Francisco Rojas González
Fue entre los chinantecos, esos indios pequeñitos, reservados y encantadoramente
descorteses. Fue entre ellos, en su propio nidal, “trastumbando” Ixtlán de Juárez
y en los mismos estribos del sugestivo fenómeno de la orografía de México, que llaman
el Nudo de Cempoaltépetl.
Escogimos Yólox –San Marcos Yólox, para ser más exactos–
como el sitio ideal donde instalar nuestro laboratorio antropológico… Yólox es una
metrópoli de escasos trescientos habitantes, que cuelga, entre girasoles y magueyales,
de un ribazo de la cordillera. En torno de Yólox –nombre cordial, supuesto que significa
corazón en idioma azteca–, ranchos, congregaciones y jacaleras, de donde todos los
viernes bajan los indios dispuestos a jugar en el “tianguis” su doble caracterización
de compradores y vendedores, en un comercio de trueque animado y pintoresco: sal,
por granos; piezas de caza o animalillos de río o de charca, por retazos de manta;
yerbas medicinales a cambio de “rayas” de suela para huaraches; hilo de ixtle enrollado
en bastas madejas, por candelas de sebo; gallinas, por manojos de estambre…
Ahí, posesionados de la escuelita abandonada, dispusimos
nuestro aparato técnico. Había que basar en datos irrefutables de tipo estadístico
una teoría nacida sobre la mesa de trabajo de un reputado sabio europeo, es decir,
que nosotros los investigadores andábamos en la misión de zurcir ciencia, en un
encargo semejante al del zapatero remendón que reluja un par de viejos botines.
O más sencillamente, teníamos entre las manos una brújula, para la cual había que
manufacturar una buena colección de rumbos, o, de otra suerte, la luminosa especulación
del maestro sucumbiría en los instantes en que empezaba a cobrar prestigio en las
aulas y crédito en las academias.
La primera semana iba pasando entre nuestra inquietud
y las protestas de los europeos que formaban parte de la expedición:
“Nada –argüían a veces–, que si estos indios se niegan
a ser estudiados, debemos proceder como lo hicimos en Eritrea o en Azerbaiján: traerlos
a rigor, a punta de bayoneta, si es necesario…”
Los mexicanos, conocedores del ambiente, temblábamos
sólo al pensar lo que significaría un acto de violencia con los levantiscos chinantecos.
El sábado habíamos logrado algo: un mendigo ebrio accedió
a dejarse estudiar. Funcionaron entonces nuestros aparatos niquelados; el antropómetro,
los compases de Martin, el dinamómetro y la báscula; hubo pruebas sanguíneas y hasta
el intento de un metabolismo basal.
Cuando hubimos logrado analizar el primer “caso” y ese
“caso” salió del laboratorio con una decorosa gala en metálico, notamos en los futuros
sujetos mejor compresión y hasta cierta simpatía para nosotros.
Mas las cosas se complicaron gravemente con un hecho
insólito, con algo nunca escrito en los anales centenarios de Yólox: su cielo, ayer
impasible, fue conmocionado por el trepidar de un motor y su azul vilmente maculado
por la estela gris y humeante… ¡Había pasado un avión!
El pasmo entre los indios fue terrible; las mujeres
apretaron entre sus brazos a los críos, al tiempo que sus ojos siguieron la trayectoria
del ave rutilante. Los hombres cobraron sus hondas y sus escopetas; alguno disparó
su arma dos veces ante la inmutabilidad del viajero que volaba rumbo al sur; un
mocetón audaz trepó a la copa de un árbol; después aseguró haber visto el pico del
pájaro y sus enormes garras, entre las que se debatía un novillo…
Cuando el visitante ingrato se perdió entre las nubes
y la distancia, los indios acosados por el terror vinieron a nosotros. Entonces
el local de nuestra instalación resultó insuficiente; todo el pueblito se había
volcado en él. Alguno nos preguntó en lenguaje torpe algo respecto a esos fantásticos
gavilanes. Cuando bien podríamos haber aprovechado aquellos instantes de pavor en
servicio de nuestra misión, olvidamos las verosímiles ventajas, a cambio de un recurso
problemático, pero en todo caso, más leal y más honrado:
–Es un aparato que vuela –dije–. Es como una piedra
lanzada por una honda… En él viajan hombres iguales que ustedes y que nosotros.
–¿Quiere decir que en la barriga de ese pájaro van hombres?
–volvió a inquirir el indio.
–No, no propiamente, porque eso que ustedes llaman pájaro
es simplemente una máquina…
El intérprete, un anciano duro y grave, muy en su papel
de primera autoridad del pueblo, tuvo un gesto de incredulidad, pero repitió en
su lengua mis palabras; entonces siguió un lapso de silencio expectante.
–Pero –argumentó– la piedra sube, va y baja… Mas ese
pajarote vuela y vuela por la fuerza de sus alas.
–Es –contesté– que el aparato lleva en su vientre la
esencia de la lumbre: la gasolina, el aceite, las grasas…
El viejo torció la boca con una sonrisa de suspicacia:
–No nos creas tan dialtiro… A poco crees que semos tus
babosos.
Luego dijo en su idioma monosilábico palabras prolongadas
y solemnes. Apenas terminó, los reunidos abandonaron nuestro laboratorio; algunos,
especialmente las mujeres, lo hicieron en forma violenta y precipitada, otros, al
marcharse, nos veían con ojos aterrorizados y rencorosos.
Sólo quedó frente a nosotros un grupo pequeño de gente
triste, enferma y acongojada, diríase que el peso de su miseria y de sus males los
anclaba, los hincaba en el sitio. Era una familia de tres miembros: el padre enclenque
e imbécil, que al sonreír mostraba su dentadura dispareja y horriblemente insertada;
la madre, pequeñita, de carnes fofas y renegridas, acusaba una preñez adelantada;
la hija, una niña a la que la pubertad la había sorprendido, la había capturado,
sin darle tiempo a mudar la tristeza, la mansedumbre infantil de sus ojos mongoloides,
por el brillo que enciende la juventud, ni transmutar las formas rectilíneas por
las morbideces de la edad primaveral.
–Malos, semos malos… remalos, patroncito –dijo el hombre
señalando a su familia.
El diagnóstico resultaba fácil entre los evidentes síntomas:
todos eran presas del paludismo, así lo decían a gritos los semblantes demudados,
su mueca decaída, los miembros soplados y amarillentos.
–Malos semos… remalos, tatitas –repitió el indio con
voz llorona.
Pero para nosotros, más que enfermos, aquellos miserables
eran sujetos de estudio, elementos probatorios quizás de una teoría nacida en remotos
climas, que necesitaban del abono de la estadística, del fertilizante del guarismo…
eran cifras con que operar.
Ante el asombro de ellos volvieron a salir los aparatos
científicos; averiguamos su estatura y su volumen, el largo de sus huesos, la forma
de su cráneo, el peso de cada uno y las particularidades coagulativas de su sangre.
Ellos, con el asombro, con el espanto columpiando de sus pestañas, nos dejaban hacer,
seguros de que nuestras maniobras les darían la salud.
Cuando hubimos satisfecho todos los complicados cuestionarios,
los dejamos descansar.
El hombre dijo algunas palabras a los suyos, al tiempo
que tomaba mi mano para besarla; igual cosa trataron de hacer las mujeres; yo, lleno
de vergüenza, esquivé aquella manifestación de agradecimiento. Me hallé culpable
de engaño y de mentira, del uso de un expediente innoble, aunque necesario en aquellas
circunstancias… Entonces recordé que en nuestro botiquín podría encontrar algo que
aliviara un poco las dolencias de los desventurados. Di con un frasco de quinina
en comprimidos. Llené de aquellos hermosos granos escarlatas y brillantes como peonías
las cuencas de las manos que se me tendían trémulas, como avecitas sedientas; acaricié
a la muchacha y los dejé marchar. Al trasponer la puerta, la mujer nos sonrió triste,
dolorida.
En la plazoleta los habitantes de Yólox hablaban, discutían,
se acaloraban, veían al cielo y levantaban sus manos empuñadas.
Cuando la familia de palúdicos pasó por la plazuela,
la gente abrió valla temerosa de contaminarse, más que del padecimiento, de aquello
que hubieran podido adquirir de su trato con nosotros; había en las miradas compasión
y caridad. Las voces bajaron de tono hasta hacerse imperceptibles. Los enfermos
cruzaron entre la multitud sin detener su paso; iban de regreso a la tierra baja,
“donde priva el letal paludismo”.
Mis compañeros los europeos desesperaban. Era indispensable
convencer u obligar, si había necesidad, a los chinantecos para que se prestaran
a nuestra experiencia; yo, más conocedor de aquella gente, opté por buscar un medio
conciliador. Fui a ver al viejo intérprete, sabía con absoluta seguridad que éste
no sólo era el único hombre capaz en el pueblo de entender el español, sino que
también tenía sobre los suyos una influencia determinante, basada en sus prácticas
de magia y de hechicería. Su valimiento entre los chinantecos estaba sobre el de
la autoridad civil, que en realidad no representaba para él más que un elemento
para reforzar su dominio. Lo encontré en su choza; la sumisión de que había dado
muestra en los momentos de terror que le produjo la presencia del aeroplano bajo
el cielo de la Chinantla se había transformado en una actitud soberbia, defensiva,
cáustica. Tuvo para mí frases cortantes, de plantilla tal le obligaba la heredada
hospitalidad de los indígenas, pero en su mueca descubría rencores y recelos profundos.
Hablé mucho, quizás diez o quince minutos, y cuando
creí haber dejado convencida a la esfinge, como si mis palabras hubiesen rebotado
en su frente estrecha y huida, dijo:
–Ellos, mi gente, se han dado cuenta… y antes de permitir
que lo que ustedes traen entre manos se cumpla, les ponemos dos horas para que abandonen
el pueblo… Si desobedecen, no daremos una liendre por la vida de todos. Yo te aconsejo
ensillar las bestias y salir de aquí antes de que madure el lucero… ¿Oyites?
–Pero –argumenté– nosotros no pretendemos nada malo.
–Así dicen todos –repuso el anciano–. Tú y ellos son
comerciantes; ayer lo eran de reses y de cerdos; ahoy lo son de cristianos. Los
que vienen contigo son gringos y dueños de la cría de esos pajarotes que se mantienen
con manteca de cristiano… Ahoy queren llevarse la grasa de los chinantecos para
llenar el buche de esos gavilanes gigantes… ¡Dí la verdá…! No semos tan brutos para
no darnos cuenta: Si nos pesan, si nos miden, si nos sangran… ¿Qué quere decir?
Que nos tienen en calidá de puercos en engorda… Pero si quieres quedarte –agregó
en tono confidencial–, dime a mí, a mí solito, onde puedo conseguir huevos de esos
pajarotes para echar a empollar; en estas montañas se han de criar galanes, comiendo
yerbas, bellotas y piñones como los guanajos… Pero si te niegas, el lucero de mañana
les aluzará el camino ¿Entiendes?
No esperamos al lucero; salimos bajo el cobijo de las tinieblas, a revientacinchas,
en oprobiosa huida. Tras de nosotros corrieron los pedruscos y florecieron las injurias
y las maldiciones.
Una prodigiosa amanecida nos sorprendió al encumbrar
el puerto de María Andrea. Los pinos alzaban sus ramazones temblorosas de rocío,
los estratos de una extraña conformación geológica veteaban nuestra ruta; verdores
cambiantes –del renegrido al amarillento– se nos metían por los ojos; el olor de
resina, el cantar del viento que rozaba las ramas y se cortaba en las aristas de
las peñas y el trino del cenzontle, todos elementos sedativos, temas de sosiego,
estímulos de fe, acabaron por tranquilizar los espíritus, pero no bastaron para
hacer olvidar los agravios.
Alguno abominó de los indios:
“Son malagradecidos y pérfidos”.
Otro salió débilmente en su defensa:
“Han sufrido tanto, que su desconfianza y su temor se
justifican”.
Mas la explicación de aquellos hechos incongruentes,
de aquella situación absurda, nos esperaba al torcer la vereda. Ahí, con su rostro
demacrado y transido, pero con muecas de regocijo y actitudes alborozadas, nos aguardaba
la familia enferma, aquella a la que obsequiamos con las pastillas de quinina. El
hombre imbécil y la mujer preñada intentaron otra vez besarnos las manos y la niña
se elevó de puntillas tratando de tocarnos.
Detuvimos unos instantes las bestias; yo les hablé:
–¿Qué hay, muchachos, les probaron las medicinas?
El padre permaneció mudo, tratando de encontrar buenas
palabras:
–Sí, semos amejoraditos…
–¿Les quedan pastillas? –inquirí.
El hombrecito, por toda respuesta, separó el cuello
de su camisa para mostrarnos un collar de comprimidos de quinina bermejos y brillantes.
La mujer hizo lo mismo e igual la muchacha.
–El mal ya no se nos acerca –informó el hombre–, le
tiene miedo al sartal de piedras milagrosas.
En los ojos de los chinantecos hubo fulgores de un sentimiento
muy parecido a la fe.
A partir de aquel instante, ya nadie habló de la ingratitud
de los indios, ni de su brutalidad, ni de sus descortesías… Hubo, sí, imprecaciones
e insultos pero no para los chinantecos, ni para los mixes, ni para los coras, ni
para los seris, ni para los yaquis… los hubo para aquellos hombres y aquellos sistemas
que al aherrojar los puños y engrillar las piernas, chafan los cerebros, mellan
los entendimientos y anulan las voluntades, con más coraje, con más saña que el
paludismo, que la tuberculosis, que la enterocolitis, que la oncocercosis… Y los
pinos, el cenzontle y la vereda aprobaron a una.
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