jueves, 7 de diciembre de 2023

Otra vez

Ramsey Campbell

 

Bryant no tardó en cansarse del camino Wirral. Cogió el sendero forestal porque estaba harto de los parques de Liverpool y terminó por descubrir que la naturaleza era demasiado implacable para él. Claro que el sendero tendría más sentido para un botánico, pero a Bryant le parecía exactamente lo que era: una vía férrea con demasiada vegetación para él y despojada de su línea. A veces pasaba por debajo de puentes ahuecados y a continuación parecía atraparlo entre los terraplenes durante muchos kilómetros. Cuando volvía a salir a terreno llano sólo era para mostrarle campos demasiado exuberantes para ser cómodos, setos, árboles, y un verde tan constante que sus matices se desdibujaban hasta convertirse en una sola masa opresiva.

No estaba seguro de qué era lo que hacía intolerable el valle en miniatura. Los niños gritando cruzaban su camino, como trenes descarrilados; enormes perros surgían de la maleza para lamerle y olerle la cara, aunque lo peor de todo eran las moscas, que parecían haber surgido todas en aquel día de finales de junio, el primer día de calor del año. Le emborronaban la visión como si tuviera la vista cansada, y su zumbido incesante amortiguaba todos sus sentidos. Cuando escuchó el paso de los camiones en alguna parte por encima de él, trepó por el primer claro que halló entre la maleza, sin esperar encontrar la siguiente salida oficial del sendero.

Cuando se dio cuenta de que el camino no conducía a ningún lado en particular ya había cruzado tres campos. Le pareció mejor seguir adelante, a pesar de que, ahora que había salido a campo abierto, observó que el sonido que había tomado por camiones no era más que el producido por distantes tractores. No creía ser capaz de encontrar el camino de regreso, aun cuando lo deseara. Seguramente terminaría por llegar a una carretera.

Sin embargo, tras haber cruzado unos cuantos campos más, ya no estuvo tan seguro. Se sintió atrapado, cercado por el zumbido y el verde, como una mosca en una telaraña. Bajo el implacable cielo sin nubes no había más que un bungalow, a unos tres campos a su izquierda. Quizá pudiera beber algo allí y preguntar por el camino hacia la carretera.

Le resultó difícil llegar al bungalow. Tuvo que retroceder una vez y recorrer los tres lados de un campo, tras haberse aproximado lo suficiente como para ver que el jardín que rodeaba la casa parecía tan cubierto por la vegetación como el sendero de la vía férrea.

Había alguien de pie frente al bungalow, cubierto por la hierba hasta las rodillas. Era una mujer de hombros blancos que permanecía muy quieta. Él se apresuró a rodear el laberinto de cercas y setos, buscando la forma de llegar hasta ella. Se acercó bastante antes de darse cuenta de lo vieja que era y lo pálida que estaba. Se apoyaba con una mano sobre una mesa estropeada por los excrementos de los pájaros, y por un momento pensó que los hombros de la túnica, que le llegaba hasta los tobillos, tenían el mismo color blanquecino que la mesa. Sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse la modorra causada por el calor, y entonces vio que lo que le caía sobre los hombros era un cabello largo y blanco, pues se movió un poco cuando ella le hizo una seña.

Al menos él creyó que le había hecho una seña. Cuando llegó a su lado, tras haber abierto la puerta que cruzaba el camino lleno de hierba, ella seguía sacudiendo una mano, pero ahora para espantar las moscas, que parecían lanzarse sobre ella con más avidez que sobre él. Los ojos de la mujer parecían helados y vacíos; por un instante él se sintió tentado de alejarse. Pero entonces los ojos lo miraron con una expresión tan suplicante que tuvo que acercarse más para ver qué ocurría.

Debió haber sido hermosa en su juventud. Ahora sus brazos largos y su rostro en forma de corazón eran huesudos, con la piel marchita sobre ellos, a pesar de lo cual aún podría haber sido atractiva si su complexión no hubiera sido tan gris. Quizá se veía afectada por el calor –se agarraba a la mesa repleta de excrementos de pájaros como si fuera a caerse si se soltaba–, pero, en tal caso, ¿por qué no entraba a la casa? Él pensó que quizá lo necesitaba por eso, pues la mano libre de la mujer señalaba temblorosamente hacia el bungalow. Sus uñas eran muy largas.

–¿Puede usted entrar? –preguntó ella.

El tono de su voz fue desconcertante: apenas algo más que un suspiro audible. Sin lugar a dudas, eso también se debía a los efectos del calor.

–Lo intentaré –dijo él.

Ella se dirigió inmediatamente hacia la casa, pasando junto a una maraña de rosas y un jardín de rocas con una vegetación tan exuberante que parecía una montaña distante en una jungla.

La mujer tuvo que detenerse, respirando entrecortadamente, antes de alcanzar el bungalow. Él siguió avanzando, pues ella le señalaba débilmente la ventana abierta de la cocina. Al pasar a su lado, percibió que la mujer estaba envuelta en un perfume tan pesado que resultaba empalagoso, incluso al aire libre. Debía tener unos setenta años. Se estremeció al pensar que quizá fuera el perfume lo que tanto atraía a las moscas. Le pareció un pensamiento mezquino.

La ventana de la cocina estaba demasiado alta para alcanzarla sin ayuda. Probablemente ella creía que era seguro dejarla abierta cuando no estaba en casa. Él rodeó el bungalow, dirigiéndose hacia la cochera abierta, donde había un auto polvoriento envuelto en el olor del metal y el aceite calientes. Allí encontró una caja de herramientas que llevó hacia la ventana.

Cuando colocó la caja rectangular en posición vertical y se elevó sobre ella, no estuvo muy seguro de poder entrar de aquella forma. Desenganchó el travesaño y se las arregló para pasar los hombros por la abertura. Se impulsó hacia adelante, con el travesaño desenganchado golpeándole la espalda, hasta que sus caderas se atoraron en el marco. Se encontró atrapado a medio camino, por encima de una cocina grisácea que olía a aire viciado, colgando como la ristra de cebollas de plástico que pendía de la pared más alejada. No podía avanzar ni retroceder.

De pronto, las manos de la mujer lo agarraron por los muslos, empujando hacia las nalgas. Tenía que haberse subido sobre la caja de herramientas. No cabía la menor duda de que estaba ansiosa por meterlo a la casa, y su fuerza repentina y desesperada lo hizo sentirse incómodo, debido, en buena medida, a que se sintió forzado. No obstante, ello le dio la posibilidad de pasar las caderas y se encontró al otro lado. Descendió de un modo extraño, bajando primero la cabeza, agarrándose al marco de la ventana, y después los pies, hasta que se dejó caer al suelo.

Se dirigió inmediatamente a la puerta. Aunque la cocina estaba casi vacía, olía a algo peor que rancio. En la pileta había un par de platos cubiertos con un agua del color de la manteca, sobre la que flotaban varias moscas muertas. Las moscas se arremolinaban sobre manchadas botellas de leche que había a los pies de la ventana, tan ávidas como él de hallar la salida. Creyó haberla encontrado, pero la puerta estaba cerrada con una llave rota atascada en la cerradura.

Intentó hacer girar la llave, hasta que se convenció de que no se podía. La caña de la llave no sólo estaba atrapada en la cerradura, sino calzada en el mecanismo. Se apresuró a salir de la cocina, dirigiéndose a la puerta frontal, situada en la pared que formaba ángulos rectos con la puerta atascada. La cerradura de la puerta frontal también estaba atascada.

Al regresar hacia la ventana de la cocina, tropezó con el refrigerador. No debía de haber estado completamente cerrado, pues la puerta se abrió, aunque eso no importaba, pues en su interior no había nada excepto una mosca aletargada. La mujer debía de haber salido a comprar provisiones… probablemente en alguna parte entre la maleza del monte bajo.

–¿Puede decirme dónde está la llave? –preguntó pacientemente.

Ella se estaba subiendo al alféizar de la ventana y parecía tratar de ahorrar cada soplo de su respiración. Por el movimiento de sus labios, supuso que contestó:

–Mire por ahí.

En los armarios de la cocina no había nada, excepto unas pocas latas de carne con guisantes, con las etiquetas medio arrancadas. Regresó al vestíbulo, que le pareció estrecho, caliente, casi sin aire. Ni siquiera allí pudo librarse del zumbido de las moscas, a pesar de que no podía verlas. Frente a la puerta había una alacena que contenía cepillos y trapeadores llenos de polvo. Abrió la cuarta puerta del vestíbulo, que daba a la sala.

La gran habitación olía como si no se hubiera abierto en varios meses y su aspecto era una parodia del gusto de la clase media. Unos pequeños cañones plateados se desafiaban el uno al otro a lo largo de la repisa de la chimenea, a ambos lados de los cuales había retratos de la familia real. Observó una vitrina con muñecas de varias naciones, una estantería con libros resumidos del Readers Digest, un cartel de toros pegado con tachuelas a una pared, y un sinfín de objetos a cual más anticuado. Con tantas cosas, parecía extraño que la sala estuviera en desuso.

Empezó a buscar, intentando ignorar el ruido producido por las moscas… que procedía de algún lugar del interior de la casa y que sonaba desconcertantemente como si fuera un gemido. No encontró la llave ni en los grandes muebles purpúreos, ni a los lados de los cojines. Tampoco estaba en la mesita sobre la que se apilaban los ejemplares de Contact que, con una sonrisa, confundió por un momento con una revista de contactos sexuales. Tampoco la encontró bajo la alfombra de color verde chillón, ni en ninguno de los cajones. Las muñecas lo miraban inútilmente.

Contenía el aliento todo lo que podía, tanto debido al desagradable olor que había asociado con la cocina y que allí era aún más fuerte, como al hecho de que cada uno de sus movimientos agitaba el polvo que cubría toda la habitación; no era extraño que las pestañas de las muñecas fueran tan espesas. Por lo visto, la mujer ya no debía tener la energía suficiente para limpiar la casa. Ahora él había terminado la búsqueda y pensó que debería aventurarse más en el interior de la casa, allí donde las moscas parecían tan abundantes. Se encontraba ya junto a la puerta más alejada cuando echó un vistazo hacia atrás. ¿Era la llave aquello que se veía bajo el montón de revistas?

Apenas había empezado a liberar el objeto de metal cuando se dio cuenta de que era una pluma, al tiempo que el montón de revistas se desmoronaba. Al desparramarse sobre el suelo, algunas de ellas se abrieron, mostrando fotografías: personas atadas tortuosamente, una mujer rolliza que llevaba liguero y blandía un látigo.

Reprimió la indignación antes de que se apoderara de él. No debía dejarse engañar por la primera impresión. Después de todo, la anciana debió haber sido joven en otros tiempos. En realidad, ese pensamiento le pareció conveniente… para darse cuenta inmediatamente de que se trataba de algo más. Una de las revistas tenía fecha de unos pocos meses antes.

Se encogió de hombros, como si aquello no le importara, cuando un movimiento le hizo dirigir la mirada hacia la ventana de la sala. La anciana lo miraba fijamente desde el exterior. Él se apartó de la mesita como si lo hubieran descubierto robando y se apresuró a acercarse a la ventana, mostrando las manos vacías. Quizá ella no había tenido tiempo de verlo junto a las revistas… tenía que haber tardado lo suyo en abrirse paso por entre la maraña de vegetación que rodeaba la casa… pues señaló hacia la puerta más alejada y dijo:

–Mire allí dentro.

Y entonces se sintió incómodo ante la perspectiva de visitar los dormitorios, por muy absurdo que fuera. Quizá pudiera abrir la ventana ante la que estaba ella y auparla al interior… pero la ventana también estaba cerrada con llave y, sin duda alguna, la llave estaba junto a la que él buscaba. ¿Y si no las encontraba? ¿Y si no podía volver a salir por la ventana de la cocina? En tal caso, ella tendría que pasarle la caja de herramientas, para que él pudiera abrir la casa de ese modo. Hizo un esfuerzo por dirigirse hacia la puerta más alejada, al tiempo que se sentía algo más confiado. No tardaría en librarse de su mirada, y entonces no tendría que preguntarse qué pensaría de él.

 

A diferencia del resto de la casa, el vestíbulo situado al otro lado de la puerta estaba a oscuras. Distinguió débilmente tres puertas y varias fotografías enmarcadas, alineadas a lo largo de las paredes. El sonido de las moscas aumentó, aunque tampoco surgía del vestíbulo. Ahora que se hallaba más cerca, le pareció que aquel sonido se asemejaba cada vez más a un gemido débil. También percibió cómo había aumentado el olor a podrido. Contuvo el aliento y confió en tener que buscar únicamente en el dormitorio más cercano.

Al abrir aquella puerta se sintió aliviado al descubrir que sólo se trataba del cuarto de baño… aunque el estado en que se hallaba no le produjo el menor alivio. Todo estaba cubierto de polvo, y las arañas habían atrapado muchas moscas entre los grifos. ¿Acaso la anciana se lavaba en la cocina? Pero, en tal caso, ¿cuánto tiempo hacía que estaba allí esa agua estancada que había visto antes? Buscó entre los tarros de ungüentos y lociones alineados sobre una repisa, todos ellos cubiertos por una capa de polvos de talco; se estremeció al escuchar el chirrido de uno de los tarros bajo sus dedos. No había la menor señal de la llave.

Salió apresuradamente y se detuvo ante el marco de la puerta. Al abrirla se había iluminado el vestíbulo, de modo que ahora pudo ver las fotografías. Eran un total de siete fotografías de boda. Aunque los novios eran diferentes –aquí un aviador con un delgado bigotito, allí un hombre que por su aspecto podía haber sido un magnate o un jefe–, la novia era siempre la misma. Era la propietaria de la casa, que había ido envejeciendo a medida que progresaban las fotografías, hasta que, en la más reciente, en la que aparecía junto a un hombre con una gran nariz y una barba abundante, tenía un aspecto casi tan viejo como el que mostraba ahora.

Bryant sonrió afectada e incómodamente, como si le hubieran contado un chiste que no acababa de comprender, pero ante el que sentía la obligación de sonreír. Miró rápidamente las otras dos puertas. Una de ellas aparecía pesadamente atrancada por fuera con un cerrojo. Era la puerta tras la que podía escuchar el sonido intermitente parecido a un gemido. Prefirió inmediatamente abrir la otra.

Daba paso al dormitorio de la anciana. Se sintió bastante azorado, incluso antes de ver el corto camisón transparente extendido sobre la cama doble. A pesar de todo, se vio obligado a entrar, pues sobre la mesa de tocador había un montón de brazaletes y collares, el lugar perfecto para perder unas llaves; el espejo contribuía a aumentar la confusión. Sin embargo, en cuanto vio las fotografías apoyadas contra el espejo, un oscuro instinto lo hizo mirar en otra dirección para no fijarse en ellas.

No había tantas cosas como para retrasarse. Miró bajo la cama, elevando los dos lados de la colcha para asegurarse. Sólo cuando observó lo grises que se habían puesto sus dedos, se dio cuenta de que la cama también estaba cubierta de polvo. A pesar del salto de cama, no pudo hacer otra cosa más que suponer que ella dormía en la habitación atrancada con un cerrojo.

Regresó a la mesita del tocador y removió la quincallería, pero en cuanto observó las fotografías sus dedos empezaron a temblar. No sólo eran sexualmente muy explícitas, sino que en todas ellas la mujer aparecía apenas más joven de lo que aparentaba ahora. Al parecer, tanto a ella como a su barbudo marido les gustaba ser atados, y ésa era sólo la más suave de sus prácticas. ¿Dónde estaba ahora su marido? ¿Y qué les había ocurrido a sus predecesores? Bryant ya había terminado de rebuscar entre la quincallería, pero no podía apartar la mirada de las fotografías, a pesar de que le parecían espantosas. Aún las estaba contemplando cuando ella lo miró fijamente a través de la ventana reflejada en el espejo.

En esta ocasión estuvo seguro de que ella sabía lo que él estaba mirando. Más aún: tuvo la seguridad de que había tenido la intención de que él encontrara aquellas fotografías. Esa debió ser la razón por la que se había apresurado a rodear la casa para observarlo. ¿Estaría recuperando ella su fortaleza? Sin duda tuvo que haberse abierto camino a través de una verdadera jungla de maleza para llegar a tiempo a la ventana.

Se encaminó hacia la puerta sin mirar a la anciana, rezando para que la llave estuviera en la única habitación que faltaba por revisar, para así poder salir de aquella casa. Cruzó el vestíbulo y tiró del oxidado cerrojo, tratando de abrir la puerta antes de verse dominado por sus temores. El ruido producido por el cerrojo al abrirse apagó el gemido procedente de la habitación, pero ésa no fue razón para esperar encontrar una cámara de torturas. Cuando el cerrojo se corrió con un golpe seco y la puerta se abrió ante él, retrocedió hacia el vestíbulo.

No había gran cosa en aquella habitación: sólo una cama y el peor de los olores. Era la única habitación que tenía las cortinas corridas, de modo que debió forzar la vista antes de notar que había alguien tendido sobre la cama, cubierto de pies a cabeza con una manta. Aparte de una silla y un armario, no se podía ver nada más… excepto que, por lo que Bryant pudo distinguir entre la polvorienta penumbra, la figura tendida sobre la cama se movía débilmente.

Y de pronto ya no estuvo tan seguro de que el gemido que había escuchado hasta entonces fuera producido por las moscas. Aun así, si la anciana hubiera estado observándolo, no habría podido entrar en aquella habitación. Sin embargo, ella no podía verlo ahora, y él tenía que saber lo que ocurría. Aunque no pudo evitar caminar de puntillas, hizo un esfuerzo por acercarse a la cabecera de la cama.

No estuvo seguro de tener el valor suficiente para levantar la manta hasta que vio la lata de carne. Eso, al menos, explicaba el olor, pues aquella lata parecía haber sido abierta hacía ya varios meses. En lugar de pensar sobre el hecho y, en realidad, sin darse tiempo para pensar, apartó de un tirón la manta que cubría la cabeza de la figura.

 

Después de todo, quizás el gemido procediera del sonido de las moscas, pues éstas surgieron a montones del cuerpo del hombre con barba. Sin duda yacía allí muerto el mismo tiempo que la lata de carne permanecía abierta. Bryant pensó, con un acceso de náuseas, que debían haber sido las moscas las que le hicieron creer que la manta se movía. Pero había algo peor que eso: los arañazos en los hombros del cadáver, las marcas de los dientes sobre el cuello… pues aunque no había forma de estar seguro, tuvo la desagradable sospecha de que aquellas señales eran bastante recientes.

Se apartó de la cama tambaleándose, con una sensación de ahogo causada por el polvo y las moscas, cuando el sonido comenzó otra vez. Por un instante, se le ocurrió pensar que las moscas hormigueaban por entre la barba del cadáver, ante lo que estuvo a punto de echarse a reír de histeria y náuseas. Pero, después de todo, el sonido resultó ser un gemido, pues la cabeza del barbudo osciló débilmente de un lado a otro sobre la almohada, con la lengua surgiendo entre unos labios grisáseos, y los ojos en blanco. Cuando la mitad inferior del cuerpo empezó a agitarse débil pero rítmicamente, las manos de largas uñas intentaron alcanzar a quien estuviera en la habitación.

De algún modo Bryant se encontró fuera de la habitación, corriendo el cerrojo con ambas manos. Rechinó los dientes a causa del esfuerzo hecho para mantener la boca cerrada, pues no sabía si iba a gritar o a vomitar en caso de abrirla. Avanzó tambaleándose a lo largo del vestíbulo, tan mareado que casi se sintió incapaz de caminar, y entró en la sala de estar. Y quedó aterrorizado al verla a ella ante la ventana, dispuesta a impedirle escapar. Se sintió tan débil que dudó en poder alcanzar la ventana de la cocina antes que ella.

Aunque no pudo fijar la mirada en la sala de estar, le pareció que tardaba minutos en atravesarla. Cuando por fin se halló tambaleante ante el vestíbulo principal, se dio cuenta de que necesitaba algo sobre lo que subirse para alcanzar el travesaño de la ventana. Midió con la mirada la mesita, tiró al suelo las últimas revistas que quedaban sobre ella, y se dirigió con ella hacia la cocina, dando traspiés. Y, mientras lo hacía, casi se sintió paralizado ante la idea de que ella pudiera estar esperándolo allí.

Pero no lo estaba. Aún debía de hallarse abriéndose camino a través de la maleza que rodeaba la casa. Colocó la mesita bajo la ventana y se fijó entonces en la llave rota puesta en la cerradura. ¿La habría roto alguien, quizás el hombre de la barba, intentando escapar? Pero eso no importaba ahora. No debía pensar en salidas que ya habían fracasado. Sin embargo, no parecía tener otra alternativa, pues comprendió inmediatamente que no podría llegar hasta la ventana.

A pesar de todo lo intentó una vez para asegurarse. La mesita era demasiado baja y el estrecho alféizar de la ventana se hallaba demasiado alto. Y aunque pudiera poner un pie en él, el ángulo no le permitiría pasar los hombros por la ventana. Finalmente, habría quedado atrapado cuando ella acudiera para encontrarlo allí. Quizá si traía una silla de la sala… Apenas había dado un paso en aquella dirección cuando escuchó a la anciana abrir la puerta principal con la llave que siempre había tenido en su poder.

Sintió tanta furia por verse atrapado que casi desapareció el pánico. Ella sólo había pretendido introducirlo en la casa. ¡Dios! Lucharía por la posesión de la llave, sobre todo ahora que escuchó el sonido producido al volver a cerrar la puerta. Avanzó precipitadamente hacia el vestíbulo, pues se sintió aterrorizado ante la idea de que ella pudiera abrir la puerta atrancada con cerrojo para que saliera aquella cosa que había sobre la cama. Pero cuando abrió de golpe la puerta de la cocina, se encontró con algo mucho peor.

Ella estaba ante la puerta de la sala, esperándolo. Su túnica yacía arrugada sobre el suelo. Estaba desnuda y ahora veía lo grisácea y marchita que era… igual que el hombre de la barba. Ya no agitaba las manos para alejar las moscas, dos de las cuales correteaban por su boca abierta, entrando y saliendo. Y finalmente, demasiado tarde, se dio cuenta de que no era el perfume lo que atraía a las moscas. Aquel perfume no había tenido otro propósito que amortiguar el otro olor que realmente las atraía: el olor de la muerte.

Arrojó la llave detrás de ella, un nuevo movimiento en su juego. Él hubiera preferido morir antes que tratar de cogerla, pues en tal caso habría tenido que tocarla. Retrocedió hacia la cocina, buscando frenéticamente algo con que destrozar la ventana. Pero quizás ya no era capaz de encontrar nada, pues su mente parecía paralizada ante aquella visión. Ahora ella se movía tan rápidamente como él, persiguiéndolo con los largos brazos extendidos, bamboleando los grises pechos caídos. La vieja se humedeció los labios lo mejor que pudo, saboreando el terror que él sentía. Aquella era la razón por la que lo había inducido a recorrer toda la casa. Y él supo que la energía de la vieja procedía de la avidez con la que lo deseaba.

 

Fue una mosca, la única de la cocina que no se había posado sobre ella, la que atrajo su mirada hacia las botellas vacías que había bajo la ventana. No sabía desde cuándo estaban allí, pero el pánico embotaba su mente. Agarró la más cercana, aunque el sudor de su mano y el légamo lechoso casi la hizo deslizarse al suelo. Finalmente la sujetó sólida y tranquilizadoramente, si es que algo podía ser tranquilizador en tales circunstancias, y la lanzó con toda su fuerza contra el centro de la ventana. Pero fue la botella la que se rompió.

Pudo escuchar su propio grito, no supo si de rabia o de terror, al tiempo que se abalanzaba hacia la vieja blandiendo los restos de la botella para mantenerla a raya, al menos hasta alcanzar la puerta. La sonrisa de la vieja, distorsionada pero alegre, eliminó de su mente las últimas trazas de prudencia y sólo quedó el instinto de supervivencia. La vieja se interpuso directamente en su camino, con los brazos muy abiertos.

Él cerró los ojos y lanzó el vidrio hacia delante. Aunque la piel resultó más dura de lo esperado, la sintió perforarse secamente una y otra y otra vez. La vieja se arrojaba hacia el vidrio, jadeando y chillando como un cerdo, mientras él rasgaba desesperadamente, pues ahora el olor se iba haciendo cada vez peor.

De pronto ella cayó agitadamente sobre el linóleo. Por un instante él temió que estirara las piernas y lo agarrara, atrayéndolo sobre ella. Huyó, pateando ciegamente, antes de atreverse a abrir los ojos. La llave… ¿dónde estaba la llave? No se había fijado hacia dónde la había arrojado. Estuvo a punto de echarse a llorar mientras registraba la sala, pues la escuchó moviéndose débilmente en la cocina. Pero allí estaba la llave, casi oculta bajo el lado de una silla.

Al dirigirse precipitadamente hacia la puerta principal tuvo un último y terrible pensamiento. ¿Y si aquella llave también se rompía?

¿Y si aquello también formaba parte del juego? Hizo un esfuerzo para insertar la llave con todo cuidado, aunque le temblaban los dedos de tal modo que apenas podía sostenerla. No giraba. No gir… Había intentado hacerla girar en el sentido opuesto. Un movimiento fácil y la puerta se abrió. Se sintió tan inmensamente agradecido que casi se olvidó de mirar tras sí.

Arrojó la llave todo lo lejos que pudo y se quedó de pie en el jardín lleno de maleza, respirando con dificultad. Se había olvidado de que había cosas tales como árboles, flores, campos y el cielo abierto. Y sin embargo, ahora el olor de las flores le parecía nauseabundo y no podía soportar el sonido del vuelo de las moscas. Tenía que alejarse de aquella casa y de aquellos campos… pero no había ningún camino a la vista, y el único que conocía conducía de regreso al camino Wirral. No le importaba regresar al sendero forestal, pero aquella ruta lo obligaría a pasar delante de la ventana de la cocina. Tardó mucho tiempo en ponerse en movimiento y sólo lo hizo porque aún tenía más miedo de permanecer cerca de la casa.

Cuando llegó junto a la ventana, trató de pasar rápidamente. ¡Si sólo se atreviera a echar un vistazo! Casi había pasado cuando escuchó unos arañazos al otro lado de la ventana. Los restos de las manos de la vieja aparecieron sobre el alféizar, seguidos inmediatamente por su cabeza. Los ojos le brillaban intensamente, al igual que los trozos de vidrio que surgían de su rostro. Ella lo miró, sonriéndole con una expresión retorcida y suplicante. Y, mientras se alejaba, abriéndose paso por entre la maleza, vio que los labios de ella se movían espasmódicamente, diciendo:

–Otra vez.

 

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