Sherwood Anderson
Vivía con su madre, una
mujer gris y silenciosa de tez particularmente cenicienta. La casa en la que vivían
estaba en un bosquecillo, pasado el lugar donde la calle Mayor de Winesburg atraviesa
el arroyo Wine. Se llamaba Joe Welling y su padre, abogado y miembro de la legislatura
del estado en Columbus, había disfrutado de cierta reputación entre la comunidad.
Joe era de poca estatura y por su carácter no se parecía a nadie del pueblo. Era
como un minúsculo volcán que pasara días callado y de pronto escupiera fuego. No,
no es eso: se parecía más bien a uno de esos hombres que sufren ataques e inspiran
temor a sus semejantes porque en cualquier momento pueden sufrir un acceso que los
deje sumidos en un estado físico extraño e inquietante, con los ojos en blanco y
los brazos y las piernas convulsas. La única diferencia es que los ataques que sufría
Joe Welling eran mentales y no físicos. Le acometían las ideas y, cuando le angustiaba
una de ellas, se volvía incontrolable. De su boca manaba un chorro de palabras.
Sus labios esbozaban una sonrisa peculiar. Los bordes de sus dientes, que estaban
forrados de oro, brillaban a la luz. Se abalanzaba sobre quienquiera que tuviese
al lado y empezaba a hablar. La persona en cuestión no tenía escapatoria. El hombre
le echaba exaltado el aliento a la cara, lo miraba a los ojos, le golpeaba el pecho
con un tembloroso dedo índice, le pedía y exigía atención.
En
esos días la Standard Oil Company no llevaba la gasolina a los consumidores en grandes
tanques y camiones como hace ahora, sino que vendía al por menor a las verdulerías,
ferreterías y otros negocios por el estilo. Joe era el agente de la Standard Oil
en Winesburg y en otros pueblos a lo largo de la línea del ferrocarril. Cobraba
facturas, hacía pedidos y se encargaba de otras cosas. Su padre, el legislador,
le había conseguido aquel empleo.
Joe
Welling entraba y salía de las tiendas de Winesburg, silencioso, exageradamente
educado, absorto en su negocio. La gente lo observaba entre divertida y asustada.
Sabían que podía estallar en cualquier momento y se preparaban para huir. Aunque
sus ataques fuesen bastante inofensivos, nadie se los tomaba a broma. Eran agotadores.
A lomos de una idea, Joe era invencible, su personalidad adquiría proporciones gigantescas.
Embestía contra su interlocutor y lo arrollaba, de hecho arrollaba a cualquiera
que estuviese al alcance de su voz.
En
la farmacia de Sylvester West había cuatro hombres hablando de caballos. Tony Tip,
el semental de Wesley Moyer, iba a correr en junio en Tiffin, Ohio, y circulaba
el rumor de que sería la competencia más dura de su carrera. Se decía que Pop Geers,
el gran jockey, estaría allí. Las dudas sobre el éxito de Tony Tip se cernían sobre
Winesburg.
Joe
Welling entró en la farmacia, empujando la puerta con violencia. Con un extraño
brillo en la mirada se abalanzó sobre Ed Thomas, que conocía a Pop Geers y cuya
opinión sobre las posibilidades de Tony Tip valía la pena tener en cuenta.
–El
arroyo baja crecido –exclamó Joe Welling, como si fuese Filípides anunciando la
noticia de la victoria de los griegos en Maratón, y golpeó con el dedo en el tatuaje
que Ed Thomas tenía en el pecho–. En el puente de Trunion el nivel del agua ha subido
treinta centímetros –prosiguió, las palabras brotaban rápidas y producían un leve
sonido sibilante al rozar con los dientes. Una expresión de disgusto y desesperación
se pintó en los rostros de los cuatro.
–Mis
datos son correctos. Pueden fiarse. Pasé por la ferretería de Sinning y le pedí
prestado un metro. Luego volví a medirlo. Apenas creía lo que veía. Ya saben que
hace diez días que no llueve. Al principio no supe qué pensar. Mi cabeza era un
auténtico torbellino. Pensé en las aguas y los manantiales subterráneos. Mi imaginación
se puso a excavar y excavar bajo tierra. Luego me senté en el pretil del puente
y me rasqué la cabeza. No había ni una nube en el cielo. Ni una. Salgan a la calle
y lo verán. No había ni una nube. Y ahora tampoco la hay. Aunque, sí, había una
nube. No quiero callarme nada. Había una nube al oeste muy baja en el horizonte,
una nube más pequeña que una mano.
“No
estoy diciendo que tenga nada que ver. Ahí tienen. Ya imaginan lo extrañado que
estaba.
“Luego
se me ocurrió una idea y me eché a reír. Y seguro que a ustedes también les dará
risa. Por supuesto, ha llovido en el condado de Medina. Interesante, ¿verdad? Aunque
no tuviéramos trenes, ni correo, ni telégrafo sabríamos que ha llovido en el condado
de Medina. Ahí nace el arroyo Wine. Todo el mundo lo sabe. El viejo arroyo Wine
nos traería la noticia. No me digan que no es interesante. Resulta curioso. Pensé
que les interesaría saberlo.
Joe
se volvió y se dirigió hacia la puerta. Sacó un cuaderno del bolsillo, se detuvo
y recorrió las páginas con el dedo. De nuevo estaba absorto en sus obligaciones
como agente de la Standard Oil Company.
–En
la verdulería de Hern deben estar quedándose sin combustible. Será mejor que vaya
a verlos –murmuró y se marchó a toda prisa calle abajo saludando educadamente con
la cabeza a todos los que se encontraba a izquierda y a derecha.
Cuando
George Willard empezó a trabajar en el Winesburg Eagle se vio asediado por Joe Welling.
Joe le tenía envidia al chico. Creía estar destinado por naturaleza a ser reportero
en un periódico.
–Yo
debería estar haciendo ese trabajo, no cabe la menor duda –afirmaba abordando a
George Willard en la acera, delante de la tienda de ultramarinos de Daugherty. Los
ojos empezaban a brillarle y el dedo le temblaba–. Claro que gano mucho más dinero
en la Standard Oil Company, y lo digo sólo por decir –añadía–. No tengo nada contra
ti, pero debería estar ocupando tu puesto. Podría hacer ese trabajo en mis ratos
libres. Iría de aquí para allá y descubriría cosas de las que tú no llegarás a enterarte
nunca.
Cada
vez más excitado, Joe Welling acorralaba al joven periodista contra la pared de
la tienda de alimentación. Parecía abstraído en sus pensamientos, ponía los ojos
en blanco y se pasaba la mano nerviosa y delgada por el pelo. En su rostro aparecía
una sonrisa y sus dientes de oro brillaban.
–Saca
tu cuaderno de notas –ordenaba–. Llevarás un bloc en el bolsillo, ¿no? Ya sabía
yo. Bueno, apunta esto. Se me ocurrió el otro día. Fíjate en cómo envejecen las
cosas. Pues bien, ¿qué es el envejecimiento? Es fuego. Quema la madera igual que
otras cosas. ¿No se te había ocurrido? Pues claro que no. Esta acera, y esta tienda
de alimentación, los árboles de la calle… todo está ardiendo. El envejecimiento
no cesa jamás. No hay quien lo pare. Ni con agua ni con manos de pintura. ¿Y las
cosas de hierro? Se oxidan. Y eso también es fuego. El mundo está en llamas. Empieza
así tus artículos del periódico. “El mundo está en llamas”. De esa manera conseguirás
que la gente se fije en ti. Dirán que eres un tipo inteligente. No me importa. No
te envidio. La idea se me ha ocurrido sin más. No me negarás que en un periódico
yo daría la campanada.
De
repente se daba media vuelta y se alejaba. Tras dar unos cuantos pasos, se detenía
y miraba hacia atrás.
–Pienso
vigilarte de cerca –decía–. Te convertiré en un auténtico periodista. Debería fundar
yo mismo un periódico, eso es. Sería una maravilla. Todo el mundo lo sabe.
Cuando
George Willard llevaba un año en el Winesburg Eagle, a Joe Welling le ocurrieron
cuatro cosas. Su madre murió y él se instaló en el New Willard House, se echó novia
y se puso al frente del club de beisbol de Winesburg.
Joe
se hizo cargo del club de beisbol porque quería ser entrenador y de ese modo empezó
a ganarse el respeto de sus conciudadanos. “Ese hombre es una maravilla –declaraban
después de que el equipo de Joe vapuleara al del condado de Medina–. Ha conseguido
que todos trabajen en equipo. Fíjense en él”.
En
el campo de beisbol Joe Welling se quedaba junto a la primera base, temblando de
excitación. Muy a su pesar, los jugadores lo veían de cerca. El lanzador del equipo
rival se ponía nervioso.
–¡Vamos,
vamos, vamos! –gritaba el hombre muy exaltado–. ¡Fíjense en mí, fíjense en mí! ¡No
pierdan de vista mis dedos! ¡Fíjense en mis manos, en mis pies, en mis ojos! ¡Juguemos
todos a una! ¡Fíjense en mí! ¡Así verán todos los movimientos del juego! ¡Jueguen
conmigo! ¡Fíjense, fíjense en mí!
Con
los corredores del equipo de Winesburg en las bases, Joe Welling se convertía en
una especie de iluminado. Antes de que supieran lo que sucedía, los corredores estaban
observando al hombre, corriendo a las bases, avanzando y retrocediendo, como tirados
por un hilo invisible. Los jugadores del equipo contrario también miraban a Joe.
Se quedaban fascinados. Por un momento, lo observaban y luego, como para romper
el hechizo que pendía sobre ellos, lanzaban la pelota sin ton ni son, y los corredores
del equipo de Winesburg, animados por los gritos salvajes de su entrenador, iban
anotando puntos.
El
noviazgo de Joe Welling puso a todo Winesburg en vilo. Cuando empezó, la gente murmuraba
y movía la cabeza. Cuando alguien trataba de burlarse, la burla sonaba forzada y
poco natural. Joe se enamoró de Sarah King, una joven esbelta de aspecto triste
que vivía con su padre y su hermano en una casa de ladrillo que había enfrente de
la verja del cementerio de Winesburg.
Ninguno
de los King, Edward el padre, y Tom el hijo, eran muy populares en Winesburg. Se
les consideraba gente altiva y peligrosa. Habían llegado al pueblo desde algún sitio
del sur y explotaban un molino de sidra en Trunion Pike. Se decía que Tom King había
matado a un hombre antes de instalarse en Winesburg. Tenía veintisiete años y se
paseaba por el pueblo montado en un poni gris. También tenía largos bigotes amarillentos
que le colgaban sobre los dientes, y siempre empuñaba un pesado bastón de aspecto
amenazador. Una vez mató a un perro con él. El perro pertenecía a Win Pawsey, el
zapatero, y estaba en la acera meneando la cola. Tom King lo mató de un golpe. Lo
arrestaron y tuvo que pagar una multa de diez dólares.
El
viejo Edward King era corto de estatura y cuando se cruzaba con la gente por la
calle soltaba una risita extraña y aviesa. Siempre que se reía se rascaba el codo
izquierdo con la mano derecha. Tenía la manga desgastada por aquella costumbre.
Mientras iba por la calle riéndose y mirando nervioso en torno suyo parecía más
peligroso que su taciturno y ceñudo hijo.
Cuando
Sarah King empezó a pasear por las noches con Joe Welling la gente movió la cabeza
asustada. Era alta y pálida y tenía bolsas oscuras debajo de los ojos. La pareja
tenía un aspecto ridículo. Paseaban bajo los árboles y Joe hablaba. La gente repetía
en las tiendas sus ansiosas y apasionadas protestas de amor, oídas en la oscuridad
junto a la tapia del cementerio o entre las negras sombras de los árboles de la
cuesta que llevaba de los depósitos de agua a los terrenos de la feria. En el bar
del New Willard House los hombres charlaban y se burlaban del noviazgo de Joe. Después
de las burlas venía el silencio. El equipo de beisbol de Winesburg, bajo su mando,
ganaba un partido tras otro, y la gente del pueblo había empezado a respetarlo.
Presintiendo una tragedia, esperaban entre risas nerviosas.
El
encuentro entre Joe Welling y los dos King, que había mantenido al pueblo en vilo,
se produjo un sábado por la tarde en la habitación que Joe Welling tenía alquilada
en el New Willard House. George Willard fue testigo de aquel encuentro, sucedió
así:
Cuando
el joven periodista subió a su habitación después de cenar, vio a Tom King y a su
padre sentados a oscuras en la habitación de Joe. El hijo empuñaba su pesado bastón
y esperaba sentado junto a la puerta. El viejo Edward King iba y venía por la habitación
rascándose el codo izquierdo con la mano derecha. Los pasillos estaban vacíos y
silenciosos.
George
Willard fue a su habitación y se sentó a su escritorio. Trató de escribir, pero
la mano le temblaba tanto que no podía sujetar la pluma. También él empezó a pasear
nerviosamente por la habitación. Como el resto de los habitantes de Winesburg, estaba
perplejo y no sabía qué hacer.
Serían
las siete y media y empezaba a anochecer cuando Joe Welling llegó por el andén de
la estación camino del New Willard House. En sus brazos llevaba un hato lleno de
hierbajos. A pesar del terror que lo dominaba hasta hacerle temblar, a George Willard
le hizo gracia ver su figura presurosa y diligente cargada con los hierbajos corriendo
por el andén.
Temblando
de miedo y ansiedad, el joven periodista se apostó en el pasillo junto a la puerta
de la habitación donde Joe Welling conferenciaba con los dos King. Se había oído
un juramento, la risita nerviosa de Edward King y luego el silencio. De pronto se
oyó, alta y clara, la voz de Joe Welling. George Willard se echó a reír. Acababa
de comprenderlo. Igual que siempre había arrollado a todo el mundo, estaba ahora
arrastrando a aquellos dos con una marea de palabras. El periodista, confundido,
se puso a dar vueltas por el pasillo.
En
la habitación, Joe Welling no prestó la menor atención a la amenaza en forma de
gruñido que soltó Tom King. Absorbido por una de sus ideas fijas, cerró la puerta
y, tras encender una lámpara, extendió las ramas y los hierbajos por el suelo.
–Tengo
aquí una cosa –anunció solemnemente–. Iba a contárselo a George Willard, a fin de
que tuviera material para escribir un artículo para el periódico. Me alegro de que
estén aquí. Ojalá hubiera venido también Sarah. Quería ir a visitarlos y exponerles
algunas de mis ideas, pero Sarah no me dejó. Decía que discutiríamos. Qué cosa más
absurda.
Yendo
y viniendo delante de los dos hombres que lo miraban boquiabiertos, Joe Welling
empezó a explicarles:
–No
vayan a confundirse –exclamó–. Esto es algo grande –la voz le temblaba de la excitación–.
Si me siguen ustedes, ha de interesarles por fuerza. Estoy convencido. Supongan
lo siguiente… supongan que todo el trigo, el maíz, la avena, los guisantes, las
patatas, desaparecieran como por ensalmo. Aquí y ahora, en este condado. Supongamos
que hubiese una tapia a nuestro alrededor y que nadie pudiera saltarla. Todos los
frutos de la tierra habrían sido destruidos y sólo nos quedarían estos hierbajos.
¿Estaríamos acabados? Eso es lo que les pregunto. ¿Sería ése nuestro fin? –Nuevamente,
Tom King soltó un gruñido y por un momento se hizo el silencio en la habitación.
Luego, Joe volvió a consagrarse a la exposición de su idea–: Desde luego las cosas
se podrían difíciles durante un tiempo. Lo admito. Tengo que reconocerlo. No valen
excusas. Lo tendríamos muy difícil. Más de un gordinflón adelgazaría un poco. Pero
eso no acabaría con nosotros. No lo creo.
Tom
King soltó una franca carcajada y la risita nerviosa y temblorosa de Edward King
resonó por toda la casa. Joe Welling se apresuró a continuar:
–Empezaríamos
a cultivar nuevas frutas y verduras. Pronto recuperaríamos todo lo perdido. Tengan
en cuenta que no afirmo que las nuevas plantas serían iguales que las otras. No
lo serían. Quizá serían mejores, tal vez no tan buenas. Interesante, ¿eh? Da que
pensar, ¿verdad?
Volvió
a hacerse el silencio en la habitación y el viejo Edward King se rio de nuevo con
cierto nerviosismo.
–Lo
dicho, ojalá estuviera aquí Sarah –exclamó Joe Welling–. Vayamos a su casa. Quiero
contarle todo esto.
Se
oyó el chirriar de unas sillas en la habitación. George Willard se retiró a su cuarto.
Desde su ventana vio a Joe Welling andando junto a los dos King. Tom King tenía
que dar grandes zancadas para mantenerse a la altura de aquel hombrecillo. Y, mientras
andaba, se agachaba y escuchaba absorto, fascinado. Joe Welling hablaba otra vez
muy excitado.
–Piensen,
por ejemplo, en la cerraja –exclamaba–. La de cosas que se pueden hacer con la cerraja,
¿eh? Resulta casi increíble. Quiero que se paren a pensarlo. Quiero que los dos
se paren a pensarlo con detenimiento. Habría un nuevo reino vegetal. Interesante,
¿verdad? Es una idea. Esperen a que veamos a Sarah, ella lo entenderá. Seguro que
le interesa. A Sarah le interesan mucho las ideas. No es fácil dárselas con queso,
¿eh? Pues claro que no. Ustedes lo saben de sobra.
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