Slawomir Mrozek
En cierta ocasión emprendí un
viaje.
Como no había
conexión directa con mi destino, a mitad del trayecto me apeé en una estación para
realizar un trasbordo a otro tren.
Anochecía. El
otro tren no había de llegar hasta la mañana siguiente. Abandoné la estación y me
dirigí al pueblo para buscar un lugar donde pasar la noche.
No encontré
plaza en el hotel, ni en ninguna otra parte. Finalmente, me dieron unas señas donde
me aseguraron que me acogerían.
Se trataba de
una casa amplia y baja, con jardín.
–Como quiera
–dijo el propietario–. Pero sepa que aquí hay aparecidos.
Me asustaba
más una noche sin techo que una noche en vela. Por otra parte, una noche sin techo
necesariamente tenía que ser una noche en vela.
–¿Qué clase
de aparecidos?
–Aparecidos
en general.
En general podía
ser bueno y malo al mismo tiempo. Malo porque era como no decir nada, y bueno por
idéntico motivo. Me avine a las condiciones.
–Yo ya lo he
prevenido –advirtió el propietario, y me condujo a un cuarto donde, entre otros
muebles, había un armario de gran tamaño.
Cuando me quedé
solo, eché un vistazo por la ventana. No se veía nada.
Me puse a considerar
en qué consistirían los aparecidos. Me quité la chaqueta y la colgué en el respaldo
de la silla.
“¿Qué es lo
que me espera?”
Vertí agua de
la jarra en el aguamanil.
“¿Esqueletos,
fantasmas, calaveras?”
Me lavé la cara.
“¿El rítmico
percutir de una tibia contra el cristal de la ventana?”
Me sequé la
cara con la toalla.
“¿O quizás una
cabeza rodando por el suelo?”
Me quité los
zapatos.
“¿Un enorme
perro negro?”
Eché una ojeada
debajo de la cama.
“¿O acaso el
ectoplasma?”
Me desnudé y
me acosté. No logré conciliar el sueño.
“¿Un ahorcado
dentro del armario?”
Me levanté y
abrí el armario. Estaba vacío.
Dejé entornada
la puerta del armario y me volví a acostar. Lo único fosforescente eran las manecillas
del reloj. Era bastante más de media noche. La hora crítica había pasado.
Por lo visto,
el dueño de la casa se había burlado de mí.
Finalmente,
oí un ruidillo, débil pero claro.
Me incorporé
y encendí la luz. Alguien roía algo en el interior del armario.
Con la lámpara
en la mano y de puntillas, me acerqué al armario. Me asomé a la puerta entornada,
alumbrando el interior con la lámpara.
Vi un ratón
común.
Cerré el armario
de golpe y me senté en una silla.
“Así pues, lo
que sea no se ha tomado la molestia de venir a asustarme.
“A no ser que
lo que sea haya venido bajo la forma de ratón.
“Pero, en tal
caso, lo que sea no da miedo.
“¿Realmente
no da miedo?
“Si lo que sea
se ha presentado bajo la forma de ratón, si el ratón tiene que significar algo,
entonces es peor que si se me hubiera aparecido un fantasma, un vampiro o un esqueleto.
Un fantasma grotesco no es nada más que un fantasma grotesco. Pero ¿qué es un ratón
común si no es un ratón común?
“¿Qué se esconde
tras él?”
Se me pusieron
los pelos de punta.
“A no ser que
tras él no se esconda nada.”
Los pelos volvieron
a su lugar.
“Conque, o se
trata de algo mucho más terrible que un aparecido, o no hay nada que temer.
“Sin embargo,
¿cómo lo averiguo?”
Con cautela,
volví a echar un vistazo al interior del armario. Estaba en un rincón, de color
gris. “¿Significaba algo, o no significaba nada?” Resultaba difícil adivinarlo;
me miraba con unos ojillos semejantes a dos semillas de amapola. ¿Qué se puede deducir
de dos semillas de amapola?
Cerré de un
portazo. Me sentí bañado en sudor frío.
“Quizá no; pero
¿y si…?”
Agarré un zapato
y lo maté. Respiré aliviado.
Pero entonces
vi el zapato que tenía en la mano. Nunca antes había reparado en él.
Puse el zapato
en el suelo y me lo quedé mirando.
Era un zapato
como otro cualquiera.
Y eso precisamente
era lo que levantaba mis sospechas.
Era “demasiado
zapato”.
Me propuse sorprenderlo.
Agarré el periódico y fingí leer. Luego, de sopetón, volví la cabeza, pero él hacía
como si nada y seguía siendo un zapato.
Aquello no probaba
nada.
Repetí el experimento
varias veces con idéntico resultado.
Apagué la luz
y me acosté. Aun así, no conseguía conciliar el sueño. Él seguía ahí. A oscuras
pero seguía. De pronto me incorporé de un salto y me senté en la cama.
El corazón me
latía con fuerza.
“¿Y si no era
el ratón; si es él, el zapato…?”
Me levanté,
prendí la luz, abrí la ventana y arrojé el zapato al jardín.
Cerré la ventana
y me acerqué al aguamanil para lavarme las manos. Las levanté.
Las mangas del
pijama eran demasiado cortas. Quizá por ese motivo llegué a la conclusión de que
mis manos eran unas manos.
Me senté a la
mesa y las extendí ante mí.
“Y si no era
el ratón, ni el zapato, sino mis manos…”
Sin esperar
a la mañana, abandoné la casa. Pasé el resto de la noche en la estación.
Desde entonces
tengo miedo de mis manos.
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