Inés Arredondo
Para Ernesto Mejía Sánchez
Nadie me mira, ya, a los ojos. No podría decir que antes lo hicieran con
frecuencia, aparte de la mirada inconscientemente sostenida que usamos cuando se
habla, se pregunta y se contesta. Ninguno me pregunta nada desde hace tiempo, si
estoy bien, si siento frío o calor: sabían que las vulgares preguntas de siempre
hieren más que una curiosidad impúdica, que no puedo tener días buenos ni noches
con sueño. No ignoran cómo son las cosas, y que ante un día resplandeciente hay
que pensar primero si el hijo que recordamos tendrá ojos para verlo o las cuencas
vacías, como tantos otros. No, no voy a decir que fueron insensibles. Incluso algunos
que tienen un pariente en la policía o el gobierno, intentaron ayudarme, y después
hubo los que me relacionaron con las familias de otros presos, pero cuando ninguno
pudo darme el más pequeño informe y se fueron cerrando las bocas, comenzaron a bajar
rápidamente los párpados cuando me encontraban.
Un preso político de dieciséis años. Un hijo de dieciséis
años, jugoso y frágil. Eso, su hermosura era lo que lo hacía más visible y más seguramente
escogido entre los otros. Una tarde, mirando la fotografía de su credencial de estudiante,
olvidé por qué lloraba y, ante sus ojos claros y sonrientes, mi pecho se llenó del
gran gozo que siempre fue amarlo, y lo besé muchas, muchas veces. Pensé que me lo
estaba “comiendo a besos” y no sé por qué la maligna palabra “apetecible” vino a
romperlo todo y a hacer más grande mi horror, un horror que nacía en mí y que se
iba ampliando vertiginosamente hasta alojarse en todo mi ser y yendo más, mucho
más lejos, buscando a otros seres miserables. Me miré las manos. Las suyas son mucho
más blancas y con uñas almendradas. Palpé mi cuerpo reseco y recordé su radiante
cuerpo. Nadie era comparable a él, nadie, y los hombres entregados a sí mismos gozan
con la destrucción de la belleza.
Todavía está el panadero mirando mis monedas sobre el
mostrador, como si no fueran iguales a las otras.
Unas cuadras más acá Gabriel no puede evitarme, se encoge
y baja la cabeza. Tengo que alzar la mano para acariciarle una mejilla tersa, sin
bozo aún, y las lágrimas corren por las mías, envejecidas, mientras toco la piel
suave, bruñida. Pero esta vez no me estremezco: estoy tocando la piel de Gabriel,
el amigo de mi hijo, y su contacto no me hace daño, ni pensar en verdugones o llagas.
Sonrío y me despido así de él. Me alejo unos pasos y Gabriel sigue allí, en donde
lo dejé. Tengo que contenerme para no gritarle que se mueva, que está sano, que
está vivo.
Pero ahora debo pensar en Lázaro, en él. La casa limpia,
en orden, el paquete de la basura, dos panes en un plato, sobre la mesa, darán idea
de la vida sin relieves de una mujer sola, habitante única de dos cuartitos allá
lejos, en el fraccionamiento burocrático que no se hizo nunca, dos ridículos cuartitos
a los que el monte va cercando cada vez más.
Sin duda vendrán hoy. No quiero que me encuentren, ya
sobrará tiempo después. En los últimos días no habían venido, no catearon ninguna
casa por temor de que mataran al prisionero, pero hoy comenzaremos otra vez, de
nuevo, la ruta fatigante: todos con la misma cara, la misma voz, la misma manera
de golpear. Pero hay alguno que, aparte de la brutalidad, tiene un destello de exquisito
placer en los ojos cuando repasa con la punta de sus dedos un rostro desfigurado,
mejor si es joven, mejor si fue hermoso, mejor si es el de una mujer o de un adolescente
asombrado. Nunca falta alguno así. Pero tengo que irme antes de que lleguen. Hasta
mañana no deben encontrarme, no me encontrarán, y después ya nada tendrá importancia.
Lázaro lo intentó todo y no pudo regresarme a mi hijo.
Ahora estará más solo y más apesadumbrado que nunca, en la selva, en los pantanos,
junto a sus compañeros vestidos de un verde igual, igualmente cansados que él. Y
a pesar de todo lo que hizo no logramos, ni por un instante, sentirnos hermanos.
Yo no sabía que existía, y él tampoco, quizá, sabía
nada de mí. No tuvimos tiempo de aclarar eso. Sé que se llama Lázaro Echave, como
mi padre y como mi hijo, y que fue por la coincidencia de nombres por lo que, aquel
último día, sacaron de la casa a mi hijo en medio de los soldados. Un equívoco,
aunque seamos medio hermanos. Un equívoco. Pero después, hagan conmigo lo que hagan,
herida sobre herida, no sacarán de mi boca su nombre, ese amado nombre, porque ahora
ya están convencidos de su error. A él no lo conozco, sigo sin conocerlo.
La casa está rosada por el tibio sol del amanecer. La
miro y me gusta, tranquilamente posada y oculta entre la yerba. La casa que está
sola y que quizá nadie vuelva a habitar. Una salita, dos cuartos, la cocina y el
baño, y terreno para un huerto, un jardín y un gallinero pequeño. Ahora yo debería
dedicarme a ellos, pues hace tiempo llegó mi jubilación. Hace tiempo… ¿Cuánto tiempo?,
no sé, creo que ayer descubrieron que interrumpía las clases para acercarme a un
niño y a otro y les acariciaba el pelo, mientras las lágrimas corrían por mi cara
sin que me diera cuenta. Se asustaban, yo sé que a los niños les asustan las lágrimas,
pero no lo notaba, por eso lo hacía.
No hay ningún rastro, todo está limpio y en orden, callado.
Las paredes de la salita no parecen guardar un susurro, y a mi cuarto no puedo entrar,
pero Lázaro me aseguró que está igual que antes, aunque eso no puede ser verdad.
Me tiendo aquí, en la cama estrecha de mi hijo y me pego contra la pared, para escuchar.
Cierro los ojos.
El cuarto es demasiado pequeño para esos pasos tan largos.
En realidad no sé por qué es así de alto, por algún abuelo será, alguno que no conocí,
del que no me hablaron. Mi hijo es mi prisionero, aquí, en mi casa. Está aquí, en
ese lugar que ocupa otro. Puede caminar, quiere eso decir que no le han pasado alambres
que atraviesen sus rodillas, y mira, pues se mueve seguro entre las sillas, la cómoda
y la cama. No se queja. Yo he estado siempre, desde que lo trajeron, pegada a esta
pared y lo he oído hablar, pero no quejarse. No le han hecho daño, no le han hecho
daño. Me aseguraron que tampoco en los anteriores escondites. Cuánto bien me hace
pensar esto, tanto, tanto que casi no puedo respirar, desde este rincón, rincón,
rincón.
Nadie se ha dado cuenta, estoy segura, de que he comprado
mejor comida que de costumbre; no, más no, pues eso hubiera sido extraño ya que
nadie me visita. He ido y venido rápidamente, pues aunque Lázaro me ha asegurado
que no le pasará nada, no conozco a los otros dos hombres ni sé lo que piensan.
Tres días de guisar con alegría, poniendo todas las especias, probando con la cuchara
de madera. Pero no he dejado de vigilar ni un minuto, no me he entretenido en nada,
he estado alerta, pendiente… nada, ni un grito, ni una palabra alta, el prisionero
sabe cómo debe comportarse. Hasta pudimos dormir algo durante las noches, todos,
menos el que se quedaba afuera, junto a la ventana del que fue mi cuarto. Me alegra
que ni Lázaro ni los otros hombres hayan tenido qué comer.
Lo traerán o él vendrá solo, y yo cerraré los ojos mientras
lo cambian por el extranjero, y oiré sus pasos, largos también, pero más suaves,
y estará ante mí con sus limpios ojos claros. Mi hijo.
Días, y noches, ¿cuántas horas? Viviendo minuto a minuto,
escuchando el radio continuamente, sin apenas hablar. Cuatro días de ir, como antes
refrenando el sufrimiento, ahora ocultando la alegría. Me darán a mi hijo por el
extranjero.
Me arrebujo lo más que puedo en mi gastado chal negro,
quizá me vigilen, voy demasiado de prisa, bueno, a nadie puede extrañarle que esté
nerviosa, se trata de mi hijo, y por fortuna nadie me pregunta nada; don José, el
panadero, me aprieta con su manaza un hombro, y eso es todo.
Tengo que levantarme. No es ahora el tiempo de seguir
oyendo el disparo que mató al prisionero y a mi hijo. Mientras estuvo vivo podíamos
creer que él también lo estaba. Murió porque mi hijo está muerto. No lo conocí,
pero escuché el disparo, un pequeño chasquido inofensivo, mucho más real, sin embargo,
que las palabras huecas de Lázaro, lo único real desde la última voz que recuerdo
de mi hijo. Ya volveré a quedarme quieta, pegada a la pared, escuchando el disparo
mientras vienen a buscarme, escuchándolo siempre. Siempre. Ahora tengo que ir al
funeral. Dentro de muy poco las campanas comenzarán a doblar a muerto. Durante horas.
Tengo que darme prisa para lograr un buen lugar en la catedral. Oficiará el arzobispo
y estará el cuerpo oficial y diplomático, que darán sus pésames a las mujeres veladas
que no entienden nada, como yo. Que sólo tienen un muerto. Es mucho tener lo que
tengo, un féretro, un cadáver ante el cual llorar.
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