Miguel Ángel Asturias
…Yo sé que se vuelven tierra
los que se comen el sueño…
Oírlo
decir me dejó apabullado. Yo me comía el sueño. Completamente apabullado. No es
necesario explicarlo. Me comía el sueño y me iba sintiendo… ¿Cómo hacer?… ¿Me volvería
tierra?… ¿Cómo hacer para dejar de alimentar con mi sueño, despierto entre los míos,
cuando todos dormían, mi irrealidad nocturna, que era lo único real de mi existencia?
¡Comerse
el sueño… vaya una expresión!
El
tiempo caluroso me obligó a abrir la ventana que daba a la terraza. El polvo que
el viento deposita durante el día, humedecido a esas horas por el relente nocturno,
llegaba a mis narices con fuerte olor a tierra mojada, a lo que olían, me estaba
volviendo tierra, insensiblemente, mi pelo, mi saliva, mi cuerpo, cuando sudaba.
Olor
a tierra mojada, a moho dulzón, a todo esto olía yo por comerme el sueño, no porque
durmiera (el que duerme come), recto sentido del concepto, sino por aquello de que
jamás pegaba los ojos. Y ahora menos, inquieto por el sabor a barro de mi sudor
y unas tierritas que se me formaban en los ojos, en las uñas, en los dientes…
Y
no es que uno se vuelva tierra como los muertos, de comerse el sueño, es decir de
comerse el sueño de no dormir. No, es otra cosa: la sensación de una tierra viva,
de una tierra con sed frente al agua, sed de terrón seco en los labios, y una insoportable
cosquilla en las yemas de los dedos junto a los tiestos con flores. Y luego el hervor
de olla, puesta al fuego, que uno se oye en el pecho. A olla de paredes delgadas,
de tierra vidriosa, de lo que tal vez están hechas mis orejas, mis párpados…
Comerse
el sueño… Pues es comérselo y no dormir, tragárselo y quedarse en vela… oír la noche
pasar con todos sus ruidos y, por momentos, no oír nada, como si ya fuéramos de
tierra…
Paulatinamente
nos gana la rigidez de esa nueva carne. De repente, sería mejor. No habría tiempo
de pensar. Pero, poro a poro, pelo a pelo. El que se vuelve tierra porque se come
el sueño, es dueño de una lucidez marchita, pero no por ello menor que la del que
se levanta dormido. La Lucidez de la tierra…
¿Quién
interrumpe?
Ha
sido un disparo… ¿Un disparo lejano?… Un mono chilla… No tengo tiempo de pensar
en otra cosa que no sea la bestezuela coluda que ha saltado por la ventana y corrido
a refugiarse a mi lado, tiritando como la noche estrellada, los dientecillos apretados,
blancos, y los ojillos, ya cerrados, ya abiertos, como siguiendo los altibajos del
dolor que le causa la bala en un brazo.
Trato
de acariciarlo y él agradece con mirada de fruta. Le hablo para que se sienta seguro.
Le cuento que desde que llegué a aquella casa, no duermo, me como el sueño, estoy
condenado a volverme tierra.
No
se mueve. Me oye. Escucha los sonidos que salen de mis labios y se da cuenta que
le hablo, porque, pobrecita, se acurruca aún más, la mano negra de larguísimos dedos,
apretada al brazo del que le mana sangre y solloza.
–Ya
oí… –tronó una voz, la del que hizo el disparo–, y todo está muy bonito, pero el
mono me pertenece…
–¿Por
qué? –dije, encarándome con un hombre prieto, de cabellos largos y ojos enrojecidos.
–Porque
es mío…
–¿Cómo
tuyo?
–Yo
lo herí…
–¿Y
eso te da derecho?
–¡Claro
que sí!
–Pues
buscó asilo en mi casa, y no te lo entrego…
–Mejor
me lo da –dijo cachazudamente–, no vaya a ser que pase una que no sirve…
–No
puede pasar, porque yo también estoy armado…
–Lo
necesito. Mi pobre mujer se volvió tierra, y hay que regarla con sangre de mono,
para que vuelva a ser gente…
–¿De
tierra…? –apuré las palabras, mis ojos convertidos en interrogantes.
–Sí,
un montón de tierra, como ver un hormiguero que respira…
El
mono seguía desangrándose y saltaba, igual que elástico, en el estertor de la agonía,
temblorosos los labios negros, de vidrio muerto los ojos vivos…
–¡Vamos…
–dije al inesperado visitante– algo de sangre quedará y la regaremos sobre tu mujer!
¿Se está volviendo tierra dijiste?
–Sí,
de comerse el sueño…
–¿Entonces
es cierto?
–¿Qué
le pasa? –me interrogó cuando salíamos, sin contestar a mi pregunta.
–Nada,
nada… –le contesté y, apresurando el paso añadí–: ¿Llegaremos a tiempo?
–Sí,
tal vez… Debemos llegar antes de que se instalen las hormigas en lo que es ahora
un montón de tierra con forma de mujer…
–¿Y
qué pasa si las hormigas…?
–Si
las hormigas se instalan –me interrumpió–, ya no podría rescatarla…
–De
haber sabido. Tardaste mucho en llegar. El mono mientras tanto perdió casi toda
la sangre.
–Me
entretuve buscándolo en los pajonales. Hasta después me di cuenta que se había metido
en su casa.
La
luna asomó caliente, arenosa.
–Esa
gran muerta –dijo aquél refiriéndose a la luna, de la mano arrastraba al mono muerto–,
se comió todo su sueño y se volvió tierra, la luna es tierra, tierra a la que llegaron
las hormigas, antes que la regaran con sangre de mono… gran hormiguero colorada
o doradiosa, cuando brilla como ahora.
–¿Falta
mucho? –preguntó ansioso.
–No
mucho. Después de aquel entrecejo de cerros. Visto está que quizá a la pobrecita
no le convenía salvarse…
–Busquemos
otro mono –propuse–, yo tiro muy bien con pistola…
–Eso
sería bueno, pero mejor lleguemos. Alguito de sangre le quedará a este desperdicio.
Entre
unos árboles de ramazones secas, espinudas, al lado de una casuca de paredes de
adobe y techo de paja, nos detuvimos. Era su casa.
–¿Y
tu mujer? –interrogué ansioso.
Al
hombre se le saltaron los lagrimones que le corrieron por la cara helada, pálida,
de pellejo con pelos.
De
su mujer quedaba un montón de tierra con forma humana, vaga forma humana, agujereada
por miles de hormigas, coloradas. Lo abracé, mientras dejaba caer el cadáver del
mono y se deshacía en lamentos y maldiciones.
Y
esa mañana, en una piragua larga como un caimán que gobernaba un indio melenudo,
desnudo, con sólo el taparrabo, salí por riachos de aguas transparentes y mansas,
hasta Carabín, y de aquí, a caballo hasta la estación ferroviaria, de donde, en
el primer tren de pasajeros, volví a la capital…
El
pobre hombre, esposo de la mujer que se volvió tierra, de comerse el sueño, no quiso
acompañarme por más que le ofrecí buscarle trabajo en la ciudad, por no separarse
del lado de su mujer, por no dejarla sola.
–No
está muerta –me explicaba–, siquiera estuviera muerta; está viva, lo que pasa es
que se volvió de tierra…
–Pero
no ves… –traté de argüirle.
–No
veo lo que se ve, sino lo que no se ve…
Y
se quedó.
–¡Ah!…
–me dijo, como si con eso se consolara, antes de marcharme–, por todo esto de por
aquí, igual que mojoncitos, se ven hormigueros del alto de una persona. No son hormigueros,
es gente que comió sueño. Cientos, miles, millones de hormiguitas negras y coloradas
se alimentan de ese sueño comido, sueño que se hace miel, miel espesa que aprovechan
los osos hormigueros. Sus largos hocicos… Su torpeza de miopes… No ven que son cristianos
convertidos, bajo durísima costra, en esa harina amarillenta que se parece tanto
al polvo de los muertos.
No
hubo manera de arrancarlo de aquel lugar, temía por ella, y sólo después de mucho
rogarle me confesó que, para salvar a su mujer, tenía que cambiar de forma, dejar
de ser hombre y convertirse en ese hormiguero, de larguísimo hocico y escasa vista.
–Pero
eso es imposible…
–Lo
intentaré cuando esté solo, y de conseguirlo… ¡ah!… de conseguirlo, la del oso:
empezaré a lamer la tierra barrosa del hormiguero, hasta abrir un agujero por donde
meter la lengua, para que en mi lengua se peguen las hormigas, que son el sueño
que ella se comió; entre más, mejor, que cuando sean una nube, enfundaré de nuevo
la lengua en mi boca y me las comeré hasta acabar con todas, instante en que mi
mujer volverá a ser lo que era y… yo seguiré siendo lo que soy, el misterioso Juan
Hormiguero…
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