Inés Arredondo
A Juan Guerrero
Lo perturbador es que se trata de un asunto estético.
No quiero que se me malinterprete: no estoy hablando
del cadáver o de lo macabro, ni de justicia o asesinato. Lo comprendí esta mañana
cuando me irritó el dolor y el estado nervioso de Ángela ante un hecho, por lo menos,
similar. No me conmovió lo que me contó ni el que saliera apresuradamente de mi
despacho para ocultar las lágrimas cuando le dije: “Eso sólo les pasa a los tontos
y a los borrachos”. No, no se trataba de la barbarie, sino de la forma, del estilo
de la barbarie.
Vi a Ángela toda la mañana con sus ojos enrojecidos
y sin atreverse a levantar los párpados para mirarme cuando la llamaba; vi su ancha
cara, siempre alegre y un tanto bobalicona, inmovilizada como una máscara, su esfuerzo
por mostrarse tan eficiente como si lo que sucedió no hubiese sucedido. Y no sentí
nada.
El ahogo que me obligó a aflojarme la corbata y desabrochar
el botón del cuello de la camisa a medida que iba leyendo los matutinos, a quitarme
el saco, y después a no contestar ninguna llamada telefónica, a no recibir a los
clientes, fue aumentando al grado de no poder, simplemente, firmar, porque mis manos
temblaban por una impaciencia que, en realidad, no esperaba nada.
No salí a comer. No tenía a dónde ir, con quién hablar,
porque sabía que en ese momento todo el mundo comentaba el hecho, así o asá, no
importa; como seres racionales, poseedores de una estructura mental, por mínima
que fuera, pero con la que podían ser consecuentes, fría o apasionadamente consecuentes;
todos esos seres seguían comiendo, trabajando, habían dormido la noche anterior.
Me sacaba de quicio sólo imaginar el tono y las opiniones de los cercanos a mí,
de los que amo.
A las cuatro de la tarde no pude más. Salí de la oficina
y le dije a Ángela al pasar “puede tomarse la tarde”, sin volver la cara hacia ella.
Desde esa hora estoy caminando y me he detenido solamente
para leer las notas que sobre el asunto traen los periódicos. En todas las ediciones
se habla casi exclusivamente de ello, precisamente para agotarlo y que ya
no haya más noticias mañana. Esto fue lo primero que percibí.
Después, ya muy cansado, noté que no se me ocurrió buscar
si había algo sobre lo del cuñado de Ángela. Ni aun entonces sentí la necesidad
de tomar un teléfono y preguntar si estaba muerto o no. Y sin embargo, yo le tengo
afecto, más del que generalmente expreso a esa mujer. Apreté contra mi costado los
periódicos.
En mi casa, dentro de mi propia casa habían irrumpido
e invadido todo de horror: el cadáver desnudo, hinchado, cosido en línea recta del
vientre a la garganta, después de haber sido abierto en canal. Un cadáver que se
exhibe por todos lados para que se vea que no tiene balazos.
Cualquier ser sensato hubiera apagado su televisor.
Yo no hice eso.
Nunca he estado en un palenque. Sé de ellos lo que todo
el mundo ha visto en viejas películas cuyo nombre nadie recuerda. Ignoro el ambiente
y la excitación, lo que de fascinante pueda tener una pelea de gallos. Sólo sé que
allí, quién sabe por qué, un hombre le dio a otro, al cuñado de Ángela, cuatro balazos
en el vientre. Una muerte anacrónica, si es que ha muerto. Y absurda.
En cambio esta otra es lógica, natural: se trata de
un guerrillero alzado en armas contra el gobierno.
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