Víctor Roura
El
último día del año intentaré volar.
Para ello, me trasladaré hacia Pahuatlán. Dicen
los que saben que por el mes de diciembre hace un frío recalcitrante en esa
sierra poblana. Llevaré, acaso, un abrigo. Mis alas tal vez no ocupen mucho
sitio. Probablemente entren sin problema en mi maleta, ya que no cargaré sino
la ropa que calce. Tampoco me demoraré en los asuntos de hospedaje. Iré
directamente al puente colgante. Ahí sacaré el artefacto, cuyo encargo se lo
hice al ingeniero Demetrio Cedillo, y miraré desde arriba cómo corre el río en
ese bello poblado.
Las alas, al parecer, están diseñadas a la
perfección. El ingeniero Cedillo usó, sobre todo, papel albanene y unos
delgados cartones que mandó traer de Brasil. Ignoro sus nombres, pero se
parecen un poco al cartoncillo que utilizan los caricaturistas de los
periódicos. Además, me pidió que le consiguiera queratol y papel fabriano. Lo
vi trabajar algunas veces en el proyecto, mas no entendía sus vanas explicaciones.
Eran inútiles.
Me decía, por ejemplo:
–El albanene hace un peso casi exacto con
el fabriano en lo relacionado con el aire de la sierra…
Yo le decía que sí nomás por no
desalentarlo, al pobre. Sin embargo, he de reconocer que, desde que le planteé
mi deseo de volar el último día del año, el ingeniero Cedillo fue seis veces a Pahuatlán.
“Para sopesar las corrientes de aire”, decía.
Le daba ánimos, empero.
La idea dio comienzo en julio, el 28, para
ser precisos. Cedillo me regaló, en esa ocasión, un par de aviones a escala. Entonces
le hablé de la afición de Mike Oldfield, el autor de la música de la película El
exorcista. Oldfield sólo piensa en volar. En su casa colecciona todo tipo
de aparatos aéreos. El rock le cayó por casualidad, porque él hubiese preferido
ser piloto. Piloto del Concorde, digamos. Y de sus sueños de hombre volador.
–No está tan errado el tal músico –dijo Cedillo.
No comprendí.
–Es que de veras podemos volar, lo que
sucede es que nadie se lo cree –dijo el ingeniero.
–Por supuesto que nadie se lo cree
–repliqué.
Tomó uno de los aviones a escala. Lo observó
con detenimiento.
–Yo he volado –indicó.
Tomé el otro avión. Quería desviar la plática.
El ingeniero Cedillo a veces es mitómano. En algunas personas la mitomanía se
les da mensualmente, quizás éste era uno de sus días.
–¿No te topaste con ningún pájaro por el
camino? –pregunté, fastidiado.
Dejó el avión a escala donde estaba y pegó
con uno de sus puños en la mesa.
–¡Allá tú si no me crees! –dijo.
O gritó. No recuerdo bien.
Ahí comenzó todo.
Luego me detalló, al principio con
verdadero escepticismo de parte mía, sus vuelos. Me convencí finalmente cuando
a la semana siguiente fui a su casa para ver el álbum de fotos. Ahí estaban
como once gráficas que mostraban a Cedillo en pleno vuelo. Sus alas apenas se
veían. Eran de una transparencia majestuosa.
–¿Quién te tomó las fotos? –pregunté.
Un tal Edward Rice, alemán de procedencia.
–Si lo dudas, vamos a visitarlo –dijo.
Y ahí fuimos, después de una llamada
telefónica.
Existía el tal Rice. Es un rubio alto,
fornido. Está de paso por México. Se va a mediados de enero. Regresa a su país.
Aquí ha expuesto tres veces. Su especialidad son los vuelos. Me mostró algunos
trabajos suyos para National Geographic.
No me atreví a preguntarle si eran
montajes las fotos de Cedillo. Hubiera sido, tal vez, una ofensa a su labor
periodística.
De regreso a la casa de Cedillo, ya casi
me había convencido de que yo no podía convencerme si no hacía la prueba.
–¿Y si en pleno vuelo me derrumbo? –pregunté.
–Es que, una de dos, o las alas que te
hice no sirven o de plano no te tienes fe.
No supe qué responderle.
Pero al otro día ya estaba el ingeniero dedicado
a las alas.
–Las mías no puedo dártelas, porque son un
artefacto personal –dijo.
Me reí, pero no le dije de qué. El
ingeniero en esas cosas es muy solemne y hasta fastidioso. Me olvidé del albur
y le dije que me pidiera cuanto necesitara. Me interrogó ampliamente. Sobre mi
estado de salud, enfermedades, vicios, defectos, virtudes. Sobre casi todo.
–Dos semanas antes de volar no debes beber
una sola copa –dijo–, para solidificar tus nervios.
Estuve a punto de echarme para atrás,
entonces.
–Pero a cambio vas a ganar lo que nadie ha
ganado –dijo con una felicidad envidiable.
No pude negarme.
Su primera visita a Pahuatlán la hizo el 15
de septiembre. No regresó sino hasta una semana después. Lo agarraron los días
patrios y no pudo abandonar el lugar, porque se puso una borrachera de cuatro
días continuos.
–Lástima que no llevé mis alas –dijo,
apesadumbrado.
Según el ingeniero Cedillo, Pahuatlán es
el sitio ideal para el hombre volador. Hace un clima idóneo para las maniobras
aéreas.
–Puedes salir y regresar sin tanta dificultad
como pudieras tenerla en Tecate –explicó.
Estuvo dedicado a mis alas durante cuatro
meses. Me las entregó exactamente el viernes 22 de diciembre.
Se ven deslumbrantes, por cierto.
Cada una de ellas medirá, aproximadamente,
unos siete metros. Pero están confeccionadas de tal forma que pueden doblarse
para cargarlas con comodidad.
No sé si funcionen, pero confío en mi fe.
Si no puedo volar y acabo desfallecido en
las faldas de algún cerro poblano, el ingeniero se quedará al iniciar enero sin
una suma parecida al medio millón de pesos.
Espero sinceramente, y aunque me duela pagar
tal ociosidad, entregarle en su mano dicha cantidad el lunes 8 de enero, como
hemos acordado, para finiquitar el adeudo de las alas.
Aunque, quién sabe, siempre nos falta una
buena excusa para ya no regresar más al Distrito Federal, donde, ciertamente,
todos andamos de manera permanente volando bajo.
Tengo una buena excusa a la mano, por fin.
De mí depende. Y de mi fe.
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