Horácio Costa
Para Renina Katz
A
la primera luz, lo vimos apuntar en el horizonte, desde la cubierta. Todavía lo
caracterizaba el tono cenizo que, después de menos de un cuarto de hora, sería
sustituido por un anaranjado divino, centelleante, que nos ofuscaba los ojos en
igual medida que nos atraía las miradas inmóviles. Pero las palabras: su
majestad nos mantenía en un estado de espíritu donde se mezclaban euforia y
aprehensión, que creo no debe distinguirse mucho de lo que experimentan los
místicos en los primeros peldaños de la Gracia. Después de nuevamente consultar
los radares –venía a nuestro encuentro a cuarenta nudos–, decidimos
aproximarnos lo más posible.
Los pasajeros disputaban los binoculares y
competían para saber el número de pingüinos que ataviaban las gélidas playas y
cuántos los osos polares que saludaban el nuevo día (y a nosotros también, ya
que veníamos en dirección del sol), esparcidos aquí y allá a lo largo de todo
el inmenso volumen, como partes vivas de sus entrañas, expuestas a los
intrusos. Con todo, preferí la observación a ojo desnudo: sólo así, me dije,
podría conservar todo el impacto que experimentara en la primera hora.
Circundado por un mar cobalto y por un
cielo sin nubes, desfiló delante de nosotros el iceberg –y, sin duda, nosotros
delante de él, extasiados frente a su indiferente mirada lánguida–. Diez
onceavos del inmenso ser nos continuaron vedados, separados de nuestro examen
por una película donde toda la naturaleza se refleja, en el tránsito (o en la
volición) entre partículas de hidrógeno y oxígeno: esto fue, y lo digo en
serio, lo que más me fascinó de todo. Tan puro y blanco, tan evidente y
auto-evidente, y también así tan peligroso; en último análisis, tan intrínseca
e incondicionalmente misterioso, el iceberg.
Son cápsulas que el tiempo deshace, las
metáforas que el hombre fabrica.
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