Alberto Chimal
Y
pasó que en la tierra de Mundarna, en un cruce de caminos, una tarde de
invierno, se encontraron dos brujas. Una se llamaba Antazil, la otra Bondur.
Eran expertas en sus artes y sobre todo en el de la transformación, que permite
a sus adeptos mudar de apariencia y de naturaleza. Venían de lugares lejanos,
igualmente distantes, y se odiaban.
La causa no es tan importante: los conflictos de
los poderosos son los nuestros, igual de terribles o de mezquinos, por más que
ellos se empeñen en pintarlos dignos de más atención, de horror o maravilla, de
arrastrar pueblos y naciones. Básteme decir que habían conversado, por medios
mágicos, y decidido: que ninguna podía tolerar más la existencia de la otra, y
que allí, lejos de miradas indiscretas, lejos de cualquiera que pudiese sufrir
daño, resolverían sus diferencias de una vez.
Una llegó por el norte, caminando. La otra por el
sur. Cuando estuvieron cerca, a unos palmos de tierra fría la una de la otra,
se detuvieron. Se miraron, y no dijeron nada.
Pero Antazil se convirtió en águila, grande y
majestuosa, de garras y pico de acero, y se arrojó sobre Bondur para sacarle
los ojos. Y Bondur se volvió una serpiente constrictora, de piel gruesa y
verde, y se enroscó en el águila para estrangularla. Y Antazil se volvió agua
para escapar de la serpiente, y Bondur se volvió tierra para absorber el agua,
y Antazil se volvió lombriz para devorar la tierra. Luego Bondur se volvió
pájaro para comerse a la lombriz…
Era el juego más antiguo, como a veces lo llaman, y
el que juega pierde cuando no atina a repeler un ataque, cuando no puede hallar
una nueva forma, cuando demora demasiado. Pero quien juega casi nunca lo hace
más que con palabras, con la imaginación, y en cambio la lombriz se transformó
en gato y atacó al pájaro, que se volvió perro y persiguió al gato, que se
volvió rabia e hizo enfermar al perro, que se volvió tiempo, que cura o que
mata. La rabia se convirtió en clepsidra para aprisionar al tiempo; el tiempo
se convirtió en piedra para romper la clepsidra, que se convirtió en pico para
romper la piedra, que se volvió hacha para cortar el mango del pico…
Así combatieron durante mucho
tiempo, con furor cada vez más grande, pues no cambiaba con sus formas. Ninguna
bruja superaba a la otra, ninguna estratagema servía, y así Bondur y Antazil
fueron animales, plantas, objetos, ideas, categorías, todas las cosas que
tienen nombre, y cada vez más rápido, hasta que los caminos que se cruzaban
bajo la batalla, no exagero, pudieron confundirse con los que llevaban al
Templo de las Maravillas, el que Yuma de Haydayn mandó hacer cuando fue rey y
en el que estaba, en verdad o en imagen, todo: lo creado y no creado, lo
inconcebible, para su goce y el espanto de su pueblo.
Y hasta que Bondur, furiosa más allá de toda
prudencia, se convirtió en hechizo, en magia pura de muerte y ruina. Antazil
asumió su verdadera forma y, como bruja, comenzó a disolver el hechizo. Bondur
apenas pudo transformarse de nuevo, porque en verdad se disipaba en el poder de
Antazil, pero se convirtió en la espada Finor, la de la Gesta de Alabul, la que
corta la piedra y seca la carne y es amiga de la desolación, y se arrojó sobre
su enemiga.
Y he aquí que Antazil, cuando la hoja estaba por
atravesarla, se transformó en Bondur.
Pensó que Bondur vacilaría, al mirarse fuera de su
cuerpo, y vaciló, en efecto, pues Finor, la hoja terrible, la que en la Gesta
mató sin piedad al mismo Endhra, al Eterno, se detuvo.
Pero luego, para estrangularla con sus propias
manos, para hacerla pagar por el horror de verse a sí misma, Bondur se
transformó, a su vez, en Antazil.
Y entonces se vieron.
Sí, Antazil con la carne de Bondur, Bondur con la
de Antazil, pero también con los pensamientos de la otra, sus recuerdos, sus
motivos para la vida y el arte y el combate. Y cada una comprendió a la otra,
como nunca había comprendido nada en la existencia, y cuando se miró desde esos
otros ojos, desde afuera, en aquel instante, también se conoció.
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