Francis Scott Fitzgerald
I
–¿Y dónde está el señor Campbell? –preguntó
Charlie.
–Se fue a Suiza. El señor
Campbell está bastante enfermo, señor Wales.
–Lo lamento. ¿Y George
Hardt? –preguntó Charlie.
–Volvió a Estados Unidos,
a trabajar.
–¿Y dónde está el Pájaro
de las Nieves?
–Estuvo aquí la semana
pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.
Dos nombres conocidos
entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su
libreta y arrancó la página.
–Si ve al señor Schaeffer,
dele esto –dijo–. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.
La verdad es que no sentía
demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del
hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar estadunidense: Charlie
lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar
había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se
bajó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una
actividad frenética, charlando con un chasseur junto a la puerta de servicio.
En el pasillo sólo oyó
una voz aburrida en los baños de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando
entró al bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando
al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en
la base de la barra, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una
mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el
jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la bolsa seguía subiendo
iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo
dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba
en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.
–Bueno, ya está bien –dijo
Charlie–, voy a tomarme las cosas con calma.
Alix lo felicitó:
–Hace un par de años iba
a toda velocidad.
–Todavía aguanto perfectamente
–aseguró Charlie–. Llevo aguantando un año y medio.
–¿Qué le parece la situación
en Estados Unidos?
–Llevo meses sin ir a
Estados Unidos. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí
no me conocen.
Alix sonrió.
–¿Recuerda la noche de
la despedida de soltero de George Hardt? –dijo Charlie–. Por cierto, ¿qué ha sido
de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
–Está en París, pero ya
no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil
francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también
las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un
cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con
aire triste.
–No lo entiendo; era un
verdadero dandi. Y ahora está hinchado, abotagado… –dibujó con las manos una gorda
manzana.
Charlie observó a un estridente
grupo de homosexuales que se sentaba en un rincón.
“Nada les afecta”, pensó.
“Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como
siempre.”
El bar lo oprimía. Pidió
los dados y jugó con Alix por el trago.
–¿Estará aquí mucho tiempo,
señor Wales?
–Cuatro o cinco días,
para ver a mi hija.
–¡Ah! ¿Tiene una hija?
En la calle los anuncios
luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma, fulguraban turbiamente entre la lluvia
tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los bistrós
relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la
Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y
Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
Le pidió al taxista que
se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería
ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las
bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de “La plus que lent”,
eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas
de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeñoburgués
del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente
barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna
extraña razón deseó haberlo hecho.
Mientras seguían recorriendo
la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba:
“Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No
me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos
años, y todo había pasado, hasta yo mismo”.
Tenía treinta y cinco
años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad
irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine,
la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco
en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla
de nueve años que gritó: “¡Papacito!”, y se arrojó, agitándose como un pez, entre
sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla
a la suya.
–Mi cielo –dijo Charlie.
–¡Papacito, papacito,
papacito, papacito, papi, papi, papi!
La niña lo llevó al salón,
donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada
y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar
tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella
fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza
dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano
amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.
La habitación era cálida,
agradablemente estadunidense. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los
pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis
de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés
de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque
su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en vez se le acercaba,
llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
–La verdad es que perfectamente
–dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln–. Hay cantidad de negocios que no
marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien.
El mes que viene llegará mi hermana de Estados Unidos para ocuparse de la casa.
El año pasado tuve más ingresos que cuando tenía dinero. Ya sabes, los checos…
Alardeaba con un propósito
específico; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada
de Lincoln, cambió de tema:
–Ustedes tienen unos niños
estupendos, muy bien educados.
–Honoria también es una
niña estupenda.
Marion Peters volvió de
la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído
una belleza fresca, estadunidense. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos
y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde
el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.
–¿Cómo ves a Honoria?
–preguntó Marion.
–Maravillosa. Me ha dejado
asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
–Hace un año que no llamamos
al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?
–Me extraña mucho que
haya tan pocos estadunidenses.
–Yo estoy encantada –dijo
Marion con vehemencia–. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que
den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero
en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.
–Pero, mientras duró,
fue estupendo –dijo Charlie–. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con
una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar –titubeó, al darse cuenta de su
error–, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
–Creía que ya habías tenido
bares de sobra.
–Sólo he estado un momento.
Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.
–¿No quieres un coctel
antes de la cena? –preguntó Lincoln.
–Sólo tomo una copa por
las tardes, y por hoy ya está bien.
–Espero que te dure –dijo
Marion.
La frialdad con que habló
demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía
planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja,
y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que,
como sabían perfectamente, lo había llevado a París.
Durante la cena no terminó
de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se
combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó
de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por
ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar
en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.
Se fue enseguida, después
de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche
con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio
a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.
Una hora después abandonó
el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle,
hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche
se apeaba de los taxis ante los cabarets, y había cocottes que trabajaban
la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de
la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop,
donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió
otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior.
De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales
se puso en movimiento y un maitre d’hotel se le echó encima, gritando:
–¡Está empezando ahora
mismo, señor!
Pero Charlie se apartó
inmediatamente.
“Tendría que estar como
una cuba”, pensó.
El Zelli estaba cerrado;
sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la
oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés.
La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del
Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie
miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una
pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
Y a esto se limitaba el
esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación
había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió
el significado de la palabra “disipado”: disiparse en el aire; hacer que algo se
convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone
un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor
lentitud.
Se acordaba de los billetes
de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de
los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio
de nada.
Aquellos billetes, incluso
las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino,
para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas,
las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la
huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.
A la luz que salía de
una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café,
y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió
un taxi para volver al hotel.
II
Se despertó en un día espléndido de otoño:
un día de partido de futbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido,
y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria
en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champaña y
largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y
confusos.
–¿No quieres verduras?
¿No deberías comer un poco de verduras?
–Sí, sí.
–Hay épinards y
chou-fleur, zanahorias y haricots.
–Quiero chou-fleur.
–¿No preferirías dos verduras?
–Normalmente sólo almuerzo
una.
–El camarero fingía sentir
una extraordinaria pasión por los niños.
–Qu’elle est mignonne
la petite! Elle parle exactement comme une francaise.
–¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció.
Honoria miró a su padre con expectación.
–¿Qué vamos a hacer hoy?
–Primero iremos a la juguetería
de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en
el Empire.
La niña titubeó.
–Me gustaría ir al vodevil,
pero no a la juguetería.
–¿Por qué no?
–Porque ya me has traído
esta muñeca –se había llevado la muñeca al restaurante–. Y ya tengo muchos juguetes.
Y ya no somos ricos, ¿no?
–Nunca hemos sido ricos.
Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
–Muy bien –asintió la
niña, resignada.
Cuando tenía a su madre
y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más
a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y
ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.
–Me gustaría conocerte
–dijo con gravedad–. Permíteme primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de
Praga.
–¡Oh, papi! –no podía
aguantar la risa.
–¿Y quién es usted, si
es tan amable? –continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:
–Honoria Wales, Rue Palatine,
París.
–¿Casada o soltera?
–No, no estoy casada.
Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
–Pero, madame, tiene usted
una hija.
No queriendo desheredar
a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:
–Estuve casada, pero mi
marido murió.
Charlie se apresuró a
continuar:
–¿Cómo se llama la niña?
–Simone. Es el nombre
de mi mejor amiga del colegio.
–Este mes he sido la tercera
de la clase –alardeó–. Elsie –era su prima– sólo es la dieciocho y Richard casi
es el último de la clase.
–Quieres a Richard y a
Elsie, ¿verdad?
–Sí. A Richard lo quiero
mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle
mucha importancia Charlie preguntó:
–¿Y a quién quieres más,
a tía Marion o a tío Lincoln?
–Ah, creo que a tío Lincoln.
Cada vez era más consciente
de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo:
“…adorable”, y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus
conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera
más conciencia que una flor.
–¿Por qué no vivo contigo?
–preguntó Honoria de repente–. ¿Por qué mamá ha muerto?
–Debes quedarte aquí y
aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.
–La verdad es que ya no
necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante,
un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.
–¡Pero si es el amigo
Wales!
–¡Hombre! Lorraine… Dunc…
Eran fantasmas que surgían
del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una
preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado
a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
–Mi marido no ha podido
venir este año –dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie–. Somos más pobres que las
ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como
pueda… ¿Es tu hija?
–¿Por qué no te sientas
un rato con nosotros en el restaurante? –preguntó Duncan.
–No puedo.
Se alegraba de tener una
excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora
Charlie se movía a otro ritmo.
–¿Y si quedamos para cenar?
–preguntó Lorraine.
–Tengo una cita. Dame
tu dirección y te llamaré.
–Charlie, tengo la completa
seguridad de que estás sobrio –dijo Lorraine solemnemente–. Estoy segura de que
está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria
con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.
–¿Cuál es tu dirección?
–preguntó Dunc, escéptico.
Charlie titubeó; no quería
decirles el nombre de su hotel.
–Todavía no tengo dirección
fija. Ya los llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
–¡Estupendo! Lo mismo
que yo pensaba hacer –dijo Lorraine–. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas.
Es lo que vamos a hacer, Dunc.
–Antes tenemos que hacer
un mandado –dijo Charlie–. A lo mejor nos vemos en el teatro.
–Muy bien. Estás hecho
un auténtico esnob… Adiós, guapísima.
–Adiós.
Honoria, muy educada,
hizo una reverencia.
Había sido un encuentro
desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo
buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían
alimentarse de su fortaleza.
En el Empire, Honoria
se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una
persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo
de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente.
Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron
con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
–¿Tomamos una copa?
–Muy bien, pero no en
la barra. Busquemos una mesa.
–El padre perfecto.
Mientras oía, un poco
distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de
la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando.
Se encontraron sus miradas y Honoria sonrió.
–Está buena la limonada
–dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué
se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza
descansara en su pecho.
–¿Querida, algunas veces
recuerdas a tu madre?
–A veces –contestó vagamente.
–No quiero que la olvides.
¿Tienes alguna foto suya?
–Sí, creo que sí. De todas
formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
–Porque te quería mucho.
–Yo también la quería.
Callaron un momento.
–Papá, quiero vivir contigo
–dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco
el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.
–¿Es que no estás contenta?
–Sí, pero a ti te quiero
más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá
ha muerto.
–Claro que sí. Pero no
siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien
de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
–Sí, es verdad –asintió,
muy tranquila.
Charlie no entró en la
casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
–Cuando estés ya en casa,
asómate a esa ventana.
–Muy bien. Adiós, papi,
papi, papi, papi.
Esperó a oscuras en la
calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un
beso con la punta de los dedos.
III
Lo estaban esperando. Marion, sentada junto
a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía
pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación
de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el
asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:
–Me figuro que saben por
qué he venido a verlos, por qué he venido a París.
Marion jugaba con las
estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.
–Tengo verdaderas ganas
de tener una casa –continuó–. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo.
Aprecio mucho que, por amor a su madre, se hayan ocupado de Honoria, pero las cosas
han cambiado… –titubeó y continuó con mayor decisión–, han cambiado radicalmente
en lo que a mí respecta, y quisiera pedirles que reconsideren el asunto. Sería una
tontería negar que durante tres años he sido un insensato…
Marion lo miraba con dureza.
–…pero todo eso se ha
acabado. Como les he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa
me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación
una importancia que no tiene. ¿Me entienden?
–No –dijo Marion sucintamente.
–Es una especie de truco
que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
–Te entiendo –dijo Lincoln–
No quieres admitir que el alcohol te atrae.
–Algo así. A veces se
me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi
situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más
que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para
que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo.
Ustedes saben que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos
que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz
de cuidarla y… Bueno, ya les he dicho todo. ¿Qué piensan?
Sabía que ahora le tocaba
recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba
su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido,
podría imponer por fin su punto de vista.
“Domínate”, se decía a
sí mismo. “Quieres a Honoria”.
Lincoln fue el primero
en responderle:
–Llevamos hablando de
este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de
que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder
ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió
súbitamente.
–¿Cuánto tiempo aguantarás
sin beber, Charlie? –preguntó.
–Espero que siempre.
–¿Y qué crédito se les
puede dar a esas palabras?
–Saben que nunca había
bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer.
Luego Helen y yo empezamos a salir con…
–Por favor, no metas a
Helen en esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente;
nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas
cuando Helen vivía.
–Me dediqué a beber un
año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.
–Demasiado tiempo.
–Demasiado tiempo –asintió.
–Lo hago sólo por Helen
–dijo Marion–. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad,
desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No
puedo evitarlo. Era mi hermana.
–Ya lo sé.
–Cuando se estaba muriendo,
me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en
un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.
Charlie no respondió.
–Jamás podré olvidar la
mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y
me dijo que habías echado la llave y no la habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza
los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera
querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
–La noche en que le cerré
la puerta…
Y Marion lo interrumpió:
–No pienso volver a hablar
de eso.
Tras un momento de silencio
Lincoln dijo:
–Nos estamos saliendo
del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a
Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.
–No culpo a Marion –dijo
Charlie despacio–, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación
era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento,
es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad
de tener un hogar –negó con la cabeza–. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no
se dan cuenta?
–Sí, te entiendo –dijo
Lincoln.
–¿Y por qué no pensaste
antes en estas cosas? –preguntó Marion.
–Me figuro que alguna
vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos
fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del
sanatorio, estaba hundido, y la bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me
había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz
a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, me va malditamente bien, así
que…
–Te agradecería que no
utilizaras ese lenguaje en mi presencia.
La miró, estupefacto.
Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente.
Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie.
Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera
tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella
atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o
después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de
aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su
cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque
Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente
desde cuándo le molestaba la palabra “malditamente”.
–Otra cosa –dijo Charlie–:
estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de
Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo…
Dejó de hablar: se daba
cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad
el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.
–Supongo que puedes ofrecerle
más lujos que nosotros –dijo Marion–. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros
vivíamos contando cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo
mismo.
–No, no. He aprendido.
Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la
bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir
trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
Hubo un largo silencio.
Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie
sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera
a su hija.
De repente Marion se estremeció;
una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra,
y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho
tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad
de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado
en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un periodo de su vida en el que,
entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba
creer en una maldad y un malvado tangibles.
–Me es imposible pensar
de otra manera –exclamó de repente–. No sé hasta qué punto eres responsable de la
muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada
de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra
impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
–Ya está bien –dijo Lincoln,
incómodo–. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.
–Helen murió de una enfermedad
cardiaca –dijo Charlie, sin fuerzas.
–Sí, una enfermedad cardiaca
–dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.
Entonces, en el instante
vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había
conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar
su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la
toalla.
–Haz lo que te parezca
–exclamó levantándose de pronto–. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en
tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… –consiguió frenarse–. Decídanlo
ustedes. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de
la habitación, y un momento después Lincoln dijo:
–Ha sido un día muy difícil
para ella. Ya sabes lo testaruda que es… –parecía pedir excusas–: cuando a una mujer
se le mete una idea en la cabeza…
–Claro.
–Todo irá bien. Creo que
sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos
en tu camino ni en el de Honoria.
–Gracias, Lincoln.
–Será mejor que vaya a
ver cómo está Marion.
–Me voy ya.
Todavía temblaba cuando
llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó,
y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió
lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormir. La imagen de Helen
lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado
a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche
de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado
durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla
a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo
que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso,
cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora
más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos
de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias:
que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello
trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion,
que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había
sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
Los recuerdos le devolvieron
a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a
poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella.
Helen le decía que tenía razón en cuanto al asunto de Honoria y que quería que Honoria
viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien.
Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida
de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final
no pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV
Se despertó sintiéndose feliz. El mundo
volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para
él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen.
Ella no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien
a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede
hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya
en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder
encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
Volvía a ser un día espléndido,
vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria
podría acompañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no
había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la
custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada
con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía
bajo su control un año más. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible
y visible.
También estaba la cuestión
de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con
una bearnesa malhumorada y con una campesina bretona regordeta, a ninguna de las
cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters
en el Griffon, intentando dominar su alegría.
–No hay nada comparable
a un hijo –dijo Lincoln–. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.
–Ya no recuerda todo lo
que trabajé durante siete años en Estados Unidos –dijo Charlie–. Sólo recuerda una
noche.
–Eso es distinto –titubeó
Lincoln–. Mientras tú y Helen derrochaban dinero por toda Europa, nosotros luchábamos
por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente
para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello
era una especie de injusticia… Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras
más rico.
–El dinero se fue tan
rápido como vino –dijo Charlie.
–Sí, y mucho fue a parar
a manos de los chasseurs y los saxofonistas y los maitres d’hotel…
Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente
Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las
seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles
sin ningún problema.
De vuelta al hotel, Charlie
encontró un pneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde
Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.
Querido Charlie:
Estabas tan raro cuando
nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte.
Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante
el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando
yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como
aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella
vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y
bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día
más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos
viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta
tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz.
Siempre tuya,
Lorraine
La primera sensación de Charlie fue de espanto:
espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear,
con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía
una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio
de su vida, pero sí el incidente de la bicicleta: era uno entre muchos. ¿Cuántas
semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de
absoluta irresponsabilidad?
Intentó recordar qué le
había parecido Lorraine entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no
dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido
vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba
de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar
en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber
que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
A las cinco tomó un taxi
y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja
de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
Cuando llegó al apartamento,
comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un
pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se
iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular
su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta
que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
Marion y Charlie se quedaron
solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
–Las peleas de familia
son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas:
son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me
gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.
–Es difícil olvidar ciertas
cosas –contestó Marion–. Es cuestión de confianza –Charlie no contestó y Marion
preguntó entonces–: ¿Cuándo piensas llevártela?
–Tan pronto como encuentre
una institutriz. Pasado mañana, espero.
–No, es imposible. Tengo
que preparar sus cosas. Antes del sábado es imposible.
Charlie cedió. Lincoln,
que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.
–Bueno, me tomaré mi whisky
diario.
Se notaba el calor, era
un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes;
la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por
sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después
de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln
eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias.
Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del
banco.
Sonó un largo timbrazo:
llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció
en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego
se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln
se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca
por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
Estaban contentos, alegres,
muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender
cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.
–Ajá –Duncan agitaba el
dedo pícaramente en dirección a Charlie–. Ajá.
Dunc y Lorraine soltaron
un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó
la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con
un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita
estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
Cada vez más disgustado
por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de
pensar las palabras un momento, Duncan dijo:
–Hemos venido a invitarte
a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre
dónde te alojas.
Charlie se les acercó
más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
–Lo siento, pero no puedo.
Díganme dónde van a estar y los llamaré por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine
se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en
Richard, exclamó:
–¡Que niño tan precioso!
¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre
y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse
a Charlie:
–Ven a cenar. Estoy segura
de que tus primos no se molestarán. Te veo tan solem… tan solemne.
–No puedo –respondió Charlie,
cortante–. Cenen ustedes, ya los llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se
volvió desagradable:
–Bien, nos vamos. Pero
acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el
suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.
Con movimientos pesados,
con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en
el pasillo.
–Buenas noches –dijo Charlie.
–¡Buenas noches! –respondió
Lorraine con énfasis.
Cuando Charlie volvió
al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro
de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
–¡Que poca vergüenza!
–estalló Charlie–. ¡No hay derecho!
Ni Marion ni Lincoln le
respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo
y dijo:
–Gente a la que no veo
desde hace dos años y tienen la increíble desfachatez de…
Se interrumpió. Marion
había dejado escapar un “Ya”, una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había
dado de repente la espalda y había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria
en el suelo con cuidado.
–Niños, vayan a comer.
Empiecen a tomarse la sopa –dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a
Charlie–: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la
hace sentirse físicamente mal.
–Yo no les he dicho que
vinieran. Alguien les habrá dado el nombre y la dirección de ustedes. Deliberadamente
han…
–Bueno, es una pena. Esto
no facilita las cosas. Perdóname un momento.
Solo, Charlie permaneció
en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con
monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una
conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado,
y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
–Charlie, creo que dejaremos
la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.
–¿Se ha disgustado conmigo?
–Más o menos –dijo Lincoln,
casi con malos modos–. No es fuerte y…
–¿Quieres decir que ha
cambiado de opinión sobre Honoria?
–Ahora está muy afectada.
No sé. Llámame al banco mañana.
–Me gustaría que le explicaras
que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy
tan ofendido como tú.
–Ahora no le puedo explicar
nada.
Charlie dejó la silla.
Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor
y dijo con una voz rara:
–Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió
a abrazarlo.
–Buenas noches, corazón
–dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando
arreglar algo, añadió–: Buenas noches, queridos niños.
V
Charlie se dirigió directamente al bar del
Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban
allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había
tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda.
Paul se acercó para saludarlo.
–Todo ha cambiado mucho
–dijo con tristeza–. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho
que muchos de los que volvieron a Estados Unidos lo perdieron todo, si no en el
primer hundimiento de la bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt
perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
–No, trabajo en Praga.
–Me han dicho que perdió
una fortuna cuando se hundió la bolsa.
–Sí –asintió con amargura–,
pero también perdí todo lo que quise cuando subió.
–¿Vendiendo a la baja?
–Más o menos.
El recuerdo de aquellos
días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido
en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una
frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta
del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas
que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas
o drogadas…
Hombres que dejaban a
sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de
1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
Fue al teléfono y llamó
al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.
–Te llamo porque no me
puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?
–Marion está enferma –respondió
Lincoln, cortante–. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir
que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme
a que pase otro mal rato como el de hoy.
–Ya.
–Lo siento, Charlie.
Volvió a su mesa. El vaso
de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante.
Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día
siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había
dado dinero a tanta gente…
–No, se acabó –dijo a
otro camarero–. ¿Cuánto es?
Algún día volvería; no
podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija,
y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno
de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro
de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.
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