Baldomero Lillo
La
mañana es fría, nebulosa, una fina llovizna empapa los achaparrados matorrales de
viejos boldos y litres raquíticos. La abuela, con la falda arremangada y los pies
descalzos, camina a toda prisa por el angosto sendero, evitando en lo posible el
roce de las ramas, de las cuales de escurren gruesos goterones que horadan el suelo
blando y esponjoso del atajo. Aquella senda es un camino poco frecuentado y solitario
que, desviándose de la negra carretera, conduce a una pequeña población distante
legua y media del poderoso establecimiento carbonífero, cuyas construcciones aparecen
de cuando en cuando por entre los claros del boscaje allá en la lejanía borrosa
del horizonte.
A
pesar del frío y de la lluvia, el rostro de la viejecilla está empapado en sudor
y su respiración es entrecortada y jadeante. En la diestra, apoyado contra el pecho,
lleva un paquete cuyo volumen trata de disimular entre los pliegues del raído pañolón
de lana.
La
abuela es de corta estatura, delgada, seca. Su rostro, lleno de arrugas con ojos
oscuros y tristes, tiene una expresión humilde, resignada. Parece muy inquieta y
recelosa, y a medida que los árboles disminuyen hácese más visible su temor y sobresalto.
Cuando
desembocó en la linde del bosque, se detuvo un instante para mirar con atención
el espacio descubierto que se extendía delante de ella como una inmensa sábana gris,
bajo el cielo pizarroso, casi negro en la dirección del noreste.
La
llanura arenosa y estéril estaba desierta. A la derecha, interrumpiendo su monótona
uniformidad, alzábanse los blancos muros de los galpones coronados por las lisas
techumbres de zinc relucientes por la lluvia. Y más allá, tocando casi las pesadas
nubes, surgía de la enorme chimenea de la mina el negro penacho de humo, retorcido,
desmenuzado por las rachas furibundas del septentrión. La anciana, siempre medrosa
e inquieta, después de un instante de observación pasó su delgado cuerpo por entre
los alambres de la cerca que limitaba por ese lado los terrenos del establecimiento,
y se encaminó en línea recta hacia las habitaciones. De vez en cuando se inclinaba
y recogía la húmeda chamiza, astillas, ramas, raíces secas desparramadas en la arena,
con las que formó un pequeño hacecillo que, atado con un cordel, se colocó en la
cabeza.
Con
este trofeo hizo su entrada en los corredores, pero las miradas irónicas, las sonrisas
y las palabras de doble sentido que le dirigían al pasar, le hicieron ver que el
ardid era demasiado conocido y no engañaba a los ojos perspicaces de las vecinas.
Pero,
segura de la reserva de aquellas buenas gentes, no dio importancia a sus bromas
y no se detuvo sino cuando se encontró delante de la puerta de su vivienda. Metió
la llave en la cerradura, hizo girar los goznes y una vez adentro corrió el cerrojo.
Después
de tirar en un rincón el haz de leña y de colocar encima de la cama cuidadosamente
el paquete, se despojó del rebozo y lo suspendió de un cordel que atravesaba la
estancia a la altura de su cabeza.
En
seguida encendió el montoncillo de virutas y de carbón que estaba listo en la chimenea
y sentándose al frente en un pequeño banco, esperó. Una llama brillante se levantó
del fogón e iluminó el cuarto en cuyos blancos muros desnudos y fríos se dibujó
la sombra angulosa y fantástica de la abuela. Cuando el calor fue suficiente, puso
sobre los hierros la tetera con agua para el mate y yendo hacia la cama desenvolvió
el paquete y colocó su contenido, una libra de hierba y otra de azúcar, en un extremo
del banco donde ya estaba el pocillo de loza desportillado y la bombilla de lata.
Mientras
el fuego chisporrotea la anciana acaricia con sus secos dedos la hierba fina y lustrosa
de un hermoso color verde, deleitándose de antemano con la exquisita bebida que
su gaznate de golosa está impaciente de saborear.
Sí,
hacía ya mucho tiempo que el deseo de paladear un mate de aquella hierba olorosa
y fragante era en ella una obsesión, una idea fija de su cerebro de sexagenaria.
Pero cuán difícil le había sido hasta entonces procurarse la satisfacción de aquel
apetito, su vicio, como ella decía; pues su nietecillo José, portero de la mina,
ganaba tan poco, treinta centavos apenas, lo indispensable para no morirse de hambre.
¡Y era el chico su único trabajador!
Mientras
la hierba del despacho era tan mediocre y tenía tan mal gusto, allá en el pueblo
había una finísima, de hoja pura y tan aromática que con sólo recordarla se le hacía
agua la boca. Pero costaba tan caro ¡Cuarenta centavos la libra! Es verdad que por
la del despacho pagaba el doble, pero el pago lo hacía con fichas o vales a cuenta
del salario del pequeño, en tanto que para adquirir la otra era necesario dinero
contante y sonante.
Mas,
no era esa sola la única dificultad. Existía también la prohibición estricta para
todos los trabajadores de la mina de comprar nada, ni provisiones, ni un alfiler,
ni un pedazo de tela fuera del despacho de la Compañía. Cualquier artículo que tuviera
otra procedencia era declarado contrabando y confiscado en el acto, siendo penadas
por las residencias con la expulsión inmediata del contrabandista.
Durante
largos meses fue atesorando centavo por centavo en un rincón de la cama, bajo el
colchón, la cantidad que le hacía falta. Cuidando que su nieto tuviese lo necesario,
privábase ella de lo indispensable y, poco a poco, el montoncillo de monedas de
cobre fue aumentando hasta que por fin la suma reunida era no sólo suficiente para
comprar una libra de hierba, sino también un poco de azúcar, de aquella blanca y
cristalina que en el despacho no se veía nunca.
Mas,
ahora venía lo difícil. Ir hasta el pueblo, efectuar la compra y luego volverse
sin despertar las sospechas de los celadores, que como Argos con cien ojos vigilaban
las idas y venidas de las gentes. Se atemorizaba. Perdía todo su valor. ¿Qué sería
de ella y del niño en aquel invierno que se presentaba tan crudo si acaso la arrojaban
del cuarto, dejándola sin pan ni techo donde cobijarse?
Pero
el dinero estaba ahí, tentándola, como diciéndole: –Vamos, tómame, no tengas miedo.
Escogió
un día de lluvia en que la vigilancia era menor y, muy temprano, en cuanto el pequeño
hubo partido a la mina, cogió las monedas, echó llaves a la puerta, y se internó
en el llano, llevando el rollo de cuerdas que le servía para atar los haces de leña
que iba a recoger de vez en cuando en el bosque.
Mas,
una vez que se hubo alejado lo bastante, salvó la cerca de alambres y tomó el estrecho
sendero que, evitando el largo rodeo de la carretera, llevaba en línea recta hacia
el pueblo. La distancia era larga, muy larga para sus pobres y débiles piernas;
pero la recorrió sin grandes fatigas gracias a la suave temperatura y a la excitación
nerviosa que la poseía.
No
fue así la vuelta. El camino le pareció áspero, interminable, teniendo que detenerse
a ratos para tomar aliento. Luego, experimentaba una gran zozobra por la realización
de aquel delito al cual su conciencia culpable daba proporciones inquietantes.
La
burla de la temida prohibición de hacer compras fuera del despacho la sobrecogía
como la consumación de un robo monstruoso. Y a cada instante le parecía ver tras
un árbol la silueta amenazadora de algún celador que se echaba repentinamente sobre
ella y le arrancaba a tirones el cuerpo del delito.
Varias
veces estuvo tentada de tirar el paquete comprometedor a un lado del camino para
librarse de aquella angustia, pero la aromática fragancia de la hierba que a través
de la envoltura acariciaba su olfato la hacía desistir de poner en práctica una
medida tan dolorosa. Por eso cuando se encontró a solas dentro de la estancia, libre
de toda mirada indiscreta, la acometió un acceso de infantil alegría.
Y
mientras el agua pronta a hervir dejaba escapar el runrún que precede de la ebullición,
la abuela con las manos cruzadas en el regazo seguía con la vista las tenues volutas
de vapor que empezaban a escaparse por el curvo pico de la tetera.
A
pesar del cansancio atroz de la larguísima caminata, experimentaba una dulce sensación
de felicidad. Iba por fin a saborear de nuevo los exquisitos mates de antaño, los
mismos que eran su delicia cuando aún existían aquellos que le fueron arrebatados
por esa insaciable devoradora de juventud: la mina, que debajo de sus plantas, en
el hondo de la tierra extendía la negra red de sus pasadizos, infierno y osario
de tantas generaciones.
De
improviso un recio golpe aplicado en la puerta la arrancó de sus meditaciones. Un
terrible miedo se apoderó de ella y maquinalmente sin darse cuenta casi de lo que
hacía, tomó el paquete y lo ocultó debajo del banco. Un segundo golpe más recio
que el primero seguido de una voz áspera e imperiosa que gritaba: ¡Abra, abuela,
pronto, pronto! La sacó de su inmovilidad. Se levantó y descorrió el cerrojo.
El
jefe del despacho y su joven dependiente fueron los primeros en transponer el umbral
seguidos de cerca de dos celadores que llevaban a la espalda grandes sacos que depositaron
en el suelo enladrillado. La anciana se había dejado caer sobre el banco.
Inmóvil,
paralizada, miraba delante de sí con cara de idiota; y la boca entreabierta y la
mandíbula caída revelaban el colmo de la sorpresa y del espanto. Apréciale que mientras
su cuerpo se diluía, se achicaba hasta convertirse en algo pequeñísimo e impalpable,
la imponente figura de aquel señor de barba rubia y retorcidos mostachos, envuelto
en su lujoso abrigo, tomaba proporciones colosales, llenaba el cuarto, impidiendo
toda tentativa para escurrirse y ocultarse.
Entretanto,
el dependiente, un jovenzuelo avispado y ágil, ayudado por los celadores había empezado
el registro. Después de tirar a un lado los cobertores de la cama, dar vueltas al
colchón y palpar la paja por sobre la tela, abrieron el pequeño baúl y, uno por
uno, fueron arrojando al centro del cuarto los harapos que contenía, haciendo equívocos
comentarios sobre aquellas prendas, tan rotas y deshilachadas, que no había por
dónde cogerlas. Luego hurgaron por los rincones, removieron de su sitio los escasos
y miserables utensilios y de pronto se detuvieron mirándose a la cara desorientados.
El
jefe, de pie delante de la puerta, en actitud severa y digna observaba los movimientos
de sus subordinados sin despegar los labios.
El
dependiente dirigiéndose a uno de los hombres le preguntó: –¿Estás seguro de haberla
visto atravesar los alambrados?
El
interpelado repuso: –Tan seguro, señor, como ahora lo estoy viendo a usted. Salía
del atajo y apostaría diez contra uno a que venía del pueblo.
Hubo
un pequeño silencio que la voz breve del jefe interrumpió: –Bueno, regístrenla ahora
a ella.
Mientras
los dos hombres cogían de los brazos a la anciana y la sostenían en pie, el jovencillo
efectuó en un instante la odiosa operación.
–No
tiene nada –dijo, enjugándose las manos que se le habían humedecido al recorrer
los pliegues de la ropa mojada.
Y
todo habría terminado felizmente para la abuela si el mozo en su afán de no dejar
sitio sin registrar no se hubiera acercado a la banca y mirado debajo.
Apenas
se hubo inclinado cuando su irguió dirigiendo hacia el patrón su mirada radiante
de júbilo.
–¡Vea
dónde lo tenía, señor, esta vieja de los diablos!
El
patrón ordenó secamente: –Llévese eso y retírense.
Cuando
el dependiente y los celadores hubieron salido, el jefe contempló un instante la
ruin y miserable figura de la anciana encogida y hecha un ovillo en el asiento y
luego tomando un aspecto imponente adelantó algunos pasos y con voz severa la increpó:
–Si
no fuera usted una pobre vieja ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola
a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien abuela,
que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la Compañía. Por ahora
y por ser la primera vez se la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente
con mi deber. Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso
para sus canas.
La
abuela se quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del
patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la
hubieran paralizado. Sin levantarse del asiento se volvió hacia la chimenea e inclinó
la cabeza pesadamente.
Afuera
el mal tiempo aumenta por grados; algunas ráfagas entreabren la puerta y avivan
el fuego moribundo, arremolinando sobre la nuca de la viejecilla las grises y escasas
guedejas que ponen al descubierto su cuello largo y delgado con la piel rugosa adherida
a las vértebras.
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