Roberto Arlt
No te diré nunca cómo fui
hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres
que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero
la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos
de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece
engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin
embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a
ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en
la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos
como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas
negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal
de nuestras almas.
Jamás
le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?
La
única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de
dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara
es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada
de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la “Vida
Social”, y una virtud, la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres
de la ribera de San Fernando.
Ceba
mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para
siempre.
Lo
dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.
A
medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento.
La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable.
Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas
veces.
Pero
a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más
aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual
no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de
las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto
de jactarse de haberla realizado.
Muchas
veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos, en
la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando
el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos…
pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad
profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón
flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea
el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura
primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso
he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras
por mí, nadie sabría contestarte.
Sin
embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.
Con
la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré
con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado
de banco o un subteniente de la reserva.
Y
si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré
vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge.
Se acepta.
Estalló
tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo.
No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura
de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.
Grisáceo
como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo
de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba
por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo
del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla
de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento
hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo.
Nunca
olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer
en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario…
Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland
del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía
murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida
transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres,
como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento
me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u
opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante
pálido y la almendra aceituna de tus ojos.
Fue
un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con
la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión
del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por
el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.
Después
salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y
en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.
¡Tacuara!
¿A dónde no habré ido con Tacuara?
Por
ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de
los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza
el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras
pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están
rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega
desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una
pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho
caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.
Por
Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la
pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y
mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y
he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de
un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo
con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para
no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A
dónde no habré ido con Tacuara!
En
su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez
y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María
y Bell Ville.
Con
el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y
parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba
con todos los hombres mi único amor.
Viajamos
por agua.
Estuve
en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul,
San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron
encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro,
y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba
en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara
eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares
barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua,
de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres
que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio
de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de
gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros
se liaran a cuchilladas.
Volvimos
a Buenos Aires.
Yo
extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera
de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para
fruta del Delta.
Y
así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos
Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro,
el Relojero y Pibe Repoyo.
Por
la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan,
saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición
que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada,
por el vidrio, la gente que pasa.
En
el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de
ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el
mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este
relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado,
pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte palabras.
De
un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin
excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante
por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con
roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes
que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad
cínica y dolorosa.
¡Y
qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!
Por
ejemplo… el negro Cipriano:
Es
rechoncho como un ídolo de chocolate.
En
otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que
vestido de blanco le servia a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un
congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque
no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.
Los
ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente
nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas
volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años,
para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego
secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía
el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con
los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano,
como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias,
fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de
sebo, e implacables como verdugos.
Estos
hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos
de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban
profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados
de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban
guiñando un ojo socarronamente.
Cipriano
sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como
violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.
Y
sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.
Nadie,
viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado
de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes.
Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando
agua y barro en el cañaveral de una manigua.
Y
más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas
de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo
tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga
de voltaje el cuerpo sujetado… y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos
con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor
terrible se arquea y luego cae exánime.
Y
si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un
ladroncito, Cipriano que se jacta de haber “desmayado grandes”, entrecierra los
ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece
la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce
francés de la Martinica.
Por
otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente.
Tosiendo
penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero
y tuberculoso.
Tiene
treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado
de repetir siempre la misma infracción inexistente “portación de armas”.
Lo
perdieron las malas juntas.
Cuando
se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge
en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque
ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo.
Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables
pretextos para desenvainar el cuchillo:
–Es
como una niña.
Indudablemente,
resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por “una niña” Angelito el
Potrillo.
Cuando
Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo
de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento
de “filo misho” y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no
es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él,
“le da tanto un barrido como un fregado”.
Por
ahora Angelito está muy débil y no viaja.
Permanece
horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas
que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso
algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que “es un
consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta”. ¡No
te diré como fui hundiéndome día tras día!
Ahora
cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza.
Ayer… hoy .. mañana…
Hundiéndome
día tras día.
Cómo
explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos
embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz.
Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano
se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros no se encuentra
aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo
que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el
bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres.
Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos,
y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante
encolado en una contracción de aburrimiento perrero.
Los
días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.
A
veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara
como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies
a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:
–¿Qué
te pasa? ¿Te duele el corazón?
Su
ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a
medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejía, me pregunta:
–¿Te
acordás de ella?
No
te diré cómo fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado.
La verdad es que fui quedando aislado.
Caminaba
como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y
hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas
la verdad es que estaba horriblemente solo.
Alguna
que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la
tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces
a través de los intersticios de mis vértebras.
Luego
la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo
que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica
con el nombre de idiotas profundos.
Llegué
así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa,
en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.
El
Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra
a su “señora” una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón le pregunta por qué
le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después
de rumiar largo rato su respuesta:
–Qué
sé yo. Será porque estoy aburrido.
Guillermito
cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas,
pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa
el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto
de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar
una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con
parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas
no pueden ser más estúpidas.
Está
con Yrigoyen y la democracia.
Uña
de Oro seduce a las “loquitas” con su perfil de gavilán y los transparentes ojos
verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes
huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la
mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz.
¿Es
necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?
Nos
comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión
de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros
está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han
inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.
¿Qué
miramos?
No
te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a
profundidades increíblemente tristes. Ahora mismo… cierro los ojos, como Uña de
Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos… pero no duermo. Pienso que es triste
no saber a quién matar.
De
pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga
de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa
siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde
descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría
siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o
en el temblequeo de la campanilla del teléfono.
Jugando
a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido
persiste una constante tensión nerviosa, una especie de “alerta está”, vigilancia
inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y
las pupilas, en un soslayar siniestro.
Ningún
desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico
de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras
de las fichas de dominó.
Cuando
no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo
se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces… cuando menos se espera
aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo
que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos
a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la
cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de
dónde viene ni para qué.
Y
es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida,
un golpe que no sabe dónde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés
a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor
que es como desazón de un nervio en un diente podrido.
Y
cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla
en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia
los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un
círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber
cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es
porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío
las consecuencias de la gresca.
Una
fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos
perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando
una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada
o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les
hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan
los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera,
y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoníaco, se
habla… Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución
en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con
bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos
y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a “la tierra”, si
se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la “berlina” (calabozo triangular
donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos
de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus
ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se
habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el
estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados,
manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver…
si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas…
Siempre
los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad.
Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia
Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada
que los presentó.
Entonces
las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende
la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría
encrespa algún labio, ya que se sabe con quién está por caer la desgraciada, incluso
el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo
crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el
plafond.
¡Oh!
cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches
negras.
Una
vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que
una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.
Ella
quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba
de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él
le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le
clavó la mano en la tabla de la mesa.
Relatos
de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles.
Todos estamos conscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento
o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el
que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras conciencias un sentimiento
implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras
en sus cubiles de los bosques y las montañas.
Además,
conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes
a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el
cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando
entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien.
Después
de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco,
mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en
los bajíos del mal.
Ahora
en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye
un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras
infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La
música retoba el aburrimiento.
Un
tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de
una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.
Si
el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el
placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también
el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también
el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez
pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque
ese dinero lo había ganado acostándose con otros.
Lloro
de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces
de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe
en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer
que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes
que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras
susurradas subrepticiamente: “Esperá un momento, querido, que pronto me desocupo”.
El
tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos
pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos
al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas
en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: “Le presento a mi marido”.
Tardes
de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la
bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la
reglamentaria despedida a las cuatro, el “hasta luego querido”, el “tené cuidado
con los tiras, nena” y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene
un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo
de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente
en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente
a uno le cruza la mente esta preocupación: “En fija la encanan hoy” o “¿No será
la última vez que la veo hoy?”
Por
eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el
timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros,
bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón
barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en
sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de
la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.
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