Bernardo Kordon
Lo molesto ocurre al comienzo. Los familiares alborotan todo en el preciso
momento que uno ansía y alcanza la tranquilidad. Felizmente en ese mismo instante
nos separa de la vida un velo de apretada trama y un cristal más duro que el acero.
Desde el otro lado contemplamos las últimas imágenes de la vida, que se desvanecen
como sombras y humo. Un fogonazo gris se traga a los que lloran y rezan. Ya estoy
muerto y mi última imagen del mundo de los vivos es la de ese joven desconocido
que vi asomado en la puerta de mi dormitorio. Simplemente un intruso que miró con
ansiedad y conmiseración al moribundo. Ese gesto se instala en mí, se identifica
conmigo. Comprendo que ese desconocido que me observa detrás de toda mi familia
soy yo mismo. Es él quien siempre me siguió paso a paso, y me espió día y noche.
Ahora se instala en mí. En el momento de morir soy como un guante vacío, que se
inmoviliza y enfría. Entonces una mano se introduce para darle nueva vida. Ya no
somos dos, sino uno solo. Ahora soy ese otro que nunca conocí. Y ya es tarde para
encontrarle cualquier semejanza. Lo tengo dentro de mí. No tiene rostro. Yo tampoco
lo tengo. Estamos uno dentro del otro. Tensos y reposados, esperamos la partida.
Igual que en un avión. A través del duro cristal y del tupido velo observamos las
sombras del mundo de los vivos. Siguen acumulando flores, llantos, palabras y más
palabras. Yo veo a través de los ojos del otro, y el otro mira a través de mis ojos.
A ambos nos sorprende esa desesperada e inútil dispersión de gestos y más gestos.
Me domina el orgullo de estar muerto y creo que la expresión de mi máscara no lo
disimula.
En esta última espera me acompañan jirones de recuerdos.
Surgen como pantallazos en blanco y negro. Pues detrás del apretado velo y el duro
cristal dejamos colores y sonidos. Ahora las imágenes son esencias y símbolos: no
necesitan palabras. Podemos saltar con la velocidad de la luz y alcanzar cualquier
imagen de las millones que dejamos como una estela en nuestro paso por la tierra.
Muchos muertos vuelan y de pronto quedan inmovilizados, aferrados en el duro cristal
que separa los dos mundos. Permanecen fascinados ante una imagen, hasta que se desvanecen
en ese espacio sin tiempo. Son seres que no vivieron plenamente en la vida, y que
tampoco se realizan como muertos. Mientras me conducían al cementerio los he visto
debatiéndose como moscas contra el cristal que nos separa de los vivos. También
alcancé a ver los barrios opacos de mi ciudad, el hormiguear de los hombres, el
tedio de las calles iguales. Un recorrido parecido al que se cumple para llegar
al aeropuerto de Ezeiza, un paseo aburrido que invita a viajar pronto y muy lejos.
A través del duro cristal me llegaba la confusa imagen
de algún rostro familiar. En especial mi mujer y mi madre trataban de traspasarlo.
Adiviné sus presencias, sin lograr verlas. Esto también me hizo recordar el aeropuerto,
cuando el avión se dispone a partir, y los que quedaron se despiden agitando los
pañuelos, pero ya sin saber quiénes son y a quiénes saludan. Entonces la corta espera
se hace tan fastidiosa, hasta que el avión parte, o el ataúd es depositado en la
fosa, y al fin comienza el viaje, y se tiene la suerte de hendir el mundo sobre
el cielo y bajo la tierra.
Percibo una vibración intensa, como la de una turbina
de avión. Yo y el otro, los dos dentro del ataúd, iniciamos el viaje con un arranque
de inaudita velocidad. Ya estamos a muchos kilómetros del espeso velo y el duro
cristal. Atravesamos océanos, continentes, mundos. No me separo de ese otro que
llevo adentro. Imposible saber si viajamos por el centro de la tierra o por los
espacios cósmicos. Hendimos las tinieblas en una línea recta, como un tren subterráneo
que nos llevase a las antípodas. A veces el viaje se matiza con sorpresivos eclipses.
Reconozco la curva ascendente del subte de Buenos Aires al pasar la estación Alberti
en la línea A, y vuelvo a recorrer la línea D cuando se tuerce graciosamente entre
Tribunales y Callao. De repente iniciamos un recorrido vertical, y caemos como plomo
en un pozo que abarca el mundo entero.
No sé si el ataúd se deslizó un par de centímetros,
o bien terminábamos de recorrer años luces en la galería. Lo cierto es que dominó
la seguridad de haber llegado. Todo estaba absurdamente quieto, como cuando despertamos
en un tren y lo encontramos detenido. Entonces me incorporé. Me resultó muy fácil
subir a la superficie.
Salgo a la luz y me encuentro en el cementerio. Ya no
veo el velo espeso. Comprendo que ese viaje cuya duración no puedo estimar me ha
vuelto a situar al otro lado del cristal. Ahora no sólo reconozco los detalles de
mi tumba, sino que a una distancia de cincuenta metros diviso el regreso del cortejo
que me acompañó hasta mi última morada. Pero mi última morada es el universo que
ahora crece y también se empequeñece en nuevas dimensiones. De un solo impulso estoy
encima del cortejo. Los contemplo uno a uno: insignificantes y lamentables como
todos los vivientes.
Vuelo hasta mi casa, y ahí los sorprendo en mi velorio.
Me molesta el olor de las flores. Entro entonces en mi dormitorio y allí estoy agonizando.
Salgo a la calle y me veo andando en mi último paseo. ¡Cómo estoy avejentado! Nunca
me di cuenta de ello. Salto pues al parque de Palermo y me veo pedaleando en mi
bicicleta de media-carrera. ¡Qué joven soy! Pero jamás tuve conciencia que era joven.
Nunca pensé en mí, sino en el maldito mañana. ¿Por qué? Se lo pregunto a quien llevo
conmigo, y ese otro me lo pregunta a mí. ¿Por qué? En la vida no hice otra cosa
que esperar mañana, ese cáncer del mundo de los vivos. ¿Qué es el mañana? Se lo
pregunto al otro, lo grito al viento, y el viento lo ulula al mundo. ¿Qué era ese
mañana que devoró mi vida? Aquí nadie lo sabe. ¡No existe mañana en el mundo de
los muertos! Solamente hay un presente tenso como un cable de acero que sujeta todo
el universo.
Ahora me resulta fácil conocer el pasado, esa secreción
de los hombres, una baba ligeramente fosforescente que dejan en su arrastrada y
engañosa marcha. No necesito escuchar sus voces. Veo por transparencia cómo los
muerde la angustia del tiempo. Realmente no deseo reencarnarme en ninguno de esos
desdichados. Prefiero elegir a uno para liberarlo de ese maldito mañana, un guante
vacío donde introducirme, y conmigo ese otro, que a su vez lleva otro y otro dentro
de sí, seres que nunca nos conocimos en el Reino de la Dispersión y somos Uno en
el negro diamante del presente infinito.
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