jueves, 1 de septiembre de 2022

Verde es el color de la esperanza

José Revueltas

 

Desde la cama y al inclinar la cabeza hacia adelante, apoyado el cuerpo en el antebrazo, advirtió a su mujer, que en esos momentos, como de costumbre todas las mañanas, vestía a los pequeños. A los pequeños tan asombrosamente graves, los dos, con sus ojos y sus razones y sus cerebros.

Ahí estaban ellos silenciosos y lo terrible era haber abandonado los sedantes corredores de hacía un minuto, la manzana rota y aquello suave, negro, que se le había escurrido tan sin saber por qué al sólo regresar nuevamente a la vigilia clarísima, hiriente, de la habitación, de los hijos, de la carta, la esperada, prodigiosa carta.

Por grados su mujer volvíase más fea. Ayer lo fue menos, desde luego, fea y enigmática, y aunque no las tuviese hoy sobre el cráneo, encima, las canas sucias que ayer, desde luego, no estaban ahí. Tal vez porque la carta no había llegado, o, sí, nada más un efecto de luz, de la luz solar blanda, terrestre.

–Te aseguro –dijo para tranquilizarla– que hoy llega. No puede pasar de hoy.

Aunque estas mismas palabras las había pronunciado ya otros días, iguales, sólo que entonces el cielo estuvo nublado y la voz, al decirlas, casi le dudó un tanto, como si él tampoco creyese en la carta.

Los carteros no se equivocan nunca: son como ángeles materiales y llegan a las puertas con sollozos, con mentiras, con honores, con nombramientos, con cadáveres. Su mujer, no obstante, podría escuchar mal, confundirse, decir al cartero que ahí no u otra cosa.

–Mira. Será un sobre tamaño oficio. Con membrete.

Echó las piernas fuera de la cama y miró sus pies y las uñas.

Entonces podría comprar un abrigo, inscribir a los dos niños en la escuela, mandar a su mujer con el médico y tantas cosas más, cortinas, zapatos, sábanas.

No lloraban desde hacía mucho tiempo y dentro de su pequeñez eran como dos seres maduros, de mucha edad y muchos pensamientos.

–¿Qué quieren que les traiga? –los interrogó, engañándose a sí mismo como todas las mañanas.

Si lloraran serían como niños verdaderamente.

El mayorcito apretó los labios:

–Un pan con mantequilla –dijo.

Eran dos arbolitos sin hojas, graves para siempre.

–Sí, sí. Todo. Muy pronto. Un pan. Un ferrocarril de juguete, también.

El niño negó, muy serio:

–No. Sólo un pan. Un pan con mantequilla.

Al volverse la mujer, su marido ya tenía los zapatos puestos. El hombre no pudo menos que mirar de nuevo el rostro que dos meses antes no era así y que, en efecto, jamás había sido así, sólo que las cosas ocurrían de otra manera.

–Acaba de vestirte para que desayunemos.

Él obedeció con docilidad infinita, colocándose los pantalones.

–¿Qué te parecería –dijo– comprar el terreno por Mixcoac o San Ángel, entre grandes árboles, y ahí tener la casa y un jardín para los niños?

Fingieron disputar si mejor en otro sitio con un aire más sano y transparente, y parecía como si en realidad disputasen, pero brillaban sus ojos con una luz muy tierna y esperanzada para que aquello fuese siquiera discusión, antes al contrario tal vez nuevo cariño, más hondo de lo que ellos creían.

Los dos chicos corrieron hacia la mesa para tomar el té en que consistía todo el desayuno, mientras su padre se miraba en el espejo con muchísimo asombro de verse, de examinar su mirada opaca, sus pómulos, los dientes sin aseo.

La carta sería de la Presidencia o de Gobernación, él no estaba bien seguro, con membrete oficial. Quizá dentro de un sobre amarillo, largo, que es donde se remiten los oficios, comunicaciones, nombramientos. Los carteros son muy diligentes, cumplen su deber como sin fatiga, a través de las calles, los barrios, las ciudades.

–Bueno –concluyó, convencido en lo absoluto–, definitivamente lo compraremos en San Ángel.

¿Quién sabe si se extraviara o llevase la dirección mal puesta? Luego en las oficinas ocurre que hay un descuido espantoso, una pereza. Amontónanse expedientes, legajos, archivos. A los ojos del simple burócrata sin corazón una carta carece de individualidad, de vida. Ocurre así. Aunque esa carta sea inmensa y entrañable.

Primero sacudía su escritorio, para sentarse después con la pluma entre las manos, orgulloso de ser uno de los mejores escribientes del mundo. Todos los días, en ese justo minuto, sonaban las nueve de la mañana.

No podría olvidarlo, después de veinte años.

–Me gustará –le dijo a su mujer, desde el espejo– ir al campo los domingos y llevar un pollo frito y manzanas…

La mujer le dirigió una mirada de reproche a tiempo que significativamente señalaba a los pequeños.

Él se encogió de hombros:

–Mira –dijo con seguridad–, hoy llega esa carta. Lo sé bien. A otros les ha llegado. Yo no puedo ser una excepción. Tendremos entonces pollo y fruta y todo cuanto podamos desear.

Uno de los mejores escribientes del mundo, con una de las más bellas letras que se hayan conocido, así que no podrían, de ninguna manera, olvidarlo, ni olvidar sus veinte años de trabajo.

Al principio no pudo entender en una forma completa cómo, de súbito, terminaron esos veinte años para siempre.

Miró alucinado el rostro del jefe.

Tan no pudo entender que al otro día acudió, y ya en las puertas mismas de la oficina se sintió extraño, solitario y muerto, como si nadie le tuviese el menor cariño en la tierra. Dejaba de pertenecer a aquel hermoso sistema de papeles, de cifras, de jerarcas, y todo era vacío, definitivamente triste.

Había que tratar bien al cartero, pues suele ocurrir en ellos, que aun siendo obligación suya la de entregar las cartas, abriguen animadversión contra cualquier destinatario y con este o aquel pretexto no le hagan entrega de su correspondencia.

–¡Fíjate bien! ¡Será un sobre grande y encima mi nombre, escrito a máquina!

Si nada más lloraran los dos niños serían como cosas vivas y menos dolorosas. Pero estaban viejos, sin voz, y llenos de experiencia, de ideas, de conocimiento de la vida.

–Toma el té. Es lo único que hay. Siquiera que te caiga algo caliente.

Él observó el pocillo de peltre, desportillado en algunas partes y se puso a pensar en muchas cosas que antes no advertía. Recordaba que su mujer era de rasgos finos y cálidos, con su mentón especialmente suave, mientras hoy los pómulos mostrábanse furibundos y el rostro se había tornado ancho, crecido. Crecíale asimétricamente, sin concierto y como si las mismas líneas sufrieran al crecer dentro de un espacio opositor y agudo, más triste a cada minuto.

Ella ignoraba todo lo ocurrido en la oficina y que el hombre era incapaz de cualquier trabajo, pues únicamente tenía la letra más hermosa del mundo, la más bien hecha. Lo observaba como siempre, sólo que con algo allá adentro que no se podría comprender jamás.

–Seguramente será una carta muy amplia y extensa –dijo el hombre a la mitad del cuarto, mientras los tirantes le colgaban por detrás.

Lo asombroso era que los dos hijos no tuviesen una sola queja aunque se les veía el hambre sobre la piel, extendiéndose como barniz.

De no llegar a la casa aquella comunicación, iría, sin duda, a la lista de correos, ya que ahí todo encuentra su orden, pues nada existe más bien organizado, más eficiente, que el correo, donde saben cómo se llama uno y si trabaja o no y hasta si tiene hijos.

Sonreíale diariamente aquel hombre del correo tras la ventanilla.

–No, señor. No tiene usted carta.

Es imposible que una carta se pierda, aunque, de cierto, la manejan muchas manos y transita como en un sueño mágico desde el buzón hasta su destino. En el edificio de correos conoció a una familia indígena: sentábanse el hombre, la mujer y los hijos, junto a la Lista, para aguardar una carta que debería llegarles. Era mucho más seguro estar ahí, que no se escapase, y ver a cada momento si, prodigiosamente como todo lo del correo, de pronto figuraba ya el nombre debajo de los demás, alegre, profundo.

El jefe y el subjefe lo miraron tan abatido, ahí frente a ellos sin saber qué decir, con una sonrisa de lágrimas en el rostro completamente estúpido y humilde, que el subjefe le tocó el hombro:

–No se preocupe. El gobierno no puede dejar de utilizar sus servicios algún día nuevamente. Tenga por seguro que lo llamarán otra vez.

Y eran palabras del subjefe, siempre noble, severo, digno, a las cuales no podría dejárseles de dar crédito.

Comenzó a sentir el miedo cuando justamente se aproximó para tomar su desayuno. Los tirantes no le colgaban ya tras las espaldas, sino que, bien firmes, manteníanle sujeto el pantalón, negro y viejo.

Le temblaban las manos y no quiso levantar los ojos de sobre el pocillo de té. Ahora comprendía por qué estaba ella tan fea y por qué sus rasgos se iban agravando con lentitud.

–¿No hay tal carta, verdad? –preguntó como si su voz fuera una racha de viento doloroso.

Entonces él permaneció firmemente callado, con el corazón lleno de pavor y soledad, pues si dijese las cosas como eran, ya nada le quedaría en el mundo.

 

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