Inés Arredondo
Todos la llamaban Minou
y nadie se ocupó de averiguar su verdadero nombre, seguramente Ilse o Ingeborg.
El padre era un hombre alto y muy callado que le acariciaba torpemente los cabellos
al pasar y nunca le habló de sí mismo.
Habían
llegado una tarde en medio de un revuelo de baúles, cajas, paquetes y gritos, un
remolino en medio del cual Minou y su padre parecían ausentes, hasta un poco borrosos.
Era madame Henriette la que braceaba alegremente para sobrenadar en la confusión.
Se instalaron en una casa de dos pisos cercana a la toma de agua, recientemente
encalada y con todas las puerta-persianas pintadas al aceite de color verde hoja.
El
padre era un ingeniero que venía a dirigir la nueva instalación para la refinería
de azúcar, pero después se quedó como jefe de máquinas. Para entonces su esposa
francesa ocupaba ya un lugar destacado en la pequeña sociedad del ingenio y estaba
encantada con su prestigio de dama elegante. Desde el principio coqueteó con una
supuesta dificultad para aprender el idioma y todos se acostumbraron a su particular
manera de hablar, menos debido a su encanto, como ella creía, que al poco interés
que ponían en sus charlas, aunque aparentaran lo contrario. En cambio Minou consiguió
expresarse correctamente en español muy pronto, pero eso no interesó a nadie.
Era
una niña callada, solitaria, que montaba a caballo y recibía lecciones de su padre
y de la institutriz de los Rincón. No fue a fiestas o paseos ni aun después de cumplir
los quince años. “¡Ah, Minou, es difícil, difícil!”, decía la francesa deplorando que la muchacha
no fuera hija suya, porque en ese caso con toda certeza hubiera sido simpática,
inteligente y colaboraría con su madre para hacer más estimulante la vida de los
amigos.
Cuando
el ingeniero murió al estallar una caldera, la tragedia conmocionó a miles de personas
que jamás lo habían visto, pero era natural que pocas semanas después todos hubieran
olvidado al alemán callado que no hacía falta a nadie. Vino otro ingeniero con su
familia y eso distrajo la atención del pueblo. Como, por otra parte, Minou y su
madrastra siguieron viviendo como siempre, ahora de la pensión vitalicia que la
gerencia acordó, puede decirse que no hubo cambio alguno.
Compadecidos
de su orfandad y viéndola tan callada, entre todos hicieron un pequeño complot para
conseguir que la chica tuviera más trato con gente joven, pero se logró muy poco,
casi nada, apenas una fugaz amistad con Pablo Ibáñez que era tan tímido como ella,
pero con el cual tampoco se logró entender.
La
madrastra la encontraba distraída, en cierto sentido inabordable y eso la irritaba
en extremo. Siempre que quería encauzarla y haciendo un esfuerzo le hablaba con
comedimiento sobre un tema importante, el matrimonio, por ejemplo, Minou la escuchaba
sin decir una palabra, y cuando había terminado se quedaba abstraída mirando el
patio con unos ojos que de tan serenos parecían vacíos. También cuando la reprendía
vigorosamente, o le imponía un castigo necesario, y aun en los días en que había
llorado por su padre, hacía siempre lo mismo, salía al patio, levantaba la cara
al cielo con los ojos cerrados, y en el breve tiempo en que el sol sorbía sus lágrimas,
Minou se transformaba y parecía consolada. Sin duda sus sentimientos no eran muy
profundos.
Minou
no sufría de soledad, estudiaba, bordaba y hacía algunos quehaceres livianos en
la casa. Como todas las muchachas de su edad tenía para consigo misma complacencias
que nadie sabía, placeres íntimos de un carácter peculiar. Por ejemplo, paseaba
largas horas con la cabeza descubierta y luego se metía en su alcoba, cerraba los
postigos, tapaba los resquicios y se quedaba quieta en la sombra, sonriendo. Después
entreabría un poco las persianas y dejaba entrar unos rayos de sol, los acariciaba
y decía en voz alta: “También como un perro fiel”.
Pidió
viajar por el país y madame Henriette dijo que sí, sí, seguramente se parecía a
su padre en ese gusto por los viajes y escribió a familias de su relación en tres
o cuatro ciudades importantes para que alojaran en sus casas a Minou durante un
tiempo prudente. Le dio dinero y le estuvo diciendo a lo largo de varios días que
era una chica muy atractiva. Pero para gran desilusión suya, la chica no conquistó
ningún partido durante su viaje y además se instaló tercamente durante casi dos
meses en un pueblecito de la sierra de Puebla que, aparte de un convento muy antiguo,
no tenía ningún interés. Escribió que le gustaría estudiar historia y antropología,
lo cual terminó con la paciencia de madame Henriette, que odiaba esas extravagancias
en las mujeres. La hizo regresar.
Como
su vocación por las cosas pasadas, por ciertas cosas pasadas, no era bastante general,
las personas que hubieran podido ayudarla confundieron la falta de amplitud con
carencia de visión y la abandonaron a los deseos de madame Henriette. Pero Minou
había sentido al sol atravesar el frío de las montañas en medio de un cielo vibrante;
lo había visto sobre la nieve impecable de los volcanes. Ahora estaba segura de
que reinaba siempre, por encima de los nublados y las tormentas; y a pesar de las
circunstancias volvió fortificada.
Al
principio, cuando, niña, llegó a México, la presencia constante del sol le había
dado miedo, llegó a obsesionarla. Había sido una torpeza tratar de hablar con alguien
de eso.
—¿Qué
piensas del sol? —le preguntó un día inopinadamente a Pablo Ibáñez. Como era natural,
él se quedó confuso y apenas atinó a responder:
—¿Qué
se puede pensar? Que está allí.
—Sí,
eso mismo, que está allí, siempre allí, ¿no es extraño? En Europa es de otra manera,
y cuando se dice el sol no se habla de éste, sino de una cosa muy diferente,
de otra cosa en verdad.
—Yo
nací aquí y nunca he estado en Europa. El sol es el sol y ya.
Pablito
creyó que ella quería presumir demostrándole su superioridad europea, y además la
encontró tonta, así que procuró no volverle a hablar más de lo obligado por la educación.
Perdió
así al único que parecía querer ser su amigo, pero tan sola como estaba se fue abandonando
lentamente a la fuerza extraña, a la sugestión que el sol le producía. Se trataba
sin duda alguna de una presencia masculina y ya nunca pudo entender que en su lengua
el sol fuera la, una especie de mujer; eso le daba risa.
—Hay
un error en los sacrificios humanos de los aztecas: los sacrificados debían haber
sido los sacerdotes, los que sentían el misterio —dijo una vez a la institutriz
inglesa, pero ésta no prestó atención.
La
institutriz decía que era mucho mejor una luz tenue, opalescente, para ver los matices
de verdad, con ojos de pintor. Además sentía nostalgia de los cambios, de las estaciones,
de la niebla. Minou le escuchaba con gusto cuando hablaba de su país, pero un día
que a su vez quiso explicarle que ella sentía la presencia del sol como una columna
vertebral que lo sostenía todo, el mundo entero, y a ella de paso, la institutriz
se rio y dijo: “Eso es como necesitar a Dios, cosa de débiles”, y Minou no volvió
a hablar del asunto, aunque meditó mucho tiempo esas palabras de Miss Parker.
Madame
Henriette decidió que volvieran a Europa, ella a París y la muchacha a Alemania,
con los parientes de su padre.
Minou
encontró que en su patria tampoco había nadie con quien hablar; si el sol salía
o no, era apenas una cuestión de buen o mal tiempo, y además, aun en pleno verano,
a pesar del calor y las vacaciones junto al mar, no pudo encontrar al amigo varonil
que sostiene; apenas a un mozalbete agobiante, alocado, funcional y decorativo que
se parecía bastante a una mujer. Al encontrarse de nuevo con las estaciones entró
en ella la angustia de lo efímero: estamos de paso y de prisa, todo desaparece antes
de que lo hayamos mirado bien, nada nos llega a pertenecer. El sol perpetuo, el
tiempo en éxtasis y la muerte no están disociados y se dejan contemplar. Le parecieron
más piadosos que esta conciencia implacable de estar agonizando ahora mismo, en
todo momento. La sensación de deslizarse visiblemente y sin poder asirse a nada
por entre el tiempo escurridizo, hacia la fecha final, no la abandonaba y anulaba
todos sus actos. Pensó en Dios, quiso creer en un Dios abstracto, más para el alma,
pero no pudo entender claramente lo que los suyos llamaban el alma. Intentó elevar
sus pensamientos en las iglesias hermosas y sombrías, frente a los melancólicos
paisajes abandonados a sí mismos. Presentía que detrás de todo eso había algo definitivo,
quizá el reposo en la soledad sin resquicios, heroicamente aceptada. Pero en el
fondo de su ser nació la certeza de que esa búsqueda era una traición, y que no
sería eso lo que podía satisfacerla. Terminó por negarse rotundamente a ese ascetismo
alto y helado.
Terca
en su rebeldía inútil, desechó dentro de sí misma la idea de que una enfermedad
minaba su cuerpo, y hasta el último momento mantuvo orgullosa la certeza de que
se trataba de otra cosa: sin herida aparente su sangre se fue debilitando hasta
que el corazón se estrujó en una última palpitación y quedó quieto. Murió de un
mal que entonces no tenía nombre. Sus parientes hicieron piadosos esfuerzos inútiles
para llorarla, y en el lejano país en que vivió algunos años ninguno se enteró de
su muerte, aunque tampoco hubiera importado, pues su borroso recuerdo apenas existía
ya.
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