Algernon Blackwood
Cuando la palabra
“inocente” resonó a lo largo de la concurrida sala de justicia aquella oscura
tarde decembrina, Arthur Wilbraham, el notable abogado criminalista y líder de
los defensores jurídicos, estaba representado por su subalterno; sin embargo,
Johnson, su secretario privado, llevó el veredicto a su despacho con la rapidez
del rayo.
–Creo
que eso era lo que esperábamos –dijo el abogado, sin mostrar emoción–. Y,
personalmente, me alegro de que haya terminado el caso.
No
había ninguna señal particular de alegría ante el hecho de que la defensa de
John Turk, el asesino que alegaba demencia, resultara exitosa, ya que
indudablemente consideraba, como todos los que habían seguido el caso, que
ningún hombre había merecido tanto la horca como Turk.
–Yo
también me alegro –dijo Johnson, quien había asistido a la corte durante diez
días, observando el rostro del hombre que había llevado a cabo uno de los
asesinatos a sangre fría más brutales de los años recientes.
El
abogado miró a su secretario. Eran mucho más que patrón y empleado; debido a
relaciones familiares y muchos otros motivos, eran además muy amigos.
–Ahora
que lo recuerdo –dijo, con una bondadosa sonrisa– ¿quieres irte para Navidad?
Vas a patinar y a esquiar en los Alpes, ¿no es cierto? Si tuviera tu edad, te
acompañaría.
Johnson
sonrió. Era un joven de veintiséis años con facciones finas.
–Podré
tomar el barco de la mañana –dijo–, pero esa no es la razón por la cual me
alegro de que haya terminado el juicio, sino porque no volveré a ver el
espantoso rostro de ese hombre. Indudablemente, me persiguió. Esa tez blanca,
con el cabello negro cepillado bajo la frente, es algo que nunca olvidaré, y su
descripción de la forma en que el cadáver desmembrado fue empacado con cal en
ese…
–No
pienses en ello, mi querido amigo –interrumpió el abogado, mirándolo con
curiosidad a través de sus penetrantes ojos–, no pienses en ello. Esas imágenes
suelen regresar cuando uno menos lo desea –se detuvo un momento–. Ahora vete –añadió–,
y disfruta de tus vacaciones. Voy a necesitar toda tu energía para mi trabajo
parlamentario cuando regreses. Y ten cuidado, no quiero que te rompas el cuello
esquiando.
Johnson
le dio la mano y se despidió. Ya en la puerta se volteó súbitamente.
–Sabía
que olvidaba algo… ¿No le importaría prestarme una de sus bolsas–maletín? Es
demasiado tarde para comprar una esta noche y mañana saldré antes de que abran
las tiendas.
–Por
supuesto; en cuanto llegue a casa te la mandaré a tu cuarto con Henry.
–Le
prometo cuidarla –aseguró Johnson con gratitud, encantado al pensar que en
treinta horas se estaría acercando al brillante sol de los elevados Alpes en el
invierno. El recuerdo de aquel tribunal de criminales era como una pesadilla
para él.
Johnson
cenó en su club y se dirigió a Bloomsbury, donde ocupaba un piso de una de esas
viejas casonas desoladas donde los cuartos son muy amplios y altos. El piso abajo
del suyo estaba vacío y sin muebles y debajo de ése había otros inquilinos a
quienes no conocía. Era una casa triste, y él ansiaba un cambio con todo el
corazón. La noche era más triste aún: el clima era inclemente y había poca
gente en la calle. Una lluvia fría de aguanieve barría las calles ante el
viento oriental más fuerte que él había sentido. El viento aullaba tristemente
entre las enormes casas lúgubres de las grandes plazas. Cuando llegó a su
habitación escuchó el viento silbando arriba de aquel mundo de techos negros
más allá de sus ventanas.
En
el corredor se encontró con su casera, que tapaba con su delgada mano una vela
para protegerla de la corriente.
–Esto
llegó con un mensajero de parte del señor Willbraham –le dijo la mujer
señalando a lo que evidentemente era la bolsa-maletín, y Johnson le dio las
gracias.
–Mañana
saldré al extranjero durante diez días, señora Monks –le informó–. Dejaré una
dirección para las cartas que me lleguen.
–Espero
que pase una feliz Navidad, señor –le deseó la mujer, con una voz ronca y
jadeante que sugería que había estado bebiendo–, y que tenga mejor clima que
éste.
–Yo
también así lo espero –contestó el inquilino, temblando de frío.
Al
subir, escuchó el aguanieve golpeando contra las ventanas. Puso la cafetera en
la lumbre para prepararse una taza de café bien caliente y luego empezó a poner
sus cosas en orden para el viaje.
–Y
ahora, debo empacar –se dijo a sí mismo, riendo–… para lo mucho que yo empaco.
Le
gustaba empacar, ya que al hacerlo recordaba vívidamente las montañas cubiertas
de nieve y lograba olvidar las desagradables escenas de los últimos diez días.
Además, la empacada en sí no era complicada. Su amigo le había prestado
precisamente lo que necesitaba: una resistente bolsa-maletín de lona, en forma
de saco, con agujeros en el cuello para la barra de latón y el candado.
Ciertamente, no tenía forma y no era muy bonita, pero su capacidad era
ilimitada y no había necesidad de empacar con cuidado. Metió su impermeable, su
sombrero de piel y sus guantes, los patines y las botas de alpinista, los
suéteres, las botas de nieve y las orejeras. Luego, encima de todo esto, apiló
sus camisas y ropa interior de lana, los calcetines gruesos, pantalones de
vestir y pantalones bombachos. En seguida metió el traje de vestir, en caso de
que la gente del hotel se vistiera formalmente para cenar. Luego, pensando en
la mejor forma de empacar sus camisas blancas, se detuvo un momento para
reflexionar.
–Eso
es lo peor de estas bolsas–maletín –pensó vagamente, parado en el centro de la
sala, adonde había llegado para buscar un cordón.
Eran
más de las diez de la noche. Una fuerte ráfaga de viento movió las ventanas,
como para apresurarlo, y Johnson pensó con compasión en los pobres londinenses
que pasarían la Navidad bajo un clima tan inclemente, mientras que él se
encontraría deslizándose por las nevadas pendientes bajo el sol, y bailando en
las noches con muchachas de mejillas sonrosadas. ¡Ah! Entonces recordó que
debía llevar sus zapatos de baile y sus calcetines de noche. Atravesó la sala
para llegar al armario en el descanso de la escalera donde guardaba su ropa.
En
ese momento escuchó a alguien subiendo suavemente la escalera. Se detuvo un
momento en el descanso, tratando de escuchar. Pensó que eran los pasos de la
señora Monks; seguramente estaba subiendo con el último correo. Pero los pasos
cesaron súbitamente; consideró que estaban cuando menos dos pisos abajo, y
Johnson llegó a la conclusión de que eran demasiado pesados para ser los de su
casera bebedora. Indudablemente, debían ser los pasos de algún inquilino que
llegaba tarde y se había equivocado de piso. Olvidando el asunto, Johnson entró
a su alcoba y empacó sus zapatos y camisas de vestir de la mejor manera
posible.
Para
entonces, la bolsa-maletín estaba llena en dos terceras partes y estaba parada
sobre su propia base como un saco de harina. Por primera vez, Johnson notó que
la bolsa-maletín era vieja y estaba sucia; la lona estaba desgastada y
desteñida y era evidente que había sido sometida a un tratamiento bastante
rudo. No era una bolsa muy atractiva; ciertamente, no era nueva, ni una bolsa
que apreciara su jefe. Johnson pensó en ello de una manera pasajera y prosiguió
empacando. No obstante, en una o dos ocasiones se preguntó quién pudo haber
estado caminando abajo, ya que la señora Monks no había subido con cartas y el
piso estaba vacío y sin muebles. Además, de vez en cuando estaba casi seguro de
haber oído una pisada suave de alguien caminando sobre la madera desnuda,
cautelosa, furtivamente, de la manera más silenciosa posible y, además, que
poco a poco aquel ruido se acercaba cada vez más.
Por
primera vez en su vida, Johnson empezó a asustarse. Luego, para acentuar esta
sensación, ocurrió algo extraño: al salir de la alcoba después de empacar sus
recalcitrantes camisas blancas, notó que la parte superior de la bolsa-maletín
se inclinaba hacia él, con un extraordinario parecido a un rostro humano. La
lona se dobló como una nariz y una frente y los anillos de latón para el
candado llenaban justamente la posición de los ojos. Una sombra… ¿o era una
mancha de viaje?… no podía decirlo con exactitud, pero parecía el cabello. Esto
impresionó a Johnson, ya que se parecía de una manera absurda, intolerante, al
rostro de John Turk, el asesino.
Repentinamente
Johnson soltó una carcajada y se dirigió a la sala, donde la luz era más
fuerte.
“Ese
horrible caso me tiene loco”, pensó. “Estaré feliz con el cambio de escenario y
de aire.” Sin embargo, en la sala no le agradó escuchar de nuevo aquella pisada
furtiva en la escalera, comprendiendo que cada vez se acercaba más y que,
indudablemente, era real. Y, en esta ocasión, se levantó y se asomó para ver
quién podía estar deslizándose por la escalera de arriba a una hora tan
avanzada.
Pero
el ruido cesó: no había nadie visible en la escalera. Johnson bajó un piso con
bastante aprensión y encendió la luz eléctrica para asegurarse de que no había
nadie escondiéndose en los cuartos vacíos del departamento que no estaba
ocupado. No había un solo mueble que fuera suficientemente grande para ocultar
quizá a un perro. Luego, Johnson se asomó por la barandilla y llamó a la señora
Monks, pero no obtuvo respuesta y su voz resonó en un eco a través de la oscura
bóveda de la casa y se perdió en el aullido de la ventisca en la calle. Todos estaban
en cama y dormidos, todos menos él y el causante de aquella pisada suave y
furtiva.
“Supongo
que se trata de mi ridícula imaginación”, pensó. “Después de todo, debe haber
sido el viento, aunque pareció estar muy cerca y muy real”. Ya para entonces
era cerca de la medianoche. Johnson bebió su café y encendió otra pipa, la
última antes de acostarse.
Es
difícil precisar con exactitud en qué punto comienza el miedo, cuándo las
causas del temor no son claras. Las impresiones se acumulan en la superficie de
la mente, película por película, como el hielo se acumula en la superficie de
las aguas quietas, pero a menudo de una forma tan ligera que la conciencia no
las reconoce. Luego, se llega a un punto donde las impresiones acumuladas se
convierten en una emoción definitiva y la mente comprende que algo ha ocurrido.
Saltando un poco, Johnson de pronto reconoció que estaba nervioso, extrañamente
nervioso; asimismo, reconoció que desde hacía un rato las causas de esta
sensación se habían estado acumulando lentamente en su mente, pero que apenas
había llegado al punto donde estaba obligado a reconocerlas.
Era
un curioso y singular malestar el que lo dominaba y no pudo comprenderlo.
Sintió como si estuviera haciendo algo a lo que otra persona objetaba con
vehemencia; más aún, otra persona que tenía el derecho de objetar. Era una
sensación molesta y desagradable, parecida a los persistentes avisos de la
conciencia: de hecho, como si estuviera haciendo algo que él sabía era
incorrecto. Sin embargo, aunque Johnson examinó su conciencia vigorosa y
honestamente, no podía decir, a ciencia cierta, cuál era el secreto de su
creciente inquietud y esto lo desconcertaba. Más aún, lo afligía y asustaba.
“Supongo
que sólo son mis nervios”, dijo Johnson en voz alta con una risita forzada. “El
aire de las montañas me curará de todo esto. Ah –añadió, hablando solo aún– eso
me recuerda mis anteojos para la nieve”.
Johnson
estaba parado junto a la puerta de la alcoba durante este breve monólogo, y al
pasar rápidamente hacia la sala para tomar los lentes del armario, con el
rabillo del ojo vio el vago contorno de una figura parada en la escalera a una
corta distancia de la parte superior. Era alguien que estaba en posición
agachada, con una mano en la barandilla y el rostro asomándose hacia arriba,
hacia el descanso. Y, al mismo tiempo, oyó una pisada: La persona que había
estado caminando furtivamente abajo todo este tiempo por fin subió a su piso.
¿Quién podía ser? ¿Y qué querría?
Johnson
contuvo la respiración bruscamente y se quedó quieto. Luego, tras unos segundos
de titubeo, se armó de valor y se volteó para investigar. Ante su asombro,
observó que la escalera estaba vacía; no había nadie. Sintió una serie de
escalofríos y los músculos de sus piernas se debilitaron. Durante un lapso de
varios minutos, Johnson se asomó con firmeza a las sombras que se congregaban
arriba de la escalera donde él había visto la figura; luego, comenzó a caminar
aprisa, de hecho, casi corrió hasta llegar a la luz de la sala; sin embargo,
apenas había pasado por la puerta cuando escuchó a alguien subiendo por la
escalera detrás de él rápidamente y entrando a su alcoba. Era una pisada
fuerte, pero a la vez furtiva, la pisada de alguien que no quería ser visto. Y,
en ese preciso momento, el nerviosismo que Johnson había sentido antes excedió
sus límites y entró en estado de pánico, de un miedo agudo, irracional. Antes
de convertirse en terror, sería necesario cruzar otra frontera y más allá
estaba la región del horror puro. La posición de Johnson no era nada
envidiable.
“¡Caramba!
Entonces sí había alguien en la escalera”, murmuró, mientras la piel se le erizaba.
“Y, quienquiera que haya sido, ahora entró a mi alcoba”. El delicado rostro
pálido de Johnson se tornó absolutamente blanco y, durante algunos minutos, no
supo qué pensar ni qué hacer. Comprendió intuitivamente que la demora sólo
agravaría el miedo, así que cruzó por el descanso con audacia. Entró en la otra
habitación donde habían desaparecido las pisadas apenas unos segundos antes.
–¿Quién
está allí? ¿Es usted, señora Monks? –llamó en voz alta, mientras caminaba y oyó
la primera mitad de sus palabras resonar en un eco hacia abajo, por la escalera
vacía, mientras que la segunda mitad cayó muda contra las cortinas en una
habitación que aparentemente no tenía otra figura humana salvo la suya.
“¿Quién
anda ahí?”, preguntó Johnson una vez más, con una voz innecesariamente fuerte y
apenas firme. “¿Qué desea aquí?”
Las
cortinas se movieron un poco y, al verlas, pareció que su corazón dejó de latir
un momento; no obstante, Johnson fue hacia allá y corrió las cortinas
rápidamente. Una ventana chorreando lluvia fue lo único que contemplaron sus
ojos. Continuó buscando, pero todo fue en vano. Los armarios no contenían nada
excepto filas de ropa colgando sin movimiento. Debajo de la cama no había
señales de que alguien estuviera ocultándose. Johnson se paró en medio de la
habitación y, al hacerlo, algo casi lo hizo tropezar. Giró alarmado y vio la bolsa-maletín.
“¡Qué
raro!”, pensó. “¡No la dejé allí!” Unos momentos antes, la bolsa había estado a
su derecha, entre la cama y el baño; no recordaba haberla movido. Era muy
curioso. ¿Qué demonios pasaba? ¿Estaba perdiendo el juicio? Otra terrible
ráfaga de aire golpeó las ventanas, lanzando el aguanieve contra el vidrio con
la fuerza del disparo de una pequeña pistola. Una súbita imagen del Canal de la
Mancha al día siguiente se presentó ante la mente de Johnson y lo volvió a la
realidad.
“¡Es
evidente que no hay nadie aquí!”, exclamó en voz alta. Y, sin embargo, al
momento de pronunciar estas palabras, sabía perfectamente bien que no eran
ciertas y que él mismo no las creía. Sintió que alguien se estaba escondiendo
cerca de él, observando todos sus movimientos, tratando de alguna manera de
impedir que empacara.
“Y
dos de mis sentidos”, añadió, tratando de guardar las apariencias, “me han
hecho malas jugadas absurdas: las pisadas que escuché y la figura que vi fueron
enteramente imaginarias”.
Johnson
regresó a la sala, atizó el fuego y se sentó a pensar. Lo que más lo
impresionaba era que la bolsa-maletín ya no estaba donde él la había dejado.
Había sido arrastrada más cerca de la puerta.
Lo
que ocurrió después esa noche, sucedió, por supuesto, a un hombre que ya estaba
excitado por el miedo y fue percibido por una mente que, en consecuencia, no
tenía el pleno y apropiado control de sus sentidos. Por fuera, Johnson permanecía
tranquilo y dueño de sí mismo hasta el final, fingiendo hasta lo último que
todo lo que vio tenía una explicación natural, o que fueron simples ilusiones
de sus agotados nervios. Pero en el interior, en el fondo de su corazón,
Johnson sabía que alguien había estado escondiéndose en el departamento vacío
cuando él entró y que esa persona esperó la oportunidad para llegar
furtivamente a la alcoba, y que todo lo que vio y escuchó después, desde el
momento en que la bolsa-maletín se movió hasta… bueno, hasta todo lo demás que
esta historia debe relatar, fue causado directamente por la presencia de esa
persona invisible.
Y
aquí fue precisamente cuando él deseaba controlar su mente y sus ideas; cuando
las imágenes vívidas que había recibido día tras día sobre las placas mentales
expuestas en la corte de Old Bailey salieron a la luz y se desarrollaron en el
cuarto oscuro de su visión interior. Los recuerdos desagradables y
obsesionantes suelen cobrar vida de nuevo precisamente cuando menos lo desea la
mente, en las silenciosas vigilias de la noche, sobre almohadas sin sueño,
durante las solitarias horas pasadas al lado de lechos de enfermos y de
moribundos. Y ahora, de la misma manera, Johnson sólo vio el espantoso rostro
de John Turk, el asesino, frunciéndole el ceño desde cada rincón de su campo de
visión mental; la piel blanca, los ojos malévolos, el fleco de cabello negro
sobre la frente. Todas las imágenes de aquellos diez días en la corte volvieron
a su mente, de una manera involuntaria, sumamente vívidas.
“Todo
esto sólo es una tontería y mis nervios”, exclamó al fin, saltando con súbita
energía de la silla. “Terminaré de empacar y me iré a la cama. Estoy inquieto,
agotado. ¡Indudablemente, si sigo así, escucharé pisadas y otros ruidos toda la
noche!”
No
obstante, su rostro palideció. Recogió sus anteojos y caminó hasta la alcoba,
tarareando una canción popular con una voz demasiado fuerte para ser natural.
En el instante en que cruzó el umbral y se paró dentro de la habitación, su
corazón se paralizó y sintió que se le erizaron los cabellos.
La
bolsa-maletín estaba en el suelo, frente a él, un poco más cerca de la puerta
que antes. Por encima de la arrugada parte superior, Johnson vio una cabeza y
un rostro hundiéndose lentamente y desapareciendo de la vista como si alguien
se estuviera agachando detrás para ocultarse. Al mismo tiempo, un sonido como
un largo suspiro se escuchó claramente en el silencio que lo rodeaba, entre las
ráfagas de la tormenta que soplaba afuera.
Johnson
tenía más valor y determinación de lo que indicaba la indecisión juvenil de su
rostro; sin embargo, al principio lo invadió una ola de terror y durante
algunos segundos no pudo hacer nada excepto quedarse parado, mirando fijamente.
Un violento temblor lo sacudió a lo largo de la espalda y piernas y se dio
cuenta de que sentía un impulso absurdo, casi histérico, de gritar. Aquel
suspiro parecía encontrarse en sus oídos y el aire aún temblaba con él.
Indudablemente, era un suspiro humano.
“¿Quién
anda ahí?, preguntó Johnson por fin, al recuperar su voz; sin embargo, aunque
su intención era hablar con determinación, el tono que salió fue de un débil
murmullo, ya que había perdido parcialmente el control de su lengua y de sus
labios.
Johnson
dio un paso hacia adelante para ver a su alrededor y encima de la bolsa-maletín.
Por supuesto, no había nada, excepto la desteñida alfombra y el abultado
maletín. Extendió las manos y abrió la boca del saco donde había caído,
habiendo estado lleno en sólo tres cuartas partes, y entonces, por primera vez,
vio que en el interior, a unas seis pulgadas de la parte superior, había una
mancha ancha de color rojo opaco. Era una vieja mancha de sangre desteñida.
Johnson gritó y apartó las manos, como si se las hubiera quemado.
Simultáneamente el maletín dio un débil pero inconfundible salto hacia
adelante, hacia la puerta.
Johnson
se tambaleó hacia atrás, buscando con las manos el apoyo de algo sólido. Como
la puerta se encontraba más retirada de lo que había creído, ésta recibió su
peso justo a tiempo para impedir que cayera y se cerró con un fuerte golpe. Al
mismo tiempo, su brazo izquierdo tocó accidentalmente el interruptor eléctrico
y la luz del cuarto se apagó.
Fue
un predicamento incómodo y desagradable, y si Johnson no hubiera tenido tanto
valor, habría hecho muchas tonterías. Pero se controló y, a tientas, trató de
encontrar la perilla de bronce para volver a encender la luz. Pero al cerrarse
la puerta, los sacos que se encontraban colgados comenzaron a mecerse y sus
dedos se enredaron en las mangas y en las bolsas, de modo que se tardó un poco
en encontrar el interruptor. Y en esos momentos de confusión y terror
ocurrieron dos cosas que lo pusieron irremediablemente en la región del
auténtico horror. Claramente escuchó al maletín arrastrándose pesadamente por
el piso, con saltos y jalones; además, frente a su rostro escuchó una vez más
el suspiro de un ser humano.
En
sus angustiados esfuerzos por encontrar la perilla en la pared, casi se raspó
las uñas; sin embargo, aun en aquellos desesperados momentos (así son de
rápidas y alertas las impresiones de una mente excitada por una emoción vívida)
tuvo tiempo para comprender que tenía miedo del regreso de la luz y que quizá
sería mejor permanecer oculto en la misericordiosa protección de la oscuridad.
No obstante, sólo fue el impulso de un momento, y antes de poder aprovecharlo,
Johnson cedió automáticamente al deseo original y el cuarto se llenó de luz
nuevamente.
Pero
el segundo instinto había sido correcto. Hubiera sido mejor que Johnson
permaneciera bajo la protección de la oscuridad. Allí, cerca de él, agachándose
sobre el maletín medio empacado, tan claro como la vida bajo el cruel brillo de
la luz eléctrica, se encontraba la figura de John Turk, el asesino. El hombre
estaba a un metro de él y el fleco de su cabello negro se enmarcaba claramente
contra la palidez de la frente; ahí estaba toda la horrible presencia del
canalla, tan vivida como Johnson lo había visto, día tras día en Old Bailey,
donde se paraba en el banquillo de los acusados, cínico e insensible, bajo la
misma sombra de la horca.
Como
un relámpago, Johnson comprendió lo que aquello significaba: el sucio maletín
tantas veces usado, la mancha roja en la parte superior, la espantosa condición
abultada de los lados. Johnson recordó cómo se había metido el cuerpo de la
víctima en una bolsa de lona para enterrarlo; los atroces fragmentos
desmembrados metidos por la fuerza con cal en esa misma bolsa, y la bolsa misma
exhibida como evidencia… Johnson recordó todo esto con claridad.
Suavemente,
con cautela, la mano de Johnson buscó a tientas la manija de la puerta, pero
antes de que pudiera darle la vuelta, sucedió lo que más temía: John Turk
levantó su rostro de demonio y lo miró. En ese mismo momento se escuchó aquel
pesado suspiro, de alguna manera formulado en palabras:
–Es
mi bolsa. Y yo la quiero.
Johnson
sólo pudo recordar después que abrió la puerta y cayó como un pesado bulto en
el piso del descanso de la escalera, mientras intentaba desesperadamente llegar
a la sala.
Durante
largo rato permaneció inconsciente y aún estaba oscuro cuando abrió los ojos y
se dio cuenta de que estaba acostado, tieso y adolorido, sobre el frío piso.
Finalmente recordó lo que había acontecido e inmediatamente volvió a
desmayarse. Cuando despertó la segunda vez, la aurora invernal comenzaba a
asomar por las ventanas, pintando la escalera de un triste y deprimente color
gris; logró arrastrarse hasta la sala y cubrirse con un abrigo en un sillón,
donde por fin se quedó dormido.
Un
fuerte clamor lo despertó. Reconoció la voz de la señora Monks, potente y
voluble.
–¿Cómo?
¿Todavía no se acuesta, señor? ¿Está enfermo o le ha sucedido algo?… Ha venido
a visitarlo con urgencia un caballero, a pesar de que aún no dan las siete de
la mañana y…
–¿Quién
es? –balbuceó Johnson–… Estoy bien, gracias. Supongo que me quedé dormido en el
sillón.
–Es
alguien de la oficina del señor Wilbraham y dice que necesita verlo pronto
antes de que salga usted de viaje, y yo le dije…
–Por
favor, hágalo pasar de inmediato –indicó Johnson, cuya cabeza daba vueltas y su
mente estaba llena aún de espantosas visiones.
El
mensajero del señor Wilbraham entró con miles de disculpas y explicó breve y
rápidamente que se había cometido un absurdo error y que se le había enviado a
Johnson una bolsa-maletín equivocada la noche anterior.
–De
alguna manera, Henry obtuvo la bolsa-maletín que llegó de la corte y el señor
Wilbraham sólo lo descubrió cuando vio la de él en su habitación y preguntó por
qué no se le había mandado a usted –informó el mensajero.
–¡Ah!
–exclamó Johnson estúpidamente.
–Y
seguramente le trajo la bolsa del caso del asesinato, señor –prosiguió el
hombre, sin mostrar expresión alguna en el rostro–. Me temo que le mandaron la
bolsa donde John Turk metió el cadáver. El señor Wilbraham está muy molesto, y
me dijo que viniera temprano esta mañana con el maletín correcto, ya que usted
viajaría por barco.
El
hombre señaló hacia una bolsa-maletín limpia que había puesto en el piso.
–Y
me dijo que debía regresar la otra –añadió de manera casual.
Durante
unos momentos Johnson permaneció mudo hasta que por fin señaló en dirección de
su alcoba.
–Tal
vez sería usted tan amable de desempacarla. Por favor, deje las cosas en el
piso.
El
hombre desapareció en la otra habitación durante unos cinco minutos. Johnson
escuchó cómo sacaba las cosas del maletín, y el ruido de los patines y las
botas mientras desempacaba.
–Gracias,
señor –dijo el hombre, al regresar con la bolsa-maletín doblada sobre su brazo–.
¿Puedo hacer algo más para ayudarlo?
–¿Como
qué? –preguntó Johnson al notar que el hombre deseaba añadir algo más.
El
hombre movió los pies y lanzó una mirada misteriosa.
–Perdone,
señor, pero como sé que se interesó en el caso de Turk, pensé que le gustaría
saber lo que ocurrió…
–Sí.
–John
Turk se suicidó anoche, se envenenó inmediatamente después de recibir su
sentencia y dejó una nota para el señor Wilbraham diciéndole que le agradecería
mucho que lo enterraran de la misma manera en que enterró a la mujer que
asesinó, en la vieja bolsa-maletín.
–Y…
¿a qué hora lo hizo? –preguntó Johnson.
–A
las diez de la noche, según informó el carcelero.
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