Roberto Fontanarrosa
A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril.
Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos
canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el
viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al
comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca
cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no
tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver
los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero
al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada
propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban
a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol,
siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de
algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca,
que desembarcaban en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los cañaverales
apenas bajaban de los autos.
–Ojo con la vía –alertaba siempre Jorge mientras se
cambiaban.
–No pasan trenes, casi –tranquilizaba Norberto. Y era
verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
–¿No vino la hinchada? –ya preguntaban todos al llegar
nomás, buscando al viejo–. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios
sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su
postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien
sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
–La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda
para acá –bromeó alguno.
–Por ahí es amigo del referí –dijo otro. Pero sabían
que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían
visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando
decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba
más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres
de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo
entró a la cancha –casi a desgano, aprovechando para desperezarse– cuando levantó
el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito
y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás
una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta
años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio
con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
–¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? –medio
le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso.
El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
–No –sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo
volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado–. Música –dijo después,
mirándolo de nuevo.
–¿Algún tanguito? –probó el Soda.
–Un concierto. Hay un buen programa de música clásica
a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota
para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como
para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta
pararse al lado del viejo.
–Pero le gusta el fútbol –le dijo–. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar
de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
–Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el
arte –dictaminó después–. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando,
y esperó.
–Mire usted nuestro arquero –efectivamente el viejo
señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura,
todo un costado de la camiseta cubierto de tierra–. La continuidad de la nariz con
la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los
dorsales –se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello
que él le mostraba–. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la
cabeza, aprobando dubitativo.
–Vea usted –el viejo señaló ahora hacia el arco contrario,
al que estaba por llegar un córner– el relumbrón intenso de las camisetas nuestras,
amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de
Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también
ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas
ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon.
Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando
al viejo arreció.
–Observe, observe usted esa carrera intensa entre el
delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire,
la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso
es la danza…
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo
veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba
del área defendida por De León.
–Y escuche usted, escuche usted… –lo acicateó el viejo,
curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular
de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido–…
la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela
de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro
desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos
y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban
a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del
partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre
ellos como un ave oscura e implacable.
–Y vea usted a ese delantero… –señaló ahora el viejo,
casi metiéndose en la cancha, algo más alterado–… ese delantero de ellos que se
revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente
los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando
histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
–¿Qué cobró? –balbuceó indignado.
–¿Cobró penal? –abrió los ojos el viejo, incrédulo.
Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha–. ¿Qué cobrás? –gritó después,
desaforado–. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía
haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del
mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia
el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
–… ¿Y eso? –se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
–Y eso… –vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra–…
Eso es el fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario