamientos a
su alrededor, porque comprendió la necesidad de impresionar a los diplomáticos y
otros eminentes visitantes, no fueran ellos a darle en el extranjero fama de bárbaro.
No tenía una esposa que influyera en su comportamiento espartano. Consideraba el
amor como una debilidad peligrosa, estaba convencido de que todas las mujeres, excepto
su propia madre, eran potencialmente perversas y lo más prudente era mantenerlas
a cierta distancia. Decía que un hombre dormido en un abrazo amoroso resultaba tan
vulnerable como un sietemesino, por lo mismo exigía que sus generales habitaran
en los cuarteles, limitando su vida familiar a visitas esporádicas. Ninguna mujer
había pasado una noche completa en su cama ni podía vanagloriarse de algo más que
de un encuentro apresurado, ninguna le dejó huellas perdurables hasta que Marcia
Lieberman apareció en su destino.
La fiesta de
inauguración del Palacio de Verano fue un acontecimiento en los anales del gobierno
del Benefactor. Durante dos días y sus noches las orquestas se turnaron para tocar
los ritmos de moda y los cocineros prepararon un banquete inacabable. Las mulatas
más bellas del Caribe, ataviadas con espléndidos vestidos fabricados para la ocasión,
bailaron en los salones con militares que jamás habían participado en batalla alguna,
pero tenían el pecho cubierto de medallas. Hubo toda clase de diversiones: cantantes
traídos de La Habana y Nueva Orleáns, bailadoras de flamenco, magos, juglares y
trapecistas, partidas de naipes y dominó y hasta una cacería de conejos, que los
sirvientes sacaron de sus jaulas para echarlos a correr, y que los huéspedes perseguían
con galgos de raza, todo lo cual culminó cuando un gracioso mató a escopetazos los
cisnes de cuello negro de la laguna. Algunos invitados cayeron rendidos sobre los
muebles, borrachos de cumbias y licor, mientras otros se lanzaron vestidos a la
piscina o se dispersaron en parejas por las habitaciones, El Benefactor no quiso
conocer los detalles. Después de dar la bienvenida a sus huéspedes con un breve
discurso e iniciar el baile del brazo de la dama de mayor jerarquía, había regresado
a la capital sin despedirse de nadie. Las fiestas lo ponían de mal humor. Al tercer
día el tren hizo el viaje de vuelta llevándose a los comensales extenuados. El Palacio
de Verano quedó en estado calamitoso, los baños parecían muladares, las cortinas
chorreadas de orines, los muebles despanzurrados y las plantas agónicas en sus maceteros.
Los empleados necesitaron una semana para limpiar los restos de aquel huracán.
El Palacio no
volvió a ser escenario de bacanales. De tarde en tarde El Benefactor se hacía conducir
allí para alejarse de las presiones de su cargo, pero su descanso no duraba más
de tres o cuatro días por temor a que en su ausencia creciera la conspiración. El
Gobierno requería de su permanente vigilancia para que el poder no se le escurriera
entre las manos. En el enorme edificio sólo quedó el personal encargado de su manutención.
Cuando terminó el estrépito de las máquinas de la construcción y del paso del tren,
y cuando se acalló el eco de la fiesta inaugural, el paisaje recuperó la calma y
de nuevo florecieron las orquídeas y anidaron los pájaros. Los habitantes de San
Jerónimo retomaron sus quehaceres habituales y casi lograron olvidar la presencia
del Palacio de Verano. Entonces, lentamente, volvieron los indios invisibles a ocupar
su territorio.
Las primeras
señales fueron tan discretas que nadie les prestó atención: pasos y murmullos, siluetas
fugaces entre las columnas, la huella de una mano sobre la clara superficie de una
mesa. Poco a poco comenzó a desaparecer la comida de las cocinas y las botellas
de las bodegas, por las mañanas algunas camas aparecían revueltas. Los empleados
se culpaban unos a otros, pero se abstuvieron de levantar la voz, porque a nadie
le convenía que el oficial de guardia tomara el asunto en sus manos. Era imposible
vigilar toda la extensión de esa casa, mientras revisaban un cuarto, en el de al
lado se oían suspiros, pero cuando abrían la puerta sólo encontraban las cortinas
temblorosas, como si alguien acabara de pasar a través de ellas. Se corrió el rumor
de que el Palacio estaba embrujado y pronto el miedo alcanzó también a los soldados,
que dejaron de hacer rondas nocturnas y se limitaron a permanecer inmóviles en sus
puestos, oteando el paisaje, aferrados a sus armas. Asustados, los sirvientes ya
no bajaron a los sótanos y por precaución cerraron varios aposentos con llave. Ocupaban
la cocina y dormían en un ala del edificio, El resto de la mansión quedó sin vigilancia,
en posesión de esos indios incorpóreos, que habían dividido los cuartos con líneas
ilusorias y se habían establecido allí como espíritus traviesos. Habían resistido
el paso de la historia, adaptándose a los cambios cuando fue inevitable y ocultándose
en una dimensión propia cuando fue necesario. En las habitaciones del Palacio encontraron
refugio, allí se amaban sin ruido, nacían sin celebraciones y morían sin lágrimas.
Aprendieron tan bien todos los vericuetos de ese dédalo de mármol, que podían existir
sin inconvenientes en el mismo espacio con los guardias y el personal de servicio
sin rozarse jamás, como si pertenecieran a otro tiempo.
El embajador
Lieberman desembarcó en el puerto con su esposa y un cargamento de bártulos. Viajaba
con sus perros, con todos sus muebles, su biblioteca, su colección de discos de
ópera y toda clase de implementos deportivos, incluyendo un bote a vela. Desde que
le anunciaron su nueva destinación comenzó a detestar aquel país. Dejaba su puesto
de ministro consejero en Viena, impulsado por la ambición de ascender a embajador,
aunque fuera en Sudamérica, una tierra estrafalaria que no le inspiraba ni la menor
simpatía. En cambio Marcia, su mujer, tomó el asunto con mejor humor. Estaba dispuesta
a seguir a su marido en su peregrinaje diplomático, a pesar de que cada día se sentía
más alejada de él y de que los asuntos mundanos le interesaban muy poco, porque
a su lado disponía de una gran libertad. Bastaba cumplir con ciertos requisitos
mínimos de una esposa y el resto del tiempo le pertenecía. En verdad su marido,
demasiado ocupado en su trabajo y sus deportes, apenas se daba cuenta de su existencia,
sólo la notaba cuando estaba ausente. Para Lieberman su mujer era un complemento
indispensable en su carrera, le daba brillo en la vida social y manejaba con eficiencia
su complicado tren doméstico. La consideraba una socia leal, pero hasta entonces
no había tenido ni la menor inquietud por conocer su sensibilidad. Marcia consultó
mapas y una enciclopedia para averiguar pormenores sobre esa lejana nación y comenzó
a estudiar español. Durante las dos semanas de travesía por el Atlántico leyó los
libros del naturalista belga y antes de conocerla ya estaba enamorada de esa caliente
geografía. Era de temperamento retraído, se sentía más feliz cultivando su jardín
que en los salones donde debía acompañar a su marido, y dedujo que en ese país estaría
más libre de las exigencias sociales y podría dedicarse a leer, a pintar y a descubrir
la naturaleza.
La primera medida
de Lieberman fue instalar ventiladores en todos los cuartos de su residencia. En
seguida presentó credenciales a las autoridades del gobierno. Cuando El Benefactor
lo recibió en su despacho, la pareja había pasado sólo unos días en la ciudad, pero
ya el chisme de que la esposa del embajador era muy bella había llegado a oídos
del caudillo. Por protocolo los invitó a una cena, a pesar de que el aire arrogante
y la charlatanería del diplomático le resultaron insoportables. En la noche señalada
Marcia Lieberman entró en el Salón de Recepciones del brazo de su marido y por primera
vez en su larga trayectoria El Benefactor perdió la respiración ante una mujer.
Había visto rostros más hermosos y portes más esbeltos, pero nunca tanta gracia.
Despertó la memoria de conquistas pasadas, alborotándole la sangre con un calor
que no había sentido en muchos años. Durante esa velada se mantuvo a distancia,
observando a la embajadora con disimulo, seducido por la curva del cuello, la sombra
de sus ojos, los gestos de las manos, la seriedad de su actitud. Tal vez cruzó por
su mente el hecho de que tenía cuarenta y tantos años más que ella y que cualquier
escándalo tendría repercusiones insospechadas más allá de sus fronteras, pero eso
no logró disuadirlo, por el contrario, agregó un ingrediente irresistible a su naciente
pasión.
Marcia Lieberman
sintió la mirada del hombre pegada a su piel, como una caricia indecente, y se dio
cuenta del peligro, pero no tuvo fuerzas para escapar. En un momento pensó pedirle
a su marido que se retiraran, pero en vez de ello se quedó sentada deseando que
el anciano se le aproximara y al mismo tiempo dispuesta a huir corriendo si él lo
hacía. No sabía por qué temblaba. No se hizo ilusiones respecto a él, de lejos podía
detallar los signos de la decrepitud, la piel marcada de arrugas y manchas, el cuerpo
enjuto, el andar vacilante, pudo imaginar su olor rancio y adivinó que bajo los
guantes de cabritilla blanca sus manos eran dos zarpas. Pero los ojos del dictador,
nublados por la edad y el ejercicio de tantas crueldades, tenían todavía un fulgor
de dominio que la paralizó en su silla.
El Benefactor
no sabía cortejar a una mujer, no había tenido hasta entonces necesidad de hacerlo.
Eso actuó a su favor, porque si hubiera acosado a Marcia con galanterías de seductor
habría resultado repulsivo y ella habría retrocedido con desprecio. En cambio ella
no pudo negarse cuando a los pocos días él apareció ante su puerta, vestido de civil
y sin escolta, como un bisabuelo triste, para decirle que hacía diez años que no
había tocado a una mujer y ya estaba muerto para las tentaciones de ese tipo, pero
con todo respeto solicitaba que lo acompañara esa tarde a un lugar privado, donde
él pudiera descansar la cabeza en sus rodillas de reina y contarle cómo era el mundo
cuando él era todavía un macho bien plantado y ella todavía no había nacido.
–¿Y mi marido?
–alcanzó a preguntar Marcia con un soplo de voz.
–Su marido no
existe, hija. Ahora sólo existimos usted y yo –replicó el Presidente Vitalicio,
conduciéndola del brazo hasta su Packard negro.
Marcia no regresó
a su casa y antes de un mes el embajador Lieberman partió de vuelta a su país. Había
removido piedras en busca de su mujer, negándose al principio a aceptar lo que ya
no era ningún secreto, pero cuando las evidencias del rapto fueron imposibles de
ignorar, Lieberman pidió una audiencia con el Jefe del Estado y le exigió la devolución
de su esposa. El intérprete intentó suavizar sus palabras en la traducción, pero
el Presidente captó el tono y aprovechó el pretexto para deshacerse de una vez por
todas de ese marido imprudente. Declaró que Lieberman había insultado a la Nación
al lanzar aquellas disparatadas acusaciones sin ningún fundamento y le ordenó salir
de sus fronteras en tres días. Le ofreció la alternativa de hacerlo sin escándalo,
para proteger la dignidad de su país, puesto que nadie tenía interés en romper las
relaciones diplomáticas y obstruir el libre tráfico de los barcos petroleros. Al
final de la entrevista, con una expresión de padre ofendido, agregó que podía entender
su ofuscación y que se fuera tranquilo, porque en su ausencia continuaría la búsqueda
de la señora. Para probar su buena voluntad llamó al Jefe de la Policía y le dio
instrucciones delante del embajador. Si en algún momento a Lieberman se le ocurrió
rehusarse a partir sin Marcia, un segundo pensamiento lo hizo comprender que se
exponía a un tiro en la nuca, de modo que empacó sus pertenencias y salió del país
antes del plazo designado.
Al Benefactor
el amor lo tomó por sorpresa a una edad en que ya no recordaba las impaciencias
del corazón. Ese cataclismo remeció sus sentidos y lo colocó de vuelta en la adolescencia,
pero no fue suficiente para adormecer su astucia de zorro. Comprendió que se trataba
de una pasión senil y fue imposible para él imaginar que Marcia retribuía sus sentimientos.
No sabía por qué lo había seguido aquella tarde, pero su razón le indicaba que no
era por amor y, como no sabía nada de mujeres, supuso que ella se había dejado seducir
por el gusto de la aventura o por la codicia del poder. En realidad a ella la venció
la lástima. Cuando el anciano la abrazó ansioso, con los ojos aguados de humillación
porque la virilidad no le respondía como antaño, ella se empecinó con paciencia
y buena voluntad en devolverle el orgullo. Y así, al cabo de varios intentos, el
pobre hombre logró traspasar el umbral y pasear durante breves instantes por los
tibios jardines ofrecidos, desplomándose en seguida con el corazón lleno de espuma.
–Quédate conmigo
–le pidió El Benefactor apenas logró sobreponerse al miedo de sucumbir sobre ella.
Y Marcia se
quedó porque la conmovió la soledad del viejo caudillo y porque la alternativa de
regresar donde su marido le pareció menos interesante que el desafío de atravesar
el cerco de hierro tras el cual ese hombre había vivido durante casi ochenta años.
El Benefactor
mantuvo a Marcia oculta en una de sus propiedades, donde la visitaba a diario. Nunca
se quedó a pasar la noche con ella. El tiempo juntos transcurría en lentas caricias
y conversaciones. En su titubeante español, ella le contaba de sus viajes y de los
libros que leía, él la escuchaba sin comprender mucho, pero complacido con la cadencia
de su voz. Otras veces él se refería a su infancia en las tierras secas de los Andes
o a sus tiempos de soldado, pero si ella le formulaba alguna pregunta, de inmediato
se cerraba, observándola de reojo, como un enemigo. Marcia notó esa dureza inconmovible
y comprendió que su hábito de desconfianza era mucho más poderoso que la necesidad
de abandonarse a la ternura, y al cabo de unas semanas se resignó a su derrota.
Al renunciar a la esperanza de ganarlo para el amor, perdió interés en ese hombre,
y entonces quiso salir de las paredes donde estaba secuestrada. Pero ya era tarde.
El Benefactor la necesitaba a su lado porque era lo más cercano a una compañera
que había conocido, su marido había vuelto a Europa y ella carecía de lugar en esta
tierra, hasta su nombre comenzaba a borrarse del recuerdo ajeno. El dictador percibió
el cambio en ella y su recelo aumentó, pero no dejó de amarla por eso. Para consolarla
del encierro al cual estaba condenada para siempre, porque su aparición en la calle
confirmaría las acusaciones de Lieberman y se irían al carajo las relaciones internacionales,
le procuró todas aquellas cosas que a ella le gustaban, música, libros, animales.
Marcia pasaba las horas en un mundo propio, cada día más desprendida de la realidad.
Cuando ella dejó de alentarlo, a él le fue imposible volver a abrazarla y sus citas
se convirtieron en apacibles tardes de chocolate y bizcochos. En su deseo de agradarla,
un día El Benefactor la invitó a conocer el Palacio de Verano, para que viera de
cerca el paraíso del naturalista belga, del cual ella tanto había leído.
El tren no se
había usado desde la fiesta inaugural, diez años antes, y estaba en ruinas, de modo
que hicieron el viaje en automóvil, presididos por una caravana de guardias y empleados
que partieron con una semana de anticipación llevando todo lo necesario para devolver
al Palacio los lujos del primer día. El camino era apenas un sendero defendido de
la vegetación por cuadrillas de presos. En algunos trechos tuvieron que recurrir
a los machetes para despejar los helechos y a bueyes para sacar los coches del barro,
pero nada de eso disminuyó el entusiasmo de Marcia. Estaba deslumbrada por el paisaje.
Soportó el calor húmedo y los mosquitos como si no los sintiera, atenta a esa naturaleza
que parecía envolverla en un abrazo. Tuvo la impresión de que había estado allí
antes, tal vez en sueños o en otra existencia, que pertenecía a ese lugar, que hasta
entonces había sido una extranjera en el mundo y que todos los pasos dados, incluyendo
el de dejar la casa de su marido por seguir a un anciano tembleque, habían sido
señalados por su instinto con el único propósito de conducirla hasta allí. Antes
de ver el Palacio de Verano ya sabía que ésa sería su última residencia. Cuando
el edificio apareció finalmente entre el follaje, bordeado de palmeras y refulgiendo
al sol, Marcia suspiró aliviada, como un náufrago al ver otra vez su puerto de origen.
A pesar de los
frenéticos preparativos para recibirlos, la mansión tenía un aire de encantamiento.
Su arquitectura romana, ideada como centro de un parque geométrico y grandiosas
avenidas, estaba sumergida en el desorden de una vegetación glotona. El clima tórrido
había alterado el color de los materiales, cubriéndolos con una pátina prematura,
de la piscina y de los jardines no quedaba nada visible. Los galgos de caza habían
roto sus correas mucho tiempo atrás y vagaban por los límites de la propiedad, una
jauría hambrienta y feroz que acogió a los recién llegados con un coro de ladridos.
Las aves habían anidado en los capiteles y cubierto de excrementos los relieves.
Por todos lados había signos de desorden. El Palacio de Verano se había transformado
en una criatura viviente, abierta a la verde invasión de la selva que lo había envuelto
y penetrado. Marcia saltó del automóvil y corrió hacia las grandes puertas, donde
esperaba la escolta agobiada por la canícula. Recorrió una a una todas las habitaciones,
los grandes salones decorados con lámparas de cristal que colgaban de los techos
como racimos de estrellas y muebles franceses en cuyos tapices anidaban las lagartijas,
los dormitorios con sus lechos de baldaquino desteñidos por la intensidad de la
luz, los baños donde el musgo se insinuaba en las junturas de los mármoles. Iba
sonriendo, con la actitud de quien recupera algo que le ha sido arrebatado.
Durante los
días siguientes El Benefactor vio a Marcia tan complacida, que algo de vigor volvió
a calentar sus gastados huesos y pudo abrazarla como en los primeros encuentros.
Ella lo aceptó distraída. La semana que pensaban pasar allí se prolongó a dos, porque
el hombre se sentía muy a gusto. Desapareció el cansancio acumulado en sus años
de sátrapa y se atenuaron varias de sus dolencias de viejo. Paseó con Marcia por
los alrededores, señalándole las múltiples variedades de orquídeas que trepaban
por los troncos o colgaban como uvas de las ramas más altas, las nubes de mariposas
blancas que cubrían el suelo y los pájaros de plumas iridiscentes que llenaban el
aire con sus voces. Jugó con ella como un joven amante, le dio de comer en la boca
la pulpa deliciosa de los mangos silvestres, la bañó con sus propias manos en infusiones
de yerbas y la hizo reír con una serenata bajo su ventana. Hacía años que no se
alejaba de la capital, salvo breves viajes en una avioneta a las provincias donde
su presencia era requerida para sofocar algún brote de insurrección y devolver al
pueblo la certeza de que su autoridad era incuestionable. Esas inesperadas vacaciones
lo pusieron de muy buen ánimo, la vida le pareció de pronto más amable y tuvo la
fantasía de que junto a esa hermosa mujer podría seguir gobernando eternamente.
Una noche lo sorprendió el sueño en los brazos de ella. Despertó en la madrugada
aterrado, con la sensación de haberse traicionado a sí mismo. Se levantó sudando,
con el corazón al galope, y la observó sobre la cama, blanca odalisca en reposo,
con el cabello de cobre cubriéndole la cara. Salió a dar órdenes a su escolta para
el regreso a la ciudad. No le sorprendió que Marcia no diera indicios de acompañarlo.
Tal vez en el fondo lo prefirió así, porque comprendió que ella representaba su
más peligrosa flaqueza, la única que podría hacerle olvidar el poder.
El Benefactor
partió a la capital sin Marcia. Le dejó media docena de soldados para vigilar la
propiedad y algunos empleados para su servicio, y le prometió que mantendría el
camino en buenas condiciones, para que ella recibiera sus regalos, las provisiones,
el correo y algunos periódicos. Aseguró que la visitaría a menudo, tanto como sus
obligaciones de Jefe de Estado se lo permitieran, pero al despedirse ambos sabían
que no volverían a encontrarse. La caravana del Benefactor se perdió tras los helechos
y por un momento el silencio rodeó al Palacio de Verano. Marcia se sintió verdaderamente
libre por primera vez en su existencia. Se quitó las horquillas que le sujetaban
el pelo en un moño y sacudió la cabeza. Los guardias se desabrocharon las chaquetas
y se despojaron de sus armas, mientras los empleados partían a colgar sus hamacas
en los rincones más frescos.
Desde las sombras
los indios habían observado a los visitantes durante esas dos semanas. Sin dejarse
engañar por la piel clara y el estupendo cabello crespo de Marcia Lieberman, la
reconocieron como una de ellos pero no se atrevieron a materializarse en su presencia
porque llevaban siglos en la clandestinidad. Después de la partida del anciano y
su séquito, ellos volvieron sigilosos a ocupar el espacio donde habían existido
por generaciones. Marcia intuyó que nunca estaba sola, por donde iba mil ojos la
seguían, a su alrededor brotaba un murmullo constante, un aliento tibio, una pulsación
rítmica, pero no tuvo temor, por el contrario, se sintió protegida por duendes amables.
Se acostumbró a pequeñas perturbaciones; uno de sus vestidos desaparecía por varios
días y de pronto amanecía en una cesta a los pies de la cama, alguien devoraba su
cena poco antes que ella entrara al comedor, se robaban sus acuarelas y sus libros,
sobre su mesa aparecían orquídeas recién cortadas, algunas tardes su bañera la esperaba
con hojas de yerbabuena flotando en el agua fresca, se escuchaban las notas de los
pianos en los salones vacíos, jadeos de amantes en los armarios, voces de niños
en el entretecho. Los empleados no tenían explicación para estos trastornos y muy
pronto ella dejó de hacerles preguntas porque imaginó que ellos también eran parte
de esa benevolente conspiración. Una noche esperó agazapada con una linterna entre
las cortinas, y al sentir un golpeteo de pies sobre el mármol encendió la luz. Le
pareció ver unas siluetas desnudas, que por un instante le devolvieron una mirada
mansa y enseguida se esfumaron. Los llamó en español, pero nadie le respondió. Comprendió
que necesitaría inmensa paciencia para descubrir esos misterios, pero no le importó,
porque tenía el resto de su vida por delante.
Algunos años
después el país fue sacudido con la noticia de que la dictadura había terminado
por una causa sorprendente: El Benefactor había muerto. A pesar de que ya era un
anciano reducido sólo a huesos y pellejo y desde hacía meses estaba pudriéndose
en su uniforme, en realidad muy pocos imaginaban que ese hombre fuera mortal. Nadie
se acordaba del tiempo anterior a él, llevaba tantas décadas en el poder que el
pueblo se acostumbró a considerarlo un mal inevitable, como el clima. Los ecos del
funeral demoraron un poco en llegar al Palacio de Verano. Para entonces casi todos
los guardias y los sirvientes, cansados de esperar un relevo que nunca llegó, habían
desertado de sus puestos. Marcia Lieberman escuchó las nuevas sin alterarse. En
realidad tuvo que hacer un esfuerzo por recordar su pasado, lo que había más allá
de la selva y a ese anciano con ojillos de halcón que había trastornado su destino.
Se dio cuenta de que con la muerte del tirano desaparecerían las razones para permanecer
oculta, ahora podía regresar a la civilización, donde seguramente a nadie le importaba
ya el escándalo de su rapto, pero desechó pronto esa idea, porque no había nada
fuera de esa región enmarañada que le interesara. Su vida transcurría apacible entre
los indios, inmersa en esa naturaleza verde, apenas vestida con una túnica, el cabello
corto, adornada con tatuajes y plumas. Era totalmente feliz.
Una generación
más tarde, cuando la democracia se había establecido en el país y de la larga historia
de dictadores no quedaba sino un rastro en los libros escolares, alguien se acordó
de la villa de mármol y propuso recuperarla para fundar una Academia de Arte. El
Congreso de la República envió una comisión para redactar un informe, pero los automóviles
se perdieron por el camino y cuando por fin llegaron a San Jerónimo, nadie supo
decirles dónde estaba el Palacio de Verano. Trataron de seguir los rieles del ferrocarril,
pero habían sido arrancados de los durmientes y la vegetación había borrado sus
huellas. El Congreso envió entonces un destacamento de exploradores y un par de
ingenieros militares que volaron sobre la zona en helicóptero, pero la vegetación
era tan espesa que tampoco ellos pudieron dar con el lugar. Los rastros del Palacio
se confundieron en la memoria de la gente y en los archivos municipales, la noción
de su existencia se convirtió en un chisme de comadres, los informes fueron tragados
por la burocracia y como la patria tenía problemas más urgentes, el proyecto de
la Academia de Arte fue postergado.
Ahora han construido
una carretera que une San Jerónimo con el resto del país. Dicen los viajeros que
a veces, después de una tormenta, cuando el aire está húmedo y cargado de electricidad,
surge de pronto junto al camino un blanco palacio de mármol, que por breves instantes
permanece suspendido a cierta altura, como un espejismo, y luego desaparece sin
ruido.
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