Inés Arredondo
–Parece un lugar agradable
–dijo ella mirando vagamente la decoración mientras caminaba con pasos elásticos
sobre las tupidas alfombras.
–¿La
mesa de siempre, señor Fernández?
La
pregunta del maître lo cogió desprevenido. Silvia le lanzó una rápida mirada
que no supo interpretar.
–No,
mejor una de las del fondo –contestó ya con su aplomo habitual. Ella volvió a mirarlo
con sus grandes ojos claros en los que apuntaba un pequeño reproche.
–La
que ocupo habitualmente es demasiado grande, poco íntima –dijo en voz muy baja mientras
se acomodaban. Ella no contestó.
Pidieron
un aperitivo y en tanto lo traían le fue mostrando con detenimiento los detalles
que daban un lujo exótico al restaurante. Ella asentía, pero sin entusiasmo. Lo
ofendió particularmente la poca impresión que le hicieron los flamingos, que a él
lo fascinaban.
–Pobres,
siempre con luz eléctrica y en un lugar tan chico, con tan poca agua… ¿Cuándo dormirán?
Debe de ser espantoso estar siempre encerrados en medio del ruido y de la gente
–mientras hablaba ladeando un poco su rizada cabeza, los miraba tristemente, sin
un comentario sobre su elegancia, sin un destello de admiración, como si fueran
simples animales.
–El
lugar en general ¿no te parece precioso?
–Sí,
agradable… pero como demasiado artificial. Se le ve mucho el truco. No estoy en
contra de los trucos. Lo que pasa es que si le quitaran cosas, si no insistieran
tanto, estaría mejor.
Verdaderamente
no había derecho. Ella hubiera debido darse cuenta de lo que para él significaba
llevarla a ese sitio, en donde era posible que se encontrara conocidos, amigos de
su mujer.
–Cuando
hemos ido a esos lugares baratones que tú conoces nunca les has puesto peros –antes
de terminar de decirlo ya se había arrepentido de su crueldad, pero en cambio ella
pareció no acusar el golpe; bebió un sorbo de coctel y luego le respondió con toda
naturalidad.
–Es
diferente. Aquellos lugares pueden ser horribles o preciosos, pero como por casualidad.
No pretenden ser más que lugares para ir a comer.
La
observó con detenimiento. Jugaba con la aceituna dentro de su copa y su atención
estaba completamente ocupada en mirar los cambios de luz que el movimiento producía
en el martini. Sí, jugaba, pero detrás de ese juego su pensamiento estaba persiguiendo
no se sabe qué formas, qué líquidos; un inaprensible misterio que en cualquier momento
podía surgir en el lugar más inesperado: en una arruga de la falda, en el asfalto
de una avenida o en la punta de una uña. La había visto muchas veces sumergirse
en esa especie de meditación vacía, de la que después salía fresca y renovada, como
después de un baño. La dejó navegar a su gusto en sus extrañas aguas interiores.
Quería pensar sobre ella teniéndola delante, porque cuando intentaba recordarla,
sentado cómodamente tras el escritorio del despacho nunca podía evocar del todo
su imagen, y hasta hubo vez en que le pareció absurda esta relación. Guapa, hermosa,
no, no era: miraba, sonreía, caminaba sobre sus largas piernas y hablaba de cosas
importantes y sin importancia de una manera especial. Era desgraciada y pobre y
no lo parecía. Aun a él, a quien había confiado su triste y casi inexistente relación
conyugal, no lo había cansado con historias o llantos. A veces sentía que se le
escapaba por aireados laberintos de sentimientos sin peso, y usaba expresiones,
argumentaciones enteras, que no podía seguir más que con una dosis de simpatía.
Después ella se ensimismaba dulcemente y salía, como ahora, de su baño espiritual
con una sonrisa radiante.
–Escoge
tú la comida, por favor.
Lo
dijo tiernamente, como si se lo pidiera más por pereza que por no estar acostumbrada
a los menús complicados. Él se esmeró y pidió las salsas más condimentadas, los
vinos más refinados, y para finalizar dignamente, un champaña tan raro como caro.
Silvia pareció no darse cuenta, porque no puso cara de asombro, ni siquiera de agradecimiento.
–¿Qué
dijiste en tu casa? –le preguntó para obligarla a ponerse en situación.
–Nada
–contestó tranquila.
Eso
no estaba bien. Él había tenido que inventar una junta de accionistas de vital importancia.
–Pobrecita
¡cuánto debes de sufrir! –y le tomó una mano.
–Sí.
–¿Tienes
que regresar a una hora determinada?
–A
las seis, para dar la merienda a los niños. Están tan chiquitos… –y lo miró como
si él fuera uno de esos niños chiquitos.
–Entonces
tenemos tiempo. Comeremos y luego te llevaré a ver una casita preciosa que tengo
en La Venta. Tiene un enorme bosque de pinos y podremos quemar un buen tronco en
la chimenea.
No
contestó. Lo menos que podía hacer era decir sí o no. Tenía que
darse cuenta de que esa amistad amorosa debía tener un desenlace lógico, práctico.
–¿La
sopa tiene piñones? Debe de tenerlos, y hay que descomponerla en sus sabores. Este
tipo de comidas son más para la imaginación que para el estómago, ¿no es cierto?
Bueno,
resultaba un poco pedante, pero tan serena, tan encantadora… Siguió hablando lentamente,
con silencios rítmicos, de historias de condimentos, de platos inventados por emperadores
bizantinos, de quién sabe qué. Él miraba ir y venir sus manos largas, quebradizas
y manicuradas en casa. Era necesario que las cosas se aclararan, sucedieran. Así
tendría el derecho de decirle: “Amor mío, tus manos necesitan más cuidados, tu cuerpo
merece ropas exquisitas; déjame que te guíe, que te aconseje, quiero verte como
una reina”. No, no le diría eso, le diría: “Silvia, he estado pensando que por tu
decoro y el mío es necesario…” Después de todo no importaba la frase, lo importante
era que se diera cuenta de que estaba dispuesto a pagar su elegancia, sus caprichos,
porque, precisamente, él no era un don nadie.
–…pero
es artificial, sería más elegante si pusieran rosas frescas.
A
los postres había logrado que Silvia se enterneciera con sus palabras de amor. Los
ojos limpios de ella se iban dilatando en una profundidad lenta, tersa, y se oscurecían
poco a poco, como si un interior nuevo fuera saliendo a flote; aguas subterráneas
los iban inundando. Sus labios entreabiertos apenas sostenían una sonrisa olvidada,
y su piel viva parecía dejar transparentar una luz abrasadora. No respiraba casi,
bebía sus palabras con un hambre y una esperanza tensas, deslumbradas. Él, espoleado
por un público amoroso tan atento, se emborrachaba con sus propias palabras, con
su propio amor, que nunca había sospechado que fuera tan grande, tan verdadero.
Se quedó callado, mirándola fijamente, asombrado como un muchachito, con la boca
seca y la respiración rota. La tomó por los hombros, grave, como en un rito, y pareció
que un vértigo ardiente lo envolvía: la estaba besando.
–Señor
Fernández, el champaña.
Era
el colmo que en ese lugar donde cobraban hasta el saludo le vinieran a llamar la
atención, sobre todo a él, a él… Pero ya antes había notado que ese antipático del
maître era un hipócrita envidioso. Y no había razón para interrumpirlo,
nadie se había dado cuenta, las otras mesas ocupadas estaban lejos y los macetones
los ocultaban completamente. Pero seguramente el maître había mandado al
mozo, para molestarlo. Creería que él, el impecable señor Fernández, era un infeliz
rabo verde. El mesero miraba con disimulo a Silvia mientras terminaba de retirar
el servicio. Era una vergüenza.
–Silvia,
quisiera casarme contigo. Nuestro amor no debe ocultarse como una cosa culpable.
El
mozo arqueó las cejas. Bien.
–Pediremos
el divorcio inmediatamente.
¡Ajá!,
se iba corriendo a contárselo al antipático chaparro ese. La sorpresa que se iba
a llevar. Suspiró satisfecho: había salvado la buena opinión que todos debían tener
de Silvia.
Ella
lo miraba muy seria y sus ojos se habían empequeñecido. Parecía escrutarlo, como
si temiera una segunda intención, como si lo viera por primera vez, con una desconfianza
fría.
Quiso
volver al tono apasionado de antes y no encontró qué decir. Al fin le pareció que
lo más adecuado era hablar del porvenir.
–¡Seremos
tan felices! Te gustará mi casa… nuestra casa… Cuando en las mañanas bajes a desayunar
con una bata flotante por la gran escalera… –¿de qué hablarían en el desayuno?
–Y
te gustarán mis amigos. Jugamos bridge todos los jueves. Somos un grupo
que se formó desde que éramos estudiantes en la Bancaria.
¡Dios
Santo, las cosas que haría Rita, la amiga íntima de su mujer, para molestar a Silvia!
–¿Te
gusta la ópera?
–No.
–¿El
ballet clásico?
–Únicamente
cuando es muy bueno.
¡Y
él era presidente del Patronato de la Escuela Inglesa de Ballet!
Silvia
estaba seria, desconfiada. Así aparentaba por lo menos treinta y dos años y él le
había calculado veinticinco. Al fin habló.
–¿Y
los niños?
En
eso no había pensado. Eso era aparte. Sus niños necesitaban padre, madre, estabilidad.
–Vivirán
con nosotros, por supuesto. Mi mujer los peleará, pero con dinero y un buen abogado…
La
mirada desconfiada se hizo dura.
–¿Y
los míos?
Realmente
era un problema. ¿Todos juntos? Habría que pensarlo despacio, pero ahora…
–También,
mi amor, por supuesto. Les convendrá vivir en mi casa: jardín, piscina, aire puro,
todo lo que hace falta para que los muchachos crezcan como es debido. Y yo seré
un verdadero padre para ellos.
Ahora
la mirada tenía un destello de ironía.
–Si
no crees que yo sé lo que conviene para que crezcan sanos te enseñaré a mis hijos.
Verás qué hermosas criaturas. Pepito tiene ocho años, y las niñas…
De
su cartera iba sacando fotografías que ella miraba atentamente y que poco a poco
fueron haciendo nacer en sus labios una sonrisa tierna.
–Sí,
son muy guapos.
Luego
agregó con toda naturalidad:
–También
a ti te gustarán los míos; son más chiquitos, más lindos.
–¿Más
lindos porque son más chiquitos? ¡Valiente razón! ¿Así que cuando crezcan se pondrán
feos?
–No
podrían aunque quisieran; son los niños más bonitos del mundo.
–¿Cómo
lo sabes? ¿Los has visto a todos? ¿A los míos, por ejemplo?
–Lo
sé porque soy su madre, y basta.
¡Siempre
esa manera absurda de razonar! ¡Bonito papel haría entre personas sensatas! ¿Cómo
era posible que una mujer así tuviera a su cargo la educación de…?
–Y
después está aquello de que no es todo el que sean grandes y sonrosados trozos de
carne: están la inteligencia y el encanto.
–No
lo dirás por mis hijos, ¿verdad? Pues debes de saber que han heredado el encanto
de su madre, que es famosa en todos los círculos…
–Ya,
ya, me la imagino perfectamente.
–¿Tienes
algo que decir también de mi mujer?
–¡No,
qué esperanzas! Santa y abnegada madre… Pero si no recuerdo mal tú no me has hablado
muy bien de ella… Dejemos eso: de lo que tengo que decir es de lo que ustedes tienen
por encanto.
–Te
he dicho que tú eres encantadora.
–Sí,
para los ratos perdidos.
–¡Pero
si te he propuesto matrimonio!
–Desde
luego, pero pronto has encontrado que mis hijos no estaban a la altura de los tuyos;
tus hijos, tus hijos… Como si tuvieran algo especial, completamente
aparte de los otros niños.
–¿Y
los tuyos?
–¡Ah!
¿No lo pueden tener?
–Silvia,
por el amor de Dios ¿a qué viene esa actitud?
–Es
que mis niños…
–Otra
vez. Con terquedad no se va a ninguna parte. Tómalo como un consejo de amigo.
–Al
contrario. Sólo los tercos logran lo que quieren. Todos los grandes hombres han
sido grandes tercos. La gente como tú pone la diferencia en las palabras, porque
cuando quiere alabarlos los llama tesoneros.
La
última palabra la dijo aflautando la voz y con la mueca más desagradable que pudiera
verse.
Eso
sí ya no se podía tolerar. En lugar de estar ilusionada, agradecida, se burlaba
de él y de los suyos. Llamó al mesero y mientras pedía la cuenta dijo, para que
todo quedara bien claro, con testigos.
–Has
destrozado la ilusión más grande de mi vida.
Pagó
y salieron muy tiesos, sin echar siquiera una mirada a los flamingos.
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