Silvina Ocampo
Anoche, perdón, antenoche, a las cuatro y media de la mañana, cuando viniste
a buscar el sobre con las direcciones que dejó la señora Upinsky debajo de la mano
del llamador de bronce (como habíamos convenido, para no tener que entregártelo
personalmente), yo estaba despierta y oí tus pasos en las baldosas del corredor.
Mi vida se rige de acuerdo a tus pasos. Toda la casa dormía, salvo el perro, con
sus grandes orejas rubias, que también te oyó. Me faltó valor para abrir la puerta
y salir a tu encuentro, como pude hacerlo. Perdóname y compréndeme. A la hora en
que todo el mundo duerme suceden las cosas más maravillosas y las cosas más terribles
del mundo. Uno es capaz de matar a alguien, ¡uno es capaz de revelar cualquier secreto!,
uno es capaz de alejarse de la persona que uno más quiere para robar una sortija
de diamantes o una rosa de cristal; uno es capaz de huir, de huir sin rumbo y de
esperar la aurora creyendo que uno se ha enamorado de alguien que uno no volverá
a mirar; uno es capaz de atravesar el fuego por una persona amada, sin morir. Uno
es capaz de revelar cualquier secreto a esa hora, te lo aseguro. ¡Salvo yo! No quería
revelarte ningún secreto, ni siquiera quería explicarte por qué uso un guante en
la mano izquierda. No. No soy leprosa, te lo hubiera dicho. Yo quería oír tus pasos
subir y bajar la escalera. Te hubiera demorado con problemas personales. A esa hora
uno es o tiene la sensación de estar libre, pero nadie, salvo tú, sabe ser libre
cuando es culpable. Tengo que hacerte una confesión, tenía que hacértela desde hace
tiempo. Tengo en la palma de la mano izquierda una cara que me habla, que me acompaña,
que me combate; una cara pequeña como un bajo relieve, que ocupa el lugar en que
deben estar las líneas de la mano. Es un defecto de nacimiento. Por sola que esté,
jamás estoy sola. Por segura que esté de una cosa, jamás lo estoy, pues siempre
esta pequeña voz contradice mis íntimos pensamientos como si fuera una enemiga.
Hemos convivido dieciocho años; no he llegado aún a habituarme a ella. Si adviertes
cierta incoherencia en mis palabras no te asombres: todo se aclarará cuando contestes
con paso rápido o pausado la pregunta que te hice la última vez que nos vimos de
lejos, en la confitería Los Alfeñiques a la hora del desayuno. No hagas conjeturas.
No pienses mal de mí. No pretendo despertar tu curiosidad y aprovechar de ella para
que me digas lo que jamás quisiste decirme. ¿Amarías a una mujer manca? Sinceramente
te advierto que no tendré confianza en ti, si no tienes confianza en mí.
Mientras elaboro mis flores, en el taller de la calle
Uspallata, pienso invenciblemente en tu manera de caminar, pero la voz atroz me
dice que tienes paso de soldado con clavos en las suelas, y que las flores que hago
parecen insectos. Para torturarme les pasa la lengua o las muerde. La gente dice
que nunca hice flores tan bonitas. No saben que están hechas con el sonido de tus
pasos sobre las baldosas, la madera o el mármol. No saben que están hechas con palabras
de reproche. ¡Hice tantas flores en mi vida que ahora puedo hacerlas con los ojos
cerrados! Las hice de algodón, de celuloide, de lata, de plumas, de trapo, de cera,
de mostacilla, de terciopelo, de espejitos, de tarlatán, de pelo (como las hacían
antiguamente). Ahora las hago más económicas: de papel madera, de papel manteca,
de papel de diario (de diarios viejos), de serpentinas cuando llega carnaval.
Aurelio: no sabes lo que es la vida de una mujer que
trabaja, con una voz enemiga que le sopla palabras al oído, cuando está preocupada
y oye pasos amorosos en el piso de arriba. No sabes lo que me duele el ir y venir
de la gente, en el salón de ventas, donde brillan las arañas y los espejos. Ayer
hice un ramo para una novia. Me lo devolvieron, porque en uno de los pétalos de
las violetas de los Alpes había caído una mancha de tinta, una mancha imperceptible,
te lo juro (culpa de esta lapicera con que te escribo y culpa de mi afán por escribirte).
Después supe que la novia lució un horrible ramo de flores verdaderas, que en menos
de cinco minutos, como era de esperar, se marchitó entre sus manos. Anteayer la
señora de Upinsky me felicitó personalmente por el florero que preparé para su cumpleaños.
Dice que las flores verdaderas, nunca perfectas, se marchitan pronto y huelen a
cementerio, que las mías se conservan siempre hermosas, con un tenue perfume a lila.
Es una señora inteligente: habla como un libro de filosofía.
La hermana Camila, del Corazón de Jesús, me pidió flores
de seda para el altar mayor, pues la señora de Upinsky le había dado mi dirección.
Nunca te agradeceré bastante que me hayas iniciado en este arte de hacer flores
artificiales (con tus pacientes consejos), cuando me encontraste en la calle, desvalida,
hambrienta, pidiendo limosna. En parte era mi culpa, lo sé: me había escapado de
mi casa, pero ¿quién desoye una voz que aconseja continuamente la huida?
Recuerdo con minuciosa claridad nuestros diálogos: me
fascinaban porque me estaban salvando de una tremenda inercia, de la consunción,
de la muerte, tal vez. ¡Con qué orgullo entregué tu carta de recomendación a la
señora Okinamoto para que me empleara en su casa! ¡Con qué alegría emprendí una
nueva vida! Ahora te contaré cómo esperé el año nuevo: fue en una casa de campo.
Habían arreglado cuatro mesas sobre el césped; cada una tenía en el centro un arbolito
con velas encendidas. Comimos una serie de manjares cuyos colores me deslumbraban;
predominaban los colores rosados; el celeste no era comible. Brindé con todo el
mundo para festejar el año nuevo; íntimamente brindé contigo. Bailamos hasta las
cinco de la mañana. Tres payasos hicieron pruebas y sólo reí porque soy corta de
vista. Cuando vi salir el sol me entristecí un poco, al volver a la ciudad. La aurora
del campo es limpia, pero la aurora de la ciudad es sucia, llena de cobijas y de
cucarachas que se esconden debajo de las bañaderas.
¿Me habrás olvidado? Me consuela la idea de poder mandarte,
próximamente, un pensamiento (cuyos pétalos llevarán, en letras de oro, las iniciales
tuyas); es una de mis nuevas creaciones: lo colocarás entre las hojas de alguno
de los libros que tienes siempre sobre tu mesa de luz. Al olvidarme, por lo menos
no olvidarás esa pequeña obra elaborada por mis manos, si todavía eres amante de
la lectura y de las flores artificiales.
Si me ves llegar un día con la manga del vestido vacía,
como esos guardianes lisiados de las plazas, sabrás que estoy dispuesta a casarme
contigo; pero si me ves alejarme como siempre, aparentemente normal, con ese guante
tejido, en la mano izquierda, entiende que yo, tu enamorada, vivo oyendo en mí la
voz de alguien que te odia.
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