Juan José Arreola
Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes
distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso
miligramo.
Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo,
cogió el miligramo y se lo puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa
para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como
el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas
que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus
propias fuerzas. Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz,
la hormiga que lo ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para
arrastrar al cementerio su propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus
pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable
sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo
rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban
todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de
hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una
delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el
miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.
Ya en el hormiguero, las cosas empezaron a agravarse.
Las guardianas de la puerta, y las inspectoras situadas en todas las galerías, fueron
poniendo objeciones cada vez más serias al extraño cargamento. Las palabras “miligramo”
y “prodigioso” sonaron aisladamente, aquí y allá, en labios de algunas entendidas.
Hasta que la inspectora en jefe, sentada con gravedad ante una mesa imponente, se
atrevió a unirlas diciendo con sorna a la hormiga confundida: “Probablemente nos
ha traído usted un prodigioso miligramo. La felicito de todo corazón, pero mi deber
es dar parte a la policía”.
Los funcionarios del orden público son las personas
menos aptas para resolver cuestiones de prodigios y de miligramos. Ante aquel caso
imprevisto por el código penal, procedieron con apego a las ordenanzas comunes y
corrientes, confiscando el miligramo con hormiga y todo. Como los antecedentes de
la acusada eran pésimos, se juzgó que un proceso era de trámite legal. Y las autoridades
competentes se hicieron cargo del asunto.
La lentitud habitual de los procedimientos judiciales
iba en desacuerdo con la ansiedad de la hormiga, cuya extraña conducta la indispuso
hasta con sus propios abogados. Obedeciendo al dictado de convicciones cada vez
más profundas, respondía con altivez a todas las preguntas que se le hacían. Propagó
el rumor de que se cometían en su caso gravísimas injusticias, y anunció que muy
pronto sus enemigos tendrían que reconocer forzosamente la importancia del hallazgo.
Tales despropósitos atrajeron sobre ella todas las sanciones existentes. En el colmo
del orgullo, dijo que lamentaba formar parte de un hormiguero tan imbécil. Al oír
semejantes palabras, el fiscal pidió con voz estentórea una sentencia de muerte.
En esa circunstancia vino a salvarla el informe de un
célebre alienista, que puso en claro su desequilibrio mental. Por las noches, en
vez de dormir, la prisionera se ponía a darle vueltas a su miligramo, lo pulía cuidadosamente,
y pasaba largas horas en una especie de éxtasis contemplativo. Durante el día lo
llevaba a cuestas, de un lado a otro, en el estrecho y oscuro calabozo. Se acercó
al fin de su vida presa de terrible agitación. Tanto, que la enfermera de guardia
pidió tres veces que se le cambiara de celda. La celda era cada vez más grande,
pero la agitación de la hormiga aumentaba con el espacio disponible. No hizo el
menor caso a las curiosas que iban a contemplar, en número creciente, el espectáculo
de su desordenada agonía. Dejó de comer, se negó a recibir a los periodistas y guardó
un mutismo absoluto.
Las autoridades superiores decidieron finalmente trasladar
a un sanatorio a la hormiga enloquecida. Pero las decisiones oficiales adolecen
siempre de lentitud.
Un día, al amanecer, la carcelera halló quieta la celda,
y llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo,
como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica,
patas arriba, consumida y transparente.
La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa del miligramo
se derramaron como inundación por todas las galerías. Caravanas de visitantes recorrían
la celda, improvisada en capilla ardiente. Las hormigas se daban contra el suelo
en su desesperación. De sus ojos, deslumbrados por la visión del miligramo, corrían
lágrimas en tal abundancia que la organización de los funerales se vio complicada
con un problema de drenaje. A falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas
saqueaban los depósitos para cubrir el cadáver de la víctima con pirámides de alimentos.
El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla de
admiración, de orgullo y de dolor. Se organizaron exequias suntuosas, colmadas de
bailes y banquetes. Rápidamente se inició la construcción de un santuario para el
miligramo, y la hormiga incomprendida y asesinada obtuvo el honor de un mausoleo.
Las autoridades fueron depuestas y acusadas de inepcia.
A duras penas logró funcionar poco después un consejo
de ancianas que puso término a la prolongada etapa de orgiásticos honores. La vida
volvió a su curso normal gracias a innumerables fusilamientos. Las ancianas más
sagaces derivaron entonces la corriente de admiración devota que despertó el miligramo
a una forma cada vez más rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes.
En torno al santuario fue surgiendo un círculo de grandes edificios, y una extensa
burocracia comenzó a ocuparlos en rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente
hormiguero se vio seriamente comprometida.
Lo peor de todo fue que el desorden, expulsado de la
superficie, prosperaba con vida inquietante y subterránea. Aparentemente, el hormiguero
vivía tranquilo y compacto, dedicado al trabajo y al culto, pese al gran número
de funcionarias que se pasaban la vida desempeñando tareas cada vez menos estimables.
Es imposible decir cuál hormiga albergó en su mente los primeros pensamientos funestos.
Tal vez fueron muchas las que pensaron al mismo tiempo, cayendo en la tentación.
En todo caso, se trataba de hormigas ambiciosas y ofuscadas
que consideraron, blasfemas, la humilde condición de la hormiga descubridora. Entrevieron
la posibilidad de que todos los homenajes tributados a la gloriosa difunta les fueran
discernidos a ellas en vida. Empezaron a tomar actitudes sospechosas. Divagadas
y melancólicas, se extraviaban adrede del camino y volvían al hormiguero con las
manos vacías. Contestaban a las inspectoras sin disimular su arrogancia; frecuentemente
se hacían pasar por enfermas y anunciaban para muy pronto un hallazgo sensacional.
Y las propias autoridades no podían evitar que una de aquellas lunáticas llegara
el día menos pensado con un prodigio sobre sus débiles espaldas.
Las hormigas comprometidas obraban en secreto, y digámoslo
así, por cuenta propia. De haber sido posible un interrogatorio general, las autoridades
habrían llegado a la conclusión de que un cincuenta por ciento de las hormigas,
en lugar de preocuparse por mezquinos cereales y frágiles hortalizas, tenía los
ojos puestos en la incorruptible sustancia del miligramo.
Un día ocurrió lo que debía ocurrir. Como si se hubieran
puesto de acuerdo, seis hormigas comunes y corrientes, que parecían de las más normales,
llegaron al hormiguero con sendos objetos extraños que hicieron pasar, ante la general
expectación, por miligramos de prodigio. Naturalmente, no obtuvieron los honores
que esperaban, pero fueron exoneradas ese mismo día de todo servicio. En una ceremonia
casi privada, se les otorgó el derecho a disfrutar una renta vitalicia.
Acerca de los seis miligramos, fue imposible decir nada
en concreto. El recuerdo de la imprudencia anterior apartó a las autoridades de
todo propósito judicial. Las ancianas se lavaron las manos en consejo, y dieron
a la población una amplia libertad de juicio. Los supuestos miligramos se ofrecieron
a la admiración pública en las vitrinas de un modesto recinto, y todas las hormigas
opinaron según su leal saber y entender.
Esta debilidad por parte de las autoridades, sumada
al silencio culpable de la crítica, precipitó la ruina del hormiguero. De allí en
adelante cualquier hormiga, agotada por el trabajo o tentada por la pereza, podía
reducir sus ambiciones de gloria a los límites de una pensión vitalicia, libre de
obligaciones serviles. Y el hormiguero comenzó a llenarse de falsos miligramos.
En vano algunas hormigas viejas y sensatas recomendaron
medidas precautorias, tales como el uso de balanzas y la confrontación minuciosa
de cada nuevo miligramo con el modelo original. Nadie les hizo caso. Sus proposiciones,
que ni siquiera fueron discutidas en asamblea, hallaron punto final en las palabras
de una hormiga flaca y descolorida que proclamó abiertamente y en voz alta sus opiniones
personales. Según la irreverente, el famoso miligramo original, por más prodigioso
que fuera, no tenía por qué sentar un precedente de calidad. Lo prodigioso no debía
ser impuesto en ningún caso como una condición forzosa a los nuevos miligramos encontrados.
El poco de circunspección que les quedaba a las hormigas
desapareció en un momento. En adelante las autoridades fueron incapaces de reducir
o tasar la cuota de objetos que el hormiguero podía recibir diariamente bajo el
título de miligramos. Se negó cualquier derecho de veto, y ni siquiera lograron
que cada hormiga cumpliera con sus obligaciones. Todas quisieron eludir su condición
de trabajadoras, mediante la búsqueda de miligramos.
El depósito para esta clase de artículos llegó a ocupar
las dos terceras partes del hormiguero, sin contar las colecciones particulares,
algunas de ellas famosas por la valía de sus piezas. Respecto a los miligramos comunes
y corrientes, descendió tanto su precio que en los días de mayor afluencia se podían
obtener a cambio de una bicoca. No debe negarse que de cuando en cuando llegaban
al hormiguero algunos ejemplares estimables. Pero corrían la suerte de las peores
bagatelas. Legiones de aficionadas se dedicaron a exaltar el mérito de los miligramos
de más baja calidad, fomentando así un general desconcierto.
En su desesperación de no hallar miligramos auténticos,
muchas hormigas acarreaban verdaderas obscenidades e inmundicias. Galerías enteras
fueron clausuradas por razones de salubridad. El ejemplo de una hormiga extravagante
hallaba al día siguiente millares de imitadoras. A costa de grandes esfuerzos, y
empleando todas sus reservas de sentido común, las ancianas del consejo seguían
llamándose autoridades y hacían vagos ademanes de gobierno.
Las burócratas y las responsables del culto, no contentas
con su holgada situación, abandonaron el templo y las oficinas para echarse a la
busca de miligramos, tratando de aumentar gajes y honores. La policía dejó prácticamente
de existir, y los motines y las revoluciones eran cotidianos. Bandas de asaltantes
profesionales aguardaban en las cercanías del hormiguero para despojar a las afortunadas
que volvían con un miligramo valioso. Coleccionistas resentidas denunciaban a sus
rivales y promovían largos juicios, buscando la venganza del cateo y la expropiación.
Las disputas dentro de las galerías degeneraban fácilmente en riñas, y estas en
asesinatos… El índice de mortalidad alcanzó una cifra pavorosa. Los nacimientos
disminuyeron de manera alarmante, y las criaturas, faltas de atención adecuada,
morían por centenares.
El santuario que custodiaba el miligramo verdadero se
convirtió en tumba olvidada. Las hormigas, ocupadas en la discusión de los hallazgos
más escandalosos, ni siquiera acudían a visitarlo. De vez en cuando, las devotas
rezagadas llamaban la atención de las autoridades sobre su estado de ruina y de
abandono. Lo más que se conseguía era un poco de limpieza. Media docena de irrespetuosas
barrenderas daban unos cuantos escobazos, mientras decrépitas ancianas pronunciaban
largos discursos y cubrían la tumba de la hormiga con deplorables ofrendas, hechas
casi de puros desperdicios.
Sepultado entre nubarrones de desorden, el prodigioso
miligramo brillaba en el olvido. Llegó incluso a circular la especie escandalosa
de que había sido robado por manos sacrílegas. Una copia de mala calidad suplantaba
al miligramo auténtico, que pertenecía ya a la colección de una hormiga criminal,
enriquecida en el comercio de miligramos. Rumores sin fundamento, pero nadie se
inquietaba ni se conmovía; nadie llevaba a cabo una investigación que les pusiera
fin. Y las ancianas del consejo, cada día más débiles y achacosas, se cruzaban de
brazos ante el desastre inminente.
El invierno se acercaba, y la amenaza de muerte detuvo
el delirio de las imprevisoras hormigas. Ante la crisis alimenticia, las autoridades
decidieron ofrecer en venta un gran lote de miligramos a una comunidad vecina, compuesta
de acaudaladas hormigas. Todo lo que consiguieron fue deshacerse de unas cuantas
piezas de verdadero mérito, por un puñado de hortalizas y cereales. Pero se les
hizo una oferta de alimentos suficientes para todo el invierno, a cambio del miligramo
original.
El hormiguero en bancarrota se aferró a su miligramo
como a una tabla de salvación. Después de interminables conferencias y discusiones,
cuando ya el hambre mermaba el número de las supervivientes en beneficio de las
hormigas ricas, estas abrieron la puerta de su casa a las dueñas del prodigio. Contrajeron
la obligación de alimentarlas hasta el fin de sus días, exentas de todo servicio.
Al ocurrir la muerte de la última hormiga extranjera, el miligramo pasaría a ser
propiedad de las compradoras.
¿Hay que decir lo que ocurrió poco después en el nuevo
hormiguero? Las huéspedes difundieron allí el germen de su contagiosa idolatría.
Actualmente las hormigas afrontan una crisis universal.
Olvidando sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan
en todas partes a una desenfrenada búsqueda de miligramos. Comen fuera del hormiguero,
y solo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan
como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas
ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes.
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