Julio Torri
...más vale que vayan los fieles a perder
su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego, o su pellejo en los fandangos.
General Riva Palacio, Calvario y Tabor
Por inaudito que parezca hubo cierta vez
una cocinera excelente. La familia a quien servía se transportaba, a la hora de
comer, a una región superior de bienaventuranza. El señor manducaba sin medida,
olvidado de su vieja dispepsia, a la que aun osó desconocer públicamente. La señora
no soportaba tampoco que se le recordara su antiguo régimen para enflaquecer, que
ahora descuidaba del todo. Y como los comensales eran cada vez más numerosos renacía
en la parentela la esperanza de casar a una tía abuela, esperanza perdida hacía
ya mucho.
Cierta noche, en esta
mesa dichosa, comíamos unos tamales, que nadie los engulló mejores.
Mi vecino de la derecha,
profesor de Economía Política, disertaba con erudición amena acerca de si el enfriamiento
progresivo del planeta influye en el abaratamiento de los caloríferos eléctricos
y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.
–Su conversación, profesor,
es muy instructiva. Y los textos que usted aduce vienen muy a pelo.
–Debe citarse, a mi
parecer –dijo una señora–, cuando se empieza a olvidar lo que se cita.
–O más bien cuando se
ha olvidado del todo, señora. Las citas sólo valen por su inexactitud.
Un personaje allí presente
afirmó que nunca traía a cuento citas de libros, porque su esposa le demostraba
después que no hacían al caso.
–Señores –dijo alguien
al llenar su plato por sexta vez–, como he sido hasta hoy el más recalcitrante sostenedor
del vegetarianismo entre nosotros, mañana, por estos tamales de carne, me aguardan
la deshonra y el escándalo.
–Por sólo uno de ellos
–dijo un sujeto grave a mi izquierda– perdería gustoso mi embajada en Mozambique.
Entonces una niña…
(¿Habéis notado la educación
lamentable de los niños de hoy? Interrumpen con desatinos e impertinencias las ocupaciones
más serias de las personas mayores.)
…Una niña hizo cesar
la música de dentelladas y de gemidos que proferíamos los que no podíamos ya comer
más, y dijo:
–Mirad lo que hallé
en mi tamal.
Y la atolondrada, la
aguafiestas, señalaba entre la tierna y leve masa un precioso dedo meñique de niño.
Se produjo gran alboroto.
Intervino la justicia. Se hicieron indagaciones. Quedó explicada la frecuente desaparición
de criaturas en el lugar. Y sin consideración para su arte peregrina, pocos días
después moría en la horca la milagrosa cocinera, con gran sentimiento de algunos
gastrónomos y otras gentes de bien que cubrimos piadosamente de flores su tumba.
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