Slawomir Mrozek
Los tubos han existido siempre,
al principio sólo los naturales, como el bambú, los vasos sanguíneos o los intestinos;
la corteza terrestre, por su parte, hacía mucho que abundaba en ríos subterráneos
y conductos por los que corría la lava volcánica. Después la civilización creó sus
propios tubos, imitando a la naturaleza. Conductos de agua y desagües, telescopios
y microscopios, cánulas de laboratorio; en pocas palabras, tubos de distinta especie,
algunos muy complicados.
Así que había
tubos que conducían unos esto, otros aquello, cada uno a su manera. Hasta que un
día un tubo creó la teoría de los tubos. Aún hoy en día no se sabe para qué servía
esa teoría, aunque este ¿para qué? parece fuera de lugar, ya que las teorías surgen,
más que por la necesidad, por la posibilidad. No porque deban surgir, sino porque
pueden hacerlo. La creación en el campo intelectual parece imitar a la naturaleza,
que más bien hace todo lo que se puede hacer y no sólo aquello que podría servir
para algo. De modo que surgió la teoría del tubo, y es difícil cuestionarla desde
el punto de vista de la finalidad y la utilidad.
Pues bien, aquel
tubo decidió poner orden en la inmensa diversidad de tubos, es decir, determinar
la esencia del tubo, un tubo ideal, un ideal del tubo al que todos los tubos pudieran
referirse. Decidió descubrir ese algo que hacía que un tubo fuera un tubo y no un
no-tubo Por supuesto, referirse significa reducir, es decir, rechazar todo aquello
que hay de casual en cada tubo y dejar sólo aquello sin lo cual un tubo deja de
ser un tubo. Tras muchos años de intenso trabajo, llegó a la conclusión de que la
esencia del tubo es el agujero.
El descubrimiento
tuvo una enorme importancia y significó una revolución en el mundo de los tubos.
Sobre todo permitió a los tubos lo que en el idioma de los tubos franceses se llama
prendre la conscience de soi meme, y que traducido a nuestro idioma suena
algo menos fino: la toma de conciencia de sí mismo. (Así que aconsejo más bien la
versión francesa.) Y es que hasta entonces no todos los tubos sabían que eran tubos.
Por supuesto, aquí o allí había algún tubo avanzado que sabía que era un tubo. Sin
embargo, faltaba el ideal universal de tubo, un criterio lo bastante evidente como
para que cualquier tubo, hasta el más simple, pudiera entenderlo al instante, asimilar
y comprender por ello, al fin, qué era: esto es, un tubo. Hasta entonces, la mayoría
de los tubos habían vivido inconscientes de su condición de tubo; a partir de ahora
esta desagradable inconsciencia se había acabado de una vez por todas. Es más, al
tomar conciencia de ser tubo, el tubo dejaba de ser sólo tubo. Desde entonces, llamarse
tubo se convirtió en algo que llenaba de orgullo, puesto que el tubo sabía que no
era sólo un tubo hecho de un material u otro que hacía de conductor de esto o aquello.
Desde entonces sabía que había en él algo más que forma, peso y tamaño. Ahora cada
tubo ya sabía que había en él un concepto superior, no material, algo inasible y
sin embargo esencial, algo que no sólo hacía que un tubo fuera un tubo, sino que
también lo liberaba de su aislamiento, algo que, común a todos los tubos, permitía
cambiar cualquier tubo por otro tubo y unificaba a todos los tubos en una identidad
común. Ese algo era el agujero.
Por esta razón
hubo mucha alegría entre los tubos, hasta que empezaron los problemas.
Resultó que
otros tubos continuaron el trabajo iniciado por aquel tubo descubridor del agujero
y llevaron el razonamiento más allá del punto en que aquel tubo lo había dejado.
Lo llevaron a la etapa siguiente, es decir, a una conclusión tan irrefutable como
la tesis según la cual el agujero es la esencia de los tubos. Puesto que el agujero,
siempre el mismo e idéntico –demostró otro tubo memorable–, es lo que constituye
la esencia del tubo, entonces todos los tubos son iguales y ningún tubo es mejor
que otro tubo en relación con el agujero.
Este segundo
descubrimiento fue tan colosal como el primero. Puesto que resultó, más allá de
cualquier duda, que en el fondo, es decir, en lo esencial, un telescopio no se diferenciaba
en nada de una manguera y una manguera de una estilográfica, una estilográfica de
una tripa de cordero y‚ ésta, a su vez, de un fluorescente. Y como la teoría sin
la práctica no es nada, siguiendo la voz de la verdad, se empezó a iluminar las
casas y las calles con tripa de cordero, a llenar las mangueras de tinta, y los
telescopios (habiéndoles sacado las lentes) se instalaron en las pilas en calidad
de tubos de desagüe. Al mismo tiempo continuaron las discusiones, pues el intelecto,
habiéndose puesto a trabajar, ya no tenía ninguna intención de limitarse y, mucho
menos, de ir a la zaga de los acontecimientos.
Así que apareció
una jerarquía à rebours, es decir, también jerarquía, pero a la inversa.
Y todo a causa de una argumentación irrefutable, según la cual si el agujero es
un ideal, el tubo que esté más cerca de este ideal es el mejor. Cuantos menos añadidos
y complicaciones haya alrededor del agujero, tanto más noble es el tubo. Y como
los que más se aproximaban a este ideal eran los tubos de cloaca, fueron precisamente
ellos los que empezaron a conquistar la supremacía moral, estética, ética, ontológica
y en general en todos los sentidos. Los tubos más complicados empezaron a avergonzarse
de su complicación, y a menudo se podía ver, por ejemplo, un tubo de Wittgenstein
y Dropps (un aparato para la investigación científica en el campo de la física nuclear,
instrumento muy especializado) que, agazapado en un rincón, se justificaba avergonzado:
“No soy de Wittgenstein y Dropps, soy de cloaca”.
Sin embargo,
la aproximación al ideal entendido demasiado al pie de la letra empezó a suponer
un peligro. Porque si el agujero como tal significaba el ideal, entonces incluso
entre los tubos de cloaca había unas diferencias inquietantes. Cuanto más corto
era un tubo, más próximo estaba al ideal. Algunos tubos simplemente se cortaban
para, de esta manera, parecerse más al agujero en sí mismo. Empezaron a aparecer
unos tubos tan cortos que se parecían más a un anillo que a un tubo, y surgía la
cuestión de si aún se los podía considerar tubos. Era una cuestión ideológicamente
ambigua, porque al fin y al cabo esos tubos más cortos eran los que más se parecían
al agujero an sich, por lo que precisamente ellos debían ser más tubos que
los demás, y sin embargo era como si ya no lo fueran. Paradoja que era preciso superar.
Tras numerosos
debates se estableció que un tubo es un agujero más una entrada y una salida, o
bien sólo una entrada y una salida. Es decir, un agujero pero gordo. Ahora bien,
¿cuán gordo? Esa era la clave de la cuestión. Un tubo demasiado corto se aproximaba
peligrosamente a un ‘anillo negativo’, un tubo demasiado largo, al infinito. En
ambos casos, no se sabía dónde tenía semejante tubo la entrada y la salida, o bien
la salida y la entrada. (Como podemos observar, el centro de atención pasó del agujero
–por lo demás, un dogma ya irrebatible a partir de entonces–, no tanto a la cuestión
en el grosor del agujero, incluido también en el dogma, como a la cuestión del acierto
en el grosor de este agujero.) Así pues, ¿de qué largo debe ser un tubo?
Respuesta: un
tubo no tiene que ser ni demasiado largo ni demasiado corto, sino mediano, debe
tener su justa medida. Entonces se midió el largo de cada tubo por separado, se
sumaron los resultados, la suma se dividió por la cantidad de tubos y así se llegó
a un promedio. A partir de entonces, ningún tubo podía ser ni más largo ni más corto
que ese promedio. Todo estaba claro con respecto a los tubos más largos que el promedio.
Éstos se podían cortar. Pero ¿qué‚ hacer con los tubos que eran más cortos que el
promedio? Ahora aquellos tubos que antaño se habían cortado para acercarse al ideal
se encontraban en una situación incómoda. No eran demasiado largos, pero sí demasiado
cortos.
La solución
final estaba a la vuelta de la esquina. Puesto que desde hacía mucho tiempo ya no
tenía importancia para qué servía cada tubo, e incluso se había llegado a olvidar
que los tubos sirvieran para algo, el tubo individual no tenía ningún sentido. La
existencia de los tubos separados era un anacronismo, un obstáculo en el inevitable
y lógico desarrollo del tubo. De modo que los días de este ente estaban ya, y con
toda razón, contados. Todos los tubos se acoplaron por sus extremos, se soldaron
y nació un único y gran tubo cósmico.
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