Camilo José Cela
El
hombre bajó trabajosamente del automóvil. Entre su pierna derecha escayolada
desde el tobillo a la ingle, el embarazo de las muletas y el peso de una
cartera de mano colgándole del cuello, no le resultaba fácil moverse. El chofer
del taxi, solícito, le ayudó. La compasión es uno de los últimos reductos que
les quedan a las buenas formas.
Renqueante, con una impericia que quedaba
confirmada por la blancura del yeso recién puesto, el hombre llegó hasta el
mostrador de facturación. Sujetando ambas muletas con una sola mano, ayudándose
con los dientes y manteniendo un equilibrio precario, logró sacar su billete de
la cartera. Se lo extendió a la azafata.
–A Málaga, señorita. No llevo equipaje.
La azafata ni siquiera levantó la mirada de la
pantalla de su computadora. Le preguntó, en el tono más automático existente.
–¿Asiento de fumador o de no fumador?
–Me da lo mismo. Preferiría, si pudiera ser, uno de
los de la ventanilla de emergencia.
La sonrisa le salió adecuadamente dolorosa.
–Es que llevo la pierna enyesada, ¿sabe?, y en esa
fila hay más sitio.
La azafata dejó, por primera
vez, su rutina para mirarle bien: las muletas, el pantalón cortado a lo largo
de toda la escayola y sujeto luego con unas pulcras cintas, la cara de
circunstancias… Su contestación sonó como una riña, como si el pasajero estuviese
invocando unos privilegios absurdos.
–Está prohibido. La fila de emergencia debe quedar
libre de obstáculos: lo dice el reglamento de vuelo.
–Vaya por Dios… Bueno, deme lo que sea.
La azafata le interrumpió; no había acabado con los
aspectos reglamentarios.
–Hay otra cosa. Va a tener que pagar otro billete.
–¿Otro billete? ¿Y por qué?
–Por la pierna. Tendrá que ponerla de costado y
necesitará que se deje libre el asiento de al lado.
–Pero, señorita, yo no tengo la culpa de habérmela
roto, ¿sabe?
El gesto de severidad de la mujer se acentuó.
–Supongo que no creerá usted que es la compañía la
culpable.
–No, claro que no. La culpa la tiene el que hiele
por la noche, o el que me invitasen a cenar fuera justamente anteayer, que
malditas las ganas que tenía. O Dios omnipresente, si lo prefiere. Pero yo
tengo ya bastante castigo viajando en estas condiciones. No me venga con que,
encima, hay que pagar el doble.
–Es lo que dice el reglamento.
–¡Es ridículo!
La azafata le devolvió el billete.
–No entorpezca la cola, por favor. Hay gente que
espera. Vaya a la ventanilla de caja.
El hombre se las arregló para llegar hasta allí con
el billete entre los dientes y rezongando. Los diez minutos de espera hasta que
le llegó el turno no habían contribuido precisamente a que le mejorase el
humor.
–Deme un billete de pierna para Málaga.
El cajero le miró, pasmado.
–¿Cómo dice?
–No soy yo quien lo digo. Es su compañera de
facturación. La del mostrador diecisiete. Como llevo la pierna escayolada,
tengo que sacar otro billete.
–¡Ah, sí, claro! ¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
–En efectivo.
El hombre tecleó rápidamente. Un cajón metálico
cercano escupió el nuevo billete.
–Vamos a ver…, Málaga, doce de febrero, cinco uno
tres, doce quince; sí, está bien… ¡Oiga! ¿No me ha cobrado de más?
El cajero le miró con gesto de ofensa por encima de
las gafas.
–Por favor, caballero. Es la tarifa oficial.
El lisiado, apoyándose contra la ventanilla para no
caer, señaló la cifra de su propio billete golpeándola con los dedos.
–Pues mire, mi billete vale menos. ¿Qué pasa, que
las piernas son más caras que el resto del cuerpo?
El cajero examinó uno y otro documento. Luego
contestó con un suspiro, como si estuviese harto de recitar la lección.
–Es por el certificado de residencia. Usted es
residente y tiene rebaja, señor.
–Ah, ¿y mi pierna no?
–¿Qué quiere que le diga? Son las normas: un
certificado de residencia por cada billete.
–Ya veo: lo dice el reglamento…
El oficinista se animó al oír la frase mágica.
–Exactamente. ¿Dispone usted de un certificado de
residencia de la pierna?
El viajero cerró los ojos. En su cara se leía un
inmenso cansancio.
–Mire usted, amigo mío, si puedo llamarle así. Yo
tengo treinta y cinco años, ¿sabe?
–No, no lo sabía, pero si usted lo dice…
–Le aseguro que sí, créame. Treinta y cinco años.
Pues bien, durante todos esos años, mes tras mes, semana tras semana, día a día
sin dejar aparte ni uno solo, mi pierna ha residido siempre conmigo.
El cajero hizo un gesto de indiferencia.
–Yo no puedo hacer nada. Son las normas: un
certificado de residencia por cada billete.
–¡Oiga, pedazo de animal! ¡Las normas dirán lo que
quieran pero yo no puedo irme al ayuntamiento a pedir un certificado de
residencia de la pierna! ¡Creerán que me he vuelto loco!
La voz del empleado, al contestar, reflejaba
dignidad, enfado y desprecio, todo a la vez.
–Por favor, no me insulte: yo le he tratado
educadamente. Además, no es asunto mío. Si expido un billete de tarifa reducida
lo tengo que hacer como manda el reglamento.
–Bueno, hombre, si le he ofendido lo siento. No era
mi intención. Mire, le diré lo que podemos hacer ¿Le serviría un certificado
mío, de la pierna y el resto, todo junto?
El cajero vaciló.
–No sé… No es lo correcto…
–Dese cuenta: le doy más de lo que piden las
normas. Un supercertificado, podríamos decir. Pierna y demás accesorios. De la
escayola no habrá papeles, desde luego, pero me parece que podríamos
considerarla como un vestido, o un abrigo, o algo así, ¿no es verdad?
–El reglamento deja llevar a bordo un bastón, o
unas muletas; eso es cierto… La escayola debe ser algo parecido, en realidad…
Mire, creo que haré la vista gorda por esta vez y le dejaré que me dé el
certificado de residencia suyo, el completo.
–No llevo ninguno.
La sonrisa del empleado era de total triunfo; el
suficiente como para agregarle un poco de magnanimidad.
–¿Ve como no hay que ponerse nunca en plan chulo?
Se lo dejaré pendiente. Tiene usted un mes para entregarlo en la oficina; allí
le abonarán la diferencia. Arreglado.
–No, qué va. De arreglado nada. Quiero que me
traigan una silla de ruedas.
–¿Cómo dice?
–Estoy impedido. No pretenderá usted que me meta en
el autobús con los demás pasajeros, ¿verdad? Me tienen que poner una silla de
ruedas. Lo dice el reglamento.
El viajero cruzó todo el vestíbulo del aeropuerto
en silla de ruedas, con la pierna extendida hacia delante como el botalón de
una nave y las muletas cruzadas sobre los reposabrazos. Se ahorró la cola del
registro de seguridad –la silla de ruedas no pasaba por el arco magnético– e
incluso el trámite de la sala de espera. Lo condujeron directamente hasta el
avión y allí, con la ayuda de un par de mozos, logró subir las escaleras,
estrechísimas, sin perder demasiado la compostura. Se le acomodó, por fin, en
la parte delantera de la cabina, ocupando las dos butacas a las que tenía
derecho.
–¿La pierna tiene que abrocharse también el
cinturón? La azafata celebró con grandes sonrisas la gracia y le entregó una
almohada.
–Le irá bien para acomodarse.
El hombre se calzó la espalda con la almohada y
luego se echó a dormir. El resto de los pasajeros, al ir entrando, lo miraba
con una mezcla de conmiseración y envidia.
El avión despegó, finalmente, con un retraso
razonable. Al alcanzar la altura y la velocidad de crucero se apagaron las
luces que obligaban a mantener abrochados los cinturones de seguridad y el
lisiado, ya despierto, pidió que le ayudasen a incorporarse. El lavabo quedaba
cerca. Una vez dentro de él, abrió la escayola a lo largo, sirviéndose de un
corte disimulado, sacó de dentro de ella una bolsa de plástico con un arma
corta y varios cargadores, la montó, se deshizo del resto del yeso, volvió a
anudar, uno por uno, los lazos que le mantenían cerrado el pantalón y se
dispuso a secuestrar el aeroplano.
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