Bernard Malamud
A la memoria de Robert Warshow
Manischevitz, un sastre, sufrió muchos
reveses e indignidades en su año cincuenta y uno. Anteriormente hombre de situación
acomodada, de la noche a la mañana perdió todo lo que tenía cuando su establecimiento
se incendió para luego, tras la explosión de un recipiente de metal con líquido
limpiador, quemarse hasta los cimientos. Aunque Manischevitz estaba asegurado contra
incendios, las demandas por daños que dos clientes heridos con las llamas hicieron
lo privaron de todo centavo recibido. Casi al mismo tiempo su hijo, que mucho prometía,
murió en la guerra y su hija, sin por lo menos una palabra de advertencia, casó
con un zafio y desapareció con él como si la tierra se la hubiera tragado. A partir
de entonces Manischevitz fue víctima de agudísimos dolores de espalda y se vio incapacitado
de trabajar hasta como planchador –el único tipo de trabajo a su disposición– por
más de una o dos horas diarias, pues transcurrido ese tiempo lo enloquecía el dolor
que estar de pie le producía. Su Fanny, buena esposa y madre, quien había aceptado
lavar y coser ropa ajena, comenzó a agostarse ante sus propios ojos. Al sufrir cortedad
de aliento, terminó por enfermar seriamente y cayó en cama. El doctor, un antiguo
cliente de Manischevitz, que los atendía llevado por la piedad, al principio tuvo
problemas para diagnosticar la dolencia de la mujer, pero más tarde la atribuyó
a un endurecimiento de las arterias en etapa avanzada. Apartando a Manischevitz,
prescribió un descanso absoluto y, en susurros, le dio a saber que había pocas esperanzas.
A lo largo de sus aflicciones
Manischevitz había permanecido un tanto estoico, no creyendo casi que todo esto
le hubiera caído sobre los hombros; como si le estuviera sucediendo, por así decir,
a un conocido o a un pariente distante. Tan solo en cantidad de infortunio, era
incomprensible. También era ridículo, injusto y, como siempre había sido un hombre
religioso, en cierto modo resultaba una afrenta a Dios. Manischevitz creía esto
llevado por el sufrimiento. Cuando su carga se volvió aplastantemente pesada para
soportarla, rezó en su silla con los hundidos ojos cerrados: “Mi Dios querido, mi
amado, ¿he merecido que me suceda todo esto?” Entonces, al reconocer la inutilidad
de lo expresado, hizo de lado su queja y humildemente rogó pidiendo ayuda: “Devuélvele
a Fanny la salud y que yo no sufra dolor con cada paso. Ayúdanos hoy, que mañana
será muy tarde. No tengo que decírtelo.” Y Manischevitz lloró.
El piso de Manischevitz, al que se había
mudado tras el incendio desastroso, era magro, amueblado con unas cuantas sillas
frágiles, una mesa, una cama y en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Tenía
tres habitaciones: una sala de estar pequeña y pobremente empapelada; una excusa
de cocina, con heladera de madera; y el dormitorio comparativamente amplio, donde
yacía Fanny en una hundida cama de segunda mano, luchando por respirar. El dormitorio
era la habitación más caliente de la casa y en ella, tras su arranque contra Dios,
Manischevitz, a la luz de dos pequeños focos situados arriba, sentado leía su periódico
judío. En realidad no leía, pues sus pensamientos iban por todos sitios; pero lo
impreso ofrecía un conveniente lugar donde reposar los ojos y una o dos palabras,
cuando se permitía comprenderlas, causaban el efecto momentáneo de ayudarlo a olvidar
sus problemas. Al cabo de un rato descubrió, lleno de sorpresa, que estaba repasando
activamente las noticias en busca de un artículo de gran interés para él. No podía
decir exactamente qué pensaba leer hasta darse cuenta, con cierto asombro, que esperaba
descubrir algo acerca de sí. Manischevitz bajó el periódico y levantó la vista con
la clara impresión de que alguien había entrado en el departamento, aunque no recordaba
haber escuchado el sonido de la puerta al abrirse. Miró en rededor: la habitación
estaba muy quieta y Fanny dormía, por una vez, tranquila. A medias temeroso, la
observó hasta satisfacerse de que no estaba muerta; luego, aún perturbado por la
idea de un visitante inesperado, caminó torpemente hasta la sala y allí tuvo el
sobresalto de su vida, pues sentado a la mesa un negro leía un diario, doblado para
que cupiera en una mano.
–¿Qué es lo que quiere
aquí? –preguntó Manischevitz temeroso.
El negro bajó el periódico
y miró con expresión amable. “Buenas noches.” Parecía no estar seguro de sí mismo,
como si hubiera entrado en la casa equivocada. Era un hombre grande, de estructura
huesosa, la cabeza pesada cubierta por un sombrero hongo, que no hizo el intento
de quitarse. Sus ojos parecían tristes pero sus labios, sobre los cuales llevaba
un bigotito delgado, procuraban sonreír; fuera de esto, no era imponente. Los puños
de las mangas, notó Manischevitz, estaban desgastados hasta verse el forro, y el
traje oscuro le ajustaba mal. Tenía pies muy grandes. Recuperado de su miedo, Manischevitz
supuso que había dejado la puerta abierta y lo visitaba un empleado del Departamento
de Beneficencia –algunos venían de noche–, pues recientemente había solicitado ayuda.
Por tanto, se acomodó en una silla opuesta al negro, procurando sentirse a gusto
ante la incierta sonrisa de aquel hombre. El alguna vez sastre estaba sentado a
la mesa rígida aunque pacientemente, esperando que el investigador sacara su libreta
y su lápiz y comenzara a hacerle preguntas; pero bastante pronto se convenció de
que el hombre nada de eso intentaba.
–¿Qué es usted? –preguntó
finalmente Manischevitz, intranquilo.
–Si se me permite, hasta
donde esto es posible, identificarme, llevo el nombre de Alexander Levine.
A pesar de todos sus
problemas, Manichevitz sintió que una sonrisa le crecía en los labios. “¿Dijo Levine?”
inquirió cortésmente.
El negro asintió. “Totalmente
correcto.”
Llevando la broma un
poco más lejos, Manischevitz preguntó: “¿Es de casualidad judío?”
–Lo fui toda mi vida,
voluntariamente.
El sastre titubeó. Había
oído hablar de judíos negros, pero nunca había conocido uno. Le provocaba una sensación
desacostumbrada.
Al precisar poco después
algo extraño en el tiempo verbal del comentario hecho por Levine, dijo dubitativo:
“¿Ya no es judío?”
En ese momento Levine
se quitó el sombrero, revelando una zona muy blanca en su cabello, pero con prontitud
se lo volvió a poner. Replicó: “Recientemente fui desencarnado en ángel. Como tal,
le ofrezco mi humilde asistencia, si ofrecerla está dentro de mi competencia y mi
habilidad –en el mejor de los sentidos”. Bajó los ojos, disculpándose. “Lo cual
pide una explicación adicional: soy lo que se me ha concedido ser, y por el momento
la consumación está en el futuro.”
–¿Qué clase de ángel
es éste? –preguntó Manischevitz gravemente.
–Un verdadero ángel
de Dios, dentro de las limitaciones prescritas –respondió Levine–, a quien no debe
confundirse con los miembros de secta, orden u organización particular alguna aquí
en la tierra, que funcione con nombre similar.
Manischevitz estaba
por completo alterado. Había estado esperando algo, pero no aquello. ¿Qué clase
de burla era esta –aceptando que Levine fuera ángel– a un servidor fiel, que desde
la infancia había vivido en sinagogas, siempre atento a la palabra de Dios?
Para probar a Levine
preguntó: “Entonces ¿dónde están sus alas?”
El negro se sonrojó
hasta donde le fue posible. Manischevitz lo entendió por el cambio de expresión.
“En ciertas circunstancias perdemos privilegios y prerrogativas al volver a tierra,
no importa cuál sea el propósito, o en el esfuerzo de ayudar a quien sea.”
–Dígame entonces –preguntó
Manischevitz triunfante– ¿cómo llegó aquí?
–Me transmitieron.
Aún intranquilo, el
sastre dijo: “Si es judío, rece la bendición para el pan”.
Levine la recitó en
hebreo resonante.
Aunque conmovido por
las palabras familiares, Manischevitz seguía teniendo dudas de que estuviera en
tratos con un ángel.
–Si es un ángel –exigió
un tanto enojado–, pruébemelo.
Levine se humedeció
los labios: “Francamente, no puedo hacer milagros o casi milagros, debido al hecho
de que estoy sujeto a prueba. Cuanto tiempo persista o incluso en qué consista depende,
lo admito, del resultado.”
Manischevitz hurgaba
en su cerebro, buscando algunos medios de lograr que Levine revelara positivamente
su identidad, cuando el negro volvió a hablar:
–Se me dio a entender
que tanto su esposa como usted necesitan asistencia de naturaleza salutífera.
El sastre no pudo evitar
la sensación de que era blanco de un bromista. ¿Es ésta la apariencia de un ángel
judío?, se preguntó. No estoy convencido.
Hizo una última pregunta:
“Si Dios me envía un ángel, ¿por qué un negro? ¿Por qué no un blanco, cuando hay
tantos de ellos?”
–Era mi turno –explicó
Levine.
Manischevitz no se convencía:
“Creo que usted es un farsante”.
Levine se puso de pie
lentamente. Sus ojos mostraban decepción y zozobra. “Señor Manischevitz”, dijo sin
expresión alguna, “si llegara a desear que le sea de ayuda en cualquier momento
del futuro próximo, o posiblemente antes, puede encontrarme –y echó una mirada a
sus uñas– en Harlem”.
Y ya se había ido.
Al día siguiente Manischevitz sintió algún
alivio en su dolor de espalda y pudo trabajar cuatro horas planchando. Un día después,
le dedicó seis horas; el tercer día, cuatro de nuevo. Fanny se sentó un rato y pidió
un poco de halvah para chupar. Pero el cuarto día el dolor penetrante y demoledor
le afligió la espalda y Fanny, una vez más, reposaba supina, respirando con dificultad
entre sus labios azules.
Manischevitz se sintió
profundamente decepcionado con la reaparición de su dolor y sufrimientos activos.
Había confiado en un intervalo de alivio mayor, lo bastante extenso para ocuparse
en pensamientos que no fueran sobre sí y sus problemas. Día tras día, hora tras
hora, minuto tras minuto vivía en el dolor, siendo el dolor su único recuerdo, cuestionando
la necesidad de tenerlo, prorrumpiendo en invectivas contra él y también, aunque
con afecto, contra Dios. ¿Por qué tanto, Gottenyu? Si Su deseo era enseñarle a Su
servidor una lección; por alguna causa –la naturaleza de Su naturaleza– enseñarle,
digamos, en razón de sus debilidades, de su orgullo, quizás, durante los años de
prosperidad, su descuido frecuente de Dios, darle una breve lección, entonces cualquiera
de las tragedias que le habían sucedido, cualquiera habría bastado para castigarlo.
Pero todas juntas –la pérdida de ambos niños, sus medios de sustento, su salud y
la de Fanny–, era demasiado exigir que las soportara un hombre de huesos frágiles.
Después de todo ¿quién era Manischevitz para que se le diera tanto sufrimiento?
Un sastre. De seguro no un hombre de talento. En él se desperdiciaba en gran medida
el sufrimiento. A ningún sitio iba, excepto a la nada: excepto a volverse más sufrimiento.
Su dolor no le compraba pan, no rellenaba las fisuras de la pared, no recogía –en
medio de la noche– la mesa de la cocina. Simplemente yacía en él, insomne, tan agudamente
opresivo que muchas veces pudo él haber gritado sin escucharse dado el espesor del
infortunio.
En tal estado de ánimo,
ningún pensamiento dedicó al señor Alexander Levine; pero en algunos momentos, cuando
el dolor se retiraba, disminuía ligeramente, se preguntaba si no se habría equivocado
al despedirlo. Un judío negro y, encima de todo, ángel; muy difícil de creer, pero
¿y suponiendo que sí lo hubieran enviado a ayudarlo y él, Manischevitz, en su ceguera
fuera demasiado ciego para comprender? Fue tal pensamiento el que lo puso en el
filo mismo de la agonía.
Por consiguiente el
sastre, tras mucho cuestionarse y dudar continuamente, decidió buscar en Harlem
al supuesto ángel. Desde luego, tuvo grandes dificultades, pues no había preguntado
la dirección específica y el movimiento le resultaba tedioso. El metro lo puso en
la Calle 116, y desde allí anduvo sin rumbo fijo por aquel mundo oscuro. Era vasto
y sus luces nada iluminaban. Por todos sitios sombras, a menudo en movimiento. Manischevitz
caminaba dificultosamente con ayuda de un bastón; al no saber dónde buscar en aquellos
ennegrecidos edificios de departamentos, miraba sin resultados por los escaparates.
En las tiendas había gente, toda negra. Era algo sorprendente de observar. Cuando
estuvo demasiado cansado, demasiado infeliz para seguir adelante, Manischevitz se
detuvo frente al negocio de un sastre. Debido a su familiaridad con la apariencia
del sitio, entró con cierta tristeza. El sastre, un viejo negro flacucho con una
mata de lanoso pelo gris, estaba sentado sobre su mesa de trabajo con las piernas
cruzadas, cosiendo unos pantalones de etiqueta con un corte de navaja a todo lo
largo del fondillo.
–Excúseme por favor,
caballero –dijo Manischevitz, admirando el diestro y endedalado trabajo digital
del sastre–, pero ¿conocerá de casualidad a alguien llamado Alexander Levine?
El sastre que, pensó
Manischevitz, parecía un tanto antagónico hacia él, se rascó la cabeza.
–No creo haber oído
ese nombre.
–A-le-xander Le-vine
–repitió Manischevitz.
El hombre sacudió la
cabeza: “No creo haberlo oído”.
Ya por irse, Manischevitz
recordó decir: “Es un ángel, tal vez”.
–Oh, él –dijo el sastre
cloqueando–. Pierde el tiempo en ese cabaretucho de por allí –y tras señalar con
su dedo huesudo, volvió a los pantalones. Manischevitz cruzó la calle con luz roja
y casi lo atropelló un taxi. Una manzana después de la siguiente, el sexto negocio
a partir de la esquina era un cabaret; el nombre, en luces chispeantes, decía Bella’s.
Avergonzado de tener que entrar, Manischevitz echó un vistazo a través de la ventana
iluminada por neones; cuando las parejas danzantes se apartaron y fueron retirando,
descubrió –en una mesa lateral, hacia el fondo– a Levine.
Solo, una colilla colgándole
de la comisura, jugaba solitario con una baraja sucia; Manischevitz sintió por él
un asomo de piedad, pues la apariencia de Levine se había deteriorado. Su sombrero
hongo estaba abollado y tenía un tiznajo gris en un lado. Su mal ajustado traje
se veía más estropeado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía los zapatos
y las valencianas lodosas y el rostro cubierto por una impenetrable barba color
orozuz. Aunque profundamente decepcionado, Manischevitz estaba por entrar cuando
una negra de pechos enormes y vestido de noche morado apareció ante la mesa de Levine
y, con una risa que salía entre muchísimos dientes blancos, rompió en un vigoroso
bamboleo de caderas. Levine miró directamente a Manischevitz con una expresión de
ser acosado, pero el sastre estaba demasiado paralizado para moverse o responder.
Según continuaban los giros de Bella, Levine se levantó, llenos de excitación los
ojos. Ella lo abrazó con vigor y él asió con ambas manos las grandes nalgas bullentes;
con pasos de tango cruzaron la pista, estruendosamente aplaudidos por los ruidosos
clientes. Parecía que ella hubiera levantado en el aire a Levine, cuyos enormes
zapatos colgaban flácidos mientras la pareja bailaba. Se deslizaron frente a la
ventana donde Manischevitz, el rostro blanco, permanecía mirándolos. Levine guiñó
un ojo socarronamente y el sastre se fue a casa.
Fanny estaba a las puertas de la muerte.
A través de sus labios arrugados murmuraba sobre su infancia, las tristezas del
lecho matrimonial, la pérdida de sus niños y, sin embargo, lloraba por vivir. Manischevitz
procuraba no escuchar, pero incluso sin orejas habría oído. No era un don. El doctor
jadeaba escaleras arriba, un hombre ancho y blando, sin rasurar (era domingo) que
sacudió la cabeza. Un día cuando mucho, o dos. Se fue enseguida, no sin mostrar
compasión, para ahorrarse el pesar múltiple de Manischevitz, el hombre que jamás
dejaba de herirse. Algún día iba a tener que llevarlo a un asilo público.
Manischevitz visitó
una sinagoga y allí habló con Dios, pero Dios se había ausentado. El sastre buscó
en su corazón y no hallo esperanza. Cuando ella muriera, él viviría muerto. Meditó
si quitarse la vida, aunque sabía que no iba a hacerlo. Mas era algo en lo cual
pensar. Pensándolo, se existía. Lanzó quejas a Dios: ¿Podía amarse una roca, una
escoba, un vacío? Descubriéndose el pecho, golpeó los huesos desnudos, insul-tándose
por haber creído.
Dormido en una silla
aquella tarde, soñó con Levine, quien ante un espejo borroso se acicalaba unas alitas
decadentes y opalinas. “Esto significa”, murmuró Manischevitz mientras emergía del
sueño, “que hay posibilidades de que sea un ángel”. Tras rogar a una vecina que
cuidara de Fanny y ocasionalmente le humedeciera los labios con unas gotas de agua,
tomó su delgado abrigo, asió un bastón, cambió unos centavos por una ficha para
el metro y fue a Harlem. Sabía que esta acción era la última y desesperada de su
aflicción: ir sin fe ninguna en busca de un mago negro, que restaurara en su esposa
la invalidez. Sin embargo, aunque no hubiera elección, al menos hacía lo elegido.
Renqueó hasta Bella’s,
pero el lugar había cambiado de manos. Era en la actualidad, mientras él alentaba,
una sinagoga en una tienda. Al frente, cerca de él, había varias filas de bancas
de madera vacías. Al fondo estaba el Arca, cubiertos sus portales de madera tosca
con arcoíris de lentejuelas; a sus pies, una gran mesa donde yacía abierto el rollo
sagrado, iluminado por la luz tenue de un foco que de una cadena colgaba del techo.
Alrededor de la mesa, como si congelados a ella y al rollo, que todos tocaban con
los dedos, había sentados cuatro negros con solideos. Ahora, mientras leían la Palabra
Sagrada, Manischevitz pudo oír, a través de la ventana de vidrio laminado, el cantado
sonsonete de sus voces. Uno de ellos era viejo, con la barba gris. Otro, de ojos
saltones. Otro, jorobado. El cuarto era un muchacho, no mayor de trece años. Movían
las cabezas en un vaivén rítmico. Conmovido con esta visión, llegada de su infancia
y juventud, Manischevitz entró y quedó silencioso en la parte trasera.
–Neshoma –dijo ojos
saltones, señalando la palabra con un dedo regordete–. ¿Qué significa?
–Es la palabra que significa
alma –dijo el muchacho. Usaba lentes.
–Sigamos el comentario
–dijo el anciano.
–No es necesario –dijo
el jorobado–. El alma es substancia inmaterial. Eso es todo. El alma deriva de esa
manera. La inmaterialidad deriva de la sustancia y ambas, sea causalmente o de otro
modo, derivan del alma. No puede haber nada superior.
–Eso es lo más elevado.
–Por encima de lo más
alto.
–Un momento –dijo ojos
saltones–. No entiendo qué es esa sustancia inmaterial. ¿Cómo ocurre que una se
enganche a la otra? –se dirigía al jorobado.
–Pregúntame algo difícil.
Porque es inmaterialidad sin sustancia. No podrían estar más unidas, como todas
las partes del cuerpo bajo la piel… más juntas.
–Escuchen –dijo el anciano.
–Lo único que hiciste
fue intercambiar las palabras.
–Es el primer móvil,
la sustancia sin sustancia de la que vienen todas las cosas cuya incepción fue en
la idea… tú, yo, cualquiera o cualquier cosa.
–Pero ¿cómo sucedió
todo eso? Exprésalo con sencillez.
–Es el espíritu –dijo
el anciano–. En la superficie del agua se movió el espíritu. Y esto fue bueno. Lo
dice la Biblia. Del espíritu surgió el hombre.
–Pero un momento, ¿cómo
se volvió sustancia si todo el tiempo era espíritu?
–Dios lo hizo.
–¡Santo, santo! ¡Bendito
sea Su Nombre!
–Pero este espíritu
¿tiene algún matiz o color? –preguntó ojos saltones, el rostro impasible.
–Pero hombre, claro
que no. El espíritu es el espíritu.
–Y entonces ¿por qué
somos de color? –dijo con un brillo de triunfo.
–Eso nada tiene que
ver.
–Sin embargo, me gustaría
saberlo.
–Dios puso al espíritu
en todas las cosas –respondió el muchacho–. En las hojas verdes y en las flores
amarillas. En el dorado de los peces y en el azul del cielo. Así fue que vino a
nosotros.
–Amén.
–Lee al Señor y expresa
en voz alta Su nombre impronunciable.
–Toca la trompeta hasta
atronar el cielo.
Callaron, atentos a
la siguiente palabra. Manischevitz se les acercó.
–Perdónenme –dijo–,
busco a Alexander Levine. Tal vez lo conozcan.
–Es el ángel –dijo el
muchacho.
–Oh, ése –resopló ojos
saltones.
–Lo encontrará en Bella’s.
Es el establecimiento al otro lado de la calle –dijo el jorobado.
Manischevitz dijo sentir
no poder quedarse, les dio las gracias y cojeando cruzó la calle. Ya era de noche.
La ciudad estaba oscura y apenas le fue posible encontrar el camino.
Pero Bella’s estallaba
con el blues. A través de la ventana Manischevitz reconoció a la multitud danzante
y en ella buscó a Levine. Con labios sueltos, estaba sentado a la mesa lateral de
Bella. Bebía de un cuarto de whisky casi vacío. Levine había descartado su ropa
vieja, y vestía un recién estrenado traje a cuadros, un sombrero hongo gris perla,
un puro y enormes zapatos de dos tonos y con botones. Para desánimo del sastre,
una mirada de borracho se le había fijado en el rostro alguna vez digno. Se inclinaba
hacia Bella, le cosquilleaba el lóbulo de la oreja con el meñique, a la vez susurrándole
palabras que le arrancaban a la mujer oleadas de risa ronca. Ella le acarició la
rodilla.
Manischevitz, dándose
fuerza, abrió la puerta y no fue bien recibido.
–Este lugar es privado.
–Lárgate, boca blanca.
–Fuera, yankel, basura
semítica.
Pero él se movió hacia
la mesa donde Levine estaba sentado, la multitud apartándose ante él según avanzaba
rengueando.
–Señor Levine –habló
con voz temblorosa–, aquí Manischevitz.
Levine, con brillo ofuscado:
“Di lo que tengas que decir, hijo”.
Manischevitz tembló.
La espalda lo martirizaba. Estremecimientos fríos le atormentaban las piernas torcidas.
Miró en rededor, todo
mundo el oído atento:
–Perdóneme, me gustaría
hablarle en privado.
–Habla, que soy una
persona privada.
Bella rio agudamente:
“Cállate, muchacho, que me matas”.
Manischevitz, infinitamente
perturbado, pensó en huir, pero Levine se dirigió a él:
–Sea tan amable de exponer
el propósito de su comunicación con este servidor.
El sastre se humedeció
los labios agrietados: “Es usted judío. De eso estoy seguro”.
Levine se levantó, las
ventanillas de la nariz ensanchadas: “¿Alguna otra cosa que quiera decir?”
La lengua de Manischevitz
parecía de piedra.
–Habla ahora o calla
para siempre.
Lágrimas cegaron los
ojos del sastre. ¿Fue así sujeto a prueba hombre alguno? ¿Debería expresar su creencia
de que un negro medio borracho era un ángel?
El silencio se fue petrificando
lentamente.
Manischevitz recordaba
escenas de su juventud mientras en su mente giraba una rueda: cree, no lo hagas,
sí, no, sí, no. El apuntador apuntaba al sí, quedaba entre sí y no, en el no, el
no era sí. Suspiró. Se movía y sin embargo era necesario elegir.
–Creo que es usted un
ángel del Señor –lo dijo en voz quebrada, pensando si lo dijiste, dicho queda. Si
lo creías, debes decirlo. Si crees, crees.
El silencio se quebró.
Todos hablaban, pero la música comenzó y se fueron a bailar. Bella, aburrida ya,
recogió las cartas y se sirvió una mano.
Levine rompió en lágrimas:
“Cómo se ha humillado”.
Manischevitz se disculpó.
–Aguarde a que me arregle
–Levine fue al baño de hombres y volvió con su vieja ropa.
Nadie les dijo adiós
mientras salían.
Llegaron al piso vía
el metro. Según subían la escalera, Manischevitz señaló con el bastón su puerta.
–Ya todo está arreglado
–dijo Levine–. Es mejor que entre mientras yo despego.
Decepcionado de que
terminara tan pronto, pero impulsado por la curiosidad, Manischevitz siguió al ángel
tres pisos hasta la azotea. Cuando llegó, la puerta se encontraba ya con el cerrojo
echado.
Por suerte pudo ver
a través de una ventanilla rota. Oyó un ruido extraño, como batir de alas, y al
esforzarse por tener una vista más amplia, habría jurado que vio una figura oscura
elevándose gracias a un par de magníficas alas negras.
Una pluma fue cayendo.
Manischevitz lanzó una exclamación al verla cambiar a blanco, pero era tan solo
un copo de nieve.
Voló escaleras abajo.
En el departamento Fanny manejaba el trapeador, metiéndolo bajo la cama y luego
por las telarañas de la pared.
–Es algo maravilloso,
Fanny –dijo Manischevitz–. Créemelo, hay judíos en todas partes.
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