Alfonso Reyes
El comandante Benjamín Aranda perdió una mano en acción de guerra, y fue
la derecha, por su mal. Otros coleccionan manos de bronce, de marfil, cristal o
madera, que a veces proceden de estatuas e imágenes religiosas o que son antiguas
aldabas; y peores cosas guardan los cirujanos en bocales de alcohol. ¿Por qué no
conservar esta mano disecada, testimonio de una hazaña gloriosa? ¿Estamos seguros
de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?
Meditemos. No meditó Aranda, pero lo impulsaba un secreto
instinto. El hombre teológico ha sido plasmado en la arcilla, como un muñeco, por
la mano de Dios. El hombre biológico evoluciona merced al servicio de su mano, y
su mano ha dotado al mundo de un nuevo reino natural, el reino de las industrias
y las artes. Si los murallones de Tebas se iban alzando al eco de la lira de Anfión,
era su hermano Zeto, el albañil, quien encaramaba las piedras con la mano. La gente
manual, los herreros y metalistas, aparecen por eso, en las arcaicas mitologías,
envueltos como en vapores mágicos: son los hacedores de portento. Son Las manos
entregando el fuego que ha pintado Orozco. En el mural de Diego Rivera (Bellas
Artes), la mano empuña el globo cósmico que encierra los poderes de creación y de
destrucción; y en Chapingo, las manos proletarias están prontas a reivindicar el
patrimonio de la tierra. En el cuadro de Alfaro Siqueiros, el hombre se reduce a
un par de enormes manos que solicitan la dádiva de la realidad, sin duda para recomponerla
a su guisa. En el recién descubierto santuario de Tláloc (Tetitla), las manos divinas
se ostentan, y sueltan el agua de la vida. Las manos en alto de Moisés sostienen
la guerra contra los amalecitas. A Agamemnón, “que manda a lo lejos”, corresponde
nuestro Hueman, “el de las manos largas”. La mano, metáfora viviente, multiplica
y extiende así el ámbito del hombre.
Los demás sentidos se conforman con la pasividad; el
sentido manual experimenta y añade, y con los despojos de la tierra, edifica un
orden humano, hijo del hombre. El mismo estilo oral, el gran invento de la palabra,
no logra todavía desprenderse del estilo que creó la mano –la acción oratoria de
los antiguos retóricos–, en sus primeras exploraciones hacia el caos ambiente, hacia
lo inédito y hacia la poética futura. La mano misma sabe hablar, aun prescindiendo
del alfabeto mímico de los sordomudos. ¿Qué no dice la mano? Rembrandt –recuerda
Focillon– nos la muestra en todas sus capacidades y condiciones, tipos y edades:
mano atónita, mano abierta, sombría y destacada en la luz que baña la Resurrección
de Lázaro, mano obrera, mano académica del profesor Tulp que desgaja un hacecillo
de arterias, mano de pintor que se dibuja a sí misma, mano inspirada de San Mateo
que escribe el Evangelio bajo el dictado del Ángel, manos trabadas que cuentan los
florines. En el Enterramiento del Greco, las manos crean ondas propicias
para la ascensión del alma del Conde; y su Caballero de la mano al pecho,
con sólo ese ademán, declara su adusta nobleza.
Este dios menor dividido en cinco personas –dios de
andar por casa, dios a nuestro alcance, dios “al alcance de la mano”– ha acabado
de hacer al hombre y le ha permitido construir el mundo humano. Lo mismo modela
el jarro que el planeta, mueve la rueda del alfar y abre el canal de Suez.
Delicado y poderoso instrumento, posee los más afortunados
recursos descubiertos por la vida física: bisagras, pinzas, tenazas, ganchos, agujas
de tacto, cadenillas óseas, aspas, remos, nervios, ligámenes, canales, cojines,
valles y montículos, estrellas fluviales. Posee suavidad y dureza, poderes de agresión
y caricia. Y en otro orden ya inmaterial, amenaza y persuade, orienta y desorienta,
ahuyenta y anima. Los ensalmadores fascinan y curan con la mano. ¿Qué más? Ella
descubrió el comercio del toma y daca, dio su arma a la liberalidad y a la codicia.
Nos encaminó a la matemática, y enseñó a los ismaelitas, cuando vendieron a José
(fresco romano de Saint-Savin), a contar con los dedos los dineros del Faraón. Ella
nos dio el sentimiento de la profundidad y el peso, la sensación de la pesantez
y el arraigo en la gravitación cósmica; creó el espacio para nosotros, y a ella
debemos que el universo no sea un plano igual por el que simplemente se deslizan
los ojos.
¡Prenda indispensable para jansenistas o voluptuosos!
¡Flor maravillosa de cinco pétalos, que se abren y cierran como la sensitiva, a
la menor provocación! ¿El cinco es número necesario en las armonías universales?
¿Pertenece la mano al orden de la zarzarrosa, del nomeolvides, de la pimpinela escarlata?
Los quirománticos tal vez tengan razón en sustancia, aunque no en sus interpretaciones
pueriles. Si los fisonomistas de antaño –como Lavater, cuyas páginas merecieron
la atención de Goethe– se hubieran pasado de la cara a la mano, completando así
sus vagos atisbos, sin duda lo aciertan. Porque la cara es espejo y expresión, pero
la mano es intervención. Moreno Villa intenta un buceo en los escritores, partiendo
de la configuración de sus manos. Urbina ha cantado a sus bellas manos, único asomo
material de su alma.
No hay duda, la mano merece un respeto singular, y bien
podía ocupar un sitio predilecto entre los lares del comandante Aranda.
La mano fue depositada cuidadosamente en un estuche
acolchado. Las arrugas de raso blanco –soporte a las falanges, puente a la palma,
regazo al pomo– fingían un diminuto paisaje alpestre. De cuando en cuando, se concedía
a los íntimos el privilegio de contemplarla unos instantes. Pues era una mano agradable,
robusta, inteligente, algo crispada aún por la empuñadura de la espada. Su conservación
era perfecta.
Poco a poco, el tabú, el objeto misterioso, el talismán
escondido, se fue volviendo familiar. Y entonces emigró del cofre de caudales hasta
la vitrina de la sala, y se le hizo sitio entre las condecoraciones de campaña y
las cruces de la Constancia Militar.
Dieron en crecerle las uñas, lo cual revelaba una vida
lenta, sorda, subrepticia. De momento pareció un arrastre de inercia, y luego se
vio que era virtud propia. Con alguna repugnancia al principio, la manicura de la
familia accedió a cuidar de aquellas uñas cada ocho días. La mano estaba siempre
muy bien acicalada y compuesta.
Sin saber cómo –así es el hombre, convierte la estatua
del dios en bibelot–, la mano bajó de categoría, sufrió una manus diminutio,
dejó de ser una reliquia, y entró decididamente en la circulación doméstica. A los
seis meses, ya andaba de pisapapeles o servía para sujetar las hojas de los manuscritos
–el comandante escribía ahora sus memorias con la izquierda–; pues la mano cortada
era flexible, plástica, y los dedos conservaban dócilmente la postura que se les
imprimía.
A pesar de su repugnante frialdad, los chicos de la
casa acabaron por perderle el respeto. Al año, ya se rascaban con ella, o se divertían
plegando sus dedos en forma de figa brasileña, carreta mexicana, y otras procacidades
del folklore internacional.
La mano, así, recordó muchas cosas que tenía completamente
olvidadas. Su personalidad se fue acentuando notablemente. Cobró conciencia y carácter
propios. Empezó a alargar tentáculos. Luego se movió como tarántula. Todo parecía
cosa de juego. Cuando, un día, se encontraron con que se había calzado sola un guante
y se había ajustado una pulsera por la muñeca cercenada, ya a nadie le llamó la
atención.
Andaba con libertad de un lado a otro, monstruoso falderillo
algo acangrejado. Después aprendió a correr, con un galope muy parecido al de los
conejos. Y haciendo “sentadillas” sobre los dedos, comenzó a saltar que era un prodigio.
Un día se la vio venir, desplegada, en la corriente de aire: había adquirido la
facultad del vuelo.
Pero, a todo esto, ¿cómo se orientaba, cómo veía? ¡Ah!
Ciertos sabios dicen que hay una luz oscura, insensible para la retina, acaso sensible
para otros órganos, y más si se los especializa mediante la educación y el ejercicio.
Y Louis Farigoule –Jules Romains en las letras– observa que ciertos elementos nerviosos,
cuya verdadera función se ignora, rematan en la epidermis; aventura que la visión
puede provenir tan sólo de un desarrollo local en alguna parte de la piel, más tarde
convertida en ojo; y asegura que ha hecho percibir la luz a los ciegos, después
de algunos experimentos, por ciertas regiones de la espalda. ¿Y no había de ver
también la mano? Desde luego, ella completa su visión con el tacto, casi tiene ojos
en los dedos, y la palma puede orientarse al golpe del aire como las membranas del
murciélago. Nanuk el esquimal, en sus polares y nubladas estepas, levanta y agita
las veletas de sus manos –acaso también receptores térmicos– para orientarse en
un ambiente aparentemente uniforme. La mano capta mil cosas fugitivas, y penetra
las corrientes translúcidas que escapan al ojo y al músculo, aquellas que ni se
ven ni casi oponen resistencia.
Ello es que la mano, en cuanto se condujo sola, se volvió
ingobernable, echó temperamento. Podemos decir que fue entonces cuando “sacó las
uñas”. Iba y venía a su talante. Desaparecía cuando le daba la gana, volvía cuando
se le antojaba. Alzaba castillos de equilibrio inverosímil con las botellas y las
copas. Dicen que hasta se emborrachaba, y en todo caso, trasnochaba.
No obedecía a nadie. Era burlona y traviesa. Pellizcaba
las narices a las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores. Se quedaba
inmóvil, “haciendo el muerto”, para dejarse contemplar por los que aún no la conocían,
y de repente les hacía una señal obscena. Se complacía, singularmente, en darle
suaves sopapos a su antiguo dueño, y también solía espantarle las moscas. Y él la
contemplaba con ternura, los ojos arrasados en lágrimas, como a un hijo que hubiera
resultado “mala cabeza”.
Todo lo trastornaba. Ya le daba por asear y barrer la
casa, ya por mezclar los zapatos de la familia, con verdadero genio aritmético de
las permutaciones, combinaciones y cambiaciones; o rompía los vidrios a pedradas
o escondía las pelotas de los muchachos que juegan por la calle.
El comandante la observaba y sufría en silencio. Su
señora le tenía un odio incontenible, y era –claro está– su víctima preferida. La
mano, en tanto que pasaba a otros ejercicios, la humillaba dándole algunas lecciones
de labor y cocina.
La verdad es que la familia comenzó a desmoralizarse.
El manco caía en extremos de melancolía muy contrarios a su antiguo modo de ser.
La señora se volvió recelosa y asustadiza, casi con manía de persecución. Los hijos
se hacían negligentes, abandonaban sus deberes escolares y descuidaban, en general,
sus buenas maneras. Como si hubiera entrado en la casa un duende chocarrero, todo
era sobresaltos, tráfago inútil, voces, portazos. Las comidas se servían a destiempo
y, a lo mejor, en el salón y hasta en cualquiera de las alcobas. Porque, ante la
consternación del comandante, la epiléptica contrariedad de su esposa y el disimulado
regocijo de la gente menuda, la mano había tomado posesión del comedor para sus
ejercicios gimnásticos, se encerraba por dentro con llave y recibía a los que querían
expulsarla tirándoles platos a la cabeza. No hubo más que ceder la plaza: rendirse
con armas y bagajes, dijo Aranda.
Los viejos servidores, hasta “el ama que había criado
a la niña”, se ahuyentaron. Los nuevos servidores no aguantaban un día en la casa
embrujada. Las amistades y los parientes desertaron. La policía comenzó a inquietarse
ante las reiteradas reclamaciones de los vecinos. La última reja de plata que aún
quedaba en el Palacio Nacional desapareció como por encanto. Se declaró una epidemia
de hurtos a cuenta de la misteriosa mano, que muchas veces era inocente.
Y lo más cruel del caso es que la gente no culpaba a
la mano, no creía que hubiera tal mano animada de vida propia, sino que todo lo
atribuía a las malas artes del pobre manco, cuyo cercenado despojo ya amenazaba
con costarnos un día lo que nos costó la pata de Santa Anna. Sin duda Aranda era
un brujo que tenía pacto con Satanás. La gente se santiguaba.
La mano, en tanto, indiferente al daño ajeno, adquiría
una musculatura atlética, se robustecía y perfeccionaba por instantes, y cada vez
sabía hacer más cosas. ¿Pues no quiso continuarle por su cuenta las memorias al
comandante? La noche que decidió salir a tomar el fresco en automóvil, la familia
Aranda, incapaz de sujetarla, creyó que se hundía el mundo. Pero no hubo un solo
accidente, ni multas, ni “mordidas”. Por lo menos –dijo el comandante– así se conservará
la máquina en buen estado, que ya amenazaba enmohecerse desde la huida del chauffer.
Abandonada a su propia naturaleza, la mano fue poco
a poco encarnando la idea platónica que le dio el ser, la idea de asir, el ansia
del apoderamiento, hija del pulgar oponible: esta inapreciable conquista del Homo
faber que tanto nos envidian los mamíferos digitados, aunque no las aves de
rapiña. Al ver, sobre todo, cómo perecían las gallinas con el pescuezo retorcido
o cómo llegaban a la casa objetos de arte ajenos –que luego Aranda pasaba infinitos
trabajos para devolver a sus propietarios, entre tartamudeos e incomprensibles disculpas–,
fue ya evidente que la mano era un animal de presa y un ente ladrón.
La salud mental de Aranda era puesta ya en tela de juicio.
Se hablaba también de alucinaciones colectivas, de los raps o ruidos de espíritus
que, por 1847, aparecieron en casa de la familia Fox, y de otras cosas por el estilo.
Las veinte o treinta personas que de veras habían visto la mano no parecían dignas
de crédito cuando eran de la clase servil, fácil pasto a las supersticiones; y cuando
eran gente de mediana cultura, callaban, contestaban con evasivas por miedo a comprometerse
o a ponerse en ridículo. Una mesa redonda de la Facultad de Filosofía y Letras se
consagró a discutir cierta tesis antropológica sobre el origen de los mitos.
Pero hay algo tierno y terrible en esta historia. Entre
alaridos de pavor, se despertó un día Aranda a la media noche: en extrañas nupcias,
la mano cortada, la derecha, había venido a enlazarse con su mano izquierda, su
compañera de otros días, como anhelosa de su arrimo. No fue posible desprenderla.
Allí pasó el resto de la noche, y allí resolvió pernoctar en adelante. La costumbre
hace familiares los monstruos. El comandante acabó por desentenderse. Hasta le pareció
que aquel extraño contacto hacía más llevadera su mutilación y, en cierto modo,
confortaba a su mano única.
Porque la pobre mano siniestra, la hembra, necesitó
el beso y la compañía de la mano masculina, la diestra. No la denostemos. Ella,
en su torpeza, conserva tenazmente, como precioso lastre, las virtudes prehistóricas,
la lentitud, la tardanza de los siglos en que nuestra especie fue elaborándose.
Corrige las desorbitadas audacias, las ambiciones de la diestra. Es una suerte –se
ha dicho– que no tengamos dos manos derechas: nos hubiéramos perdido entonces entre
las puras sutilezas y marañas del virtuosismo; no seríamos hombres verdaderos, no:
seríamos prestidigitadores. Gauguin sabe bien lo que hace cuando, como freno a su
etérea sensibilidad, enseña otra vez a su mano diestra a pintar con el candor de
la zurda.
Pero, una noche, la mano empujó la puerta de la biblioteca
y se engolfó en la lectura. Y dio con un cuento de Maupassant sobre una mano cortada
que acaba por estrangular al enemigo. Y dio con una hermosa fantasía de Nerval,
donde una mano encantada recorre el mundo, haciendo primores y maleficios. Y dio
con unos apuntes del filósofo Gaos sobre la fenomenología de la mano… ¡Cielos! ¿Cuál
será el resultado de esta temerosa incursión en el alfabeto?
El resultado es sereno y triste. La orgullosa mano independiente,
que creía ser una persona, un ente autónomo, un inventor de su propia conducta,
se convenció de que no era más que un tema literario, un asunto de fantasía ya muy
traído y llevado por la pluma de los escritores. Con pesadumbre y dificultad –y
estoy por decir que derramando abundantes lágrimas– se encaminó a la vitrina de
la sala, se acomodó en su estuche, que antes colocó cuidadosamente entre las condecoraciones
de campaña y las cruces de la Constancia Militar, y desengañada y pesarosa, se suicidó
a su manera, se dejó morir.
Rayaba el sol cuando el comandante, que había pasado
la noche revolcándose en el insomnio y acongojado por la prolongada ausencia de
su mano, la descubrió yerta, en el estuche, algo ennegrecida y como con señales
de asfixia. No daba crédito a sus ojos. Cuando hubo comprendido el caso, arrugó
con nervioso puño el papel en que ya solicitaba su baja del servicio activo, se
alzó cuan largo era, reasumió su militar altivez y, sobresaltando a su casa, gritó
a voz en cuello:
–¡Atención, firmes! ¡Todos a su puesto! ¡Clarín de órdenes,
a tocar la diana de victoria!
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