Víctor Roura
Le
dije:
–Quítese el sombrero porque me estorba.
Me volteó a ver.
–Deje de molestar –advirtió.
No me dejaba ver la pantalla. Le sugerí a mi acompañante que nos
cambiáramos de sitio.
–No, ya quédate aquí, me da pena –dijo, en voz baja.
La miré con verdadera impaciencia. Se llevaba
como siete palomitas de una vez a la boca.
–Hágame el favor de poner su sombrero en
su rodilla –le volví a decir, tocándole el hombro.
Esta vez no hizo caso. Miré a mi acompañante. Sacaba con su puño varias
palomitas. “Vale”, pensé.
–¡Ese sombrero! –dije.
Se lo quitó. “Buen hombre”, cavilé. Pero
volteó de pronto y me dio un sombrerazo que me dejó perplejo y confundido. Oí
risas alrededor. Se puso el sombrero, de nuevo.
–…Té molestando –alcancé a escuchar que decía
el sujeto.
Mi acompañante me miró extrañada.
–Déjalo de molestar –dijo.
Y se llevó aproximadamente doce palomitas
a la boca.
No veía nada de lo que ocurría en la
pantalla. Saqué mi lamparita. La prendí. Abrí mi libro y me puse a leer. Era
una luz tenue. Mi acompañante se volteó a verme.
–No seas absurdo –dijo.
No le hice caso.
El matemático Philip Cunningham seguía recordando
su vida inútil entre razonamientos formalistas, análisis combinatorios, axiomatizaciones
de teorías, eliminación de paradojas, cicloides, los círculos octogonales, las
circunferencias tangentes, los problemas de Apolonio, las coordenadas cilíndricas,
las ecuaciones diferenciales no ordinarias e integrales abelianas. Arturo Azuela
nos está contando las divagaciones de un matemático, pero no nos está contando
nada a la vez. Voy en la página 129 y no ha pasado nada. Leía la parte donde el
investigador emérito Zemansky, maestro de Cunningham, se preguntaba por
cuadragésima cuarta ocasión si las matemáticas eran una ciencia, cuando mi
acompañante me dio un codazo.
–Apaga ya esa luz, ¿quieres?…
Y el sujeto de adelante, sin siquiera
voltear, se quitó el sombrero y me asestó un golpe. Con elegancia. Mi acompañante
se rio quedito.
–¡Ora! –le dije al sujeto.
–Su luz me daña –dijo el tipo.
Volteé a ver a mi acompañante. Seguía la
película con ánimo exaltado. (Juro que a esas alturas no sabía ni siquiera la
trama. Escuchaba de vez en vez las risas de la gente o su pesado silencio. No
podía ver nada.)
Me levanté.
–¿Adónde vas? –preguntó mi acompañante.
–Al lobi, ahí te espero…
Antes de salir, le di un manotazo al
sombrero, que fue a dar dos o tres filas adelante. El tipo reaccionó
furiosamente. Se puso en pie, también. Me fui corriendo por el pasillo (ya se
habían acostumbrado mis ojos a la penumbra), seguido por el sujeto. Algunas
personas gritaron:
–¡Lo va a matar!
–¡Deténganlos!
No era para tanto, creo.
Salí al lobi para subir de volada por las
escaleras hacia la planta alta. El tipo me correteaba con ganas.
–¡Deténte, desgraciado! –imprecaba.
Oí unos aplausos.
–¡Córrele, maestro! –me alentaban.
Llegó un momento en que o él cedía o yo me
abandonaba a la persecución. Estábamos entrampados. Si corría, me agarraba el
sujeto; si él intentaba apresarme, yo me le escapaba. Pero
yo estorbaba evidentemente a la gente que estaba enfrente de mí, y él a los que
estaban atrás.
–¡Muévete, chiquilín! –me decían.
–¡A jugar a su charco! –gritaban.
Peladeces aparte, yo empecé a sudar. Qué
hacer.
–Ora condenado, no le chaques… –decía el
tipo.
–Ai muere, maestro –dije.
–¡Muere otro, jijo é la! –contestó.
Estaba realmente alterado el sujeto. Pensé que el alterado debía ser
yo.
O él o yo, así que tuve la paciencia
suficiente para esperar a que se le bajara la cólera. Me agaché para no
molestar la visión de los espectadores.
–¡Han de ser agentes, par de psicópatas!
–gritó alguien.
Me sentí abochornado. Sudaba como loco.
En eso, el tipo se atrevió a bajar los
escalones para ir por mí. Y que me salgo, cual noctámbulo al encontrarse en una
esquina con dos policías, silbando el aire. Rumbo a la salida.
Ya en la calle, anduve como el viento en
un día de tormenta. Al minuto, estaba distanciado del cine como unas diez
cuadras. Nadie me seguía. Me subí al Metro. Iba vacío. Tomé asiento. Abrí el
libro en la página 130 de El matemático. Cunningham continuaba con sus
disquisiciones inútiles. Me bajé en cualquier estación. Salí. Estaba en Bellas Artes.
Caminé un rato sobre Avenida Juárez. Para tranquilizarme.
En la noche le hablaría a mi acompañante.
Para saber por lo menos el nombre de la
película que fuimos a ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario