lunes, 13 de noviembre de 2023

El Cáucaso

Iván Bunin

 

Al llegar a Moscú, me alojé furtivamente en un modesto hotel sito en una calleja de Arbat y vivía, fastidiado, sin salir de mi cuarto, de un encuentro con ella a otro. En aquellos días vino sólo en tres ocasiones, y cada vez entraba apresuradamente y decía:

–He venido por un instante…

Estaba pálida, con esa bella palidez de la mujer amante y apasionada, la voz se le cortaba, y la precipitación con que dejaba en cualquier sitio el paraguas y se levantaba el velo para abrazarme, me estremecía, me hacía sentir lástima y embeleso.

–Me parece –decía– que él sospecha algo, que algo sabe, tal vez haya leído alguna carta suya, quizá tenga una llave que abra el cajón de mi mesa… Es tan cruel y tan orgulloso que lo creo capaz de todo. Una vez me dijo, sin andarse por las ramas: “¡No me detendré ante nada en defensa de mi honra de marido y de oficial!” Ahora, no sé por qué, vigila, literalmente, cada paso mío, y para que nuestro plan pueda verse cumplido, he de ser terriblemente cautelosa. Está ya de acuerdo en dejarme ir, hasta tal punto le he imbuido que me moriré si no veo el Sur, el mar, pero, por Dios, tenga paciencia.

Nuestro plan era atrevido: partir en un mismo tren para la costa del Cáucaso y pasar allí, en un rincón perdido, tres o cuatro semanas. Yo conocía el litoral, había vivido cierto tiempo en las cercanías de Sochi cuando era joven y soltero, y para toda la vida habían quedado en mi memoria aquellas tardes de otoño entre los negros cipreses, cerca de las frías y grises olas… Y ella se ponía pálida cuando le decía: “Ahora estaré contigo en las junglas montañosas, junto al mar tropical…” Hasta el último instante no creíamos que nuestro plan pudiera verse realizado: a ambos nos parecía una dicha demasiado grande.

 

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En Moscú caían lluvias frías, y parecía que el verano había pasado ya para no retornar, todo estaba sucio, oscuro, y en las mojadas calles brillaban los negros paraguas de los transeúntes y las capotas de los coches de alquiler que temblequeaban en su carrera. Hacía una tarde oscura y repugnante cuando fui en coche a la estación, y todo en mi interior se encogía por la inquietud y el frío. Crucé la sala de la estación y el andén a la carrera, el sombrero echado sobre los ojos, la cara oculta en el cuello del abrigo.

En el pequeño compartimento de primera que había encargado de antemano, la lluvia tamborileaba ruidosamente sobre el techo. Bajé, nada más entrar, la cortina de la ventanilla y, en cuanto el mozo de cuerda se secó la mano en el delantal y tomó la propina, cerré la puerta con seguro. Luego aparté un poco la cortina y quedé inmóvil, observando la abigarrada muchedumbre que iba y venía con sus bultos a lo largo del coche, a la parca luz de las farolas de la estación. Habíamos convenido que yo fuera a la estación lo antes posible; ella se presentaría en el último momento, para que yo no pudiera tropezarme con ellos en el andén. Era ya hora de que llegaran. Yo miraba, más nervioso a cada instante, y no aparecían. La campana sonó por segunda vez, y la sangre se me heló en las venas; ¡se hacía tarde o era que él había decidido en el último momento no dejarla emprender el viaje! Pero en aquel mismo instante me pasmaron la alta figura del hombre, su gorra de oficial, el estrecho capote y la mano, en guante de gamuza, con que él, caminando casi a zancadas, la llevaba del brazo. Me aparté espantado de la ventana y me desplomé en un ángulo del diván. El vagón de segunda estaba al lado, y vi mentalmente que él entraba allí con aire de dueño, miraba a ver si el mozo la había acomodado bien, se quitaba el guante y la gorra al besarla y santiguarla… La tercera campanada me ensordeció, y el tren, al arrancar, me sumió en hondo sopor… El tren cobraba velocidad, dando bandazos, tambaleante, y luego rodaba ya sin sacudidas, a todo vapor… Con mano helada pasé un billete de diez rublos al mozo que la trajo al compartimento y trasladó su equipaje…

 

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Al entrar ni siquiera me besó, se limitó a esbozar una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor, se sentó en el diván y se quitó el sombrerillo, desprendiéndolo de su pelo.

–No pude comer nada –me dijo–. Creí que no podría desempeñar hasta el fin mi terrible papel. Tengo una sed espantosa. Dame un poco de agua mineral –agregó, tuteándome por primera vez–. Estoy convencida de que me seguirá. Le he dado dos direcciones, una en Guelendzhik y otra en Gagri. En fin, dentro de tres o cuatro días, él estará ya en Guelendzhik… Bueno, no importa, vale más morir que sufrir de esta manera…

 

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Por la mañana, cuando salí al pasillo, lo vi lleno de sol, el aire era sofocante, y de los servicios olía a jabón, a agua de colonia y a todos los olores mañaneros de un vagón lleno de gente. Tras las ventanillas, turbias de polvo y caldeadas por el sol, se deslizaba la calcinada estepa y se veían anchos y polvorientos caminos, carretas tiradas por bueyes, casetas del ferrocarril con los círculos amarillo canario de los girasoles y rojas malvas en los jardincillos… Luego siguieron los espacios infinitos de llanuras desnudas, con túmulos funerarios y antiguas sepulturas, el sol, insoportablemente seco, el cielo, que semejaba una nube de polvo, y, luego, los espectros de las primeras montañas en el horizonte…

 

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Ella le envió una postal desde Guelendzhik y otra desde Gagri, diciéndole que no sabía dónde se quedaría.

Luego bajamos hacia el sur a lo largo del litoral.

 

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Encontramos un lugar prístino, poblado de bosques de plátanos, florecientes arbustos, caobos, magnolias y granados, entre los que se erguían palmitos y negreaban cipreses…

Yo me despertaba temprano y, mientras ella dormía, antes del té, que tomábamos a las siete, paseaba por las colinas y los bosques. El sol calentaba ya de lo lindo, limpio y alegre. En los bosques azuleaba una perfumada niebla que se iba disipando, y tras las cimas de los bosques lejanos fulgía el perpetuo blancor de los montes nevados… Al regresar, pasaba por el mercado de nuestra aldea, caluroso y envuelto en el oloroso humo de estiércol seco que salía de las chimeneas; allí todo el mundo vendía y compraba, se apretujaban gente, caballos de silla y asnos –por las mañanas se congregaban allí multitud de montañeses de distintas tribus–, caminaban con majestuoso porte circasianas de vestidos que les llegaban a los pies, zapatos rojos sin tacones y algo negro en la cabeza; sus rápidas miradas de pájaro fulguraban a veces en medio de todo aquel luto que las envolvía.

Luego íbamos a la playa, siempre desierta, nos bañábamos y yacíamos al sol hasta la hora del almuerzo. Después del almuerzo –una parrillada de pescado, vino blanco, nueces y fruta–, en la calurosa penumbra de nuestra cabaña con techumbre de tejas entraban por las celosías unas cálidas y alegres franjas de luz.

Cuando el calor aminoraba un tanto, abríamos la ventana, y el pedacito de mar que veíamos desde ella por entre los cipreses que se erguían en la pendiente, bajo nosotros, tenía el color de las violetas y parecía tan liso y calmo que se tenía la impresión de que aquella paz y aquella belleza no conocerían fin.

Al ocaso se aglomeraban a menudo tras el mar unas nubes maravillosas: ardían tan bellamente, que ella se tendía a veces en el diván, se tapaba la cara con su pañuelo de gasa y lloraba: ¡pasarían dos o tres semanas y tendría que volver a Moscú!

Las noches eran tibias y cerradas, en las negras tinieblas flotaban, titilaban y lucían como topacios las luciérnagas, y las rubetas sonaban como campanillas de cristal. Cuando los ojos se acostumbraban a la oscuridad, se distinguían en lo alto las estrellas y las crestas de los montes, y sobre la aldea se perfilaban los árboles, que de día no advertíamos. Durante toda la noche llegaba desde el mesón el sordo sonar de un tamboril y un lamento gutural, triste, feliz sin esperanza, que parecía ser una canción interminable.

Cerca de nosotros, en una barranca que bajaba del bosque al mar, brincaba rápido por las piedras de su cauce un pequeño y transparente riacho. ¡Cuán maravillosamente se fraccionaba y bullía su fulgor en la enigmática hora en que de detrás de los montes y los bosques miraba fijo, como si fuera un ser portentoso, la tardía luna!

A veces, por las noches llegaban desde los montes unos terribles nubarrones, y estallaba una furibunda tormenta, en la estruendosa negrura sepulcral de los bosques se abrían a cada instante maravillosos abismos verdes, y en lo alto del cielo estallaban truenos antediluvianos. En tales noches, en los bosques se despertaban y piaban los aguiluchos, rugían las panteras, aullaban los chacales… Una vez, toda una manada acudió –siempre, en tales noches, se acercan a las viviendas–, al pie de nuestra ventana iluminada; nosotros la abríamos y los mirábamos dese arriba, y ellos, expuestos a la brillante lluvia, aullaban pidiendo que los dejáramos entrar… Ella los miraba y lloraba de alegría.

 

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Él la buscó en Guelendzhik, en Gagri y en Sochi. Al día siguiente de haber llegado a Sochi, se bañó por la mañana en el mar, luego se afeitó, se mudó de ropa interior, se puso una casaca blanca como la nieve, almorzó en la terraza del restaurante de su hotel, se bebió una botella de champán, tomó café con chartreuse y se fumó, sin apresurarse, un puro. Luego regresó a su cuarto, se echó en el diván y se disparó sendos revólveres en las sienes.

 

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