miércoles, 7 de febrero de 2024

El iceberg

Horácio Costa

 

Para Renina Katz

 

A la primera luz, lo vimos apuntar en el horizonte, desde la cubierta. Todavía lo caracterizaba el tono cenizo que, después de menos de un cuarto de hora, sería sustituido por un anaranjado divino, centelleante, que nos ofuscaba los ojos en igual medida que nos atraía las miradas inmóviles. Pero las palabras: su majestad nos mantenía en un estado de espíritu donde se mezclaban euforia y aprehensión, que creo no debe distinguirse mucho de lo que experimentan los místicos en los primeros peldaños de la Gracia. Después de nuevamente consultar los radares –venía a nuestro encuentro a cuarenta nudos–, decidimos aproximarnos lo más posible.

Los pasajeros disputaban los binoculares y competían para saber el número de pingüinos que ataviaban las gélidas playas y cuántos los osos polares que saludaban el nuevo día (y a nosotros también, ya que veníamos en dirección del sol), esparcidos aquí y allá a lo largo de todo el inmenso volumen, como partes vivas de sus entrañas, expuestas a los intrusos. Con todo, preferí la observación a ojo desnudo: sólo así, me dije, podría conservar todo el impacto que experimentara en la primera hora.

Circundado por un mar cobalto y por un cielo sin nubes, desfiló delante de nosotros el iceberg –y, sin duda, nosotros delante de él, extasiados frente a su indiferente mirada lánguida–. Diez onceavos del inmenso ser nos continuaron vedados, separados de nuestro examen por una película donde toda la naturaleza se refleja, en el tránsito (o en la volición) entre partículas de hidrógeno y oxígeno: esto fue, y lo digo en serio, lo que más me fascinó de todo. Tan puro y blanco, tan evidente y auto-evidente, y también así tan peligroso; en último análisis, tan intrínseca e incondicionalmente misterioso, el iceberg.

Son cápsulas que el tiempo deshace, las metáforas que el hombre fabrica.

 

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