Silvina Ocampo
Como siempre, con la primavera
llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la
cara recamada de manchas rojas, se dirigió a la plaza, hoy llamada de las Cáscaras,
seguido por sus súbditos y por un célebre técnico, que llevaba un cofre de madera,
con incrustaciones de oro.
–¿Qué lleva
en esa caja? –preguntó uno de los ministros al técnico.
–Los presos
políticos; más bien dicho los traidores.
–¿No han muerto
todos? –interrogó el ministro con inquietud.
–Todos, pero
eso no impide que estén de algún modo en esta cajita –susurró el técnico, mostrando
entre los bigotes, que eran muy negros, largos dientes blancos.
En la plaza
de las Cáscaras, donde habitualmente celebraban las fiestas patrias, los pañuelos
de la gente volaban entre las palomas; éstas llevaban grabadas en las plumas, o
en un medallón que les colgaba del pescuezo, la cara pintada del Emperador. En el
centro de la plaza histórica, rodeado de palmeras, había un suntuoso pedestal sin
estatua. Las señoras de los ministros y los hijos estaban sentados en los palcos
oficiales. Desde los balcones las niñas arrojaban flores.
Para celebrar
mejor la fiesta, para alegrar al pueblo que había vivido tantos años oprimido, el
Emperador había ordenado que soltaran aquel día los gritos de todos los traidores
que habían sido torturados. Después de saludar a los altos jefes, guiñando un ojo
y masticando un escarbadientes, el Emperador entró en la casa Amarilla, que tenía
una ventana alta, como las ventanas de las casas de los elefantes del Jardín Zoológico.
Se asomó a muchos balcones, con distintas vestiduras, antes de asomarse al verdadero
balcón, desde el que habitualmente lanzaba sus discursos. El Emperador, bajo una
apariencia severa, era juguetón. Aquel día hizo reír a todo el mundo. Algunas personas
lloraron de risa. El Emperador habló de las lenguas de los opositores: “que no se
cortaron –dijo– para que el pueblo oyera los gritos de los torturados”. Las señoras,
que chupaban naranjas, las guardaron en sus carteras, para oírlo mejor; algunos
hombres orinaron involuntariamente sobre los bancos donde había pavos, gallinas
y dulces; algunos niños, sin que las madres lo advirtieran, se treparon a las palmeras.
El Emperador bajó a la plaza. Subió al pedestal. El eminente Técnico se caló las
gafas y lo siguió: subió las seis o siete gradas que quedaban al pie del pedestal,
se sentó en una silla y se dispuso a abrir el cofre. En ese instante el silencio
creció, como suele crecer al pie de una cadena de montañas al anochecer. Todas las
personas, hasta los hombres muy altos, se pusieron en puntas de pie, para oír lo
que nadie había oído: los gritos de los traidores que habían muerto mientras los
torturaban. El Técnico levantó la tapa de la caja y movió los diales, buscando mejor
sonoridad: se oyó, como por encanto, el primer grito. La voz modulaba sus quejas
más graves alternativamente; luego aparecieron otras voces más turbias pero infinitamente
más poderosas, algunas de mujeres, otras de niños. Los aplausos, los insultos y
los silbidos ahogaban por momentos los gritos. Pero a través de ese mar de voces
inarticuladas, apareció una voz distinta y sin embargo conocida. El Emperador, que
había sonreído hasta ese momento, se estremeció. El Técnico movió los diales con
recogimiento: como un pianista que toca en el piano un acorde importante, agachó
la cabeza. Toda la gente, simultáneamente, reconoció el grito del Emperador. ¡Cómo
pudieron reconocerlo! Subía y bajaba, rechinaba, se hundía, para volver a subir.
El Emperador, asombrado, escuchó su propio grito: no era el grito furioso o emocionado,
enternecido o travieso, que solía dar en sus arrebatos; era un grito agudo y áspero,
que parecía provenir de una usina, de una locomotora, o de un cerdo que estrangulan.
De pronto algo, un instrumento invisible, lo castigó. Después de cada golpe, su
cuerpo se contraía, anunciando con otro grito el próximo golpe que iba a recibir.
El Técnico, ensimismado, no pensó que tal vez suspendiendo la transmisión podría
salvar al Emperador. Yo no creo, como otras personas, que el Técnico fuera un enemigo
acérrimo del Emperador y que había tramado todo esto para ultimarlo.
El Emperador
cayó muerto, con los brazos y las piernas colgando del pedestal, sin el decoro que
hubiera querido tener frente a sus hombres. Nadie le perdonó que se dejase torturar
por verdugos invisibles. La gente religiosa dijo que esos verdugos invisibles eran
uno solo, el remordimiento.
–¿Remordimiento
de qué? –preguntaron los adversarios.
–De no haberles
cortado la lengua a esos reos –contestaron las personas religiosas, tristemente.
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