Juan Bosch
A eso de las siete la fiebre
aturdía al haitiano Luis Pie. Además de que sentía la pierna endurecida, golpes
internos le sacudían la ingle. Medio ciego por el dolor de cabeza y la debilidad,
Luis Pie se sentó en el suelo, sobre las secas hojas de la caña, rayó un fósforo
y trató de ver la herida. Allí estaba, en el dedo grueso de su pie derecho. Se trataba
de una herida que no alcanzaba la pulgada, pero estaba llena de lodo. Se había cortado
el dedo la tarde anterior, al pisar un pedazo de hierro viejo mientras tumbaba caña
en la colonia Josefita.
Un
golpe de aire apagó el fósforo, y el haitiano encendió otro. Quería estar seguro
de que el mal le había entrado por la herida y no que se debía a obra de algún desconocido
que deseaba hacerle daño. Escudriñó la pequeña cortada, con sus ojos cargados por
la fiebre, y no supo qué responderse; después quiso levantarse y andar, pero el
dolor había aumentado a tal grado que no podía mover la pierna.
Esto
ocurría el sábado, al iniciarse la noche. Luis Pie pegó la frente al suelo, buscando
el fresco de la tierra, y cuando la alzó de nuevo le pareció que había transcurrido
mucho tiempo. Hubiera querido quedarse allí descansando; mas de pronto el instinto
le hizo sacudir la cabeza.
–Ah…
Pití Mishe ta eperán a mué –dijo con amargura.
Necesariamente
debía salir al camino, donde tal vez alguien le ayudaría a seguir hacia el batey;
podría pasar una carreta o un peón montado que fuera a la fiesta de esa noche.
Arrastrándose
a duras penas, a veces pegando el pecho a la tierra, Luis Pie emprendió el camino.
Pero de pronto alzó la cabeza: hacia su espalda sonaba algo como un auto. El haitiano
meditó un minuto. Su rostro brillante y sus ojos inteligentes se mostraban angustiados.
¿Habría perdido el rumbo debido al dolor o la oscuridad lo confundía? Temía no llegar
al camino en toda la noche, y en ese caso los tres hijitos le esperarían junto a
la hoguera que Miguel, el mayor, encendía de noche para que el padre pudiera prepararles
con rapidez harina de maíz o les salcochara plátanos, a su retorno del trabajo.
Si él se perdía, los niños le esperarían hasta que el sueño los aturdiera y se quedarían
dormidos allí, junto a la hoguera consumida.
Luis
Pie sentía a menudo un miedo terrible de que sus hijos no comieran o de que Miguel,
que era enfermizo, se le muriera un día, como se le murió la mujer. Para que no
les faltara comida Luis Pie cargó con ellos desde Haití, caminando sin cesar, primero
a través de las lomas, en el cruce de la frontera dominicana, luego a lo largo de
todo el Cibao, después recorriendo las soleadas carreteras del Este, hasta verse
en la región de los centrales de azúcar.
–¡Oh,
Bonyé! –gimió Luis Pie, con la frente sobre el brazo y la pierna sacudida por temblores–,
pití Mishé va a ta eperán to la noche a son per.
Y
entonces sintió ganas de llorar, a lo que se negó porque temía entregarse a la debilidad.
Lo que debía hacer era buscar el rumbo y avanzar. Cuando volvió a levantar la cabeza
ya no se oía el ruido del motor.
–No,
no ta sien palla; ta sien pacá –afirmó resuelto. Y siguió arrastrándose, andando
a veces a gatas.
Pero
sí había pasado a distancia un motor. Luis Pie llegó de su tierra meses antes y
se puso a trabajar, primero en la colonia Carolina, después en la Josefita; e ignoraba
que detrás estaba otra colonia, la Gloria, con su trocha medio kilómetro más lejos,
y que don Valentín Quintero, el dueño de la Gloria, tenía un viejo Ford en el cual
iba al batey a emborracharse y a pegarles a las mujeres que llegaban hasta allí,
por la zafra, en busca de unos pesos. Don Valentín acababa de pasar por aquella
trocha en su estrepitoso Ford; y como iba muy alegre, pensando en la fiesta de esa
noche, no tomó en cuenta, cuando encendió el tabaco, que el auto pasaba junto al
cañaveral. Golpeando en la espalda al chofer, don Valentín dijo:
–Esa
Lucía es una sinvergüenza, sí señor, ¡pero qué hembra!
Y
en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encendido entre las cañas. Disparando
ruidosamente el Ford se perdió en dirección del batey para llegar allá antes de
que Luis Pie hubiera avanzado trescientos metros.
Tal
vez esa distancia había logrado arrastrarse el haitiano. Trataba de llegar a la
orilla del corte de la caña, porque sabía que el corte empieza siempre junto a una
trocha; iba con la esperanza de salir a la trocha cuando notó el resplandor. Al
principio no comprendió; jamás había visto él un incendio en el cañaveral. Pero
de pronto oyó chasquidos y una llamarada gigantesca se levantó inesperadamente hacia
el cielo, iluminando el lugar con un tono rojizo. Luis Pie se quedó inmóvil del
asombro. Se puso de rodillas y se preguntaba qué era aquello. Mas el fuego se extendía
con demasiada rapidez para que Luis Pie no supiera de qué se trataba. Echándose
sobre las cañas, como si tuvieran vida, las llamas avanzaban ávidamente, envueltas
en un humo negro que iba cubriendo todo el lugar; los tallos disparaban sin cesar
y por momentos el fuego se producía en explosiones y ascendía a golpes hasta perderse
en la altura. El haitiano temió que iba a quedar cercado. Quiso huir. Se levantó
y pretendió correr a saltos sobre una sola pierna. Pero le pareció que nada podría
salvarle.
–¡Bonyé,
Bonyé! –empezó a aullar, fuera de sí; y luego, más alto aún:
–¡Bonyéeeee!
Gritó
de tal manera y llegó a tanto su terror, que por un instante perdió la voz y el
conocimiento. Sin embargo siguió moviéndose, tratando de escapar, pero sin saber
en verdad qué hacía. Quienquiera que fuera, el enemigo que le había echado el mal
se valió de fuerzas poderosas. Luis Pie lo reconoció así y se preparó a lo peor.
Pegado
a la tierra, con sus ojos desorbitados por el pavor, veía crecer el fuego cuando
le pareció oír tropel de caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la
cabeza. La esperanza le embriagó.
–¡Bonyé,
Bonyé! –clamó casi llorando–, ¡ayuda a mué, gran Bonyé; tú salva a mué de murí quemá!
¡Iba
a salvarlo el buen Dios de los desgraciados! Su instinto le hizo agudizar todos
los sentidos. Aplicó el oído para saber en qué dirección estaban sus presuntos salvadores;
buscó con los ojos la presencia de esos dominicanos generosos que iban a sacarlo
del infierno de llamas en que se hallaba. Dando la mayor amplitud posible a su voz,
gritó estentóreamente:
–¡Dominiquén
bon, aquí ta mué, Lui Pie! ¡Salva a mué, dominiquén bon!
Entonces
oyó que alguien vociferaba desde el otro lado del cañaveral. La voz decía:
–¡Por
aquí, por aquí! ¡Corran, que está cogío! ¡Corran, que se puede ir!
Olvidándose
de su fiebre y de su pierna, Luis Pie se incorporó y corrió. Iba cojeando, dando
saltos, hasta que tropezó y cayó de bruces. Volvió a pararse al tiempo que miraba
hacia el cielo y mascullaba:
–Oh
Bonyé, gran Bonyé que ta ayudán a mué…
En
ese mismo instante la alegría le cortó el habla, pues a su frente, irrumpiendo por
entre las cañas, acababa de aparecer un hombre a caballo, un salvador.
–¡Aquí
está, corran! –demandó el hombre dirigiéndose a los que le seguían.
Inmediatamente
aparecieron diez o doce, muchos de ellos a pie y la mayoría armada de mochas. Todos
gritaban insultos y se lanzaban sobre Luis Pie.
–¡Hay
que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con la candela ese maldito haitiano!
–se oyó vociferar.
Puesto
de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el idioma, rogaba enternecido:
–¡Ah,
dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa llevá manyé a mon pití!
Una
mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero resonó largamente.
–¿Qué
ta pasan? –preguntó Luis Pie lleno de miedo.
–¡No,
no! –ordenaba alguien que corría–. ¡Denle golpes, pero no lo maten! ¡Hay que dejarlo
vivo para que diga quiénes son sus cómplices! ¡Le han pegado fuego también a la
Gloria!
El
que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue el primero en dar el ejemplo.
Le pegó al haitiano en la nariz, haciendo saltar la sangre. Después siguieron otros,
mientras Luis Pie, gimiendo, alzaba los brazos y pedía perdón por un daño que no
había hecho. Le encontraron en los bolsillos una caja con cuatro o cinco fósforos.
–¡Canalla,
bandolero; confiesa que prendiste candela!
–Uí,
uí –afirmaba el haitiano. Pero como no sabía explicarse en español no podía decir
que había encendido dos fósforos para verse la herida y que el viento los había
apagado.
¿Qué
había ocurrido? Luis Pie no lo comprendía. Su poderoso enemigo acabaría con él;
le había echado encima a todos los terribles dioses de Haití, y Luis Pie, que temía
a esas fuerzas ocultas, ¡no iba a luchar contra ellas porque sabía que era inútil!
–¡Levántate,
perro! –ordenó un soldado.
Con
gran asombro suyo, el haitiano se sintió capaz de levantarse. La primera arremetida
de la infección había pasado, pero él lo ignoraba. Todavía cojeaba bastante cuando
los soldados lo echaron por delante y lo sacaron al camino; después, a golpes y
empujones, debió seguir sin detenerse, aunque a veces le era imposible sufrir el
dolor en la ingle.
Tardó
una hora en llegar al batey, donde la gente se agolpó para verlo pasar. Iba echando
sangre por la cabeza, con la ropa desgarrada y una pierna a rastras. Se le veía
que no podía ya más, que estaba exhausto y a punto de caer desfallecido.
El
grupo se acercaba a un miserable bohío de yaguas paradas, en el que apenas cabía
un hombre y en cuya puerta, destacados por una hoguera que iluminaba adentro la
vivienda, estaban tres niños desnudos que contemplaban la escena sin moverse y sin
decir una palabra.
Aunque
la luz era escasa todo el mundo vio a Luis Pie cuando su rostro pasó de aquella
impresión de vencido a la de atención; todo el mundo vio el resplandor del interés
en sus ojos. Era tal el momento que nadie habló. Y de pronto la voz de Luis Pie,
una voz llena de angustia y de ternura, se alzó en medio del silencio, diciendo:
–¡Pití
Mishé, mon pití Mishé! ¿Tú no ta enferme, mon pití? ¿Tú ta bien?
El
mayor de los niños, que tendría seis años y que presenciaba la escena llorando amargamente,
dijo entre llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto:
–¡Sí,
per; yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per!
Y
se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
Luis
Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo el poder de las tenebrosas fuerzas
que le perseguían, no pudo contener sus palabras.
–¡Oh
Bonyé, tú sé gran! –clamó volviendo al cielo una honda mirada de gratitud.
Después
abatió la cabeza, pegó la barbilla al pecho para que no lo vieran llorar, y empezó
a caminar de nuevo, arrastrando su pierna enferma.
La
gente que se agrupaba alrededor de Luis Pie era ya mucha y pareció dudar entre seguirlo
o detenerse para ver a los niños; pero como no tardó en comprender que el espectáculo
que ofrecía Luis Pie era más atrayente, decidió ir tras él. Solo una muchacha negra
de acaso doce años se demoró frente a la casucha. Pareció que iba a dirigirse hacia
los niños; pero al fin echó a correr tras la turba, que iba doblando una esquina.
Luis Pie había vuelto el rostro, sin duda para ver una vez más a sus hijos, y uno
de los soldados pareció llenarse de ira.
–¡Ya
ta bueno de hablar con la familia! –rugía el soldado.
La
muchacha llegó al grupo justamente cuando el militar levantaba el puño para pegarle
a Luis Pie, y como estaba asustada cerró los ojos para no ver la escena. Durante
un segundo esperó el ruido.
Pero
el chasquido del golpe no llegó a sonar. Pues aunque deseaba pegar el soldado se
contuvo. Tenía la mano demasiado adolorida por el uso que le había dado esa noche,
y, además, comprendió que por duro que le pegara Luis Pie no se daría cuenta de
ello.
No
podía darse cuenta, porque iba caminando como un borracho, mirando hacia el cielo
y hasta ligeramente sonreído.
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