Miguel Ángel Asturias
–1–
Los ríos van
quedando sin resuello al decaer el invierno. Al blando resbalar de las corrientes
sustituye el silencio seco, el silencio de la sed, el silencio de las sequías, el
silencio de láminas de agua inmovilizada entre los islotes de arena, el silencio
de los árboles que el calor y el viento tostado del verano caliente hacen sudar
hojas, el silencio de los campos donde los labriegos dormitan desnudos y sin sueño.
Ni moscas. Bochorno. Sol filudo y tierra como horno de quemar ladrillos. Los ganados
enflaquecidos se espantan el calor con el rabo buscando la sombra de los aguacatales.
Por la hierba seca y escasa, conejos sedientes, serpientes sordas en busca de agua
y pájaros que apenas alzan el vuelo.
Ni
qué decir, por supuesto, lo que gastan los ojos en ver tanta tierra sobreplana.
Por los cuatro lados de la distancia se va la vista hasta el horizonte. Solo fijándose
bien se divisan pequeños grupos de árboles, campos de tierras removidas y caminos
de esos que se forman de tanto pasar y pasar por el mismo punto y que van llevando
por allí mismo, hacia ranchos con humano contento de fuego, de mujer, de hijos,
de corrales donde la vida picotea, como gallina insaciable, el contento de los días.
En
una de esas desesperadas horas de calor y escasez de aire, volvió a casa doña Petronila
Ángela, a quien unos apelaban así y otros Petrángela, esposa de don Felipe Alvizures,
madre de varón y encinta de meses. Doña Petronila Ángela hace como que no hace nada
para que su marido no la regañe por hacer cosas en el estado en que está, y con
ese como no hacer nada mantiene la casa en orden, todas las cosas derechas: ropa
limpia en las camas, aseo en las habitaciones, patios y corredores, ojos en la cocina,
manos en la costura y en el horno, y pies por todas partes: por el gallinero, por
el cuarto de moler maíz o cacao, por el cuarto de guardar cosas viejas, por el corral,
por la huerta, por el cuarto de aplanchar, por la despensa, por todas partes.
Su
señor marido la riñe cuando la ve en tareas, quisiera que se estuviera sentada o
tendida a la bartola, y eso es malo, porque los hijos salen holgazanes. Su señor
marido, Felipe Alvizures, es un hombre espacioso por dentro, lo que lo hace lento
en sus movimientos, y por fuera siempre enfundado en espaciosas ropas de dril. Pocas
aritméticas, pues sabe sumar de corrido con maíces, y poquísimas letras, pues no
hace falta saber leer, como saben muchos que jamás leen. Además, lo de espacioso
por dentro lo decía ella, porque le costaba juntar las palabras. Parecía que las
iba a traer una a un punto y otra a un punto más retirado todavía. Dentro y fuera
de él, el señor Felipe, tenía donde moverse a sus anchas para no hacer nada a la
carrera, para reflexionar cabal, cabal. Y cuando le llegue la hora, Dios guarde,
decía Petrángela, si la muerte no lo acorrala, no se lo va a poder llevar.
Por
toda la casa se reparte la fuerza del sol. Un sol con hambre que sabe que es la
hora del almuerzo. Pero bajo los techos de teja de barro se siente más bien fresco.
Contra su costumbre, Felipito, el hijo mayor, llegó antes que su padre, saltó a
caballo sobre la puerta de trancas, sólo dos trancas tenía pasadas, las más altas
y peligrosas, y entre el espanto de las gallinas, los ladridos de los perros y el
revolotear de las palomas de castilla, después de una ida y venida a velocidad de
relámpago, sentó el caballo entre las chispas arrancadas del choque de las herraduras
en las piedras del patio, y soltó una risotada.
–¡Qué
sin gracia, Felipito… ya sabía que eras vos!
A
su madre no le gustaban esas vistosidades. El caballo con los ojos brillantes y
la boca espumosa, y Felipito ya en tierra abrazando y contentando a su señora madre.
Al
poco rato llegó su padre montado en un macho negro, al que llamaban “Samaritano”,
por manso. Bajóse de la cabalgadura, pacienzudamente, a botar las trancas de la
puerta que Felipito había saltado, las colocó de nuevo y entró sin ruido, apenas
el tastaceo de los cascos del “Samaritano” al cruzar el empedrado de frente el apeadero.
Almorzaron
callada la boca, viéndose como si no se vieran. El señor Felipe veía a su mujer,
ésta a su hijo, y el hijo a sus padres que devoraban tortillas, rasgaban la carne
de una pierna de pollo con los dientes filudos, tomaban agua a grandes tragos para
que les pasara de la garganta la masa de una sabrosa yuca colorada.
–Dios
se lo pague, señor padre…
El
almuerzo terminó, como siempre, sin muchas palabras, entre el silencio de todos
y las consultas de Petrángela a la cara y el movimiento de las manos de su esposo,
para saber cuándo éste había concluido el plato y pedir a la sirvienta lo que seguía.
Felipito,
después de agradecer a su padre, acercóse a su madre con los brazos cruzados sobre
el pecho, baja la cabeza, y repitió:
–Dios
se lo pague, señora madre…
Y
todo concluyó con don Felipe en la hamaca, su mujer en una silla de balancín y Felipito
en un banco, en el que seguía montado a caballo. Cada quien en sus pensamientos.
El señor Felipe fumaba. Felipito no se animaba a fumar en la cara de su padre y
se le iban los ojos tras el humo, y Petrángela, se hamaqueaba, dándose movimiento
con uno de sus pequeños pies.
–2–
Lida Sal, una
mulata más torneada que un trompo, seguía con la oreja, no en lo que hacía, sino
en la cháchara del ciego Benito Jojón y un tal Faluterio, encargado de la fiesta
de la Virgen del Carmen. El ciego y Faluterio habían terminado de comer y estaban
para irse. Esto ayudaba a que Lida Sal escuchara lo que hablaban. Los lavaderos
de platos y trastos sucios estaban casi a la par de la puerta que la comedería tenía
sobre la calle.
–Los
“Perfectantes” –decía el ciego, ensayando gestos igual que si se arrancara de las
arrugas de la cara, molestias de telaraña– son los mágicos, y cómo va a ser eso
que usted me dice, cómo no se van a encontrar candidatas máxime ahora que los hombres
andan tan ariscos. Sí, amigo Faluterio, hay poca boda y mucho bautizo, lo que no
está bueno. Mucho solterón con cría, mucho solterón con cría…
–¿Qué
es lo que usted quiere?, y le formulo la pregunta así a boca de jarro para que me
diga su cabalidad en este asunto, y pueda yo conversarlo después con los otros miembros
de la cofradía de la Santísima Virgen. Ya la fiesta está encima, y si no hay mujeres
que se hagan cargo de los vestidos de los “Perfectantes”, pues se hará como el año
pasado, sin mágicos…
–Hablar
nada cuesta, Faluterio, hacer es más trabajoso. Si a mí me dan la caridad de ocuparme
de los trajes de los “Perfectantes”, tal vez encuentre candidatas, hay mucha mujer
casadera, Faluterio, mucha mujer en edad de su merecimiento.
–Es
difícil, Benito, es difícil. Creencias de antes. Hoy con lo que la gente sabe, quién
va a creer en semejante cochinada. De mi parte y de parte de todos los del comité
de la fiesta patronal, creo que no habrá inconveniente en dar a usted, que es necesitado
y no puede trabajar por ser ciego, los atavíos de los “Perfectantes”.
–Sí,
sí, yo daré pasos para repartirlos, y así no se acaban las cosas de antes.
–Me
voy, lo dejo, y tenga por hecho lo ofrecido.
–Le
tomo la palabra, Faluterio, le tomo la palabra, y voy a buscar por donde Dios me
ayude.
La
mano fría y jabonosa de Lida Sal abandonó el plato que estaba lavando, se posó en
el brazo del ciego, en la manga de su saco que de tanto remiendo era un solo remiendo.
Benito Jojón cedió al ademán afectuoso, detuvo el paso, pues él también iba hacia
su casa que era la plaza toda, y preguntó quién le retenía.
–Soy
yo, Lida Sal, la muchacha que friega los platos aquí en la comedería.
–Sí,
hija, y qué se te ofrece…
–Que
me dé un consejo nuevo…
–¡Ja!
¡Ja!, entonces vos sos de las que creen que hay consejos viejos…
–Y
mismito por eso, yo lo quiero nuevo. Un consejo que invente solo para mí, que no
se lo haya dado a ninguna otra, que ni siquiera lo haya pensado. Nuevo, que se entiende,
nuevo…
–Veamos,
veamos, si puedo…
–Se
trata, ya sabe usted…
–No,
no sé nada…
–Que
estoy, ¿cómo le dijera?, que estoy algo prendada de un hombre y éste ni siquiera
me vuelve a ver…
–¿Es
soltero?
–Sí,
soltero, guapo, rico… –suspiró Lida Sal–, pero qué se va a fijar en mí, friega trastes,
si él es una gran cosa…
–No
te des más trabajo. Sé lo que querés, pero como me has dicho que eres fregona, me
cuesta pensar en que te alcance para dar la limosna de uno de los trajes de los
“Perfectantes”. Son muy caros…
–Por
allí no se aflija. Tengo alguito, si no es mucho lo que cuesta la limosna. Lo que
yo quiero saber es si usted se compromete a darme uno de esos vestidos mágicos y
va donde el ingrato ése a que se lo ponga el día de la patrona. Que se vista de
“Perfectante” con el traje que yo le mande, eso es lo principal. Lo demás corre
por cuenta de la magia.
–Pero,
hija, si además de no ver, no sé dónde encontrar al caballero ése que te has prometido,
del que te has prendado, pues estoy doblemente ciego.
Lida
Sal se inclinó hasta una de las grandes orejas rugosas y peludas y mugrientas del
ciego, y le dijo:
–Donde
los Alvizures…
–Ah…
ah…
–Felipito
Alvizures…
–Veo
claro, veo claro… quieres hacer un buen casamiento…
–¡No,
por Dios! ¡Acuérdese que es ciego y no puede ver claro, si lo que ve en mi amor
es el interés!
–Entonces,
si no es por interés, es porque te lo pide el cuerpo…
–No
sea animalón. Me lo pide el alma, porque si me lo pidiera el cuerpo me sudaría al
verlo, y no sudo cuando lo veo, por el contrario, me quedo como si no fuera yo,
y suspiro.
–Eso
está bueno. ¿Cuántos años tenés?
–Diez
y nueve voy a cumplir, pero yo digo que tal vez van a ser veinte. ¡Épale, quite
la mano de allí… ciego y todo tanteando cómo es el bulto!
–Cerciorarme,
hijita, cerciorarme de cómo andas de carnes…
–¿Va
a ir donde los Alvizures?… ¡eso es lo que me interesa!
–Hoy
mismo… ¿Y qué es esto que me has clavado en el dedo? ¿Es un anillo?
–Es
un anillo de oro, vale lo que pesa…
–Qué
bueno… qué bueno…
–Y
se lo doy a cuenta de lo que haya que pagar por la limosna del traje de “Perfectante”.
–Sos
práctica, niña, pero no puedo ir adonde los Alvizures, sin saber siquiera cómo te
llamas…
–Lida
Sal…
–Lindo
nombre, pero no es cristiano. Me voy a donde me manda tu corazón. Ensayaremos la
magia. Como a estas horas están las carretas del señor Felipe cargando o descargando
leña en el mercado, me sentaré en una de ellas, ya lo he hecho otras veces, y allá
me tendrán de visita en busca de Felipito.
–3–
El ciego le quiso
besar la mano a doña Petronila Ángela, pero ésta la escabulló a tiempo y en el aire
quedó el chasquido. No le gustaban los besuqueos y por eso le caían mal los perros.
–La
boca se hizo para comer, para hablar, para rezar, Jojón, y no para andarse comiéndose
a la gente. ¿Venía en busca de los hombres? Por allí están en las hamacas. Déme
la mano, lo llevo para que no se vaya a caer. ¿Y qué le dio por dejarse venir tan
de repente? Por fortuna usted sabe que las carretas están a su entera disposición
y que ésta es su casa.
–Sí,
Dios se lo pague, mi señora, y si eché el viaje sin avisarles antes, es porque el
tiempo se nos está entrando y hay que ganarle la delantera para preparar bien la
fiesta de la Santísima Virgen.
–Tiene
razón, ya casi estamos en vísperas del gran día, y tan pronto ¿verdad? si parece
que no hubiera pasado un año.
–Y
ahora se hacen preparativos muy mejores que los del año pasado. Viera usted…
El
señor Felipe en una hamaca y Felipito en otra, se mecían mientras iba cayendo el
sol. El señor Felipe fumaba tabaco con olor a higo y Felipito, por respeto, se conformaba
con ver formarse y deshacerse las nubes del humo perfumado en el aire tibio.
La
Petrángela se llegó hasta ellos conduciendo a Jojón de la mano y, ya cerca de las
hamacas, les anunció que tenían visita.
–No
es visita –corrigió el ciego–, es molesta…
–Los
amigos nunca molestan –adelantóse a decir el señor Felipe al tiempo de sacar una
de sus cortas piernas de la hamaca, para sentarse.
–¿Se
lo trajeron los carreteros, Jojón? –preguntó Felipito.
–Así
es niño, así es. Pero si tuve cómo venirme, no sé cómo me voy a ir de aquí.
–Yo
le ensillo un caballo y me lo llevo –contestó Felipito–. Por eso no tenga cuidado…
–Y
si no, se queda con nosotros…
–¡Ay,
mi señora, si fuera cosa, me quedaba, pero tengo boca, y ya sabe que prendas con
boca, molestan siempre!
El
señor Felipe, mientras tanto, estrechó la mano del ciego, tan llena de oscuridades,
y le condujo a una silla que había traído Felipito.
–Le
voy a poner un cigarro en la boca –dijo el señor Felipe.
–No
me pida permiso, señor, para dar gustos no se pide permiso…
Y
ya fumando a pulmón batiente, siguió Jojón:
–Les
decía que no era visita la mía, sino molesta. Y así es, pura molesta. Vengo con
la embajada de ver si Felipito quiere ser este año el jefe de los “Perfectantes”.
–Ésa
es cosa de él –dijo el señor Felipe Alvizures, haciendo señas a Petrángela que se
acercara y al acercarse aquélla, la tomó de la cintura inabarcable con solo un brazo,
para quedar juntos, atentos al hablar del ciego.
–Algo
tramado está eso… –reaccionó Felipito, soltando un chisquete de saliva que brilló
en el piso. Cada vez que se ponía nervioso escupía así.
–No
es puñalada de pícaro –adujo Jojón–, pues hay tiempo para pensarlo bien y resolver
despacio, siempre que sea pronto, pues ya la festividad se viene, y afíjese, niño,
que hay que probarle el vestido, para que le quede bien y coserle en las mangas
los galones de Príncipe de los “Perfectantes”.
–No
creo que haya mucho que pensarlo –decidió la ejecutiva Petrángela–, Felipito está
ofrecido a la Virgen del Carmen, y qué mejor oportunidad para rendirle culto, que
participar en su fiesta principal.
–Eso
si… –articuló Felipe hijo.
–Entonces
–terció el padre buscando palabras–, no hay mucho que pensarlo ni más que hablar
–y siempre sin encontrar cómo decir las cosas–: ¡Vido que no hizo el viaje de balde
señor Benito! Y si ahora, como decías, lo vas a llevar montado, en el pueblo te
podés aprobar el vestido que te quede mejor, por si hay que hacerle algunos acomodos.
–Por
lo pronto los galones de Príncipe –dijo Jojón–. El vestido hasta después se lo voy
a traer para que se lo pruebe, porque no me lo han dado.
–Sea…
–aceptó Felipito–, y para no perder tiempo voy a ver si hallo un macho manso, antes
de que se nos entre la noche.
–¡Espere,
Don preciso! –le detuvo la madre–, vamos a que Jojón tome un su buen chocolate…
–Sí,
sí, madre, ya sé, pero mientras él toma el chocolate, yo busco el macho y lo ensillo.
Se hace tarde… –y ya fue saliendo hacia los corrales–, se hace tarde y oscurece,
aunque a un ciego lo mismo le da andar de día que de noche… se dijo Felipito para
él solo.
–4–
La comedería
estaba apagada y silenciosa. Poca gente de noche. Todo el movimiento era a mediodía.
Así que hubo espacio y anchura para que el ciego, muy del brazo de Felipito Alvizures,
entrara a sentarse en una de las mesas, y para que dos ojos fijaran en éste sus
pupilas negras, llenas de una luz de esperanza.
–Se
sirven de algo –acercóse a preguntar Lida Sal, frotando la mesa de madera vieja,
gastada por los años y las intemperies, con una servilleta.
–Un
par de cervezas –contestó Felipito–, y si hay panes con carne, nos da dos.
La
mulata perdía por momentos la seguridad del piso, lo único seguro que tenía bajo
los pies. Estaba en un sofoco que disimulaba mal. Cada vez que podía frotaba sus
brazos desnudos y sus senos firmes, temblantes bajo la camisita, en los hombros
de Felipe. Pretextos para acercársele no faltaban: los vasos, la espuma derramada
del vaso del ciego, los platos con los panes con carne.
–Y
usted –preguntó Alvizures al ciego– dónde pernocta, porque ya lo voy a ir dejando.
–Por
aquí. Aquí mismo en la comedería me dan posada a veces ¿Verdad, Lida Sal?
–Sí,
sí… –fue todo lo que ésta pudo decir, y más le costó formar con sus labios la cifra
del valor de las cervezas y los panes.
En
la mano hecha hueco, hueco en el que sentía el corazón, apretó las moneditas calentitas
que le pagó Alvizures, calentitas de estar en su bolsa, en contacto de su persona,
y sin poder resistir más, se las llevó a los labios y las besó. Luego de besarlas
se las frotó en la cara y las dejó caer entre sus senos.
Por
la oscuridad sin ojos, esa oscuridad de las noches que empiezan y acaban negras,
color de pizarra, trotaba el caballo de Felipito Alvizures que se alejaba seguido
del andar sonzón del macho en que había venido montado el ciego.
Y
qué difícil romper a hablar en medio de tantas cosas tan calladas.
–Sosiego,
don ciego –le salió el juego de palabras, tan de fiesta tenía el alma–, no es cosa
de andar palpando…
–La
mano te quiere apretar, malpensada, para que me sintás el anillo que desde hoy me
diste, en el dedo, ya como cosa mía, pues trabajo me ha costado ganármelo, trabajo
y maña. Mañana tendrás aquí el vestido de “Perfectante” que lucirá Felipito en la
fiesta.
–Y
qué debo hacer…
–Hija,
dormir con el vestido bastantes noches, para que lo dejes impregnado de tu magia,
cuando uno duerme se vuelve mágico, y que así al ponérselo él para la fiesta, sienta
el encantamiento, y te busque, y ya no pueda vivir sin verte.
Lida
Sal se quiso agarrar del aire. Se le fue la cabeza. Apretó la mano en el respaldo
de una silla, con la otra mano se apoyó en la mesa, y un sollozo cerrado le llegó
a los labios.
–¿Lloras?
–¡No!
¡No!… ¡Sí! ¡Sí!
–¿Lloras
o no lloras?
–Sí,
de felicidad…
–Pero
¿tan feliz sos?…
¡Sosiego,
don ciego, sosiego!
La
teta caliente de la mulata se le fue de la mano al viejo, mientras aquélla sentía
que las monedas con que le pagó Felipito Alvizures, escurríansele de los senos hacia
el vientre, igual que si su corazón estuviera ya soltando pedazos de metal caliente,
emitiendo dinero para acabar de cubrir a Jojón, la limosna del traje mágico.
–5–
No había disfraz
más vistoso que el del “Perfectante”. Calzón de Guardia Suizo, peto de arcángel,
chaquetilla torera. Botas, galones, flecos dorados, abotonaduras y cordones de oro,
colores firmes y tornasolados, lentejuelas, abalorios, pedazos de cristal con destellos
de piedras preciosas. Los “Perfectantes” brillaban como soles entre las comparsas
que acompañaban a la Virgen del Carmen, durante la procesión que recorría todas
las calles del pueblo, las principales y las humildes, pues nadie era menos para
que no pasara por su casa la Gran Señora.
El
señor Felipe movió la cabeza de un lado a otro. Pensándolo bien, no muy le gustaba
que su hijo vistiera aquella rimbombancia, pero, como ponerse en contra habría sido
herir los sentimientos religiosos de la Petrángela, más despiertos ahora que estaba
encinta, disimuló su desagrado con una broma que su consorte encontró de mal gusto.
–Tan
prendado estaba yo de tu señora madre cuando nos casamos, Felipito, que la gente
contaba que ella había dormido siete noches seguidas con el traje con que yo salí
de “Perfectante”, hará unos veintisiete, treinta años tal vez…
–¡Nunca
salió de “Perfectante” tu padre, hijo, no le creas!… –lo contradijo ella, temerosa
y apesarada.
–Pues
entonces debaldito dormiste con el traje… –rio Alvizures, hombre de pocas risas,
y no porque no le gustara reírse, era sabroso reírse, sino porque desde que se casó
decía–: la risa se queda en la puerta de la iglesia donde uno se casa, donde empieza
el viacrucis…
–Eso
de que yo te magié para que te casaras conmigo, es pura invención tuya… Si saliste
de “Perfectante”, quién sabe por quién otra…
–¿Otra?…
Ni veinte leguas a la redonda… –y rio, rio de muy buena gana, invitando a reírse
a Felipito–: ¡Reíte, hijo, reíte, aún sos soltero! El reír y la risa son privilegios
de la soltería. Cuando te cases, cuando alguna duerma con el vestido de “Perfectante”
que te toque lucir en la fiesta, adiós risa para siempre. Los casados no nos reímos,
hacemos como que nos reímos, lo que no es lo mismo… la risa es atributo de la soltería…
de la soltería joven ¿eh? porque los solterones viejos tampoco se ríen, enseñan
los dientes…
–Tu
padre todo lo enreda, hijo… –reaccionó la Petrángela–. La risa es de los jóvenes,
casados o solteros, y no de los viejos, y a él le entró el viejo, qué culpa tenemos,
le entró el viejo…
La
Petrángela no concilio el sueño esa noche. Asomaban a su conciencia aquellas noches
en que en verdad durmió con el traje de “Perfectante”, que el señor Felipe Alvizures
vistió en la fiesta hará treinta años. Tuvo que contradecirlo ante su hijo, porque
hay secretos que no se revelan ni a los hijos. No secretos, intimidades, pequeñas
intimidades. No amanecía. Sintió frío. Trajo los pies al amor de la cobija. Apretó
los párpados. Imposible volver a dormirse. El sueño andaba ausente de sus ojos,
temía que a esa hora, en víspera de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, alguna
estuviera durmiendo con el traje de “Perfectante” que luciría Felipito, para impregnarlo
de su sudor mágico y que por este arte lo sedujera.
–¡Ay,
Señora del Cielo, Virgen Santísima!… –mascullaba–, perdona mis temores, mis supersticiones,
sé que son estúpidos… que son sólo creencias, creencias sin fundamento… pero es
mi hijo… mi hijo!
Lo
efectivo sería evitar que saliera de “Perfectante”. Pero cómo evitarlo, si había
aceptado e iba a figurar como Príncipe de los “Perfectantes”. Sería desorganizarlo
todo y luego que ella, ante su esposo, fue la que dispuso que Felipito aceptara.
No
amanecía. No cantaban los gallos. La boca seca. El pelo entelarañado en su cara
de tanto buscar el sueño en la almohada.
–¿Qué
mujer, Dios mío, qué mujer estará durmiendo con el traje de “Perfectante” que llevará
mi Felipito?
–6–
Lida Sal, más
pómulos que ojos de día, pero de noche más ojos que pómulos, arrastraba las pupilas
de un lado a otro de la pieza en que dormía y al asegurarse que estaba sola, que
sólo la gran oscuridad era su compañera, la puerta bien atrancada, la puerta y un
ventanuco que daba a la más ciega despensa, quedábase fríamente desnuda, paseaba
sus manos de piel escamosa por la fregadera de los trastes, a lo largo de su cuerpo
fino, y seca la garganta por la congoja, y húmedos los ojos, y temblorosos los muslos,
se enfundaba el traje de “Perfectante”, antes de echarse a dormir. Pero más que
dormir, era la privazón la que le iba paralizando el cuerpo, privazón y cansancio
que no impedían que, en voz baja, medio dormida, le conversara al trapo, le confiara
a cada uno de los hilos de colores, a las lentejuelas, a los abalorios, a los oros,
sus sentimientos amorosos.
Pero
una noche no se lo puso. Lo dejó bajo su almohada hecho un molote, triste porque
no tenía un espejo de cuerpo entero para vérselo enfundado, no porque le importara
saber cómo le quedaba, si corto, si largo, si folludo, si estrecho, sino porque
era parte de la premagia, vestírselo y vérselo puesto delante de un gran espejo.
Poco a poco lo fue sacando de bajo la almohada, mangas, piernas, espalda, pecho,
para acariciarlo con sus mejillas, posarle encima la frente con sus pensamientos,
besarlo con menudos chasquidos…
Muy
de mañana vino Jojón por su desayuno. Desde que andaba en connivencias con ella,
comía a su apetito, siempre a espaldas de la patrona, que en esos días poco estaba
en la comedería, pues andaba haciendo los preparativos para poder dar cumplimiento
con la clientela y los forasteros, durante los días de la fiesta.
–La
desgracia de ser pobre –se quejó la mulata–, no tengo espejo grande para verme…
–Y
eso sí que es urgente –le contestó el ciego–, porque por allí te puede fallar la
magia…
–Y
qué hacer, sólo que me fuera a meter como ladrona, a una casa rica, a media noche,
vestida de “Perfectante”. Estoy desesperada. Desde anoche estoy que no sé qué hacer.
Aconséjeme…
–Es
lo que no sé… La magia tiene sus consistencias…
–No
entiendo lo que me quiere decir…
–Sí,
porque la magia consiste en esto o consiste en aquello, pero siempre consiste en
algo, y en este caso, consiste en vestir de “Perfectante” y verse en un espejo de
cuerpo entero.
–Y
usted siendo ciego, cómo sabe de espejos…
–No
soy ciego de nacimiento, hijita. Perdí la vista ya de grande, culpa de un mal purulento
que me carcomió los párpados, primero, y luego se me fue adentro.
–Sí,
en las casas grandes, hay grandes espejos… allí donde los Alvizures…
–Diz
que hay uno muy hermoso donde los Alvizures y hasta se cuenta… No, no es picardía…
Bueno, pero tal vez con eso te puedo dar una esperanza. Por eso te lo referiré,
no por chismoso. Hago la salvedad para cuando seas su nuera. Se cuenta que como
la madre de Felipito, doña Petrángela, no tuvo espejo donde verse cuando hechizó
a su marido, el día que se casó llevaba el traje de “Perfectante” bajo el vestido
de novia, y al decirle don Felipe que se desvistiera, se quitó el traje blanco y
en lugar de aparecer desnuda, resultó de “Perfectante”, solo para cumplir el rito,
para cumplir con la magia…
–¿Y
así se desnudan los casados?
–Sí,
hija…
–¿Entonces
usted fue casado?
–Sí,
y como aún no me había carcomido los ojos, el mal, pude ver a mi mujer…
–Vestida
de “Perfectante”…
–No,
hija, en cuero de Eva…
Lida
Sal retiraba el tazón en que acababa de tomar café con leche el ciego y sacudía
las migas de pan sobre la mesa. No fuera a venir la patrona.
–No
sé dónde, pero tenés que buscar un espejo para verte de cuerpo entero vestida de
“Perfectante”… –fueron sus últimas palabras. Esa vez se le olvidó advertirla que
el plazo para devolver el vestido se iba acercando, que ya la fiesta estaba encima,
y que había que llevar el traje a donde los Alvizures.
–7–
Estrellas casi
náufragas en la claridad de la luna, árboles de color verdoso oscuro, corrales olorosos
a leche y a sereno, montones de heno hacinado en el campo, más amarillo a la luz
del plenilunio. La tarde se había quedado mucho. Se había ido afilando hasta no
ser sino un reflejo cortante justo donde el cielo ya era estrellado. Y en ese filo
cortante, azulenco, rojizo, rosa, verde, violeta de la tarde, tenía Lida Sal los
ojos fijos, pensando en que se llegaba el plazo de devolver el vestido.
–Mañana
último día que te lo dejo –le advirtió Jojón–, pues si no se los llevo a tiempo,
lo echamos a perder todo…
–Sí,
sí, no tenga cuidado, mañana se lo entrego, hoy me veo en el espejo…
–En
el espejo de tus sueños será, hijita, porque no veo dónde…
El
filo luminoso de la tarde le quedó a Lida Sal en las pupilas, como la rendija de
un imposible, como una rendija por donde podía asomarse al cielo.
–¡Sabandija
maldita!… –vino a tirarla del pelo la dueña de la comedería–. ¡No te da vergüenza,
con todo el trasterío sin lavar! Hace días que andas pululando como loca y no te
anda la mano.
La
mulata se dejó tirar la greña y pellizcar los brazos sin contestar. Un momento después,
como por ensalmo, amainó el regaño. Pero era peor. Porque al palabrerío insultante
siguieron jaculatorias y adoctrinamientos.
–Ya
viene la fiesta y la señorita ni siquiera me ha pedido para hacerse una mudada nueva.
De lo que te tengo debías comprar un vestido, unos zapatos, unas medias. No es cuento
de presentarte en la iglesia y en la procesión como una pobre chaparrastrosa. Da
vergüenza, qué van a decir de mí que soy tu patrona, lo menos que te tengo con hambre
o que me quedo con tus mesadas.
–Pues,
si le parece, mañana me da y salgo a comprar algo.
–Pues,
claro, niña, agrado quiere agrado. Vos me agradás con el oficio, y yo te agrado
comprándote lo que te hace falta. Y más, que sos joven y no sos fea. Quién te dice
que entre los que vienen a vender ganado a la fiesta, no te sale un buen partido.
Lida
Sal, la oía como no oírla. Fregaba sus trastos, pensando, rumiando lo que había
imaginado frente a la última rendija de la tarde. Lo más duro era fregar los sartenes
y las ollas. Qué infelicidad. Tenía que rasparlas a muñeca con piedra pómez hasta
quitarles la mantecosidad del fondo y luego, por fuera, batallar con el hollín también
grasiento.
El
esplendor de la luna no permitía pensar que era de noche. Sólo parecía que el día
se había enfriado, pero que seguía igual.
–No
queda lejos –se dijo dando forma verbal a su pensamiento– y es un aguaje bien grande,
casi una laguneta.
No
se quedó mucho en su cuarto. Había que estar de regreso al amanecer y entregar el
traje de “Perfectante” al ciego, para que lo llevara a casa de los Alvizures… ah,
pero antes tenía que vérselo ella en un gran espejo. La magia tiene sus consistencias…
Al
principio, el campo abierto la sobrecogió. Pero luego fue familiarizando los ojos
con las arboledas, las piedras, las sombras. Veía tan claro por donde iba, que le
parecía andar a la luz de un día sumergido. Nadie la encontró con aquel vestido
raro, si no hubiera echado a correr, como ante una visión diabólica. Tuvo miedo,
miedo de ser una visión de fuego, una antorcha de lentejuelas en llamas, un reguero
de abalorio, de chispas de agua que integrarían una sola piedra preciosa con forma
humana, al llegar y asomarse al lago vestida con el traje que luciría Felipito Alvizures
en la fiesta.
Desde
las pestañas de un barranco oloroso a derrumbes, entre raíces desenterradas y piedras
removidas, contempló el ancho espejo verde, azul y hondo, entre cendales de nubes
bajas, rayos lunares y sueños de oscuridad. Se creyó otra. ¿Era ella? ¿Era Lida
Sal? ¿Era la mulata que fregaba los trastes en la comedería, la que bajaba por aquel
camino, en aquella noche, bajo aquella luna, con aquel vestido de fuego y de rocío?
De
lado y lado iban rozándole los hombros las pestañas de los pinos, flores sonámbulas
de perfume dormido le mojaban el cabello y la cara con besos de pocitos de agua.
–¡Paso!
¡Paso!… –decía al avanzar por entre bosques de árboles de jengibre, fragantes, enloquecedores.
–¡Abran
paso! ¡Abran paso!… –repetía al dejar atrás rocas y piedras gigantescas rodadas
desde el cielo, si eran aerolitos, o desde la boca de un volcán en no remoto cataclismo,
si eran de la tierra.
–¡Paso!
¡Paso!… –a las cascadas…– ¡Campo y anchura para que pase la hermosura! –a los regatos
y arroyos que también iban como ella a verse al gran espejo.
–¡Ah!
¡Ah!, a ustedes se los traga –les decía– y a mí no me va a tragar, sólo me va a
ver, me va a ver vestida de “Perfectante”, para que se cumplan cabales las consistencias
de la magia.
No
había viento. Luna y agua. Lida Sal se arrimó a un árbol que dormía llorando, mas
al punto se alejó horrorizada, tal vez era de mal agüero asomarse al espejo junto
a un árbol que lloraba dormido.
De
un lado a otro de la playa fue buscando sitio para verse de cuerpo entero. No lograba
su imagen completa. De cuerpo entero. Sólo que subiera a una de las altas piedras
de la otra orilla.
–Si
me viera el ciego…, pero qué tontería, cómo podía verla un ciego… Sí, había dicho
una tontería y la que tenía que mirarse era ella, mirarse de pies a cabeza.
Ya
estaba, ya estaba sobre una roca de basalto contemplándose en el agua. ¿Qué mejor
espejo?
Deslizó
un pie hacia el extremo para recrearse en el vestido que llevaba, lentejuelas, abalorios,
piedras luminosas, galones, flecos y cordones de oro y luego el otro pie para verse
mejor y ya no se detuvo, dio su cuerpo contra su imagen, choque del que no quedó
ni su imagen ni su cuerpo.
Pero
volvió a la superficie. Trataba de salvarse… las manos… las burbujas… el ahogo…
había vuelto a ser la mulata que peleaba por lo inalcanzable… la orilla… ahora era
la orilla lo inalcanzable…
Dos
inmensas congojas…
Lo
último que cerró fueron las inmensas congojas de sus ojos que divisaban cada vez
más lejos, la orilla del pequeño lago llamado desde entonces el “Espejo de Lida
Sal”.
Cuando
llueve con luna, flota su cadáver. Lo han visto las rocas. Lo han visto los sauces
que lloran hojas y reflejos. Los venados, los conejos lo han visto. Se telegrafían
la noticia, con la palpitación de sus corazoncitos de tierra, los topos, antes de
volver a sus oscuridades.
Redes
de lluvia de plata parpadeante sacan su imagen del espejo desazogado y la pasean
vestida de “Perfectante” por la superficie del agua que la sueña luminosa y ausente.
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