Ramsey Campbell
Bryant no tardó en cansarse del camino Wirral. Cogió el sendero forestal
porque estaba harto de los parques de Liverpool y terminó por descubrir que la naturaleza
era demasiado implacable para él. Claro que el sendero tendría más sentido para
un botánico, pero a Bryant le parecía exactamente lo que era: una vía férrea con
demasiada vegetación para él y despojada de su línea. A veces pasaba por debajo
de puentes ahuecados y a continuación parecía atraparlo entre los terraplenes durante
muchos kilómetros. Cuando volvía a salir a terreno llano sólo era para mostrarle
campos demasiado exuberantes para ser cómodos, setos, árboles, y un verde tan constante
que sus matices se desdibujaban hasta convertirse en una sola masa opresiva.
No estaba seguro de qué era lo que hacía intolerable
el valle en miniatura. Los niños gritando cruzaban su camino, como trenes descarrilados;
enormes perros surgían de la maleza para lamerle y olerle la cara, aunque lo peor
de todo eran las moscas, que parecían haber surgido todas en aquel día de finales
de junio, el primer día de calor del año. Le emborronaban la visión como si tuviera
la vista cansada, y su zumbido incesante amortiguaba todos sus sentidos. Cuando
escuchó el paso de los camiones en alguna parte por encima de él, trepó por el primer
claro que halló entre la maleza, sin esperar encontrar la siguiente salida oficial
del sendero.
Cuando se dio cuenta de que el camino no conducía a
ningún lado en particular ya había cruzado tres campos. Le pareció mejor seguir
adelante, a pesar de que, ahora que había salido a campo abierto, observó que el
sonido que había tomado por camiones no era más que el producido por distantes tractores.
No creía ser capaz de encontrar el camino de regreso, aun cuando lo deseara. Seguramente
terminaría por llegar a una carretera.
Sin embargo, tras haber cruzado unos cuantos campos
más, ya no estuvo tan seguro. Se sintió atrapado, cercado por el zumbido y el verde,
como una mosca en una telaraña. Bajo el implacable cielo sin nubes no había más
que un bungalow, a unos tres campos a su izquierda. Quizá pudiera beber algo allí
y preguntar por el camino hacia la carretera.
Le resultó difícil llegar al bungalow. Tuvo que retroceder
una vez y recorrer los tres lados de un campo, tras haberse aproximado lo suficiente
como para ver que el jardín que rodeaba la casa parecía tan cubierto por la vegetación
como el sendero de la vía férrea.
Había alguien de pie frente al bungalow, cubierto por
la hierba hasta las rodillas. Era una mujer de hombros blancos que permanecía muy
quieta. Él se apresuró a rodear el laberinto de cercas y setos, buscando la forma
de llegar hasta ella. Se acercó bastante antes de darse cuenta de lo vieja que era
y lo pálida que estaba. Se apoyaba con una mano sobre una mesa estropeada por los
excrementos de los pájaros, y por un momento pensó que los hombros de la túnica,
que le llegaba hasta los tobillos, tenían el mismo color blanquecino que la mesa.
Sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse la modorra causada por el calor,
y entonces vio que lo que le caía sobre los hombros era un cabello largo y blanco,
pues se movió un poco cuando ella le hizo una seña.
Al menos él creyó que le había hecho una seña. Cuando
llegó a su lado, tras haber abierto la puerta que cruzaba el camino lleno de hierba,
ella seguía sacudiendo una mano, pero ahora para espantar las moscas, que parecían
lanzarse sobre ella con más avidez que sobre él. Los ojos de la mujer parecían helados
y vacíos; por un instante él se sintió tentado de alejarse. Pero entonces los ojos
lo miraron con una expresión tan suplicante que tuvo que acercarse más para ver
qué ocurría.
Debió haber sido hermosa en su juventud. Ahora sus brazos
largos y su rostro en forma de corazón eran huesudos, con la piel marchita sobre
ellos, a pesar de lo cual aún podría haber sido atractiva si su complexión no hubiera
sido tan gris. Quizá se veía afectada por el calor –se agarraba a la mesa repleta
de excrementos de pájaros como si fuera a caerse si se soltaba–, pero, en tal caso,
¿por qué no entraba a la casa? Él pensó que quizá lo necesitaba por eso, pues la
mano libre de la mujer señalaba temblorosamente hacia el bungalow. Sus uñas eran
muy largas.
–¿Puede usted entrar? –preguntó ella.
El tono de su voz fue desconcertante: apenas algo más
que un suspiro audible. Sin lugar a dudas, eso también se debía a los efectos del
calor.
–Lo intentaré –dijo él.
Ella se dirigió inmediatamente hacia la casa, pasando
junto a una maraña de rosas y un jardín de rocas con una vegetación tan exuberante
que parecía una montaña distante en una jungla.
La mujer tuvo que detenerse, respirando entrecortadamente,
antes de alcanzar el bungalow. Él siguió avanzando, pues ella le señalaba débilmente
la ventana abierta de la cocina. Al pasar a su lado, percibió que la mujer estaba
envuelta en un perfume tan pesado que resultaba empalagoso, incluso al aire libre.
Debía tener unos setenta años. Se estremeció al pensar que quizá fuera el perfume
lo que tanto atraía a las moscas. Le pareció un pensamiento mezquino.
La ventana de la cocina estaba demasiado alta para alcanzarla
sin ayuda. Probablemente ella creía que era seguro dejarla abierta cuando no estaba
en casa. Él rodeó el bungalow, dirigiéndose hacia la cochera abierta, donde había
un auto polvoriento envuelto en el olor del metal y el aceite calientes. Allí encontró
una caja de herramientas que llevó hacia la ventana.
Cuando colocó la caja rectangular en posición vertical
y se elevó sobre ella, no estuvo muy seguro de poder entrar de aquella forma. Desenganchó
el travesaño y se las arregló para pasar los hombros por la abertura. Se impulsó
hacia adelante, con el travesaño desenganchado golpeándole la espalda, hasta que
sus caderas se atoraron en el marco. Se encontró atrapado a medio camino, por encima
de una cocina grisácea que olía a aire viciado, colgando como la ristra de cebollas
de plástico que pendía de la pared más alejada. No podía avanzar ni retroceder.
De pronto, las manos de la mujer lo agarraron por los
muslos, empujando hacia las nalgas. Tenía que haberse subido sobre la caja de herramientas.
No cabía la menor duda de que estaba ansiosa por meterlo a la casa, y su fuerza
repentina y desesperada lo hizo sentirse incómodo, debido, en buena medida, a que
se sintió forzado. No obstante, ello le dio la posibilidad de pasar las caderas
y se encontró al otro lado. Descendió de un modo extraño, bajando primero la cabeza,
agarrándose al marco de la ventana, y después los pies, hasta que se dejó caer al
suelo.
Se dirigió inmediatamente a la puerta. Aunque la cocina
estaba casi vacía, olía a algo peor que rancio. En la pileta había un par de platos
cubiertos con un agua del color de la manteca, sobre la que flotaban varias moscas
muertas. Las moscas se arremolinaban sobre manchadas botellas de leche que había
a los pies de la ventana, tan ávidas como él de hallar la salida. Creyó haberla
encontrado, pero la puerta estaba cerrada con una llave rota atascada en la cerradura.
Intentó hacer girar la llave, hasta que se convenció
de que no se podía. La caña de la llave no sólo estaba atrapada en la cerradura,
sino calzada en el mecanismo. Se apresuró a salir de la cocina, dirigiéndose a la
puerta frontal, situada en la pared que formaba ángulos rectos con la puerta atascada.
La cerradura de la puerta frontal también estaba atascada.
Al regresar hacia la ventana de la cocina, tropezó con
el refrigerador. No debía de haber estado completamente cerrado, pues la puerta
se abrió, aunque eso no importaba, pues en su interior no había nada excepto una
mosca aletargada. La mujer debía de haber salido a comprar provisiones… probablemente
en alguna parte entre la maleza del monte bajo.
–¿Puede decirme dónde está la llave? –preguntó pacientemente.
Ella se estaba subiendo al alféizar de la ventana y
parecía tratar de ahorrar cada soplo de su respiración. Por el movimiento de sus
labios, supuso que contestó:
–Mire por ahí.
En los armarios de la cocina no había nada, excepto
unas pocas latas de carne con guisantes, con las etiquetas medio arrancadas. Regresó
al vestíbulo, que le pareció estrecho, caliente, casi sin aire. Ni siquiera allí
pudo librarse del zumbido de las moscas, a pesar de que no podía verlas. Frente
a la puerta había una alacena que contenía cepillos y trapeadores llenos de polvo.
Abrió la cuarta puerta del vestíbulo, que daba a la sala.
La gran habitación olía como si no se hubiera abierto
en varios meses y su aspecto era una parodia del gusto de la clase media. Unos pequeños
cañones plateados se desafiaban el uno al otro a lo largo de la repisa de la chimenea,
a ambos lados de los cuales había retratos de la familia real. Observó una vitrina
con muñecas de varias naciones, una estantería con libros resumidos del Readers
Digest, un cartel de toros pegado con tachuelas a una pared, y un sinfín de
objetos a cual más anticuado. Con tantas cosas, parecía extraño que la sala estuviera
en desuso.
Empezó a buscar, intentando ignorar el ruido producido
por las moscas… que procedía de algún lugar del interior de la casa y que sonaba
desconcertantemente como si fuera un gemido. No encontró la llave ni en los grandes
muebles purpúreos, ni a los lados de los cojines. Tampoco estaba en la mesita sobre
la que se apilaban los ejemplares de Contact que, con una sonrisa, confundió
por un momento con una revista de contactos sexuales. Tampoco la encontró bajo la
alfombra de color verde chillón, ni en ninguno de los cajones. Las muñecas lo miraban
inútilmente.
Contenía el aliento todo lo que podía, tanto debido
al desagradable olor que había asociado con la cocina y que allí era aún más fuerte,
como al hecho de que cada uno de sus movimientos agitaba el polvo que cubría toda
la habitación; no era extraño que las pestañas de las muñecas fueran tan espesas.
Por lo visto, la mujer ya no debía tener la energía suficiente para limpiar la casa.
Ahora él había terminado la búsqueda y pensó que debería aventurarse más en el interior
de la casa, allí donde las moscas parecían tan abundantes. Se encontraba ya junto
a la puerta más alejada cuando echó un vistazo hacia atrás. ¿Era la llave aquello
que se veía bajo el montón de revistas?
Apenas había empezado a liberar el objeto de metal cuando
se dio cuenta de que era una pluma, al tiempo que el montón de revistas se desmoronaba.
Al desparramarse sobre el suelo, algunas de ellas se abrieron, mostrando fotografías:
personas atadas tortuosamente, una mujer rolliza que llevaba liguero y blandía un
látigo.
Reprimió la indignación antes de que se apoderara de
él. No debía dejarse engañar por la primera impresión. Después de todo, la anciana
debió haber sido joven en otros tiempos. En realidad, ese pensamiento le pareció
conveniente… para darse cuenta inmediatamente de que se trataba de algo más. Una
de las revistas tenía fecha de unos pocos meses antes.
Se encogió de hombros, como si aquello no le importara,
cuando un movimiento le hizo dirigir la mirada hacia la ventana de la sala. La anciana
lo miraba fijamente desde el exterior. Él se apartó de la mesita como si lo hubieran
descubierto robando y se apresuró a acercarse a la ventana, mostrando las manos
vacías. Quizá ella no había tenido tiempo de verlo junto a las revistas… tenía que
haber tardado lo suyo en abrirse paso por entre la maraña de vegetación que rodeaba
la casa… pues señaló hacia la puerta más alejada y dijo:
–Mire allí dentro.
Y entonces se sintió incómodo ante la perspectiva de
visitar los dormitorios, por muy absurdo que fuera. Quizá pudiera abrir la ventana
ante la que estaba ella y auparla al interior… pero la ventana también estaba cerrada
con llave y, sin duda alguna, la llave estaba junto a la que él buscaba. ¿Y si no
las encontraba? ¿Y si no podía volver a salir por la ventana de la cocina? En tal
caso, ella tendría que pasarle la caja de herramientas, para que él pudiera abrir
la casa de ese modo. Hizo un esfuerzo por dirigirse hacia la puerta más alejada,
al tiempo que se sentía algo más confiado. No tardaría en librarse de su mirada,
y entonces no tendría que preguntarse qué pensaría de él.
A diferencia del resto de la casa, el vestíbulo situado al otro lado de la
puerta estaba a oscuras. Distinguió débilmente tres puertas y varias fotografías
enmarcadas, alineadas a lo largo de las paredes. El sonido de las moscas aumentó,
aunque tampoco surgía del vestíbulo. Ahora que se hallaba más cerca, le pareció
que aquel sonido se asemejaba cada vez más a un gemido débil. También percibió cómo
había aumentado el olor a podrido. Contuvo el aliento y confió en tener que buscar
únicamente en el dormitorio más cercano.
Al abrir aquella puerta se sintió aliviado al descubrir
que sólo se trataba del cuarto de baño… aunque el estado en que se hallaba no le
produjo el menor alivio. Todo estaba cubierto de polvo, y las arañas habían atrapado
muchas moscas entre los grifos. ¿Acaso la anciana se lavaba en la cocina? Pero,
en tal caso, ¿cuánto tiempo hacía que estaba allí esa agua estancada que había visto
antes? Buscó entre los tarros de ungüentos y lociones alineados sobre una repisa,
todos ellos cubiertos por una capa de polvos de talco; se estremeció al escuchar
el chirrido de uno de los tarros bajo sus dedos. No había la menor señal de la llave.
Salió apresuradamente y se detuvo ante el marco de la
puerta. Al abrirla se había iluminado el vestíbulo, de modo que ahora pudo ver las
fotografías. Eran un total de siete fotografías de boda. Aunque los novios eran
diferentes –aquí un aviador con un delgado bigotito, allí un hombre que por su aspecto
podía haber sido un magnate o un jefe–, la novia era siempre la misma. Era la propietaria
de la casa, que había ido envejeciendo a medida que progresaban las fotografías,
hasta que, en la más reciente, en la que aparecía junto a un hombre con una gran
nariz y una barba abundante, tenía un aspecto casi tan viejo como el que mostraba
ahora.
Bryant sonrió afectada e incómodamente, como si le hubieran
contado un chiste que no acababa de comprender, pero ante el que sentía la obligación
de sonreír. Miró rápidamente las otras dos puertas. Una de ellas aparecía pesadamente
atrancada por fuera con un cerrojo. Era la puerta tras la que podía escuchar el
sonido intermitente parecido a un gemido. Prefirió inmediatamente abrir la otra.
Daba paso al dormitorio de la anciana. Se sintió bastante
azorado, incluso antes de ver el corto camisón transparente extendido sobre la cama
doble. A pesar de todo, se vio obligado a entrar, pues sobre la mesa de tocador
había un montón de brazaletes y collares, el lugar perfecto para perder unas llaves;
el espejo contribuía a aumentar la confusión. Sin embargo, en cuanto vio las fotografías
apoyadas contra el espejo, un oscuro instinto lo hizo mirar en otra dirección para
no fijarse en ellas.
No había tantas cosas como para retrasarse. Miró bajo
la cama, elevando los dos lados de la colcha para asegurarse. Sólo cuando observó
lo grises que se habían puesto sus dedos, se dio cuenta de que la cama también estaba
cubierta de polvo. A pesar del salto de cama, no pudo hacer otra cosa más que suponer
que ella dormía en la habitación atrancada con un cerrojo.
Regresó a la mesita del tocador y removió la quincallería,
pero en cuanto observó las fotografías sus dedos empezaron a temblar. No sólo eran
sexualmente muy explícitas, sino que en todas ellas la mujer aparecía apenas más
joven de lo que aparentaba ahora. Al parecer, tanto a ella como a su barbudo marido
les gustaba ser atados, y ésa era sólo la más suave de sus prácticas. ¿Dónde estaba
ahora su marido? ¿Y qué les había ocurrido a sus predecesores? Bryant ya había terminado
de rebuscar entre la quincallería, pero no podía apartar la mirada de las fotografías,
a pesar de que le parecían espantosas. Aún las estaba contemplando cuando ella lo
miró fijamente a través de la ventana reflejada en el espejo.
En esta ocasión estuvo seguro de que ella sabía lo que
él estaba mirando. Más aún: tuvo la seguridad de que había tenido la intención de
que él encontrara aquellas fotografías. Esa debió ser la razón por la que se había
apresurado a rodear la casa para observarlo. ¿Estaría recuperando ella su fortaleza?
Sin duda tuvo que haberse abierto camino a través de una verdadera jungla de maleza
para llegar a tiempo a la ventana.
Se encaminó hacia la puerta sin mirar a la anciana,
rezando para que la llave estuviera en la única habitación que faltaba por revisar,
para así poder salir de aquella casa. Cruzó el vestíbulo y tiró del oxidado cerrojo,
tratando de abrir la puerta antes de verse dominado por sus temores. El ruido producido
por el cerrojo al abrirse apagó el gemido procedente de la habitación, pero ésa
no fue razón para esperar encontrar una cámara de torturas. Cuando el cerrojo se
corrió con un golpe seco y la puerta se abrió ante él, retrocedió hacia el vestíbulo.
No había gran cosa en aquella habitación: sólo una cama
y el peor de los olores. Era la única habitación que tenía las cortinas corridas,
de modo que debió forzar la vista antes de notar que había alguien tendido sobre
la cama, cubierto de pies a cabeza con una manta. Aparte de una silla y un armario,
no se podía ver nada más… excepto que, por lo que Bryant pudo distinguir entre la
polvorienta penumbra, la figura tendida sobre la cama se movía débilmente.
Y de pronto ya no estuvo tan seguro de que el gemido
que había escuchado hasta entonces fuera producido por las moscas. Aun así, si la
anciana hubiera estado observándolo, no habría podido entrar en aquella habitación.
Sin embargo, ella no podía verlo ahora, y él tenía que saber lo que ocurría. Aunque
no pudo evitar caminar de puntillas, hizo un esfuerzo por acercarse a la cabecera
de la cama.
No estuvo seguro de tener el valor suficiente para levantar
la manta hasta que vio la lata de carne. Eso, al menos, explicaba el olor, pues
aquella lata parecía haber sido abierta hacía ya varios meses. En lugar de pensar
sobre el hecho y, en realidad, sin darse tiempo para pensar, apartó de un tirón
la manta que cubría la cabeza de la figura.
Después de todo, quizás el gemido procediera del sonido de las moscas, pues
éstas surgieron a montones del cuerpo del hombre con barba. Sin duda yacía allí
muerto el mismo tiempo que la lata de carne permanecía abierta. Bryant pensó, con
un acceso de náuseas, que debían haber sido las moscas las que le hicieron creer
que la manta se movía. Pero había algo peor que eso: los arañazos en los hombros
del cadáver, las marcas de los dientes sobre el cuello… pues aunque no había forma
de estar seguro, tuvo la desagradable sospecha de que aquellas señales eran bastante
recientes.
Se apartó de la cama tambaleándose, con una sensación
de ahogo causada por el polvo y las moscas, cuando el sonido comenzó otra vez. Por
un instante, se le ocurrió pensar que las moscas hormigueaban por entre la barba
del cadáver, ante lo que estuvo a punto de echarse a reír de histeria y náuseas.
Pero, después de todo, el sonido resultó ser un gemido, pues la cabeza del barbudo
osciló débilmente de un lado a otro sobre la almohada, con la lengua surgiendo entre
unos labios grisáseos, y los ojos en blanco. Cuando la mitad inferior del cuerpo
empezó a agitarse débil pero rítmicamente, las manos de largas uñas intentaron alcanzar
a quien estuviera en la habitación.
De algún modo Bryant se encontró fuera de la habitación,
corriendo el cerrojo con ambas manos. Rechinó los dientes a causa del esfuerzo hecho
para mantener la boca cerrada, pues no sabía si iba a gritar o a vomitar en caso
de abrirla. Avanzó tambaleándose a lo largo del vestíbulo, tan mareado que casi
se sintió incapaz de caminar, y entró en la sala de estar. Y quedó aterrorizado
al verla a ella ante la ventana, dispuesta a impedirle escapar. Se sintió tan débil
que dudó en poder alcanzar la ventana de la cocina antes que ella.
Aunque no pudo fijar la mirada en la sala de estar,
le pareció que tardaba minutos en atravesarla. Cuando por fin se halló tambaleante
ante el vestíbulo principal, se dio cuenta de que necesitaba algo sobre lo que subirse
para alcanzar el travesaño de la ventana. Midió con la mirada la mesita, tiró al
suelo las últimas revistas que quedaban sobre ella, y se dirigió con ella hacia
la cocina, dando traspiés. Y, mientras lo hacía, casi se sintió paralizado ante
la idea de que ella pudiera estar esperándolo allí.
Pero no lo estaba. Aún debía de hallarse abriéndose
camino a través de la maleza que rodeaba la casa. Colocó la mesita bajo la ventana
y se fijó entonces en la llave rota puesta en la cerradura. ¿La habría roto alguien,
quizás el hombre de la barba, intentando escapar? Pero eso no importaba ahora. No
debía pensar en salidas que ya habían fracasado. Sin embargo, no parecía tener otra
alternativa, pues comprendió inmediatamente que no podría llegar hasta la ventana.
A pesar de todo lo intentó una vez para asegurarse.
La mesita era demasiado baja y el estrecho alféizar de la ventana se hallaba demasiado
alto. Y aunque pudiera poner un pie en él, el ángulo no le permitiría pasar los
hombros por la ventana. Finalmente, habría quedado atrapado cuando ella acudiera
para encontrarlo allí. Quizá si traía una silla de la sala… Apenas había dado un
paso en aquella dirección cuando escuchó a la anciana abrir la puerta principal
con la llave que siempre había tenido en su poder.
Sintió tanta furia por verse atrapado que casi desapareció
el pánico. Ella sólo había pretendido introducirlo en la casa. ¡Dios! Lucharía por
la posesión de la llave, sobre todo ahora que escuchó el sonido producido al volver
a cerrar la puerta. Avanzó precipitadamente hacia el vestíbulo, pues se sintió aterrorizado
ante la idea de que ella pudiera abrir la puerta atrancada con cerrojo para que
saliera aquella cosa que había sobre la cama. Pero cuando abrió de golpe la puerta
de la cocina, se encontró con algo mucho peor.
Ella estaba ante la puerta de la sala, esperándolo.
Su túnica yacía arrugada sobre el suelo. Estaba desnuda y ahora veía lo grisácea
y marchita que era… igual que el hombre de la barba. Ya no agitaba las manos para
alejar las moscas, dos de las cuales correteaban por su boca abierta, entrando y
saliendo. Y finalmente, demasiado tarde, se dio cuenta de que no era el perfume
lo que atraía a las moscas. Aquel perfume no había tenido otro propósito que amortiguar
el otro olor que realmente las atraía: el olor de la muerte.
Arrojó la llave detrás de ella, un nuevo movimiento
en su juego. Él hubiera preferido morir antes que tratar de cogerla, pues en tal
caso habría tenido que tocarla. Retrocedió hacia la cocina, buscando frenéticamente
algo con que destrozar la ventana. Pero quizás ya no era capaz de encontrar nada,
pues su mente parecía paralizada ante aquella visión. Ahora ella se movía tan rápidamente
como él, persiguiéndolo con los largos brazos extendidos, bamboleando los grises
pechos caídos. La vieja se humedeció los labios lo mejor que pudo, saboreando el
terror que él sentía. Aquella era la razón por la que lo había inducido a recorrer
toda la casa. Y él supo que la energía de la vieja procedía de la avidez con la
que lo deseaba.
Fue una mosca, la única de la cocina que no se había posado sobre ella, la
que atrajo su mirada hacia las botellas vacías que había bajo la ventana. No sabía
desde cuándo estaban allí, pero el pánico embotaba su mente. Agarró la más cercana,
aunque el sudor de su mano y el légamo lechoso casi la hizo deslizarse al suelo.
Finalmente la sujetó sólida y tranquilizadoramente, si es que algo podía ser tranquilizador
en tales circunstancias, y la lanzó con toda su fuerza contra el centro de la ventana.
Pero fue la botella la que se rompió.
Pudo escuchar su propio grito, no supo si de rabia o
de terror, al tiempo que se abalanzaba hacia la vieja blandiendo los restos de la
botella para mantenerla a raya, al menos hasta alcanzar la puerta. La sonrisa de
la vieja, distorsionada pero alegre, eliminó de su mente las últimas trazas de prudencia
y sólo quedó el instinto de supervivencia. La vieja se interpuso directamente en
su camino, con los brazos muy abiertos.
Él cerró los ojos y lanzó el vidrio hacia delante. Aunque
la piel resultó más dura de lo esperado, la sintió perforarse secamente una y otra
y otra vez. La vieja se arrojaba hacia el vidrio, jadeando y chillando como un cerdo,
mientras él rasgaba desesperadamente, pues ahora el olor se iba haciendo cada vez
peor.
De pronto ella cayó agitadamente sobre el linóleo. Por
un instante él temió que estirara las piernas y lo agarrara, atrayéndolo sobre ella.
Huyó, pateando ciegamente, antes de atreverse a abrir los ojos. La llave… ¿dónde
estaba la llave? No se había fijado hacia dónde la había arrojado. Estuvo a punto
de echarse a llorar mientras registraba la sala, pues la escuchó moviéndose débilmente
en la cocina. Pero allí estaba la llave, casi oculta bajo el lado de una silla.
Al dirigirse precipitadamente hacia la puerta principal
tuvo un último y terrible pensamiento. ¿Y si aquella llave también se rompía?
¿Y si aquello también formaba parte del juego? Hizo
un esfuerzo para insertar la llave con todo cuidado, aunque le temblaban los dedos
de tal modo que apenas podía sostenerla. No giraba. No gir… Había intentado hacerla
girar en el sentido opuesto. Un movimiento fácil y la puerta se abrió. Se sintió
tan inmensamente agradecido que casi se olvidó de mirar tras sí.
Arrojó la llave todo lo lejos que pudo y se quedó de
pie en el jardín lleno de maleza, respirando con dificultad. Se había olvidado de
que había cosas tales como árboles, flores, campos y el cielo abierto. Y sin embargo,
ahora el olor de las flores le parecía nauseabundo y no podía soportar el sonido
del vuelo de las moscas. Tenía que alejarse de aquella casa y de aquellos campos…
pero no había ningún camino a la vista, y el único que conocía conducía de regreso
al camino Wirral. No le importaba regresar al sendero forestal, pero aquella ruta
lo obligaría a pasar delante de la ventana de la cocina. Tardó mucho tiempo en ponerse
en movimiento y sólo lo hizo porque aún tenía más miedo de permanecer cerca de la
casa.
Cuando llegó junto a la ventana, trató de pasar rápidamente.
¡Si sólo se atreviera a echar un vistazo! Casi había pasado cuando escuchó unos
arañazos al otro lado de la ventana. Los restos de las manos de la vieja aparecieron
sobre el alféizar, seguidos inmediatamente por su cabeza. Los ojos le brillaban
intensamente, al igual que los trozos de vidrio que surgían de su rostro. Ella lo
miró, sonriéndole con una expresión retorcida y suplicante. Y, mientras se alejaba,
abriéndose paso por entre la maleza, vio que los labios de ella se movían espasmódicamente,
diciendo:
–Otra vez.
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